CAPÍTULO 4
En el que continúa la historia del «Club de los Automovilistas Conscientes» y se ofrece al lector ocasión de enterarse de algunos asuntos que no le importan
Como Garcés insistiese en que don Pedro me contase la aventura que le había abierto las puertas del «Club de los Automovilistas Conscientes», el locuaz caballero abandonó definitivamente la copa del porfo-flip —donde, a decir verdad, no quedaba más que la espuma— y habló así:
—Mire usted, yo no pretendo estar a la altura de los dos ilustres consocios cuya historia le he referido, pero no puede negarse que supe utilizar mi automóvil para lograr la más grande felicidad de mi vida, y, en este sentido, he dejado que el tal episodio se escribiese con todo detalle en el libro de actas del Club. Es una narración sencilla, un asunto familiar que a nadie más que a mí interesa. Pero es bien sabido que de esta clase de pequeñeces depende la dicha o el infortunio, y por eso mismo achaco una especial ejemplaridad al suceso en que un automóvil vino a resolver para siempre el más grave problema de mi existencia. Si usted conoce la tremenda historia de Moyano, la mía apenas tendrá el sabor del agua con azúcar.
—No conozco la historia de Moyano.
—Se cuenta en dos palabras, Moyano emigró a América cuando era un chiquillo y se empleó en el almacén de comestibles de don Rómulo Cussi. El patrono era hombre tiránico y de una feroz tacañería, que explotó implacablemente a su servidor. Puede decirse que la adolescencia y la juventud de Moyano fueron tan sólo un largo martirio. Para procurarse alguna distracción y, sobre todo, por ver si trocaba en protector al despiadado patrono, el pobre muchacho le pidió la mano de su hija. Si le hubiera pedido una lata de salmón en conserva, don Rómulo se hubiese reído cruelmente de sus pretensiones; pero como su hija no le servía para nada, se la cedió como quien se deja extraer gratuitamente una espina. Desde entonces, Moyano tuvo que vestir y nutrir a su costa a la joven, y todo fue peor. La situación llegó a ser insostenible, y el dependiente consagraba las pocas horas que le concedían para dormir en arbitrar algún recurso de venganza contra el que ya era su suegro. Pero, amigo mío, en ningún lugar del mundo puede uno deshacerse de una persona, por desagradable que sea, sin exponerse a graves trastornos, y en aquella ciudad menos que en ninguna otra parte, porque regía la ley de Lynch corregida y aumentada, de tal modo, que si usted saltaba un ojo deliberadamente a un individuo, le dejaban a usted ciego; si le pegaba un tiro de revólver, le soltaban un cañonazo; si seducía a una doncella, le empalaban, y todo en esta exagerada proporción. Había que proceder tan cautamente, que otro que no estuviese desesperado como nuestro hombre desistiría de sus propósitos. Moyano hizo algo singular —aunque tengo mis razones para suponer que después le imitó mucha gente—. Moyano compró un automóvil, aprovechando las facilidades de pago que todos sabemos que se conceden en tales ventas. Compró un automóvil, se adiestró en su manejo, y esperó.
Un domingo, de madrugada, cuando el señor Cussi salía del Casino, Moyano, que le aguardaba en las inmediaciones, puso en marcha su artilugio y avanzó hacia él. Puede que don Rómulo estuviese ya sobresaltado, y puede que obedeciese a una corazonada del momento. El caso es que apenas vio que se aproximaba el coche de su yerno, se caló el jipi con las dos manos, escupió con fuerza y apretó a correr por la calle solitaria.
El automóvil de Moyano podía «hacer» ochenta a la hora, pero don Rómulo lo mantuvo mucho tiempo detrás, zigzagueando, corriendo alrededor de las farolas y apelando a otros trucos que, en una carrera formal, en una pista, serían suficientes para descalificarle. Aun así, el mismo Moyano reconoce que su suegro llegó a desarrollar una media de cuarenta kilómetros.
Pudo irlo llevando, al fin, hacia una amplia avenida, donde el señor Cussi no tuvo más remedio que correr en línea recta. Entonces empezó a perder terreno. Debió de darse cuenta de su desventaja, porque exclamó dos o tres veces en tono dolorido:
—¡Y yo que he salido hoy con el traje nuevo!… Y poco después:
—Si escapo de ésta, por lo menos los zapatos ya no servirán para nada.
El señor Cussi tenía la costumbre de hablar en voz alta siempre que estaba preocupado.
Al tomar una curva se le escapó el jipi de la cabeza —un jipi de quinientas pesetas, que era su único amor y el único lujo de su vida—, y como iba embalado, no lo pudo recoger. El auto perseguidor pasó por encima.
—¡Bueno: esto ya es el colmo! —gruñó el señor Cussi.
Y se dejó atropellar, sin más esfuerzos. Moyano le heredó, y como su coche estaba asegurado para esta clase de percances, la compañía pagó por el almacenista un buen puñado de dinero, que cobró, naturalmente, el propio Moyano.
Esta es la historia; y me gustaría saber si conocen ustedes dentro del Código de cualquier país una manera más apacible y sin riesgos de deshacerse de un tirano. Los periódicos apenas dedicaron a aquel asunto más de cinco líneas, bajo estos títulos: «Accidentes de la circulación.—Un almacenista laminado.»
—Y lo de usted, ¿fue un accidente, don Pedro?
—No; ya he dicho que es una historia sencilla, suavemente hogareña, casi dulce. Si me gustase escribir, hubiese hecho con ella un cuento romántico para los concursos de El Hogar y la Moda. Que me traigan otro porto-flip.
Le trajeron otro porto-flip. Continuó:
—Yo, sépalo usted, soy un hombre apacible. Gusto de la vida tranquila, de la siesta, del cocido a la rioja-na y de leer los periódicos, por la noche, en un butacón, con la pipa entre los dientes y una manta sobre las rodillas. Mi mujer no encontraba bien nada de esto ni otras muchas cosas. Puede decirse que mi mujer no encontraba bien nada de lo que a mí me parecía admirable. Reñía, vociferaba; en los últimos tiempos me agredía. Yo me refugiaba en mi lectura; pero nunca está un hombre más indefenso que contra un plato vigorosamente lanzado sobre su cabeza; oculto por una débil hoja de papel impreso, no puede ver venir ese plato por el aire.
Si una mujer tortura tan triunfal e insistentemente a su marido, es muy difícil que llegue a separarse de él, pero yo fui bastante afortunado. Una vieja criada que me había visto nacer, la única mujer fiel que he conocido, me descubrió un día que mi esposa aceptaba los galanteos de un amigo. Di a la leal servidora una fuerte propina, porque hacía tiempo que mi hogar no me proporcionaba, como entonces, el menor pretexto para alegrarme. Pasaron dos o tres semanas, y una tarde la anciana me llamó por teléfono para decirme, con un tono melodramático impropio del caso, que mi mujer huía aquella noche, en el tren de las ocho menos cuarto, con mi bondadoso amigo, rumbo a América.
«¡Si fuese verdad!», pensé, porque la noticia se me antojaba demasiado venturosa.
Otro cualquiera esperaría tranquilamente los acontecimientos. Yo no pude contenerme, y algunos minutos antes de la hora subí a mi automóvil, que me esperaba a la puerta del Casino, y marché a la estación con el ansia de verlos salir efectivamente.
Un atasco en la circulación me hizo llegar tarde. El tren acababa de salir. Ya me retiraba un poco mohíno, cuando vi a mi mujer y a mi amigo entrar presurosamente, con los rostros alterados de angustia. Tuve que ocultarme tras un montón de baúles para que no me viesen. Y, cerca de mí, se inmovilizaron ellos en actitud cómicamente desolada. Oí que él reprendía:
—¡Si no hubieses tardado tanto en componerte!…
—Pero, querido —argüía ella—, ¿cómo querías que hubiese emprendido un viaje tan largo sin una barra de carmín? Tardé en encontrarla, y esto fue todo. Tú mismo me hubieses despreciado si no la trajese.
El calló, sombríamente reflexivo.
—¿Y ahora? —dijo mi mujer.
—Ahora —contestó mi amigo—, ¿qué quieres que hagamos? Todo está perdido. El buque para el que hemos tomado los billetes sale mañana por la tarde del puerto de La Coruña, y es imposible llegar a tiempo…
—Podríamos telegrafiar.
—¿Para qué?
—Para que hiciese el favor de esperamos. Mi amigo se encogió de hombros.
—En todo caso —agregó mi mujer—, hay más vapores que ése…
—Sí; dentro de veinte días…
—Entonces…
—Entonces —murmuró él—, ¿qué sabemos lo que puede ocurrir? ¿Quieres que te diga una cosa? A mí me parece esto un aviso del cielo.
«¡Huy! —pensé yo, detrás de un montón de baúles—. Este sujeto va a rajarse.»
—No digas eso, amor mío —exclamó mi mujer.
—Sí; un aviso del cielo. Quizá sería preferible que te volvieses en seguida a tu casa. Tu marido no va nunca antes de las diez. Tienes tiempo. El no sospecharía nada.
—¿Por qué no marcharnos?
—¿Adonde?
—A cualquier sitio… A Cercedilla, por ejemplo.
«¡Malo! —cavilé—. Si este individuo se la lleva cerca de Madrid, a los cuatro días me la devuelve. ¡Malo!»
Pero él dijo:
—¡Oh, querida! Es ridículo. Haberlo preparado todo para ir a Bogotá, y quedarnos en Cercedilla…
—Según eso…, ¿otra vez a mi casa?
—Es lo mejor —gruñó él.
Hubo un silencio, que yo aproveché para meditar. Salí de mi escondite y me presenté bruscamente ante ellos. El amigo dio un salto, como si hubiese visto un fantasma. Mi mujer buscó con los ojos un sitio cómodo para desmayarse. Pero no les di tiempo para nada. Exigí:
—¡Corriendo: a mi coche!
No acertaban a moverse.
—¡Ea, de prisa! —insistí—. No podemos perder un minuto.
Les dominé con el ademán y con la voz. Poco después estaban en el interior de mi cuarenta caballos, y las maletas amarradas a la bandeja. Me acomodé en el volante, despejé el camino con unos imperiosos bocinazos y partí como una flecha.
A las diez de la mañana siguiente nos deteníamos en los muelles de La Coruña. Sobre el mar se elevaba la mole del transatlántico que había de separarme para siempre de aquella mujer. Cuando embarcaron, me abracé al capot y di un beso en cada faro. ¡Pensar que si no llega a ser por mi automóvil mi vida continuaría amargada aún!…
Y fue un viaje magnífico. Ni un pinchazo.