PULGÓN
L. MAJOR REYNOLDS
La autora de este cuento ha pasado una buena parte de su vida en la India, lo que explica en parte el por qué haya sentido siempre un especial interés por los fenómenos paranormales y supranormales. La génesis de esta historia pueden haber sido muy bien las especulaciones de Charles Fort o tal vez las obras de Eric Frank Russell; lo que sí podemos decir es que el indudable interés que encierra queda claramente demostrado por el hecho de que ésta es la séptima vez que se publica desde el momento en que fue escrita.
ilustrado por JORDI BUXADÉ
El invisible pedacito de algo pirueteó en la brisa a través de la puerta abierta. Se levantó sin esfuerzo y flotó por el amplio vestíbulo. Otra puerta abierta, y la succión lo condujo a una pieza. Se acomodó junto a la forma de un perro dormido. Al acercarse a él pareció vibrar. Creció en un momento con increíble rapidez. El perro se estremeció, gimió y murió.
La cosa se hizo más fuerte. Ya no dependía enteramente de la brisa; acababa de adquirir una cierta movilidad. Se oyeron pasos, y un pie se aproximó. Con un supremo esfuerzo se adhirió al costado del zapato. Su deseo la aferraba más a la piel curtida, la necesidad de las fuerzas vitales que sentía filtrarse a través del zapato. Permaneció adherida largo rato, ganando más fuerza a cada minuto que pasaba.
El zapato salió del pie y fue arrojado a un rincón. La cosa fue a ocultarse rápidamente en otro.
—Helen, voy a acostarme un rato. Me siento mal.
El hombre se hallaba en la cama, fuera de su alcance. La cosa esperó.
—Muy bien, querido. Voy a la tienda. Hace tanto calor que tendré que comprar más cervezas. Te sentirás mejor una vez hayas descansado. Dejaré la puerta abierta.
Se hizo el silencio. La cosa se movió lentamente, contra la brisa, antes cordial. Había alcanzado el tamaño de un ratón, era ya casi visible. Aristas y ángulos disparatados se iban formando en su superficie. Estaba casi viva. Y hambrienta, vorazmente hambrienta.
La puerta, al fin. Una hilera de hormigas acarreaba unos gránulos de azúcar. Y de pronto la hilera se rompió, en la pseudocomedia de la muerte. Poco a poco, la cosa crecía.
Un gatito que jugaba en el sendero se inmovilizó, con la mueca impotente de la extinción. La cosa era ya más fuerte.
Un anciano que reposaba bajo la bienhechora sombra de un olmo suspiró y quedó mirando al vacío. La cosa avanzaba con más facilidad.
Un grupo de chiquillos corría con el inextinguible vigor de la infancia. Luego uno de ellos fue conducido en brazos, pálido y casi despojado de la preciosa energía vital. La cosa era más activa.
—Doctor, doctor, tiene que salvarla; si le ocurriera algo a esta chiquilla, su madre moriría. ¿Cree que se salvará?
El doctor gruñía algo por lo bajo.
—Sí, pero estuvo a la muerte. Ya no hay peligro ahora. No puedo imaginarme lo que pueda haber ocurrido. La semana pasada le hice un examen físico y estaba en perfecta salud. He aquí una de las cosas que no pueden suceder y que, sin embargo, suceden. Si vuelve a sufrir otro ataque como éste me temo que ya no haya esperanzas.
—Gracias, doctor; la vigilaré como un halcón. ¿Dónde podré encontrarlo, si lo necesito?
—En mi oficina saben siempre dónde estoy. Llámeme esta noche, de cualquier modo, y hágame saber cómo se encuentra.

La cosa esperaba pacientemente. Se movía a voluntad, pero seguía con hambre. Esperaba en un desagüe seco, observando lo que ocurría a su alrededor. Visible al fin. Y temerosa. El primer vestigio del miedo a ser descubierta.
Una pareja paseaba por el sendero, estrechamente unida en un abrazo. Una repentina y gradual debilidad, y el perplejo muchacho se quedó mirando con ojos desorbitados a una forma inerte.
El doctor estaba desconcertado.
—No puedo comprender esto; su hija es la segunda persona atacada por este mal en un solo día. Y la muerte del viejo señor Evart tenía rasgos peculiares. El forense no ha podido descubrir ninguna causa aparente. El corazón le funcionaba bien; yo mismo le había hecho un examen general hará cosa de un mes. Y hasta el viejo caballo de Blain fue a escoger precisamente este día para morirse. Algo extraño está ocurriendo.
—¿Qué debemos hacer, doctor? —El padre estaba pálido por la pena—. No podemos permitir que esto siga. ¿Cuál puede ser la causa?
—Ya le he dicho que lo ignoro. Si lo supiera ya le habría puesto remedio. Sin embargo, voy a llamar a la policía. Tal vez ellos hallen la causa.
La cosa permanecía oculta tras un frondoso seto, saciada en parte. Permanecía tranquila por un breve momento. Una mariposa de alas verdes se posó en una rama baja… y cayó al pavimento, las alas muertas extendidas bajo los rayos de la luna.
Y la cosa seguía hambrienta, ya en los primeros vislumbres del conocimiento. Visible ya para todos los ojos. En su superficie sólo quedaba un ligero vestigio de los destellos de otro mundo. Informe aún, sin saberlo ni importarle…, su única emoción era un hambre insaciable. Energía para vivir, energía para construir.
Los pequeños seres nocturnos que vuelan o se arrastran le daban, no sin protestas, su insignificante porción de vida. Una comadreja hembra, con las ubres hinchadas, se detuvo agonizante y cayó. Su nido de hijuelos esperó en vano su regreso.
La cosa se agazapó de pronto al llegarle el volumen de unas voces y el resplandor de una luz.
—Yo mismo hablé con el doctor, y él supone que pueda tratarse de algún animal. Pero ninguno de los niños vio nada anormal esta tarde, y yo no creo en fantasmas. —El sargento de policía no mostraba, sin embargo, la confianza que parecían inspirar sus palabras—. ¿Ya han terminado con este último patio? Bien, entonces examinemos éste.
Una mano se internó en el seto, directamente frente a la cosa. El instinto del hambre libró una breve batalla con el recién nacido conocimiento, y el instinto ganó. La mano tentó un momento y luego se retiró rápidamente.
—¡Hey, mírenme la mano! ¡Parece como muerta! ¡Lo que buscamos está en este seto! ¡Denme algo, rápido!
Un violento golpe entre las plantas del seto que alcanzó a la cosa en su mismo centro. Ola tras ola de dolor, una sensación hasta entonces desconocida, cruzaron ante ella en relámpagos cegadores. Huyó frenéticamente, buscando un nuevo escondite.
—¡Creo que le di! Alumbren ese sitio, vamos. He sentido que le pegaba a algo suave. Aquí está el lugar, miren. ¿Ven la parte rasgada del seto? No hay nada ya, pero estoy seguro de que le di a algo.
La búsqueda continuó mientras la cosa, oculta debajo de un auto estacionado, sufría casi audiblemente. La energía, conseguida a tanto costo, huía a borbotones en la incesante marejada de dolor. Volvió rápidamente a su antigua invisibilidad, pero en ella quedó el conocimiento adquirido.
La búsqueda pasó a otros lugares y llegó por fin la anhelada oscuridad. A pocas yardas de la cosa se encontraba la entrada de un desagüe. Fueron largos y angustiosos momentos los que necesitó para recorrer aquel corto espacio, pero al fin llegó al seguro refugio.
—¡Hey, Jean, mira esas cloacas! ¿Has visto alguna vez en tu vida tantas ratas muertas? Esta mañana encontré al menos cincuenta. ¿Crees que haya alguna epidemia entre ellas?
—¡Yo qué sé! Pero me parece que deberíamos capturar una pareja y llevarla al Departamento de Salubridad. Llevo veinte años trabajando aquí y nunca había visto nada semejante. Dame la red.
La cosa progresaba: aumentaba de tamaño y acaparaba al mismo tiempo un embrionario conocimiento. Agazapada en el hueco del desagüe, observaba el mundo exterior. Jamás volvería a cometer el error de quitarles demasiado a aquellas extrañas criaturas pensantes. Era mejor tomar poco de muchos.
Un perro se aventuró demasiado cerca de la abertura y desapareció. La cosa contempló largo rato la forma inerte frente a sí, y el conocimiento se hizo evidente. Poco a poco fue adquiriendo la forma de su víctima. Unos pasos cautelosos por el exterior, y los alegres gritos de la chiquillería.
Seguía tenaz en su idea: un poco de muchos. Pero el hambre voraz continuaba.
—Si no fuera médico —murmuraba el doctor— juraría que una epidemia repentina de anemia está asolando esta parte de la ciudad. Todos los chiquillos presentan idénticos síntomas: una actitud de indiferencia; actúan como si estuvieran medio vivos… ¿Medio vivos? ¡Dios mío, eso tiene que ser! ¡Señorita Crane, pronto, llame a la policía!
El doctor estaba frenético.
—Estoy seguro de que había algo allí aquella noche —estaba diciendo el sargento—. Me di cuenta perfectamente cuando lo golpeé. ¿Y qué ocurre con todos esos insectos muertos? ¿Y la comadreja? ¿Y las ratas? Los compañeros se burlan de mí diciendo que estoy haciendo oposiciones para héroe; pero, doctor, le aseguro formalmente que había algo tras aquel seto.
—Le creo, sargento, pero no podría decirle de qué se trata. De todos modos ya ha vuelto, y me siento vencido. No podemos tener encerrados bajo llave a todos los chiquillos de la ciudad. Reúna de nuevo a sus hombres: procedamos a una nueva búsqueda más exhaustiva.
La búsqueda entró en acción. Durante todo el día, acompañados los hombres por unos chiquillos lánguidos y un perro juguetón. Un perro cariñoso que se frotaba contra las piernas a cada momento en busca de una caricia.
La búsqueda persistió implacable sin omitir siquiera las copas de los árboles más altos.
—Eh, muchachos, ¿de quién es ese perro? Quitadlo de ahí; ya se ha enredado entre mis piernas más de una docena de veces.
—Es «Rusty». Pertenece a este chico. Juega con nosotros a todas horas. Al principio no le gustaba jugar con nosotros, pero ahora sí.
La clarividencia, torpemente expresada, de los chiquillos.
—Bueno, pero mantenedlo a un lado, que no estorbe. No lo dejéis acercarse mucho a nosotros: estamos demasiado atareados para ocuparnos de él. Eh, chiquillo, sujétalo; no lo dejes ir.
Llegó el momento en que uno de los hombres indagó en la abertura de un desagüe. Y sacó los restos de un perro achocolatado.
—¡Hey, ése es «Rusty»! ¡Miren…, su collar! ¡Y yo que creí que éste era mi perro!
Las voces infantiles formaron corro.
Una forma inerte yacía en la calle. Y el perro cariñoso desapareció repentinamente de la vista.
El doctor se crispó en una mueca feroz.
—¡Sargento! ¡Encargue a un hombre que vigile la manzana y que si ve a ese animal lo mate instantáneamente! ¡Que no le permitan acercarse a ningún niño ni tampoco a los adultos! No tengo la menor idea de lo que pueda ser nuestro enemigo, pero estoy bien seguro de que no es un perro. ¡Vamos, ayúdenme con este muchacho!
La cosa regresó al desagüe. Una vez más el hambre triunfó sobre el conocimiento. Estaba ansiosa. El sabor del mundo exterior, que ya había probado, la impelía a regresar.
Salía de noche y vigilaba. Vigilaba y ganaba. Ganaba y aprendía.
Las parejas paseaban de noche. Manos apretadas, besos furtivos. Siempre el contacto. El contacto necesario para apropiarse de la valiosa energía.
Las ratas morían por centenares. ¡Tan poco alimento en tan corta vida! ¡Tan poco de tantos!
La cosa crecía lentamente.
Al fin el conocimiento llegó por el camino debido. El cambio fue largo y pesado. Las horas de vigilancia demostraron la necesidad de una indumentaria. Y poco a poco la necesidad fue cubierta.
La figura tomó la forma de una muchacha.
La cosa permaneció en una esquina, mirando en todas direcciones, expectante.
Oyó un silbido significativo.
Y atravesó la calle, seductora, perseguida por dos ardientes varones.
Título original:
BLIGHT
© 1948, Volitant Publishing Co. by arrangement by Forrest J Ackerman.
Traducción de F. Kerman