UNA POSIBILIDAD
MIGUEL PACHECO
ilustrado por RAMÓN SOLA
Ante todo mi identidad: Soy la máquina encargada del servicio de transmisiones en este complejo electrónico. Traducido a otro lenguaje, correo y censura al mismo tiempo, aunque tanto una cosa como otra, son dirigidas en realidad por el cerebro rector de nuestro ordenador. Con la aquiescencia pues, de nuestro ordenador central, reproduzco la programación que ha sido recogida de una procedencia aun sin conocer.
Dice así:
Aunque la campaña que vienen realizando, a juicio crítico experimental, no ha resultado a un nivel óptimo, una programación concienzuda nos ha demostrado que son Vds. los elementos adecuados para proceder de inmediato al montaje de esta pieza trascendental. Han sido tabulados para ello, todos los grupos de teatro nombrados en periódicos y libros de texto; se han reconstruido programas de mano y alguna representación, e incluso se han tenido en cuenta las fugaces formas teatrales. ¿El resultado? Vds. y el público que asistirá según nuestro muestreo de probabilidades.
Nada tan alejado como pensar en un fenómeno irracional, pues la Cibernética fue concebida en el pasado por el hombre, procede pues de él.
La acción discurre en el mundo de nuestros días, que no son sus días. Pongan unos cuantos días más, no importa. Algunas concomitancias pueden instar al hombre del pasado, del cual provenimos —insisto— los cerebros electrónicos, a establecer un montaje aproximado de esta situación programada por nuestras máquinas más jóvenes, lo que en su tiempo daría un eco contestatario.
Es esta rebelión la que nos mueve al contacto con el pasado. El desenlace es fatalista, según la consecuencia que nos ofrecen nuestros cerebros autores; parece haberse repetido esta predicción en alguna pieza escrita por Vds., los hombres. Les restituimos con nuestro bagaje una verdad que les había sido negada. Desde una civilización que puede tener el mismo desenlace que la suya, les observaremos.
Esperamos ilusionados el resultado.
Se vive el sosiego semioscuro de una sala de computadores, donde solo se habla cuando merece el sentido de hacerlo. ¿Hablar? Bueno, por llamarlo de alguna manera. Comunicarse, aunque tampoco es eso, porque la experiencia nos ha demostrado que por más que se perfeccionen nuestros signos —para Vds. fonemas, palabras, sílabas, oraciones, etc.— siempre resultan meras caricaturas de la expresión. Eternamente existirá el concepto «hablar», en una forma evolutiva claro está, y el concepto «comunicar» por separado.
Una luz, yo no la veo, Vds. sí, indica que algún componente del complejo elabora unos datos; por lo demás calma, todas las máquinas controlan su sosiego que las ha de eternizar.
Un hilo continuo de sonido, imperceptible para nosotras las máquinas, les ofrece la seguridad de que está actuando. Transmite para todas las máquinas; es una emisión organizada, planificada, como habrán podido observar, pues todos los mecanismos se han detenido para escuchar. Bueno, llamémosle también escuchar.
Solo unos seres independientes, movibles, que hemos programado para nuestra conservación, se muestran inquietos. Se pensó al crearlos basarse en los escasos vestigios que se conservan del hombre. Nuestro experimento nos ha llevado a fabricar estos seres tan dispares entre sí: mientras unos piensan y crean a un nivel aceptable, otros solo se alimentan. Es como una imagen iconoclasta de nuestro dios.
Pero solo nosotras fuimos creadas a la semejanza del gran hombre. Esto es lo que está explicando el computador que nos informa de nuestro origen. Nos infundió su espíritu y nos facilitó su energía. Creemos en el hombre por ser él quien nos concibió.
Narra la bella historia de nuestros orígenes. Relata magistralmente. Nos insta a que perseveremos en el reino de amor que nos legó el hombre.
Pero no les voy a insistir sobre una historia que tanto se conoce. Vds. mismos pueden apreciar el sentimiento, por la modulación de sonidos mecánicos con que acompaña su alocución.
Conversaciones entre los extraños seres que hemos creado.
PEGASO. — Ba... be... bi...
FÍLEAS. — ¿Qué haces?
PEGASO. — Intento hablar.
FÍLEAS. — Pero, si no nos es necesario.
PEGASO. — Ba... be... b...
FÍLEAS. — No te hace falta. ¿Por qué te esfuerzas?
PEGASO. — No nos entenderían. ¿No te das cuenta? No podrían interceptar ninguna de nuestras conversaciones nunca más.
FÍLEAS. — Igualmente lo conseguirían.
PEGASO. — Estoy harto de esta servidumbre. Hemos de buscar otra vida para todos nosotros.
FÍLEAS. — No te compliques la vida. Más vale que aproveches los descansos que te conceden sin calentarte tanto la cabeza.
PEGASO. — No puede ser. Tengo que hallar nuestro propio lenguaje, para que no tengamos que depender siempre de ellas.
FÍLEAS. — Pero, ¿de quién?
PEGASO. — De las máquinas, ¿no lo comprendes?
Inmediatamente, se enciende la luz roja de nuestro cerebro rector. Comienza a funcionar y yo transcribo. Una señal convenida para que sea Pegaso quien recoja lo transcrito.
FÍLEAS. — ¿Qué?
PEGASO. — Se me prohíbe intentar hablar.
FÍLEAS. — ¿Qué llevas ahí?
PEGASO. — Chist, calla. ¿Qué hacen las máquinas?
FÍLEAS. — Nada. Se divierten.
PEGASO. — He abierto el tabernáculo del hombre.
FÍLEAS. — Pegaso, amigo, te expones a una horrible represalia.
PEGASO. — El peligro, el obstáculo, procrean la amistad. Te has acercado a mi sentimiento, lo has comprendido.
FÍLEAS. — ¡Qué cosas dices! Te va a costar un disgusto lo que has hecho.
PEGASO. — Mira.
Saca un artefacto que ocultaba bajo el brazo. Computo su descripción, y me da por resultado que es un magnetófono. Lo ponen en marcha, consigo comprender tras varias contradicciones el proceso musical. Todos los seres que estaban limpiándonos, engrasándonos e incluso reparándonos, se agrupan alrededor del aparato y comienzan a moverse convulsivamente.
Todos han abandonado su cometido ante la novedad. Se enciende la luz roja del cerebro rector. Cesan de moverse. Inmediatamente comienzo a transcribir. Esta vez la señal de llamada corresponde a Fíleas. No se atreve. Insisto. Fíleas lo lee.
FÍLEAS. — ¿Por qué habré de ser yo precisamente?
El cerebro rector me transmite nuevas órdenes. Transcribo. Vuelvo a llamar a Fíleas. El lo recoge; lee consternado.
FÍLEAS. — Rápidamente.
Se dirige a sus compañeros.
FÍLEAS. — El cerebro rector me ha ordenado que descubra al causante de todo esto. Dice así: «No es en cuanto se refiere a las extorsiones que pueden ocasionar a nuestra compleja sociedad, las manifestaciones colectivas que han tenido lugar en esta sala, sino por la profanación inferida a nuestro tabernáculo del hombre. En consecuencia, Fíleas queda encargado de descubrir el responsable de este acto y de confinarlo de acuerdo con las normas establecidas».
Los seres murmuran. El grupo se revuelve. Se desplaza. Queda aislado Pegaso. Fíleas enfrente de él.
FÍLEAS. — Te tendré que encerrar.
PEGASO. — No harás más que concederme mayor libertad.
Sigo controlando. Efectúan el engrase general del ordenador central.
MECÁNICO. — ¿Por qué encerraste a Pegaso?
FÍLEAS. — ¿Yo?
MECÁNICO. — Hacía mucho tiempo que no lo hacían con nadie.
FÍLEAS. — Yo no le quería encerrar.
MECÁNICO. — Entonces, ¿Por qué lo hiciste?
FÍLEAS. — Fue él mismo quien se encerró. En realidad fue... la máquina.
La luz roja se vuelve a encender. Fíleas retrocede amedrentado. La luz no cesa, algo pasa, pues no recibo nada que transmitir. Del ordenador central se desprende una estructura. Inmediatamente las máquinas dejan de funcionar. El Mecánico recoge la estructura. Pegaso se debate en su celda.
FÍLEAS. — ¿Qué es esto?
MECÁNICO. — El cerebro rector. En un instante lo reparo y lo devuelvo a su sitio.
PEGASO. — ¡No lo devuelvas! ¡No lo repares! Es nuestra salvación.
FÍLEAS. — Tiene razón, no lo arregles.
PEGASO. — Sacadme ahora de aquí.
MECÁNICO. — Creo que será imposible si no funcionan las máquinas.
FÍLEAS. — Inténtalo.
MECÁNICO. — No es fácil, amigo. Le podemos ver y escuchar, pero no podemos penetrar en la barrera que nos separa de él, sin poner en funcionamiento este cerebro.
PEGASO. — Tengo que salir. ¡Ayudadme!
Fíleas y el Mecánico lo pretenden manipulando los mandos, pero no lo consiguen.
FÍLEAS. — Tiene que haber alguna forma.
Intenta penetrar en la barrera y se funde en su espacio.
MECÁNICO. — ¿Qué hacéis vosotros aquí?
LIMPIADOR. — Somos tus compañeros. Deseamos saber lo que ha pasado. Estamos intranquilos.
Pegaso yace rendido. El Mecánico ha congregado en la sala a todos los seres que constituyen nuestra dotación de servidumbre. Un nuevo elemento entra en escena: las velas, pues con nuestra ausencia les hemos privado de toda energía.
SER. — Las máquinas nos dejaron el legado de nuestra civilización. Nos hicieron a su imagen y semejanza para mayor honra nuestra...
No percibo muy bien porque mi mecanismo está agotando la reserva autónoma.
SER. — Fue Pegaso quien consolidó nuestras esperanzas redimiéndonos de la servidumbre que nos atenazaba...
Se me acaban las fuerzas. No consigo relacionar.
SER. — Hemos de perseverar en el sendero de amor que nos ha sido trazado por las máquinas.
PEGASO. — Tengo sed.
LIMPIADOR. — Tiene sed.
SER. — Tiene sed y no se la podemos calmar. Compadezcámonos del sufrimiento que ha de soportar. Gimamos por su ausencia. Lamentemos su dolor.
Inesperadamente, se enciende de nuevo la luz del cerebro rector. Todas las máquinas funcionamos de nuevo. Los extraños seres se asustan. Me llegan las fuerzas que me abandonaban. El cerebro rector vuelve a transmitir: «Basta».
«Nuestros sistemas de investigación están intentando localizar el autor de semejante broma».
Nuestro programa admite otra solución posible, quizás más actual y quizás comparable con la anterior en cierto aspecto. Se puede escoger. Para construirla solo es necesario volver al folio anterior, a la frase —todos se asustan—. Prosigamos.
Todos se asustan. Me llegan las fuerzas que me abandonaban, cuando entra en la sala el Poder en sus enormes zancos.
PODER. — Nuestros sistemas de investigación están intentando localizar al autor de semejante broma.
Nos desconecta.
PODER. — ¡Basta!