5

Un pez fuera del agua
Encontré mi sala y di una larga prueba. No era muy difícil, el único problema era que a mi alrededor todo se daba vueltas como si todavía estuviera en el avión. En todo caso, salí con la sensación de que me había ido bien. El profesor nos informó la hora y el local de la prueba oral que daríamos al día siguiente. Por hoy, entonces, sólo sería eso. Salí de la sala de clases y fui al patio de enfrente.
También había varios estudiantes. Gente de todo tipo: gordo rubio, morena flaca, rubia de pelo largo, ropa corta y cabeza rapada, vestido formal y zapato raro, zapatilla alargada y aro en la oreja, aro en la nariz y ojos verdes, ojos azules y ojos almendrados, patines de colores, mochila en la espalda, pantalones rasgados, blusa a rayas…, ¡lo máximo! Ése era uno de los principales motivos por los cuales había venido a Estados Unidos. Era uno de los lugares donde podría encontrar gente de todo el mundo. ¡Una mezcla de razas, religiones, culturas, gente! ¡Y cómo me gusta la gente! Podría quedarme horas sentada en un lugar, solamente mirando pasar a las personas, caminando, hablando, gesticulando, pensando… ¡Iba a ser la raja!
Eché otra mirada a mi alrededor: “A lo mejor mañana conozco a alguien”, pensé. “Ahora necesito comer”. Seguí el camino que el chofer me había mostrado hasta la fuente de soda, una de esas que se encuentran en cualquier esquina del mundo. Excelente, así no necesito pensar qué voy a comer y como lo de siempre. Se pide rápido, se come rápido. Aquí todo es rápido. También pasé a un mercadito y compré comida para llevar al dormitorio. Regresé a la casa apreciando la vista. Era todo muy lindo por aquí, muy limpio, muy bien cuidado. ¡Bieeen, universidad del Primer Mundo!
Llegué al dorm, tranquilo, vacío. Guardé mis compras en el refrigerador. Sí, hasta tenía refrigerador y microondas en el dormitorio. Y hablando de dormitorio, todavía no lo había mirado bien. Era una pieza simple pero práctica. Dos closets, uno a cada lado de la puerta. Debajo de la ventana, que quedaba frente a la puerta, dos escritorios y dos sillas. También había dos repisas y dos pizarras de corcho con chinches. La pieza era así, todo doble. Eso porque los estadounidenses tienen la costumbre de compartir sus piezas con otros estudiantes. Y lo más curioso es que esto se hace a ciegas, o sea, sólo conoces a tu compañero de pieza después de que empiezan a vivir juntos. Por supuesto que llenas un formulario con la intención de encontrar el “par perfecto”. Pero la verdad es que la única garantía que te dan es que tu roommate va a ser del mismo sexo. A los estadounidenses, ya acostumbrados a tal esquema, esto les debe resultar muy fácil, hasta interesante, si te toca una persona buena onda. Ahora yo, sin práctica en este tipo de cosas, prefería tener un departamento para mí sola.
Fuera de eso, estaba toda la historia del SIDA. No es que se contagie con sólo compartir la misma pieza, por supuesto que no. Y creo que ya casi todo el mundo lo sabe. Pero a pesar de eso, todavía existen personas que se niegan a hacerlo. ¿Por qué? No lo sé. Y si tú eres una de esas personas, quién sabe si un día hasta puedas explicármelo.
Abrí mi maleta y comencé a guardar la ropa en el armario. Ordené mis quinientos frasquitos de gotas homeopáticas en la repisa (últimamente me estaba tratando con homeopatía), arreglé la cama y listo. Pero… se veía medio raro, como vacío. Nada para colocar en el avisador, nada para poner sobre el escritorio. Había traído pocas cosas, realmente.
Abrí la persiana para mirar afuera. Mi pieza daba a la calle y la vista era bonita. Abajo, rodeando el edificio, el pasto, después un cerco, la vereda, y una calle muy tranquila donde raramente pasaba un auto, luego la vereda de enfrente, el otro cerco y un abismo. Un abismo enorme. Y después, allá lejos, otra colina repleta de casitas. Es que tenía que ser más o menos así: la universidad quedaba sobre una montaña y entre esa montaña y la otra de enfrente, había un valle, o aquel abismo. Era una hermosa vista. Hacia la derecha, más hacia el final de la calle, otro dorm, sólo que mucho más alto. Era nuevo y, por su aspecto, todavía estaba completamente desocupado. Hacia el lado izquierdo había casas que no parecían ser de estudiantes. Eran más grandes, todas muy bien cuidadas, llenas de flores, con autos en la puerta. Tal vez ahí terminaba la universidad. Quizás mañana me den ganas de caminar por ahí. Hoy estaba muy cansada. Seguí sentada en el escritorio, mirando por la ventana. Ya eran casi las siete y el sol todavía continuaba fuerte. “Aquí debe oscurecer a eso de las nueve o diez”, pensé. Y a propósito de eso, ya era hora de llamar a casa. Llamé a mi papá, para avisarle que había llegado bien.
—Y qué tal, ¿cómo estuvo el viaje?
—Muy bien, muy tranquilo.
—¿Ya te hiciste de amigos?
—No pues, papá, si acabo de llegar.
—¿Y la pieza es buena?
—Sí, súper buena.
—Mira, tu mamá ya llamó para saber de ti.
—Ya, voy a llamarla.
—Ya entonces, hija. Cuídate y sigue llamando.
—Ya, papá, está bien. Un beso, ¡chao!
Las relaciones con mi papá no eran de morirse. Antes de viajar, me había dado un buen agarrón con él. Por esa historia de querer viajar, de irme, y él sin querer que yo me viniera. Y después, para más remate, se atrasó mi pasaporte, perdí el avión del sábado y no me pude venir hasta el martes. Un tremendo hueveo. Últimamente era todo así, peleas, peleas con todo el mundo. Peleas en el trabajo, peleas en la casa. Menos mal que ya me había venido.
Llamé a mi mamá:
—Hola, mamá. ¿Estás bien? Llegué.
—Hola, hija, ¿todo bien? ¿Y cómo te fue en el viaje?
—Ah, me fue bien…
—Puchas, lo más bien que podrías haber pasado por aquí, te quedaba en el camino —ahora mi mamá vivía en Manaus. Se había mudado allá hacía unos ocho meses. —No te costaba nada haber venido. Tu hermana ya ha venido a verme dos veces.
—Ya, mamá… —No sé para qué quería que yo fuese allá. Nosotras sólo nos peleábamos. Era más fácil hacerlo por teléfono. —Ya, está bien, mamá… Cuando regrese —si es que regreso, pensé— iré.
—Está bien, hija. ¿Pero qué es ese curso que vas a hacer?
—Es un curso de inglés.
—¿Y es bueno el lugar donde estás alojada? ¿Hay bastante gente?
—Sí. Ahora está medio vacío porque es época de vacaciones de verano. Pero hay más estudiantes extranjeros.
—¿Y cuánto tiempo piensas quedarte?
—Bastante.
—Pero, ¿cuánto?
—Ay, mamá, no sé. Como mínimo, seis meses.
—¡Seis meses! ¿Tanto? ¿Y qué te vas a quedar haciendo ahí todo ese tiempo?
—Estudiando, claro. Trabajando, pensando, qué sé yo.
—¿No crees que te vas a sentir muy sola, hija?
—¿Sola? —sola… me acordé de lo que era sentirse sola y, de cuán doloroso era aquello. Miré la pieza a mi alrededor: vacía. No había nadie más, sólo yo… yo… YO. —No, mamá, no voy a sentirme sola.
—Entonces, ya, hija. A ver si me escribes pronto. Tú sabes que me encanta recibir tus cartas. A la familia entera le encanta. Ah, y no te olvides de llamar a tu tía Dete en Filadelfia —la tía Dete ahora estaba viviendo allá—, ¿está bien? Entonces un beso y cuídese.
—Ya, mamá, otro beso, ¡chao!
Corté el teléfono y me quedé ahí, mirando el vacío y pensando en la tal “YO”. Tomé fuerzas y me fui a mirar a un espejo cuadrado, pegado en la puerta del closet. Aquel rostro ya no se parecía más a mí, aquel pelo extraño… Continué mirando. A decir verdad, no había nada malo conmigo. Continuaba siendo la misma de siempre, sólo mi pelo estaba algo diferente, chanel corto, recto, pero para nada horrible. Y, ¿qué era entonces? ¿Por qué ahora, cuando me miraba en el espejo, ya no sabía quién era yo? ¿Acaso lo supe algún día? ¿Volveré a saberlo algún día? ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo me llevaría saber quién era yo realmente? Tal vez semanas, meses, años… “No importa cuánto”, pensé. “Lo importante es que estoy decidida a hacerlo”.
Ya era tarde, estaba cansada y loca por bañarme. Tomé la toalla, champú, jabón y me fui al baño, que estaba casi al frente. Era un baño grande, todo blanco con un camarín. Elegí la última ducha, aunque estaba totalmente vacío. Me quedé como media hora bajo la ducha caliente y fuerte, sintiendo el agua correr por mi cuerpo. ¡Nada como un buen baño para quedar como nueva! Salí, me sequé y me coloqué mi bata de seda. ¡Yo de bata de seda, elegantísima! La miré y me dio risa. Era hasta bonita, corta, de seda roja, con mangas anchas y largas. Continué mirándome y recordando la historia de aquella bata.
Un día antes de viajar, yo estaba en la casa arreglando la maleta cuando llegó mi hermana. Seis meses antes ella se había mudado al interior del país, donde había ido a estudiar veterinaria. Desde entonces no nos veíamos mucho. En realidad, hacía años que no nos “veíamos mucho”. Igual antes, cuando todavía vivíamos bajo el mismo techo, casi nunca nos hablábamos. Y las pocas veces que eso pasaba, terminábamos peleando.
—¿Y ya estás arreglando la maleta? —llegó preguntando.
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo te vas a quedar?
—Por lo menos unos seis meses.
—¡¿Y llevas sólo esa maleta?! —Listo, íbamos a comenzar.
—No —respondí. No estaba bien pelear el último día.
—Si fuera yo, ¡ésa apenas me alcanzaría para un mes!
—Menos mal que no soy tú, ¿no? —bromeé.
—¿Llevas ropa de verano?
—Sí, pantalones, jeans, shorts, camisetas…
—¿Nada de invierno?
—Solamente una casaca gruesa. Estoy pensando pasar la Navidad con la tía Dete allá en Filadelfia. ¿Te imaginas qué rico? ¡Ahí voy a ver la nieve!
—¿Y ya pusiste la ropa para salir de noche?
—No pienso salir de noche.
—Pero llévala, siempre es bueno llevarla.
—Ajá.
—¿Y pusiste camisa de dormir?
—Puchas, me olvidé de eso.
—¡Ya lo sabía! Estás acostumbrada a dormir en camiseta, igual que una mendiga…
—¡Y tú te pareces a la mamá hablando!
—Ah, no vas a dormir allá sólo con camiseta, ¿no? ¡Toda harapienta!
Lo peor es que ella tenía razón. La mierda de baño estaba en el corredor, por lo menos tendría que llevar una bata.
—¿Acaso no tienes? Además nunca te compras nada.
—¡Es que yo no soy una consumista como tú! Espérate, creo que tengo un pijama que me dio la mamá. —Abrí el armario: ¡allí estaba en su caja!
Me lo había dado hacía más de un año. Tengo esa manía —o mejor dicho, la tenía—, de que cuando alguien me da algo que me gusta mucho, no me decido a usarlo. Lo dejo ahí, guardado, y de vez en cuando lo saco para mirarlo. Lo saqué de la caja. Era lindo, de seda azul. —Sí, creo que lo voy a llevar. Pero también necesito alguna cosa para el calor, y no voy a tener tiempo de comprar. ¿Tú no tienes nada?
—Sí tengo. Tengo un conjunto de bata y camisa que acabo de mandarme hacer.
—Si te conozco bien, debe ser cuiquísimo. Traémelo para verlo. —Ella lo trajo. —Sí, aunque no es muy fresco. Vamos, dámelo.
—¡¿Que te dé qué!? ¡Te lo vendo! —En nuestra familia siempre tuve fama de amarrete, pero mi hermana tampoco se quedaba atrás.
—¡Ah, deja de ser chupasangre!
—¡Que chupasangre de qué! ¡Tú trabajas con el papá, ganas “el medio” billete y estás “casi” rica! Ya puedes ir comprándomela.
—Está bien, ya. Te la compro. ¿Cuánto quieres?
Me dice el precio.
—¿Tanto?
—Sí. ¡Como quieras! —dijo. Haciéndose la amable.
—Está bien, ya, toma —le di la plata. Yo quería aquella bata de cualquier manera. Quería llevarme algo de ella conmigo.
Regresé a la pieza, arreglé el despertador para el día siguiente, apagué la luz y me acosté. La cama era muy confortable y la almohada también. Pero estaba tan cansada que no podía dormir. El día había sido muy movido, pero mañana sí que comenzaría mi “nueva vida”. Me quedé mirando la oscuridad, intentando hacer un esbozo de mi “nueva vida”. No lo logré. Nada brotó de mi cabeza. No tenía ni idea de lo que pasaría de ahí en adelante. “Está bien”, pensé, “haberme desenchufado del pasado ya es una gran cosa. Todo lo que venga ahora será bienvenido. ¡Sólo una cosa te pido, mi Dios, y es que sólo conozca personas buenas!”. Eso me hizo recordar la primera persona que había conocido en la ciudad: aquel chofer. Él había sido un ángel. Debería ser una buena señal. “Eso me va traer mucha suerte”, pensé. Y me dormí tranquila.
Al día siguiente, desperté, tomé mi cereal y me fui a dar mi prueba oral. Después fui a almorzar a la cafeteria que parecía más un supermercado de alimentos, lleno de opciones. En la tarde, me saqué fotos para el carnet de estudiante y me hice amiga de una mujer, Raquel, una venezolana de 38 años. Fuimos juntas a pasear a San Diego. Parecía buena persona y a mí siempre me gustó hacerme amiga de gente mayor que yo. Principalmente de ésas que salen por el mundo a hacer cursos. Por un lado, tienen espíritu de joven aventurera y, por otro, muchas historias que contar. Ella era ingeniero químico y había ido a hacer el curso para perfeccionar su inglés. Había viajado por todo el mundo, incluso conocía Brasil.
—Lo conozco. ¡Es un país maravilloso!
—¿Ah, sí? —me asusté con eso. Yo no me llevaba muy bien con Brasil últimamente. Ella, mirándome, preguntó:
—¿Por qué a ti no te gusta?
—En realidad, no me gusta mucho. Ah, estoy cansada de tanta porquería y corrupción. Y siempre tratando de hacerse zancadillas unos a otros, todo el mundo deshonesto, nunca puedes confiar en nadie.
—Sí, ya lo sé, un país del Tercer Mundo. Venezuela también tiene mucho de eso. Pero aun así, no cambio mi país por nada. He viajado mucho, viví algún tiempo en otros lugares y, no voy a negarlo, aprendí muchas cosas. Pero mejor que simplemente quedarse afuera, es volver a casa y compartir con tu pueblo todo lo bueno que aprendiste. En este mundo existen lugares bellísimos, pero “mi país” será siempre “mi país” y ahí me necesitan, para mejorarlo.
—¿Ah, sí? Sé… Ah, ¡no sé nada! Sólo sé que no pienso mucho así. Por mí, yo me quedaría aquí para siempre.
—¿Realmente? ¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
—Para empezar, unos seis meses.
—¿Ah, sí? ¡Qué bueno! Vas a aprender muchas cosas…
—Sí, me lo imagino.
—Hasta aprenderás a querer a tu país.
¿Qué? Eso no podía imaginármelo. Me quedé mirándola sin entender nada, esperando una explicación. Pero ella no me dio ninguna. Se quedó quieta, mirándome con cierto aire de superioridad que, en un momento dado, llegó a molestarme. Detesto cuando las personas se quedan con ese aire. Es obvio que saben las cosas, pero no se dan el trabajo de explicártelas. Sólo después entendí que se trataba de algo inexplicable. Y que lo aprendería sólo por mí misma.
Al día siguiente salió el resultado de la prueba y, para felicidad mía, había conseguido uno de los niveles más altos, el quinto. Después de éste sólo había uno más, el sexto. “Si me esfuerzo”, pensé, “termino este curso en cuatro meses. ¿Cuatro meses? ¿Pero qué es lo que voy a hacer después? Ah, no importa, ya lo pensaré”.
Busqué la sala donde tendría mi primera clase. Cuando llegué, ya había algunas personas. En total, éramos quince. Di una mirada general, parecía bastante mezclada. ¡Bien! Gente de todas las edades, de varios países. Me senté adelante, cerca de la pared. El profesor llegó y, mientras esperaba que la gente se ordenara, fue arreglando sus cosas encima de la mesa. Era un tipo raro. Alto, enorme, pelado y de barba blanca. El rostro rosado, siempre transpirando y los ojos azules. Llevaba una camisa escocesa y un jeans viejo. No se despegaba de un sombrero enorme estilo cowboy y una taza plástica naranja con el diseño de otro cowboy. Definitivamente, le gustaban los cowboys.
Después que todo estaba en silencio, comenzó a hablar. Dijo que su nombre era Joe y que sería nuestro profesor de interpretación de textos. Explicó más o menos cómo serían las clases, habló del curso en general e hizo bromas. Parecía una persona simpática. Raro, muy raro, pero simpático.
Enseguida sugirió que nos presentáramos, diciendo nuestro nombre, edad, de dónde veníamos, lo que éramos y lo que hacíamos, esas cosas. Comenzó llamando a un individuo del fondo.
—Mi nombre es Toshio —dijo él—, tengo 40 años, vengo de Japón y soy profesor de inglés para niños. Cuando vuelva, seguiré dando clases.
La siguiente:
—Mi nombre es Juliet, tengo 25 años, soy economista y vengo de Francia.
—Mi nombre es Iván, soy español, tengo 21 años y vine acá porque estoy de vacaciones. Cuando vuelva tendré que servir en el ejército.
—¿Ejército? —preguntó el profesor. —¡Estás cagado! —bromeó él. Todos nos reímos.
—Yo soy Kita, tengo 19 años y soy estudiante. Vine para mejorar mi “ingrés”, quiero decir “inglés” —los alumnos rieron. — Yo soy de Corea.
—Mi nombre es Carlo, tengo 26 años y soy abogado en Italia.
—¿Abogado? —le preguntó el profesor. —¿Sabes cómo llamamos nosotros a los abogados? ¡Shark, tiburón! Porque donde hay sangre, allá están ellos merodeando.
Risas.
—Mi nombre es Shira…
“Pronto me tocará a mí”, pensé. “¿Qué voy a decir? ¿Qué soy yo realmente? Listo, ya va a comenzar mi crisis de identidad. Bien, veamos, creo que soy actriz. Ah, sí, hasta tengo un certificado que prueba que soy actriz profesional”. Me acordé del día de la prueba. Hice mi escena de tragedia griega, un texto bellísimo. Y después fui llamada por el presidente de la mesa examinadora para ser entrevistada.
—¿Por qué quiere usted ese certificado? —me preguntó.
—Ante todo, porque soy una actriz —dije tranquilamente, pero con tanta convicción que hasta yo me sorprendí. Por algunos segundos, nadie dijo nada, pero después llovieron las preguntas. “¿Cuántos años tienes?”, “¿Cuántos años estudiaste teatro?”, “¿Quién fue tu profesor?”, “¿Cuáles son los estilos que has llevado a escena?”, “¿Qué pretendes de tu carrera?”. Respondí con toda tranquilidad y algunos días después me llegó el resultado. Sí, ¡yo era una actriz con DRT y todo! Pero después, poco después… hice mis maletas y me fui, tirando todo por la borda. No, creo que no podría decir que soy actriz.
Tal vez, entonces, soy administradora. No tenía ningún curso, pero después de todo fueron tres años de trabajo ayudando a administrar los negocios de mi papá. Tres años… Para que al final, él tirara todo a la basura con una desgraciada frasecita:
—¿Qué es lo que piensas de la vida, hija? Ahora te vas a Estados Unidos, y ¿hasta cuándo te vas a quedar?
—¡Hasta que yo considere que está bien!
—Ah, ¿sí? ¿Y hasta cuándo crees que te voy a mantener?
¡¡¡¿Mantenerme?!!! —Quedé tan pasmada que no logré decir nada más. ¡Yo estaba trabajando desde los 19 años, tres años y medio, tres años y medio justamente para no depender de nadie! Podría haberme quedado solamente estudiando, relajada, como hicieron todos mis amigos a esa edad. ¡Pero no, fui a trabajar, estuve tres años de mi juventud trabajando en aquel “clan familiar” para, al final, tener que escuchar eso! Sí, creo que no era ninguna cagada de administradora.
—¿Y tú? —era el profesor preguntando. Cagué, ahora me toca a mí.
—¿Yo? Bien, mi nombre es Valéria, tengo 22 años, vengo de Brasil y soy… soy… intenté pensar en algo más, no en una simple profesión, que en el fondo no describe a nadie, sino en alguna cosa de adentro, bien dentro de mí. ¿Qué era yo? ¿Qué? ¿Qué? No lo logré. Miré a mi alrededor y estaban todos observándome, esperando la respuesta. —¿Quieren saber una cosa? —dije finalmente. —¡No sé lo que soy! Y justamente para descubrir eso es que estoy aquí. Y después que lo descubra, ahí sí, resolveré lo que voy a hacer con mi vida —la clase entera rió. Siempre es así, en los momentos en que hablo más en serio, las personas lo encuentran divertido.
Alguien, por lo menos, parecía haberme entendido: el extraño profesor. Él apenas me dirigió una mirada misteriosa, sonrió con complicidad y me dijo:
—Espero que encuentres lo que viniste a buscar.
Yo le devolví la sonrisa, feliz. Ya eso había valido la mitad del viaje.
Las clases continuaron a un ritmo exigente. Empezaban a las ocho o nueve de la mañana, paraban al mediodía para el almuerzo. Volvían a empezar a la una y seguían hasta las cuatro o cinco de la tarde. Estaba encantada. Por estar en un nivel alto, ya estaba en condiciones de trabajar con textos más complejos, los que en su mayoría eran muy interesantes.
Mientras tanto, me hice amiga de un gran grupo de personas, con quienes todos los días, después de clases, salíamos a conocer los atractivos turísticos de la ciudad, los shoppings, los parques, los museos, las playas. Arrendamos una van y así nos era más fácil ir de un lugar a otro y hasta podíamos viajar en ella. Ya en el segundo fin de semana, fuimos a Los Angeles con un grupo súper bueno: Peter y Andy, dos suizos de 28 años que trabajaban juntos en una empresa de computación en Zürich. Andy era una ternura, y además, guapetón. Hablaba muy bien inglés, su conversación era muy interesante y tenía un acento netamente británico:
—¿Puedes no alargar tanto las palabras? —yo bromeaba. —No es Noooou, es No. No es Goooou, es Go. ¡Parece que siempre estás complicándote!
Él se reía y exageraba aún más. Peter no tenía sonsonete británico, no tenía ningún acento. Todo su vocabulario se limitaba a unas diez palabras. Cuando Andy estaba cerca para traducir, excelente, en caso contrario la cosa se complicaba y lo hacía peor que Tarzán, “mi va, nos va”.
Estaban también la Rosa y la Luli, dos españolas de Barcelona, de 26 años. La Rosa era profesora y hablaba hasta por los codos. La Luli, al contrario, era más calladita y vivía siempre masticando chicle.
El otro muchacho era un brasileño, de Goiânia. Tenía 25 años y estudiaba ingeniería. Hablaba inglés muy bien y, créanlo o no, durante el viaje entero sólo dijimos una frase en portugués. Y no fue porque yo no lo intentara, no. Había días en que ya no aguantaba más hablar, pensar, soñar, leer, escribir, todo solamente en inglés. Yo lo miraba y le imploraba:
—Marcos, por el amor de Dios, habla una palabrita conmigo en portugués, sólo una, di solamente “hola”.
Y él nada. Hasta el día que, casi al final de un viaje, cuando ya no soportábamos más aquella comida americana, sin sabor a nada, pasamos por casualidad a un restaurante y él pidió, sin grandes esperanzas, un steak. Y llegan con un bistecote encebollado, pero con pinta de bistec de verdad. Marcos probó eso y no aguantó:
—¡Chutas, Valéria, no sabís las ganas que tenía de comer una carnecita de verdad! —Ahí quien no aguantó fui yo y me puse a reír. Marcos, con todo ese inglés tan perfecto, hablaba un portugués terriblemente rústico.
La última que se unió al grupo fue la Carmen, también española y tenía mi edad. Ése era su primer viaje sola al extranjero, era un poco tímida y vivía con miedo de todo:
—Pero, ¿no habrá peligro en que viajemos en ese auto? ¿Y si nos perdemos? ¿Y si el auto se queda en pana?
—Quédate tranquila —la calmaba la Raquel, ya con mucha experiencia—, tenemos mapa, y si nos perdemos, preguntamos. Si el auto queda en pana, tiene seguro. Y además aquí hay tres machos recios para que cuiden de nosotras —bromeaba ella.
—Pero y esos tipos, ¿no será peligroso viajar con ellos?
—No, Carmen, ellos son súper buena onda.
Alojamos en el Embassy Suit. ¡Un puto hotel nuevo! Las mujeres nos quedamos en una pieza y los tipos en otra. Armamos un tremendo despelote. De noche, cuando llegamos, fuimos derecho a bañarnos a la piscina temperada. Al día siguiente despertamos temprano y fuimos a conocer Hollywood, Beverly Hills, Rodeo Drive. En la noche era el cumpleaños de Andy. Compramos globos, un letrero escrito Happy Birthday To You, bien americano, gorritos, torta, bebidas e hicimos una fiesta sorpresa. En el estilo ese de apagar la luz, quedarse todos callados y, cuando el cumpleañero llega, “Cumpleaños feliz…”. Cielos, deberían haber visto su cara.
Al día siguiente conocimos la playa de Santa Mónica, vimos una exposición de arte y en la noche comimos en un restaurante italiano, con una decoración que imitaba un vagón de tren. Un lugar muy entretenido. La gente hablaba alto, riendo, jugando. Hasta había un grupo en otra mesa cantando. Era siempre así, buena onda, muy bonito. Ahí de repente, comencé a mirarlo todo como si yo no fuera parte de eso, como si todo fuera una escena de película y yo estuviera mirando desde afuera. Y empecé a mirar a esas personas y a preguntarme: si supieran que yo tengo SIDA, ¿estarían aquí conmigo? ¿Estarían comiendo conmigo, en la misma mesa? ¿Se habrían alojado las muchachas en mi misma pieza del hotel? ¿Seguirían insistiendo Andy y Peter en que un día fuese a visitarlos a Suiza? ¿Será…?
—¿Val? ¡¿Valéria?!
—¿Ah?
—¡Despierta, niña! ¿Qué estás pensando?
—Nada, nada. No. Yo sólo estaba…
—Come. No has probado la comida.
—Ajá, voy a comer.
Sí, creo que no tenía vuelta realmente. Ni aunque me fuera más lejos, ni aunque me fuera al Himalaya, todo continuaría igual: siempre sintiéndome como un pez fuera del agua.