CAPÍTULO 9
La casa de enfrente y la salud
La que acabó con mis cavilaciones fue un su ceso impresionante, que aun hoy recuerdo con escalofríos.
Frente a mi casa estaban construyendo otra, casi terminada ya… Es preciso que narre este episodio con alguna amplitud, porque fue el que determinó mi decisión de comprar un auto.
Ocurrió que un día sonó un alarido espantoso y un estrépito indescriptible.
Me asomé al balcón y vi que la casa frontera se había inclinado terriblemente hacia atrás.
Pero esto no sucedió sin que se registrasen algunos interesantes síntomas anteriores.
La puerta central del edificio, que era un poco más grande que las otras, se había ido poniendo redonda poco a poco; tres ventanas se habían apaisado, y una grieta nacida en el quinto piso terminó por reproducir sobre toda la fachada la fotografía arborescente de un rayo.
Fue entonces cuando la Sociedad de Albañiles envió un oficio al Ayuntamiento comunicándole su creencia de que si no se cerraba aquel trozo de calle al tránsito de camiones, la trepidación bastaría para hacer que un gran número de albañilitos en ciernes se quedasen sin padre. Diversos funcionarios dedicáronse al estudio de aquella denuncia, pero antes de que pudiesen aconsejar una resolución, aconteció otro extraordinario fenómeno: la casa inició un inesperado descenso hacia el centro de la Tierra, como si hubiese sido construida sobre un pantano, y no se detuvo hasta que toda la planta baja desapareció y los balcones del entresuelo vinieron a quedar a ras de la calle.
La Sociedad de Albañiles redactó otro oficio enternecedor, en el que rogaba al Municipio que se prohibiese el paso de los niños y de las mujeres ante las vallas de aquella construcción. Pero el propietario y el contratista arguyeron que la solidez de la obra era desde aquel instante indiscutible porque los cimientos se habían aumentado al hundirse el edificio, y, por otra parte, éste contaba con un piso menos, lo que aseguraba hasta lo indecible su estabilidad.
Tres días más tarde, después de una noche de niebla, la escalera de la casa apareció encogida —como algunas telas luego de ser lavadas— y hubo de tirarse de ella, como de un acordeón, para que volviese a llegar hasta el suelo.
La Sociedad de Albañiles mandó un comunicado a los periódicos para advertir que únicamente los aviadores, los veteranos de la Legión, las personas que padeciesen una enfermedad incurable y, en general, los desesperados de la vida, debían arriesgarse a pasar —corriendo todo lo que pudiesen— por las inmediaciones de la casa.
La entrada al trabajo era un espectáculo conmovedor. Las madres, las mujeres y los hijos de los obreros acudían a acompañarles hasta las mismas puertas, y les abrazaban llorando. A la salida, por compensación, todos reían alborozados y las familias los acogían con palmas, como si regresasen de atravesar el Bósforo sobre una cuerda floja.
Un pequeño detalle: al guardián nocturno de las obras se le puso el pelo blanco en una semana. En cuanto al mastín que le acompañaba —animal de instinto maravilloso, que se abstuvo de humedecer ninguna de las esquinas de la casa, como si comprendiese que aquello podía bastar para producir una catástrofe—, aulló tres noches seguidas, con los mismos síntomas de inquietud que algunos seres exteriorizan antes de los terremotos, y al fin, después de tirar vanamente de la chaqueta de su amo, huyó, sin que nunca se pudiese saber adonde había ido.
Estos fueron algunos precedentes del derrumbamiento que presencié horripilado desde mi balcón.
No empleé la palabra exacta. El edificio no se derrumbó totalmente. Cayeron los techos, las escaleras, los pisos, pero quedaron los muros en pie. La casa vino a ser algo así como una cáscara vacía, un alto cubo amenazadoramente inclinado hacia atrás, como si hubiese sentido la necesidad de contemplar el cielo con sus ventanas. Desorbitados los ojos, vi gatear una docena de obreros por la pendiente que formaba el tejado, y, como si se tratase del juego de unos niños en un balancín, cuando el peso de aquellos hombres gravitó sobre la parte más elevada de la azotea, toda la casa basculó hacia la calle, aproximándose notablemente al balcón donde me encontraba.
Impresionado, lívido, extendí los brazos como si quisiera detener aquella mole; luego escapé al interior tan rápidamente que derribé algunas sillas, y aunque declaré —cuando mi criado Domingo me encontró debajo de la cama— que había querido ir a avisar a los bomberos, nadie —ni yo mismo— pudo establecer la relación precisa entre esta decisión y el lugar donde me había refugiado.
Volví a asomarme media hora después. Los doce obreros seguían sobre el tejado como sobre una isla escarpada. Me creí en el caso de gritarles:
—¡Valor!
Pero había tanta emoción en mi voz, que apenas me oyeron.
—¿Qué? —preguntó uno.
—¡Valor!
Aquellos hombres se consultaron entre sí. Yo les veía alzar las espaldas y avanzar el labio inferior para contestarse unos a otros que no me habían entendido.
—¿Cómo? —gritó uno.
—¿Por dónde? —inquirió otro, con la mano tras de la oreja.
—¡Valor! —gemí.
El que había preguntado «¿Por dónde?» soltó su asidero y se aventuró cautelosamente por la vertiginosa cuesta al remate de la cual estaba el abismo. Llegó deslizándose, haciendo freno de las uñas, hasta el borde más próximo a mis balcones. Allí se inclinó un poco para indagar:
—¿Qué nos decía?
—¡Serenidad! —aconsejé entonces, porque me molestaba repetir tantas veces la palabra «valor» y temía que los demás vecinos que me escuchaban desde sus ventanas creyesen que no disponía de más voces en mi repertorio.
—¿Serenidad? —repitió el obrero.
—¡Mucha serenidad!
—¿Y para eso me ha hecho usted venir hasta aquí? —rugió.
Y me arrojó un cascote, que rompió un cristal.
Una hora después, Domingo me anunció la visita del contratista, que pedía mi venia para conferenciar desde mi balcón con los trabajadores en peligro.
—¡Hijos míos —les arengó—, tened un poco de paciencia; éstos son los gajes del oficio; pensad que si las casas no se cayesen nunca, habría una terrible crisis de trabajo! Las casas se caen como se mueren los hombres: unos en la infancia y otros en la vejez. No os puedo decir más, porque tengo que escaparme, como es costumbre en estos casos. Si seguís así por la noche, poneos las bufandas, que va a helar o yo no entiendo nada de meteorología.
Y después de hacer esta paternal advertencia se retiró, visiblemente conmovido.
—¡Qué gran desgracia! —murmuré.
—Sí —respondió el visitante— y aún será más justo decir: ¡qué mala suerte!
—¿Cómo ha podido ocurrir? El otro se encogió de hombros.
—Un azar, y nada más que un azar. He construido así muchas casas, y puedo afirmar que ninguna de las que me son encomendadas a mí y a mis similares tienen mayores posibilidades que ésta de seguir en pie. Se nos culpa de no tener preparación técnica ni escrúpulos excesivos. ¡Ta, ta, ta!… ¿Y las casas que hemos hecho y que no se han caído aún? Diga usted que es preciso contar con la piedra madre. Si sale bien lo de la piedra madre, no hay cuidado. Todo depende de que aguante hasta que haya otra casa construida a la derecha y otra a la izquierda. Entonces es muy difícil que se derrumbe. Puede ocurrir, pero es muy difícil.
—¿Qué es la piedra madre? —indagué.
—A veces es un ladrillo o una vigueta. Pero siempre le llamamos así.
—¿Y dónde está colocada?
—No lo sabemos. Ahí está la cosa. ¡Ah, si lo supiéramos!… Una casa de éstas se sostiene por algo de milagro; porque, providencialmente, un ladrillo quedó puesto de tal manera que un muro no se puede caer. Si alguien mueve ese ladrillo, si lo empuja, destruye el equilibrio y todo se viene abajo. Hay casas que tienen la piedra madre tan oculta, que no se derrumban jamás. En otras, clava usted un día un clavo en la pared, da una patada en el suelo, arroja una pelota al techo y…, ¡zas!, ha movido usted la piedra madre, y aquello es el templo de los filisteos después del arrebato de Sansón.
—Y ahora, en este caso, ¿se sabe…?
—Sí, está aclarado todo. Han frotado una cerilla, precisamente sobre la piedra madre, para encender las virutas que habían de calentar la cola.
—¿Nada más que el frote de una cerilla…?
—Es que la piedra madre es muy delicada. Pues ahí está…
Reflexionó un poco y añadió:
—Por otra parte, la culpa fue de la cerilla. Si las cerillas se encendiesen con facilidad, como hay derecho a exigir, acaso no hubiese sucedido nada. Pero el chico la rozó veinte veces, cada una de ellas con más fuerza… Y, claro está, se hizo polvo todo. Esa será nuestra defensa ante los tribunales. Vamos a pedir una indemnización a la Compañía Arrendataria de Fósforos.
Y el honorable personaje se marchó meditabundo.
Antes del anochecer tuve que prestar mi balcón a un nuevo visitante. Era el gobernador civil, que quería dirigir un discurso a los doce hombres del alero. Les dijo que consideraba su situación con gran tristeza y que nadie podía comprenderla mejor que él, porque desde chico había padecido de vértigo. Los exhortó a guardar orden, porque sin orden no es posible la vida social, ni aun sobre un tejado ruinoso, y agregó que lo toleraría todo menos cualquier intento de quebrantar aquel orden tan indispensable. Añadió que ninguna ambición personal le ligaba a su cargo; se extendió en detalladas noticias acerca de esta repulsión, que parecía sentir hacia todo lo que fuese ejercicio de la autoridad, y aun salió al paso de los que, según él, opinaban que debía de habérsele concedido una cartera en vez del gobierno civil, porque, aun reconociendo que se hubiese cometido una injusticia con sus méritos, a la patria se le puede servir bien desde cualquier lugar. El en aquel balcón y los obreros en el tejado vacilante, podían servir a la patria.
En fin, declaró que esperaba que al día siguiente estuviesen sanos y salvos entre sus familias. Pero admitiendo que todo se lo llevase la trampa aquella misma noche, quería rogarles que no excitasen a sus compañeros para que les llevasen a enterrar pasando por la Puerta del Sol, porque ya otras veces esto había dado lugar a graves conflictos.
—Al fin y al cabo —terminó—, a ustedes lo mismo les da, y yo no quiero disgustos.
Se marchó, después de recoger los aplausos de todos los vecinos.
Horas más tarde sopló la brisa. La casa osciló tan insistentemente, que casi todos los obreros se marearon. Uno que se había atado con su faja a una chimenea se quedó dormido, pero fue preciso despertarle, porque, según los técnicos, sus ronquidos hacían trepidar el edificio y podrían bastar para que se desmoronasen los muros.
Estas precauciones fueron inútiles. A las cinco de la mañana no había en aquel lugar más que un montón de escombros.
En cuanto a los doce hombres, se salvaron todos, lo que, según ellos mismos reconocen, no podría ocurrir de haber sido trece. Esta fue, en verdad, una casualidad afortunada.
Aquel día comenté el suceso en mi tertulia y tuve la franqueza de confesar mi recelo acerca de las condiciones de seguridad de mi propia morada, cara, incómoda y ruidosa.
—Si se me cae un objeto de las manos —dije—, palpita con fuerza mi corazón, y ya no me atrevo a dar pasos resueltos, sino que tanteo con un pie antes de levantar el otro, porque siempre está despierto en mí el temor de mover la piedra madre.
Un amigo opinó:
—Nada hay como la casa propia. Con un poco más del dinero que invierte usted en alquileres, puede hacerse dueño de una casa. Ese es, en nuestros días, un problema resuelto. Ahí tiene usted a don Francisco. Pues donde lo ve, don Francisco es ya propietario.
—Todavía no, todavía no —rechazó el aludido, modestamente.
Era un hombrecillo delgado, de rostro ensombrecido por una barba de dos días. No hacía consumo en el café más que el 1, el 2, el 3, el 4 y el 5 de cada mes, y muy precariamente. En su traje, que acusaba una ancianidad sufridora de varias intemperies, había siempre manchas de barro. Era muy difícil pensar que aquel hombre pudiese ser dueño de algo más que del grueso bastón de punta ferrada, del que no se separaba nunca.
—¿Usted tiene una casa? —interrogué incrédulamente.
—Como puede tenerla cualquiera —dijo el hombrecillo sin poder disimular su orgullo—. Es una casa barata. Vivo en la Colonia del Robledal. Si a usted le interesa, puedo hacer que le envíen noticias de este asunto.
Y así fue: al siguiente día recibí un paquetito de impresos, en los que se exaltaban las ventajas de ser propietario en la Colonia del Robledal, y se llegaba a la conclusión de que todo lo que fuese vivir un metro más allá de los no muy dilatados límites de aquel hacinamiento de casitas, era relegar la existencia a las incomodidades, a la enfermedad y al fastidio.
—No tiene más que un inconveniente —opinó un contertulio cuando volvimos a comentar la cuestión—; es un poco lejos de Madrid.
—¡Oh! —protestó don Francisco—. ¡Esa es, precisamente, su principal ventaja! Fíjense ustedes en nuestro amigo Jorge: está pálido, no ve el sol, no respira aire puro, su sueño es turbado por los ruidos de la calle, le amarga la inquietud de que se derrumbe su casa… Yo estoy fuerte como una barra de hierro. Todos los médicos lo dicen: hay que vivir en las afueras. A mí me gusta caminar; ir y venir a mi casa es un delicioso paseo. Pero para el que no piense así se han inventado los automóviles. Desde que el automóvil existe, las personas razonables ya no viven en la capital. Veinte minutos de carretera no representan nada. Y es la salud, la longevidad… Usted no está bien, Jorge…
—No; no estoy bien —gemí.
—Cómprese una de estas casitas. No le digo a usted que sea en el Robledal, si el Robledal no le gusta, pero hay cien colonias más. Madrid está rodeado de colonias. Elige usted. Firma su compromiso, entrega veinte duros, y dentro de tres o cuatro generaciones, la casa es íntegramente suya. Resulta muy cómodo.
—Es posible que me decida —balbucí.
—Para mí, que habito en el Robledal desde hace quince años, es la colonia ejemplar, la colonia por excelencia. No cambiaría mi casita por un palacio en la Costa Azul. Y si usted la conociese, participaría de mi entusiasmo.
—¿Por qué no verla? —insinué.
—Si usted quiere…
—¿Cuándo le es a usted menos molesto…?
—Mañana mismo.
Y quedamos convenidos para la visita al Robledal.