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Plátano con Coca-Cola
Lunes: ¡clases! Clases en la mañana, intervalo para el almuerzo y en la tarde, más clases. Las clases de la tarde eran de conversación. Bastante agitadas, por lo demás. La profesora, una inglesita, llegaba cada día con un tema más polémico que el anterior: el papel de la mujer en la sociedad, la eutanasia, el racismo, matrimonio y divorcio, sexo, cultura… Asuntos que ya eran polémicos de por sí, imagínense entonces, en una clase donde había un alumno de cuarenta años de Japón, uno de veinte de España, otro de unos treinta y cinco de Arabia Saudita, yo de veintidós de Brasil, otra de veinte de Corea, y otra más de unos veinticinco de China. ¡No tienes idea cómo entrábamos en calor!
Un día, cuando discutíamos el papel de los jóvenes en la sociedad, Lim, mi amiga china de Hong-Kong, comenzó a explicarnos cómo eran las cosas en su país.
—Nuestros padres escogen nuestra profesión —nos contó tranquila, por no decir sumisamente, con ese modito suave y tímido de hablar, casi susurrante y colocándose siempre la mano en la boca cuando reía.
—¿Qué quieres decir? —exploté yo— ¡¿Tu papá escogió tu profesión?! ¿Quieres decir que estás estudiando medicina porque él te lo mandó? ¡No lo creo! No puedo creer que aún exista eso en alguna parte del mundo. ¡¿Ni siquiera sabías si querías ser médico y tu papá te ordenó que estudiaras medicina?! ¿Acaso querías ser médico?
—La verdad, no… —dijo ella bajito, como si tuviera miedo de que la escucharan, pero al ver mi cara de espanto, la trató de arreglar. —Pero yo no necesito ejercer la medicina, puedo trabajar más por el lado de la investigación, laboratorio…
—¡¿Pero era eso lo que querías?! ¿Es eso lo que te va a hacer feliz?
—Bien… En realidad, yo preferiría estudiar otras cosas.
—Pero, Lim, ¿por qué no le dices eso a tu papá? ¿Por qué no le explicaste, por qué no le gritaste un tremendo NO?
Ella se rió poniéndose la mano en la boca:
—Porque en mi país son los padres los que escogen nuestra profesión. Es así, Val. Nuestra cultura es así.
—Pero, Lim, ¿la cultura de un pueblo no es el conjunto de sus comportamientos, de sus costumbres? Y si el pueblo somos nosotros, cuando no estamos satisfechos con esos hábitos, con esa cultura, ¡vamos y la cambiamos!
—Calma, Valéria —reclamó otro de la clase—, no es tan así. Es mucho más difícil.
—¡No estoy diciendo que sea fácil, pero es así! Si nosotros somos quienes hacemos la cultura, ¡también podemos deshacerla y hacerla de nuevo en el momento que consideremos que se debe! Dios mío, es tan claro, no creo que ustedes no hayan visto eso todavía. ¿O será que prefieren pasar el resto de sus vidas viviendo situaciones con las cuales no están de acuerdo? ¿O quizás encuentran que la cultura es un viejo fantasma que existe sólo para espantar nuestra vida? ¡Por favor!… Si una situación no le agrada a nadie, si sólo molesta, ¿qué tiene de malo que la gente busque soluciones mejores? ¡Es nuestra obligación buscar soluciones mejores!
A esas alturas, todos me miraban con la boca abierta. Y por algunos instantes me sentí la persona más fuerte del mundo. Hasta que de repente me di cuenta que todo ese discurso también me servía a mí.
Puchas, cuántas cosas había aguantado tranquilamente en esta vida y seguía soportándolas, siempre con la misma disculpa de que “es así y va a ser siempre así, por causa de nuestra cultura”. Cosas que en otros lugares de este mundo ya no existían hace mucho tiempo. Sí, Valéria, ¡tú y tu bendita boca que no sabe quedarse callada!
—¡Recreo!
¡Uf! ¡Salvada por el gong! Dejé la sala de clase y fui a la terraza. El edificio donde teníamos las clases en la tarde era diferente. Antiguo, enorme, en el medio de la universidad, rodeado por un césped inmenso y muchas flores. Me senté en el borde de la baranda y me quedé mirando hacia abajo. El cielo, como siempre, estaba azul-azul, y a lo lejos podía ver los árboles y a algunos estudiantes sentados cómodamente en el pasto, leyendo, descansando, tomando el sol.
—Eres una persona muy fuerte.
—¿Ah? —me di vuelta y me encontré con la cara de otro alumno. Un muchacho de Arabia Saudita.
—¡Eres una persona muy fuerte! —repitió. Miré su cara, buscando alguna expresión de ironía o cinismo. Pero no había ninguna. Hablaba en serio. Yo apenas sonreí y pensé: si él supiera. —Admiro mucho a las mujeres como tú —insistió.
—Ah, ¿sí? Para quien viene de un país donde las mujeres no pueden manejar, ni sentarse en el asiento delantero, que tienen que andar con el rostro cubierto y que son comprometidas a sus novios a matrimonios arreglados entre las familias, ¡estás poniéndote bastante modernito!
—Pero yo no concuerdo con nada de eso. Tanto así que no me casé con la novia que mi familia me buscó. Me casé con la mujer que amo y que además es tan provocadora como tú —dijo riendo.
—Qué bueno. Eso ya es algo, es un gran comienzo.
Nos quedamos conversando, me habló de la vida en su país, de sus costumbres y de lo difícil que resultaba aceptar algunas cosas. Y, también por eso, él y su mujer habían venido a pasar una temporada a Estados Unidos. Ella ya había terminado el curso y regresado a Arabia. El suyo terminaría en dos meses.
—Arrendamos un buen departamento aquí en San Diego —prosiguió—, pero ahora que mi esposa no está aquí, me siento muy solo. No tuve mucha suerte para hacerme de amigos en Estados Unidos. Es una pena, me gustaría mucho tener con quien conversar. —Parecía una buena persona. Pobre, debía sentirse muy solo. —Pero creo que es un problema mío, ¿sabes? Es muy difícil que me gusten las personas. Pero tú, muchacha, me gustaste un montón —y lo dijo con tanta simpleza y sinceridad, que me llegó. —Hasta te podrías venir a vivir conmigo. —¿Ah?, ¿habré escuchado bien? —Podrías venir a mi departamento. No necesitas llevar nada, hay de todo, es sólo para hacerme compañía.
¡Socorro! ¿Qué quiere decir con eso? ¿Será acaso una seducción a lo Arabia Saudita o sólo está siendo extremadamente gentil? ¿O quizás sólo porque es riquísimo (por lo menos así lo dicen sus enormes cadenas, anillos y pulseras de oro) cree que puede salir a la calle y hacer ese tipo de invitaciones a la primera que se le cruza? ¿O tal vez está tan botado que se le transformó en algo normal conocer una persona un día y de inmediato convidarla a vivir con él? ¿Y ahora qué hago? ¿Me ofendo, hago un escándalo y digo: “¿Qué es lo que estás pensando de mí?”. ¿O me hago la lesa y digo simplemente: “No, muchas gracias, ya estoy muy bien instalada”, y me la saco de manera elegante? Por las dudas, terminé optando por la segunda. No quería ser descortés y mucho menos ofender a nadie.
Tal vez haya actuado mal al pensar cosas negativas de él. Pero, entre nosotros, ¡fue una invitación bastante rara! Y ésa no fue la única vez que me sentí así, completamente perdida, sin saber qué pensar. Eso pasaba constantemente. Y no es para menos, yo estaba en un lugar neutro, con muchas personas de distintos lugares del mundo, cada cual con su cultura peculiar. Costumbres, creencias, reglas… tan diferentes de las mías, y yo no tenía nada, nadita, ni siquiera una pista sobre la cual basarme y sacar conclusiones.
Por ejemplo, si nosotros estamos en Brasil, en un restaurante elegantísimo, y de repente alguien se tira un puto flato, ¿qué es lo que uno piensa? “¡Qué tipo más mal educado!”. ¿No es cierto? O algo así… ¿Y sabes qué? Si ese tipo fuera coreano, no se trataría de una falta de educación, muy por el contrario, sería algo perfectamente normal y hasta indicaría satisfacción. ¿Quieres ver otra situación? Si un amigo te convida a salir y ya en el primer encuentro paga la cuenta, ¿qué piensas? “¡Este individuo tiene segundas intenciones!”. Y sería muy probable, si es brasileño. Ahora, en el caso que fuera suizo, relájate, es pura gentileza. Y es gentileza también si te abre la puerta del auto para que subas y ofrece llevarte a tu casa tarde en la noche. También existe esa otra situación: la de un gringo que se encuentra de frente en la playa con una muchacha con un bikini minúsculo “¡Qué horror!”. ¡Qué horror ni que nada! ¡Esa muchacha, por si acaso, soy yo, y sepa el señor que en Brasil usamos cosas todavía mucho más diminutas!
¿Ves lo que pasa? Conclusión: después de un tiempo, me di cuenta que no se podía juzgar a nadie basado en esas señales. ¿O prejuicios?
Ahí comencé a sentirme totalmente perdida. Me encontraba conversando con un compañero y sobre la marcha no lograba formarme una idea respecto a él. Miraba su ropa, no me decía nada; su corte de pelo, menos todavía; sus gestos, su tono de voz, su vocabulario, su grado de educación, su posición social, ¡nada! ¡¡¡Auxilio!!!
Solamente entonces me di cuenta que, en vez de pasar intentando formarme ideas respecto a los otros, basada en esos prejuicios (la mayoría equivocados), simplemente debería prestar atención a lo que esa persona me tenía que decir. Lo que ella, como ser humano, tenía dentro de sí. Y fue entonces que descubrí cosas maravillosas. Incluso algunas que jamás imaginé encontrar.
Descubrí también algo triste. ¿Cuántas personas había dejado de conocer, cuántas cosas había dejado de aprender por culpa de esos malditos prejuicios?
Me dieron ganas de vivir siempre rodando por el mundo y así conocer mucho mejor las cosas, aproximándome más al verdadero yo de las personas. Pero, desgraciadamente, una vida entera de sólo viajes es casi imposible. Sin embargo, me prometí una cosa: aunque tuviera que regresar a mi país y estuviese rodeada por esas pistas y esos prejuicios, me esforzaría al máximo por seguir mirando siempre todo con los ojos desprejuiciados de un turista.
A propósito, para terminar aquella historia del árabe, algunas clases después, en un intervalo, se aproximó a mí muy contento:
—Valéria, tengo que contarte dos noticias excelentes. ¡No te imaginas lo feliz que estoy! La primera es que encontré un amigo para que viva conmigo. Ahora ya no me siento solo. Tengo alguien con quien conversar. Y la segunda, ni lo vas a creer. ¡Hablé con mi mujer esta semana y me dio la noticia de que está embarazada! ¡Vamos a tener un hijo!
—¡¿Un hijo?! ¡Increíble! ¡Qué bueno! ¡Van a tener un bebé! Felicidades, Adub, ¡felicidades! Vas a tener muchas cosas que enseñarle.
Creo que es innecesario decir lo avergonzada que me sentí después de esa conversación. Yo y mis pensamientos maldadosos; ¿o debo decir prejuiciosos?
Y más que avergonzada, quedé muy triste. En ese momento me di cuenta de cuántas cosas me había perdido, de cuánta riqueza tenía esa persona dentro de sí para ofrecerme. Está claro que yo no me iría a vivir con él. Mi cultura no me lo permitiría. Pero, aun así, podríamos haber sido buenos amigos.
Cuatro, cuatro y media terminaban las clases. A las cinco, la comida. ¡Imagínense si ésa es hora para comer! Y allá me iba a la cafeteria. La comida era muy diferente del almuerzo.
—Hola, amigos. ¿Qué hay de comida hoy?
—Pollo.
—Pescado.
—¡Es pollo!
—¡Es pescado!
—Eh, ¿quieren ponerse de acuerdo, por favor?
—Mira, creo que es mejor que lo pruebes tú misma.
Yo lo probaba:
—¡Guau! Creo que no es ninguna de las dos cosas. Debe ser… debe ser un panqueque.
Todo el mundo se reía. La comida era realmente así: irreconocible. Yo siempre terminaba comiendo plátanos. Plátano con Coca-Cola.
—Sííí, Val, saliste de Brasil para venir a comer plátanos a California —el grupo se burlaba. Aún peor fue el día que descubrimos que el plátano era made in Brazil. Chiquita Brazil, decía la etiqueta. —¡Ésta sí que es buena!
—Bien. Vamos a salir más tarde, después comeremos otra cosa por ahí.
—Hoy día no, gracias. Estoy un poco cansada, tengo algunas cosas que estudiar.
—¿Y te vas a quedar sin comer de nuevo, Val?
—Ah, después me las arreglo. Allá como un sándwich, debo tener alguna cosa en la pieza.
—Vas a terminar enferma comiendo de esa manera.
—Ah, ¡jódete! Chao a todos, me voy. Hasta mañana.
Regresaba caminando por las calles y campos de la universidad. Había descubierto una ruta alternativa, por la cual atravesaba una gran área de pasto, que a esa hora estaba siempre vacío. Era muy bonito.
Llegaba a mi pieza, abría la persiana, tomaba los libros y estudiaba. Terminaba, guardaba todo, me sentaba en el escritorio y me quedaba mirando por la ventana. Un pasto verdecito rodeaba mi dorm. En una y otra esquina, dos mangueras automáticas giraban y giraban, haciendo un ruidito y salpicando agua. Después el cerco, la vereda, la calle, la vereda de enfrente, el otro cerquito y… el abismo. Un abismo enorme. Y allá a lo lejos otra montaña llena de casitas. ¿Quién viviría en aquellas casitas? A veces tenía la sensación de que todo el mundo vivía en ellas y, en el lado de acá, separada por el abismo, sólo estaba yo.
El abismo… ¿Qué pasaría si me tirara y me muriera? Seguro que no. Tengo tan mala suerte que capaz que no me muriera. Hace cuatro años que oigo: el SIDA mata, el SIDA mata. Allá en Brasil, lo único que saben decir es eso. Prendes la televisión, ¡el SIDA mata! En la radio: ¡el SIDA mata! Anuncios, panfletos: ¡el SIDA mata! Y yo aquí, desde los dieciocho; cuatro años, literalmente esperando. Puchas, no hallo las horas de morir. Tal vez deba lanzarme realmente por ese abismo. Va a ser un alivio para todo el mundo. Y para mis papás, mejor ni hablar. Seguramente es mucho más fácil recibir la noticia “¡su hija murió!” que “su hija está con SIDA”. Murió, murió, se terminó y listo. En cambio, “está con SIDA”, tienen que quedarse ahí, mirando la cara de su hija y pensando: “Ella va a morir, ella va a morir”. Y no se muere nunca. Puchas, cuánto más fácil sería si esa muerte fuese pronto. ¡Sí, seguro, debo lanzarme a ese abismo! Sólo existe un pero. Es que para mis padres, que después de una educación católica se convirtieron en espiritas, eso sería un suicidio. Y para los espiritas la peor cosa del mundo es el suicidio. Creen que si la persona hace eso, arderá en el infierno por el resto de la vida, quiero decir, de la muerte, o tal vez sea de la eternidad, qué sé yo. Esas cosas son tan complicadas. Conclusión, ellos de igual manera no iban a tener tranquilidad. Y es más, no es que yo crea mucho en eso —me siento muy burra creyendo en cosas que nadie puede probar—, pero además está eso de la reencarnación. ¿Te imaginas si fuera verdad? Qué mierda, yo me mato y después más encima tengo que vivir de nuevo. ¡A la cresta la pérdida de vida! Sí, creo que no tengo mucha vuelta, es mejor que me quede aquí sentada, esperando…
¿Quién lo diría, ah? La niña atrevida, llena de sueños, que en el colegio peleaba por ser la representante del curso, que vivía luchando por nuestros derechos de alumnos, que participaba en los desfiles, en las protestas, que iba a cambiar el mundo cuando creciera, estaba ahí, ahora, mirando un abismo, tirada en una pieza al otro lado del mundo. El exilio.
Miré nuevamente la pieza: un armario, otro armario; una cama, otra cama; una silla, otra silla; un escritorio, otro escritorio; unas tarjetas postales de San Diego que yo había comprado. Me quedé mirándolas una por una. Lindas fotos de la ciudad. Le escribí una a alguien y fui a echarla al correo. Listo, ¡ya encontré qué hacer! Salí de la pieza y cerré la puerta:
—¡Chao, abismo!
Entre medio me pasó también la historia del médico. Sucedió que luego, a la primera semana, tuve una tosesita muy jodida, nada grave, pero no paraba de toser. Creo que fue por el cambio brusco de temperatura entre el clima calurosísimo del verano y el gélido aire acondicionado de las salas de clases. De noche siempre refrescaba, y en las playas corría mucho viento. Hasta compré un jarabe que conocí en Nueva York. Lo tomé por unos días, pero no me sirvió. Como en la misma universidad había un centro de salud para los estudiantes, decidí consultar un médico. Primero una enfermera me llevó detrás del mesón, me pesó, me tomó la presión y la temperatura con unos aparatos preciosos. Todo era de primerísima calidad, desde la atención hasta el termómetro de boca, que era lo más psicodélico que había visto.
—Puedes esperar —dice, pasándome un formulario para llenar. Ése, a su a vez, era de datos físicos, si practicaba deportes, si me cansaba al subir escaleras, etc. Fui respondiendo a todas, algunas bien extrañas, hasta que me topé con una: “¿Ya tuvo intercourse?”. ¿Intercourse?, ¿qué diablos era esa palabra? Yo no la conocía. A ver si la descifro: Inter, de dentro, y course, de curso. No, creo que no es nada de eso, es mejor que pregunte. Fui hasta el mesón y llamé a la enfermera jovencita, rubiesisíma.
—¿Podrías ayudarme? ¿Qué quiere decir esto? —le indiqué la palabra.
Puso cara de asustada y abriendo los ojos, tragó en seco, avergonzada. Miró para todos lados, llegó al mesón, y acercándose mucho a mí, me dijo bien bajito, arrugando la frente:
—Significa si tú… Si ya… —¡por su cara, debía ser algo de otro mundo! —Si ya tuviste… —finalmente le salió bien despacito —¿sexo?
—¡Ah! ¡¿Sexo?! —ay, tanto pudor para decir esa palabrita. No soporto eso, una cosa tan normal. ¡Todo el mundo tiene sexo, los perros tienen sexo, las ballenas tienen sexo, los pajaritos tienen sexo! ¡Pero los seres humanos no, ellos ni siquiera pueden mencionar la palabra sexo! Ah, ¡santa paciencia!
Volví a mi lugar y completé el formulario. Ahora tenía que esperar al médico. Me quedé observando el movimiento. Vi pasar a algunos de ellos. ¿Cuál irá a ser el mío? Pasó uno alto, canoso, de barba y cola de caballo. Qué bueno, pensé, qué bien un médico con cola de caballo. Después pasó una doctora negra. Eso es lo máximo de Estados Unidos, siempre vemos personas negras ocupando cargos importantes. Me quedé mirándolos y pensando: “¿Cuál de ellos irá a ser el mío?”. Me comenzó a dar un cierto nudo en la guata. No es que le tenga miedo al médico. Ya estoy bien grandecita para eso, pero es que uno nunca sabe con qué se va a topar. Pero me acordé del doctor que me había cuidado en Nueva York. Los médicos estadounidenses acostumbran ser buena onda. Finalmente uno de ellos se acercó a mí. Tenía unos cuarenta años, estatura mediana, calvo, cabeza bien redondita, ojitos también redondos y azules. Me dio una tremenda sonrisa y dijo:
—Hola, soy el doctor Gust. ¿Entramos? —tenía cara de bueno. ¡Ojalá que sea buena onda!
Fuimos a una de las salitas que, al igual que la sala de las enfermeras, tenía portarretratos con fotos de familia, generalmente de niños y, a veces, hasta dibujos infantiles colgando en las paredes. El doc no se sentó detrás de la mesa, sólo me ofreció una silla y acercó otra para él.
—Tú eres la Valê… Vauleu… —él rió— creo que no voy a lograr pronunciar tu nombre. ¿Te puedo llamar Val?
—Por supuesto.
—Entonces, Val. Cuéntame, ¿por qué viniste?
—Porque estoy con tos.
—Lo sé. ¿Y estás haciendo un curso aquí?
Le dije que sí y le conté que era de Brasil. Él lo encontró muy interesante. “Qué lugar más exótico”, bromeó. Y quiso saber más de mi estadía en la universidad. Le expliqué todo, y después quiso saber más sobre la tos.
—¿Solamente eso? ¿Ningún dolor al pecho, nariz tapada, resfriado, nada?
—No.
—Ya. Y fuera de eso, ¿tienes algún otro problema de salud, alguna otra enfermedad?
—Bueno, en ese instante, lo correcto era decirle que tenía el virus del SIDA. Por si había alguna relación, o simplemente porque es siempre bueno que el médico lo sepa para dar el tratamiento adecuado. Pero es que era tan penca hablar de esto. Y ahí se iba a largar con todo aquel montón de preguntas y tendría que contarle mi vida entera. Ay, ¡qué lata! Sin contar el susto que les daba a algunos de ellos. Cualquier día iba a matar a alguien del corazón.
Bien, pero tenía que decírselo:
—Sí. Tengo SIDA.