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You’re welcome!

Mi papá me dejó en el aeropuerto, despaché mi maleta y me fui en dirección a la puerta de embarque. El guardia verificó mi pasaporte y después me indicó el camino. Frente a mí, un local de revistas. Coloqué mi bolso sobre la correa transportadora y pasé por el detector de metales. “Puede seguir”, dijo la mujer. Caminé hasta la puerta diez y cuando llegué a la sala de embarque, me senté. Miré el reloj, todavía faltaban unos cuarenta minutos, pero la sala ya estaba llena de personas que, como yo, viajarían al otro lado del mundo. Muchas de ellas literalmente al otro extremo del mundo, pues la última escala del avión sería Tokio.

Me levanté, crucé la sala y fui al baño. Odio esos baños públicos con unos enormes espejos en que, por más que los evites, siempre terminas enfrentándote a ti misma. ¿Qué es lo que hice con mi pelo? Me veía horrible. Y lo peor es que siempre supe que me cargaba de pelo corto. A veces hacemos cada cagada con nosotros mismos que es difícil de creer.

Regresé a la sala de espera, finalmente anunciaron el embarque. Los pasajeros formaron una fila y entraron al avión. Mi asiento no daba al pasillo como yo quería, pero al menos quedaba en el área de no-fumadores. Me senté, ahora sólo tenía que esperar que el avión partiera. Eso me hizo acordar de mi primer viaje a Estados Unidos cuatro años antes. Nueva York… ¡El oso! Cada vez que pienso en Nueva York, me acuerdo del oso blanco del zoológico del Central Park. ¡Qué tierno! Me encantaba verlo sumergirse en aquella inmensa piscina transparente y bajar hasta el fondo, como si estuviese en cámara lenta. Nos quedábamos mirando de cerquita, apenas separados por el vidrio. ¡Qué lindo era! Pucha, ya habían pasado cuatro años. Muchas cosas habían ocurrido en ese tiempo, muchas cosas.

“Tripulación, prepararse para el despegue”, anunció el piloto. El avión comenzó a moverse hasta tomar velocidad en la pista, hizo todo ese ruido y salió en dirección a otro lugar. Y si hay algo de lo cual me enorgullezco en esta vida, es de los lugares donde estuve. Y ahí estaba yo, yendo a otro más. Un lugar que hasta quince días atrás ni sabía que existía. Y ahí, dentro del avión comencé con mis recuerdos.

Hacía mucho tiempo que no me encontraba con mis amigos del colegio. De repente me dio una nostalgia enorme. Poco antes de viajar, sin muchas ganas, había llamado a la Priscila. Le conté de mi vida, cómo estaban las cosas. Ella habló de sí misma y de la gente del colegio con la cual aún mantenía contacto. Le dije que estaba pensando viajar de nuevo. Esta vez para hacer un curso de inglés en California. Ella me ofreció unos folletos de cursos en el extranjero.

De noche, en casa, los miré uno por uno y separé solamente los de California. De todas maneras eran muchos y, a decir verdad, casi todos parecían iguales. Fotos de lugares bonitos por fuera, testimonios de alumnos diciendo cuánto les había gustado el curso, opciones de alojamiento, etc.: Santa Bárbara, Santa Mónica, San Francisco, me detuve en el siguiente: era una bonita foto de unos edificios altos y atrás un mar muy azul: “San Diego State University”, estaba escrito. “Allá es donde iré”.

Anoté la dirección y fui donde el representante de ellos en Brasil. La joven me explicó que el próximo curso comenzaría en quince días más. “¿Me dará tiempo?”, pregunté. “Si lo arreglas todo rápido, todavía puedes”, me garantizó ella.

Pero antes de eso, tuve el cumpleaños de la Rê. Fueron todos a su casa. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.

—¡Dé, Cris, Lumpa, Luiz! Dios, todo el mundo está igual, la misma cara, los mismos chistes, la misma manera de vestirse.

—¿Y qué esperabas, Val?

—Ah, no sé, que estuviéramos todos diferentes, ya con cara de adulto, ejecutivos, ricos, famosos.

—Ey, Val. ¿Estás hablando en serio?

—Ah, ¿y no era eso lo que decíamos en el colegio? ¿Que cuando nos encontráramos unos años después, todos estaríamos diferentes?

—Pues, sí, ¿no? Sólo que nosotros seguimos iguales.

—Esperen. Yo por lo menos ya egresé —contestó la Priscila.

—¿Cierto, Pri? Ahora ya eres “la administradora”; para quien ni sabía lo que quería, te ha ido bastante bien —bromeamos.

—¿Y cómo te sientes?

—¿Quieren saberlo realmente? ¡Como la misma mierda!

—Todos nos largamos a reír.

—¿Y a ti, Rê, te gusta estudiar derecho?

—Sí… más o menos. Ah, todavía no lo sé muy bien.

—¿Cómo es que todavía no lo sabes? ¡Si estás casi terminando!

—Me alegro —replicó la Dé. —Nos cansamos de decirte que estudiaras producción de moda, pero por imitar al papi, ¿viste en lo que has terminado?

—Sí, Dé, tú tampoco hables mucho. ¿O es que te gusta la administración?

—¡No, la odio! Sin contar que todavía me faltan dos años. No aguanto más la PUC.

—¿Viste, Dé? —dijo la Pri. —Cuando salimos del colegio, no quisiste postular ahí, dijiste que era una universidad para babosos, que sólo estudiarías en la FAAP, donde había gente linda. ¡Perdiste! Igual terminaste yendo a la PUC.

—Y sin contar que tuve que hacer un año de preuniversitario. Y tú, Val, ¿dejaste realmente el teatro?

—Sí, lo dejé.

—¿Por qué?

—Ah, qué sé yo, desistí, cambié, fracasé. No sé.

—¿Realmente desististe, Val? —preguntó el Luiz. —¡Pero si te gustaba tanto!

—Sí. ¿Y tú, Luiz? Supe que a tu banda le está yendo súper bien, que estás haciendo noticia con el saxo, que hasta te han hecho entrevistas en el Jô Soares.

—Sí, súper bien, incluso vamos a grabar un disco. Pero igual sigo con la ingeniería. Nunca se sabe, ¿no?

—Amigos, tengo algo que decirles —dijo el Cristiano.

—No se contagien con el SIDA. Ayer fui al Emílio Ribas. ¡Qué horrible! El SIDA es lo más deprimente que haya visto. ¡Usen condón, úsenlo, úsenlo!

Listo. Se había demorado, pero sabía que el tema surgiría en cualquier minuto. En los últimos años la gente ha empezado a hablar más del tema. Y yo, disimulo…

—Dime, Cris, ¿te gusta la medicina? —le pregunté.

—Sí, era lo que realmente quería.

—¡Escuchen, amigos, en un rato más va a llegar el pololo de la Renata!

—¡Chí, es verdad! Quién lo diría, ¿la Rê pololeando en serio?

—Y tú, Dé, ¿terminaste con aquel?

—¡Gracias a Dios! Putas, cuatro años. Ya era hora en realidad. Ha sido la mayor pérdida de tiempo de mi vida.

—…entonces, cuando fui a atender —estaba diciendo la Lumpa.

—¿Atender? Lumpa, ¿ya estás atendiendo?

—¡Claro! Allá en el policlínico de la universidad.

—¿Y te gusta la odonto? ¿Desististe realmente de ser tenista?

—Ay, no se rían, ya. Eso fue sólo una etapa.

—¡Ah, síí, doña Lumpa!

—Pero, entonces, como les estaba diciendo —continuó ella—, llegó a taparse una muela un tipo que era maricón. Y, lógico, no quise atenderlo.

—¿Por qué?

—¿Cómo “por qué”? Porque el tipo era maricón, claro. Y hoy día no se puede jugar con ese tema del SIDA. Y los dentistas siempre corremos ese riesgo.

Esta vez no me pude contener:

—Espera, Lumpa… primero, no puedes juzgar a alguien sólo porque es maricón, como tú dices. Y segundo, ya está más que probado que el SIDA no es una cosa sólo de homosexuales, hasta un niño puede tener el virus.

—Sí, lo sé, pero no es tan así…

—Lógico que lo es. Cualquiera que vaya a tu consultorio puede tener SIDA. Lo único que tienes que hacer es tomar las debidas precauciones para protegerte contra el virus. Usar guantes, esterilizar el material, todo lo más posible. Pero no es sólo con el maricón, sino con cualquier persona que atiendas.

—¡Tampoco es eso, no, Val! —la defendió Luiz. —Si fuese yo, tampoco sé si lo atendería.

Ahí exploté.

—¡Qué ignorancia, no puedo creer que todavía piensen así, que el SIDA es solamente cosa de marginales! ¿Acaso no se dan cuenta que con todos esos prejuicios ustedes van a terminar corriendo más riesgos?

—Ah, Val, no exageres, ¡ya!

Qué ganas tuve de pedir hora con la Lumpa e ir a su consultorio. Lógicamente, me atendería con el mayor gusto, pues al final de cuentas yo era su amiga, niña rica de sociedad, limpia, fina. Sólo que, cuando ella llegara con todos sus materiales a meterse en mi boca, le gritaría bien fuerte:

—¡Yo tengo el virus del SIDA!

Me gustaría verle la cara. ¡Qué ignorancia! Bueno, quién sabe si de aquí a unos veinte años ella aprenda y haga como mi dentista, que cuando le pregunté: “Soy portadora del VIH, ¿me atendería?”, respondió: “Claro, sólo que voy a tomar algunas precauciones. Pero quiero que sepas que las tomo con cualquier persona. Tú me avisaste que tienes el VIH, pero puede ser que otros no me lo digan, sea porque no avisan o porque ni siquiera saben que están contagiados. Por eso yo tomo precauciones con cualquier paciente”. Qué bonita palabra: PRECAUCIÓN, bien diferente de PREJUICIO, ¡y mucho más segura!

Continuamos la conversación, escuchando música, comiendo y bebiendo.

—Amigos, tengo una novedad —dije—, me voy de viaje la próxima semana.

—¿Sí, Val? Siempre avisas a última hora.

—Es que siempre tomo la decisión a última hora.

—¿Para dónde vas?

—A San Diego, California.

—¿Por cuánto tiempo?

—El primer curso es de dos meses. Pero me voy a quedar más, bastante más. Tal vez ni vuelva.

—¡Pucha! Trata al menos de escribirnos.

—Sí, claro que les voy a escribir, principalmente porque quiero saber el final de la teleserie: “¿Aceptará el nuevo empleo la señora Priscila?”, chá, chá, chá, chán…

—Ay, Val, no bromees, que estoy en una tremenda crisis.

—Me doy cuenta, Pri. —La Priscila estaba en un dilema. Trabajaba en un lugar que odiaba, pero en compensación ganaba bien. Acababa de pasar una entrevista en una empresa de auditoría, en el área que hace tiempo quería. En ese nuevo empleo, sin embargo, trabajaría el doble y ganaría la mitad.

—Y, entonces, ¿qué hago? —nos preguntaba.

—No hagas nada, claro. Presenta la renuncia donde estás ahora y rechazas el nuevo trabajo. Y ahí te quedas, rascándotelas el día entero. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —bromeábamos.

—¡Cállense! Hablan puras huevadas. Lo peor es que mi papá me está jodiendo, anda diciendo que la plata es todo en la vida.

—Sí, ¿o no? Digamos que un poco de plata de vez en cuando es bueno. Pero, por otro lado, pasarte todo el día neurótico en una oficina que odias es para matar a cualquiera. Conclusión: por la cresta, no sé, haz lo que quieras.

¡Lo que TÚ quieras! ¿Entiendes?

—Escuchen, yo también estoy en un dilema —ésta era la Lumpa—, no sé si seguir con aquel tipo o no.

—Pucha, Lumpa, qué problemón, ¿no?

—La Lumpa se puso más tonta después que empezó a tener relaciones…

—¿Qué? ¿La Lumpa ya está teniendo relaciones?

—Bueno, ya era hora, ¿no? Veintidós añitos…

—Ah, no digan nada, que yo aún no he tenido relaciones —dijo la Pri.

—¡Yo tampoco! —dijo la Renata.

—Bueno, ¡ustedes siempre fueron medio lentas en realidad!

—¿Puedes parar de reírte, Cristiano? Quien te ve piensa que eres un gran tirador.

—Tirador no, pero ya he tenido unas cuantas relaciones.

—Listo, ahora va a empezar a contarnos sus proezas sexuales. ¡Salta p’al lado, Cris!

—¿Y tú, Val? ¡Cuéntanos cómo fue tu primera vez!

—¡Cuenta, pues!

—Sí, Morena, jamás nos cuentas nada.

—Me están jodiendo, ¿no?

—Anda, habla, habla luego.

—Está bien, bueno, fue aquel tipo del barco.

—¡¿El qué?! ¡¿Ése con el que pololeaste cuando estábamos en segundo medio?! ¡Traidora, ni nos contaste!

—Ah… es que fue un cuento medio complicado. Él era medio loco, me golpeaba.

—Val, ¡¿nunca nos contaste nada?! Con razón te encontrábamos medio rara en esa época.

—Sí, él vivía acosándome y amenazándome, eso me tenía muy nerviosa.

—Deberías abrirte más con nosotros. Nunca nos cuentas nada…

—Sí, lo sé… Pero es así… Cris, ibas a narrar tus proezas sexuales. Cuenta, ¿cómo fue? ¿Usaste condón por lo menos?

—¡Sí!

¿Verdad? ¿Todas las veces?

—Sí…

—¿Sí qué? —preguntó la Pri.

—Bueno, casi todas.

—¿Bonito, no, Cristiano? Llegas con esas ínfulas de médico, diciendo que todo el mundo use condón y tú, que eres el capo, nada —dijo la Lumpa.

—No, amigos, ahora uso siempre —explicó. —¿Y tú, Lumpa, usas?

—No, pero yo tengo relaciones sólo con mi pololo.

—¿Y qué tiene que ver eso, Lumpa? —le pregunté.

—¡Que yo confío en él, pues!

—¿No eras tú la que hace poco estabas diciendo que no ibas a atender al maricón en tu consultorio por miedo al SIDA? ¿Y, sin embargo, para tener relaciones, donde el riesgo es mucho mayor, no usas condón sólo porque el tipo es tu pololo? ¡A ver si despiertas, Lumpa!

—Sí, eso mismo, ¿quién te garantiza que el tipo no tiene el virus? A lo mejor lo tiene, pero no lo sabe. Puede habérsele pegado unos años atrás. Y si no usa condón contigo, probablemente tampoco lo usaba con las otras.

—Y tú tampoco hables mucho, ¿oíste, Cris? Acabas de decir que tuviste relaciones sin condón —dijo la Pri.

—¡Sí, eso mismo, Cristiano! —reforcé.

—¿Ah, sí? ¿Y tú, Val? ¿Solamente ahora usas condón en tus relaciones?

—No —y por eso mismo es que estoy contagiada, pensé. Debería contarles esto, debería alertar a mis amigos. Tenía que mostrarles que el SIDA podía llegar a cualquier persona, incluso a uno de nosotros. —Chicos… —Pero aquello se quedó preso en mi garganta y no pude hablar. —Miren, no sirve de nada que nos quedemos discutiendo. Si hasta ahora han tenido la suerte de tener relaciones sin contagiarse, ¡excelente! Pero, de aquí en adelante, no desperdicien eso por nada del mundo.

—Sí, Val, tienes razón —dijo la Pri.

—¡Sí, Priscila, tú dices eso porque nunca has hecho el amor! —provocó la Lumpa.

—Todavía no he tenido relaciones en verdad. Pero lo tengo aquí, ¡mira! —abrió su bolso y sacó un condón—, está aquí para cuando quiera tenerlas.

—Está bien, Pri —concordó el Cris—, ¡sólo que ten cuidado porque ése ya debe estar vencido!

Todos rieron.

—No le veo la gracia, ¿escuchaste, Cris? —reclamó la Priscila, esforzándose para no reír también.

—¡Hablo en serio! —continuó el Cris. —El condón realmente tiene plazo de vencimiento.

—¿Viste, Pri? ¡Entonces trata de usarlo luego!

—¡Chistocitos!

—Ah, sí, Pri, ¡¡¡que lo use!!! ¡¡¡Que lo use!!!

Ay, mis amigos… ¿Hasta cuándo tendría que ocultarles todo? ¿Hasta cuándo tendría que seguir fingiendo que nada de eso me estaba pasando a mí?

“Dentro de unos instantes daremos inicio al servicio de a bordo”, anunció una voz por el micrófono, haciendo que me acordara que estaba dentro de aquel avión. Avión… Sí, me estaba yendo y no necesitaba pensar más en aquellas cosas.

La auxiliar de vuelo colocó una bandeja frente a mí. Hasta se me había olvidado que aún no había comido. Carne con papas. ¡Uf! Últimamente no tenía el más mínimo apetito, pero allá vamos, un esfuercito… Pucha, si ya es difícil comer, imagínense en este platito. Corto la carne, se cae la papa. Tomo el pancito, se resbala el vaso de bebida. Abro la mantequilla, se cae en la ensalada. ¡Basta! Veamos qué tenemos de postre: mmm, ¡tortita de chocolate! Qué delicia, la pruebo… “Qué delicia”, si no tuviese ese gusto a arena, bah, desisto.

La auxiliar de vuelo recoge la bandeja y avisa que van a dar una película. Me pongo los audífonos, pero no me intereso. Las luces ya están apagadas y encuentro mejor dormir, pero no puedo. No es tan fácil dormir en un avión. Allá afuera es de noche y está oscuro.

Y perdida en la oscuridad está la luna.

Y perdida en esa inmensidad estoy yo.

El hombre llegó a la luna antes de que yo naciera.

Ahora me estoy yendo y nadie puede hacer nada.

Amaneció, el avión se posó haciendo ese tremendo ruido que me encanta. Respiré hondo y pensé: “¡California, allá voy!”. Pasé por la aduana donde el policía revisó mis pases de estudiante y de turista: correctísimos. Después fue sólo cuestión de tomar otro avión y en media hora estaba en San Diego. Cielo claro, sol fuerte, clima seco. Tomé mi maleta y llamé un shuttle, un servicio de camionetas parecido a un taxi.

El chofer, rubio de pelo crespo, bajó, me saludó con simpatía, tomó mi maleta y la puso en el portaequipajes.

—Pueden subir —nos dijo a mí y a un señor que también estaba ahí—, primero pasaré a dejar al caballero, ¿ya? Es casi el mismo camino.

—Está bien. Mejor, así voy echándole una mirada a la ciudad.

Subí, me senté, me abroché el cinturón de seguridad y partimos. El chofer y el otro pasajero se fueron conversando mientras yo miraba por la ventana. Estábamos en uno de esos roads enormes. Bajé el vidrio para sentir el viento en la cara. ¡Ah, qué delicia! ¡Hacía mucho tiempo que no tenía esa sensación de libertad!

Después de unos minutos pregunté:

—¿Demoraremos mucho en llegar a la ciudad?

—Ya estamos en la ciudad —respondió el chofer, riendo.

—¿Ah, sí? Pero esto parece una autopista.

—San Diego es así. Los barrios están todos desparramados. Para ir de un lugar a otro, uno casi se siente viajando.

—Qué interesante… pero yo creía que era una ciudad más chica.

—No, no. Es la séptima ciudad de Estados Unidos. ¿Usted de dónde es?

—São Paulo. ¿Lo conoce? También es una ciudad muy grande, allá en Brasil.

Brazil? The Amazon?

—Sí… Brazil, la selva…

—¿Usted viene a estudiar aquí?

—Sí.

—¿Ve esa colina? Allá iremos a dejar a este señor.

—¡Qué bonito! ¿Ahí vive usted? —pregunté al otro pasajero.

—Sí. Y es un lugar muy bueno.

Lo parecía realmente. Era una montaña llena de casitas. Cuando llegamos arriba, descubrí otra vista, aún más bonita. San Diego era así, lleno de hermosas montañas.

En fin, llegamos a la casa del pasajero. No era una mansión, era una casa sencilla y simpática, pero con una cosa, o mejor dicho, sin una cosa que yo no cambiaría por ninguna mansión: no tenía rejas ni muros. Estaba rodeada sólo por un césped que se confundía con el de la casa vecina, que a su vez se confundía con el de la otra casa vecina, y de la otra, y de la otra…

El señor pagó la carrera, se despidió con una sonrisa y se bajó.

—Y ahora a SDSU , ¿verdad? —me preguntó el chofer, ya con el auto en movimiento. —¿A qué lugar de la universidad va usted?

—¿A qué lugar? A los dormitorios.

—¿A cuál dormitorio?

—¿A cuál? Qué sé yo a cuál. Me dijeron sólo eso.

El chofer me miró por el retrovisor, balanceó la cabeza riendo y me dijo:

—¿Usted sabe cuántos dormitorios tiene esa universidad?

—No, ¿cuántos?

—¡Cerca de cien!

—Ah, ¿sí? —pucha, ¿y ahora? ¡Sólo a mí me pasa, ir a vivir a otro país y no llevar la dirección correcta! —Oiga, entonces… entonces déjeme en cualquier lugar que ya me las arreglaré.

Me miró de nuevo por el retrovisor, meneando la cabeza y riendo:

—Déjeme a mí, que la voy a ayudar a encontrar el suyo.

—¿Verdad? Gracias. ¡Muchas gracias!

—Y no le va a costar más —completó.

Pucha, pensé, si pasara esto en Brasil, el chofer habría sido capaz de dejarme en medio de la calle y yo habría tenido que transformarme en una homeless. Homeless… homeless… oigan, me atrae el sonido de esa palabra, homeless: sin casa. ¿Saben que a lo mejor debe ser bueno ser una homeless? Vives en la calle, te quedas mirando los autos pasar, no tienes que hacerte ningún examen de inmunidad, ni tienes que sacar pasaporte, comes sólo cuando tienes comida. Te quedas allí sin horarios, sin nadie que te huevee, mirando el cielo, las estrellas. Debe ser súper bueno realmente. ¡Si mi vida no resulta en esta universidad, creo que me transformaré en una homeless!

Seguí mirando por la ventana y apreciando la vista. Apreciando mi nueva ciudad. Después de algunos minutos, él dijo:

—Ya estamos dentro del campus de la universidad.

—Pucha, es todo tan grande, moderno, bonito. Realmente parece una ciudad (y yo parecía una campesina llegando a una ciudad grande).

—¡Pero si es como una ciudad! Las personas que viven aquí casi nunca necesitan salir de lo que ellas llaman el área de la universidad. Más adelante, hay supermercado, peluquería, farmacia, etc. Ahora la voy a llevar a la administración del Instituto de Lenguas, para que preguntemos cuál es su dormitorio, ¿ya?

Paró el auto frente a unas casitas con cara de oficinas. Entramos. La joven del mesón nos informó cuál era mi dormitorio y me avisó que yo tenía una prueba en media hora más.

—¿Una qué? Señorita, acabo de viajar trece horas en avión y estoy atontada, ni siquiera he almorzado…

—Sí —me ayudó el chofer—, ¡debe estar muy cansada!

—Bueno, entonces puede darla mañana, si prefiere.

—¿Pero no me voy a atrasar más aún? —las pruebas, para saber el nivel de los alumnos, habían empezado el lunes y hoy ya era miércoles. —No, no. No se preocupe, la doy hoy día.

La mujer me dio un panecillo para acallar el hambre y me fui con el chofer a mi dorm. Paramos frente a un edificio muy alto y cuyo nombre era Tenochca. Sacó mi maleta del auto y la llevó hasta la portería. La joven que estaba a cargo, después de buscar mi nombre en la lista, me informó que yo había sido transferida de edificio, ya que lo que quería era estar sola en una pieza. El chofer tomó mi maleta de nuevo, nos subimos al auto y fuimos al otro edificio: Toltec Hall. Era más bajo, sólo tenía tres pisos. Entero de ladrillos rojos, con un césped verde al frente. Nuevamente tomó mi maleta y fuimos a la portería. Dios, ya estaba avergonzada. “Deje, que yo la llevo”, le dije. “No, qué es eso…”, replicó él.

El señor de la portería revisó la lista y encontró mi nombre. Ese dorm estaba prácticamente vacío.

—Aquí tienes un formulario para que lo llenes y después me lo traes. Ahí está la sala del televisor, acá hay una cocina, y tu casilla de correo es ésa de allá. La lavandería está al final del corredor. Y yo estoy siempre en portería de dos a seis de la tarde. Cualquier cosa, ven a hablar conmigo. Tu dormitorio está en el segundo piso, subiendo por la escalera, doblas por el corredor hacia la derecha, que es el sector de las mujeres. ¿Alguna pregunta?

—Ahora no, pero más tarde seguramente tendré un montón.

Una vez más el chofer tomó mi maleta, subimos las escaleras y viramos a la derecha por un corredor lleno de puertas. 201, 203, 205… 213, es aquí. ¡Llegamos! Abrí la puerta y di una rápida mirada a la pieza, miré el reloj:

—¡Ya estoy atrasada!

—Vamos, que yo la dejo allá para que dé la prueba —dijo el chofer, quien me fue mostrando el camino mientras me llevaba.

—¿Usted ya conoce por aquí?

—Sí. Es que siempre traigo estudiantes desde el aeropuerto —dijo y estacionó la camioneta cerca de unas casitas, las salas de clase del Instituto de Lenguas, que quedaba frente a un estacionamiento al aire libre. Se veían varios estudiantes y, por su aspecto, todos extranjeros, como yo. Me bajé de la camioneta y miré el reloj:

—¡Llegamos a tiempo! Hasta me quedan algunos minutitos. Mire, si no fuese por usted, no sé qué sería de mí. ¡Muchas gracias!

—¡Usted es bienvenida! —respondió. Ésa es la traducción literal de you are welcome, que las personas generalmente traducen como “de nada”. Pero yo prefiero “Usted es bienvenida”. Lo encuentro mucho más bonito, me encanta cuando alguien me dice eso.

—¿Cuánto es? —le pregunté.

—Quince dólares.

—Aquí tiene —le pasé la plata y él quiso darme el vuelto. —No, no es necesario, está bien.

Me miró asustado:

—¡Pero si me dio un billete de cincuenta dólares!

—Sí, pero está bien. Y muchas gracias, ¿eh?

—Ey, niña, ¿usted sabe cuánto es esto? ¿Sabe cuánto son cincuenta dólares?

—Sí. Creo que sí… Son para usted, ¡quédese con ellos!

—Me siguió mirando asustado. —No es por la plata —le expliqué—, es que usted fue muy bueno, realmente.

—Bueno, bueno… —dijo él, pero aún parecía inseguro.

—Es que no estoy acostumbrado a recibir propinas así.

—Ah, bien, yo tampoco estoy acostumbrada a encontrar gente tan buena en el camino.

—Ah… Bien, entonces… muchas gracias. Y, mire, espero que todo le salga bien aquí. ¡Le deseo buena suerte!

—Gracias. Sí, creo que va a resultar. ¡En especial si todas las personas que encuentro son tan buenas como usted! ¡Gracias de nuevo!

—Usted es bienvenida.