II. Materia y forma

Jonios y pitagóricos

HEMOS visto en el capítulo anterior que la filosofía, en lo que respecta a nuestro punto de vista, ofrece dos vertientes principales, pues trata, de un lado, de la naturaleza y origen del universo en general, y de otro lado, de la vida y la conducta humanas; y advertí a quienes se interesan primordialmente por el pensamiento ético y político, que cuando nos remontamos a los comienzos de la filosofía europea en Grecia, lo primero que encontramos es la especulación acerca del universo. El periodo a que vamos a pasar revista suele dividirse en dos partes por el nombre de Sócrates —ya veremos cómo se justifica esto—, y la señal característica del pensamiento presocrático es la ardiente curiosidad por el cosmos. La época de Sócrates conoció una reacción contra la especulación física y un cambio del interés filosófico hacia los asuntos humanos. Claro está que esto sólo es aproximadamente cierto, como suele ocurrir con todas las generalizaciones muy amplias. Mientras en la parte oriental del mundo griego los jonios estaban absorbidos en los primeros intentos de una explicación científica del universo, en la parte occidental los pitagóricos enarbolaban el ideal de la filosofía como una guía para la vida, y la hermandad filosófica como una orden religiosa; y los grandes sucesores de Sócrates, Platón y Aristóteles, sin descuidar los problemas de la vida humana, se interesaron también por la especulación acerca del mundo en que vivimos. En realidad, en Platón el alma humana constituye el centro de sus meditaciones; mientras que en Aristóteles llegó al máximum la afición a las desinteresadas investigaciones sobre la naturaleza. Poseyó el temperamento científico en más alto grado que ningún otro griego. Por otra parte, el interés de los pitagóricos por el alma humana era más bien religioso y místico que filosófico. Podemos decir, empero, que la devoción exclusiva que los jonios consagraron a la naturaleza externa se hizo para siempre imposible después de la quiebra manifiesta de la filosofía natural en el siglo V, y de las inquietantes preguntas de Sócrates, que llevaron al centro mismo de la escena los problemas de la vida humana. Cómo ocurrió esto, es lo que ahora vamos a ver.

La filosofía europea, en cuanto intento para resolver los problemas del universo sólo por la razón que se opone a aceptar explicaciones puramente mágicas o teológicas, comenzó en las prósperas ciudades comerciales de Jonia, en la costa del Asia Menor, a principios del siglo VI a. C. Fue, como dice Aristóteles, producto de una época que ya poseía las cosas necesarias al bienestar físico y al ocio, y su motivo fue la mera curiosidad. La escuela jonia o milesia está representada por los nombres de Tales, Anaximandro y Anaxímenes; y está muy justificado llamarla escuela, porque estos tres pensadores nacieron en la misma ciudad jonia de Mileto, vivieron en la misma época, y la tradición dice que tuvieron entre sí relaciones de maestro y discípulos.

De dos maneras puede definirse el objeto de sus investigaciones. Buscaban algo permanente, estable, en medio del caos del cambio constante; y creían que lo encontrarían preguntándose: «¿De qué está hecho el mundo?». El mundo, tal como lo perciben nuestros sentidos, aparece inquieto e inestable. Muestra cambios continuos y manifiestamente azarosos. El crecimiento natural puede producirse o puede ser frustrado por fuerzas exteriores ciegas. En cualquier caso, le sigue siempre la decadencia, y no hay nada que dure para siempre. Además, vemos una infinita pluralidad de objetos que no guardan entre sí ninguna relación. La filosofía comenzó por la creencia de que detrás de este caos aparente existen una permanencia oculta y una unidad, discernibles por la mente, si no por los sentidos. Esto se aplica, naturalmente, a toda filosofía. Como ha dicho un moderno escritor sobre el método filosófico:

Parece haber hondamente enraizada en la mente humana una tendencia a buscar… algo que persista a través del cambio. En consecuencia, el deseo de una explicación sólo parece satisfacerse al descubrir que lo que parece nuevo y diferente existió siempre. De ahí la busca de una identidad subyacente, de una materia persistente, de una sustancia que perdure a pesar de los cambios cualitativos y por la cual puedan explicarse esos mismos cambios.[4]

Esa descripción del pensamiento filosófico pudo haber sido escrita especialmente para los milesios. Ya eran filósofos, y los problemas básicos de la filosofía cambian poco con el tiempo. Es central la creencia de que detrás de la aparente multiplicidad y confusión del universo que nos rodea existen una sencillez fundamental y una estabilidad que la razón puede descubrir.

En segundo lugar, les pareció a los primeros pensadores que esa estabilidad hay que buscarla en la sustancia de que está hecho el mundo. Pero no es ésta la única respuesta posible. También puede suponerse que los componentes materiales del mundo están en un flujo constante de decadencia y renovación, que son diversos e incomprensibles; pero que el elemento permanente y comprensible consiste en su estructura o forma. Si nueva materia igual a aquélla adopta la misma estructura, es la estructura lo que debemos tratar de comprender. En la misma Grecia, tuvieron su vez los defensores de la forma contra la materia. Mas al principio la pregunta, reducida a sus términos más sencillos, era ésta; «¿De qué está hecho el mundo?». Tales de Mileto dijo que era agua, o humedad, respuesta que puede apuntar a toda clase de posibilidades interesantes, si no fuera que apenas si conocemos algo más de sus ideas y sólo por conjeturas podemos entrever el modo de pensar que le llevó a esa conclusión. La explicación más obvia parece estar en que el agua se presenta, naturalmente, a los sentidos, sin necesidad de ningún experimento científico que no pudiera realizarse entonces, en las tres formas de sólida, líquida y gaseosa, como hielo, como agua y como vapor. Ésta es, en efecto, la explicación que primero se le ocurre a los eruditos modernos; pero es interesante el hecho de que Aristóteles sugiera algo muy diferente. También él procedía por conjeturas —todos los escritos de Tales se habían perdido ya en su tiempo—; pero por lo menos, era griego y estaba más cerca de Tales que nosotros. Deseo indicar algunas razones por las cuales me parece que quizá Aristóteles estaba en lo cierto; pero éste es un asunto que será mejor tratar después que hayamos examinado las opiniones de los otros dos pensadores milesios.

Aparte de esta afirmación de que la sustancia subyacente del universo es el agua, conocemos muy poco más de las ideas filosóficas de Tales. Hay uno o dos aforismos, difíciles de interpretar sin su contexto, y varias anécdotas. Lo que refiere Heródoto de que predijo un eclipse solar, que puede ser fechado en el año 585 a. C., puede considerarse como bastante bien trouvé para darnos su fecha aproximada. La predicción no es de ningún modo imposible con ayuda de los registros babilónicos, a cuyo estudio se dice haberse dedicado Tales. Algo más sabemos de su joven conciudadano Anaximandro, quien dejó escritos que pudieron conocer Aristóteles y Teofrasto, y la obra de Teofrasto sobre las Opiniones de los filósofos naturales fue la base de las complicaciones grecorromanas que han llegado hasta nosotros.

El pensamiento de Anaximandro presenta ya cierta sutileza. Consideraba este mundo como una concurrencia de cualidades opuestas que mantienen entre sí constante guerra. Cuatro de esas cualidades —caliente y frío, seco y húmedo— son primarias. El proceso del mundo es cíclico. El calor del sol seca el agua, y el agua apaga el fuego. En una escala universal, esto se advierte en el ciclo de las estaciones, y aunque uno u otro de los opuestos puede prevalecer durante algún tiempo, el equilibrio se restablece constantemente. Ahora bien, puesto que lo esencial en esas cualidades en su mutua oposición, se sigue de ahí que la sustancia primaria del universo no puede ser caracterizada por ninguna de ellas, no puede ser ninguna de ellas, habría dicho Anaximandro, porque es muy poco probable que en aquella primitiva fase del pensamiento fuesen diferencias cualidad y sustancia. Si se le hubiese preguntado a Anaximandro si, cuando hablaba de «caliente» y «frío», designaba una sustancia o una cualidad, probablemente no hubiera entendido la pregunta. Por consiguiente, si todo fuese originariamente agua, como había supuesto Tales, o «humedad», no podría haber ni calor ni fuego, puesto que el agua no engendra fuego, sino que lo destruye. Por eso imaginaba Anaximandro el primer estado de la materia como una masa indiferenciada de enorme extensión, en la que los elementos antagónicos o sus propiedades aún no estaban diferenciados, aunque los contenía en sí de un modo latente o potencial, en completa fusión. La llamaba el apeiron, palabra que significa «sin límites», y que en el griego posterior tuvo dos sentidos: a) no limitado exteriormente, es decir, espacialmente infinito; y b) sin límites internos, es decir, sin partes o elementos componentes separados. Es poco probable que Anaximandro hubiera llegado a la noción de la pura infinitud espacial, y aunque indudablemente concebía aquella primitiva matriz dotada de una vasta e indeterminada extensión, la idea predominante en su pensamiento era probablemente la ausencia de diferenciaciones internas, ya que éste es el concepto que resolvería el problema que evidentemente se había planteado, o sea el del estado originario de los opuestos.

Según Anaximandro, aquella masa originaria estaba en incesante movimiento, y, como consecuencia de éste, ocurrió, en algún tiempo y en algún lugar de ella, que las cualidades opuestas, o las sustancias que las contienen, empezaron a separarse, de donde se originó la simiente o germen de un mundo, un núcleo fecundo, porque tomó esta expresión del campo de la naturaleza orgánica. Al principio, debió ser algo parecido a las nebulosas giratorias que conoce la astronomía moderna. Paulatinamente, el elemento frío y húmedo se condensó en una masa húmeda de tierra, en el centro, rodeada de nubes o de vapor. El elemento caliente y seco tomó la forma de una esfera de llamas que rodeaba todo el conjunto, el cual, al girar, se dividió en anillos o ruedas de fuego, rodeados también, como la esfera, de una niebla espesa y ondulante. Así explica la formación del Sol, de la Luna y de las estrellas que le parecían, en efecto, anillos de fuego que rodean a la Tierra, aunque sólo son visibles para nosotros cuando se produce un agujero en los vapores envolventes y a través de él brota el fuego, como el aire por un pinchazo en la llanta de una bicicleta. En la esfera, bajo la acción del fuego, se fueron secando partes de la Tierra y separándose del agua que las rodeaba. Durante este proceso, la vida apareció por vez primera en el cieno caliente, o limo, pues la vida se originó en la humedad sometida al calor. Por lo tanto, los primeros animales tuvieron forma de peces, con la piel cubierta de espinas o de escamas. De ellos procedieron todos los animales terrestres, incluso el hombre, que, por lo tanto, es la evolución final de una especie de pez.

En esta concepción la tierra es cilindrica, como un tambor, y está situada, sin apoyo ninguno, en el centro de un universo esférico. Con esto, Anaximandro dio, a una cuestión que durante mucho tiempo había desconcertado a los griegos, una respuesta que por su sutileza se anticipó a muchos de sus sucesores. ¿Sobre qué se apoyaba la Tierra? Si se apoyaba sobre el agua, como ha dicho Tales, ¿sobre qué se apoyaba el agua a su vez?, y así sucesivamente. No se apoya sobre nada, contestó Anaximandro, y la razón por la cual no cae es, simplemente, que, estando en el centro de un universo esférico y, por lo tanto equidistante de todos sus puntos, no hay motivo para que caiga en una dirección más bien que en cualquier otra. Es la misma situación del asno colocado exactamente a medio camino entre dos haces de heno, y que moriría de hambre en la indecisión de a cuál de ellos dirigirse.

La cosmogonía de Anaximandro, no obstante los elementos fantásticos que contiene, fue una proeza notable en la aurora del pensamiento racional. Anaximandro hizo uso de la observación al apoyar su teoría de la desecación gradual de la Tierra en la presencia de conchas fosilizadas en lugares alejados del mar; y su idea de que el hombre había evolucionado desde una forma de vida inferior, en el hecho de que se encuentra desvalido y dependiente durante mucho tiempo después del nacimiento. Quizá hubo una época en que las crías eran llevadas de un lado a otro bajo la protección de los padres, y esto, dice Anaximandro, es lo que hacen ciertas especies de grandes peces. Para apreciarla en todo su valor, no debemos sólo considerarla desde nuestro punto de vista actual, sino en relación con la Grecia anterior y contemporánea. Era una época en que lo sobrenatural se admitía todavía como cosa corriente, en que las fuerzas de la naturaleza se atribuían a la acción de dioses antropomórficos, Zeus o Poseidón, y se había hallado el origen del universo en mitos grotescos relativos a la unión sexual del cielo y de la tierra, concebidos como grandes deidades primitivas, y a su forzada separación por otro espíritu gigantesco. Con Anaximandro, la razón humana se reafirmó y produjo una explicación puramente natural, cierta o equivocada, del origen del mundo y de la vida.

De Anaxímenes, tercera figura de la escuela milesia, no tenemos una cosmogonía sistemática, pero sí una nueva sustancia considerada como sustancia primaria. Es el aire (en griego aer, palabra que en lenguaje corriente —y en aquella época no había una terminología científica técnica— significa aire, vaho o niebla). En su estado natural, o como Anaxímenes decía, en su estado más igualmente repartido, es la atmósfera invisible; pero puede condenarse en niebla y agua, y aun en sustancias sólidas, como la tierra y las piedras. Cuando se encarece, se calienta y se convierte en fuego. El principal interés de Anaxímenes parece haber consistido en descubrir el proceso natural por el que pudiera suponerse que sucedían los cambios de la sustancia primaria, mediante los cuales habría llegado a existir nuestro mundo múltiple y diverso. Anaximandro designaba ese proceso que dio nacimiento a nuestro mundo con la palabra «disgregación», pero puede decirse con exactitud que eso no era más que una brillante conjetura, sin comprobación en ninguno de los procesos conocidos de la naturaleza, que Anaxímenes sustituía con los hechos observables de la condensación y la rarefacción, por los cuales vemos el aire convertido en humedad o viceversa. Para ilustrar con ejemplos la conexión de la rarefacción con el calor y de la condensación con el frío, decía que si respiramos con los labios muy cerrados, el aliento sale frío, mientras que si abrimos la boca para darle más salida, sale más caliente.

Uno de los principios que sostenía Anaxímenes arroja alguna luz sobre el conjunto de su escuela filosófica. Decía que en su forma más pura y más enrarecida, el aire, que es la sustancia primaria del mundo, es también el elemento de la vida. Una pequeña parte de ese elemento-espíritu, que propiamente pertenece por su naturaleza a los confínes más remotos del universo, más allá de la atmósfera adulterada que respiramos, está aprisionada en el cuerpo de todo animal y de todo ser humano, y constituye su alma. «Nuestra alma —decía uno de sus discípulos— es aire, más caliente que el aire que nos rodea, pero mucho más frío que el del Sol». Este discípulo expresaba también la misma cosa diciendo que el alma del hombre es «una pequeña parte del dios», entendiendo por «dios» el universo, con lo cual averiguamos que aquellos hombres aún consideraban el universo como un ser viviente. A pesar de su sorprendente libertad respecto de los prejuicios teológicos, aún perduraba entre ellos esa idea. Era, evidentemente, un legado del pensamiento prerracional, pues esa concepción material del alma como aire o aliento es, naturalmente, una concepción primitiva a la que los antropólogos han hallado paralelos en todos los pueblos salvajes del mundo, y entre los griegos primitivos iba unida, indudablemente, a la idea de que el universo es una criatura viviente.

Había, sin embargo, una razón especial para que a aquellos primitivos científicos les pareciera todavía necesaria dicha concepción. Además de la pregunta que se formulaban —¿De qué está hecho el mundo?—, hay otra, a nuestro parecer, que también necesita contestación, a saber: Si el mundo es en el fondo, y lo fue originariamente, una sustancia, ¿por qué no siguió siendo una masa muerta y estática de agua, o de lo que fuere? ¿Cuál fue la causa que motivó que empezase a cambiar? Esta pregunta se nos ocurre a nosotros porque hemos heredado de la ciencia reciente la noción de que la materia es en sí misma algo muerto o inerte, que necesita ser puesto en movimiento por una fuerza exterior. Quizá la distinción entre materia y fuerza no es tan clara en nuestro siglo como lo fue en el anterior, ni el científico natural de nuestros días considera de su incumbencia tratar el problema de una causa primera. Pero la filosofía no puede ignorarlo, y estamos hablando de hombres para quienes ciencia y filosofía constituían un campo único de conocimiento. ¿Cómo trataron ellos este problema de la causa del movimiento?

Como dice Cornford, «si queremos comprender a los filósofos del siglo VI, tenemos que librar a nuestras mentes de la concepción atomística de la materia muerta en movimiento mecánico, y del… dualismo de materia y espíritu». Aristóteles, que ya criticaba a los jonios porque, según le parecía, «eliminaban indolentemente» la cuestión de la causa primera, observa en un lugar, sin comentarlo, que ninguno de ellos hizo de la tierra la sustancia primordial. Seguramente tenía una buena razón para eso. Necesitaban una sustancia que explicase su propio movimiento, como en aquellos días remotos era todavía posible imaginarse que lo hiciera. Pensaba uno en la incesante agitación del mar, recordaba otro la furia del viento, y en los umbrales del pensamiento racional se ofreció como explicación natural de su movimiento autocausado la idea de que vivían eternamente. Así vemos que todos ellos, aunque en otros respectos evitaban el lenguaje de la religión y descartaban por completo el antropomorfismo de su tiempo, sin embargo, aplicaban el nombre de «dios», o de «lo divino» a su sustancia primera. Así llamaba Anaximandro a su apeiron y Anaxímenes al aire. Se atribuye a Tales la frase: «Todo está lleno de dioses», que Aristóteles interpretaba en el sentido de que «el espíritu anda mezclado con todo». La sustancia del mundo debe ser la sustancia de la vida, y por eso creo yo que hay mucho más que decir de lo que piensan los modernos comentaristas acerca de las conjeturas de Aristóteles sobre la razón que movió a Tales a elegir el agua como materia primera del mundo. Dice Aristóteles:

Probablemente sacó su idea del hecho de que el alimento de todas las cosas es la humedad, y que el calor mismo es engendrado por la humedad y conservada por ella… y que la simiente de todas las criaturas tienen una naturaleza húmeda, y el agua es el origen de la naturaleza de las cosas húmedas.

La orientación del pensamiento que insinúa Aristóteles es la que vincula el agua a la idea de la vida: la humedad en cuanto parte necesaria del alimento y de la simiente, y el hecho de que el calor vital, el calor de un cuerpo vivo, es siempre un calor húmedo. (La relación entre el calor y la vida, hecho palmario de experiencia, como esencial y causante, fue señalada con más insistencia por los griegos que por los pensadores actuales). Si ésa fue la idea de Tales, la vemos explícitamente manifestada por Anaximandro, que explicaba el origen de la vida por la acción del calor sobre la materia aguanosa o legamosa.

Al advertir que esos pensadores no se hacían más pregunta que ésta: «¿De qué está hecho el mundo?», se ve uno tentado a clasificarlos como materialistas. Sin embargo, esto sería un error, ya que esa palabra, en el lenguaje corriente moderno, designa al individuo que ha hecho su elección entre la conocida alternativa de materia y espíritu como últimas causas de las cosas, y que conscientemente niega todo poder causativo a lo espiritual. Lo que tenemos que esforzarnos por comprender es un estado mental anterior a la distinción de materia y espíritu, de suerte que a la materia, que era la fuente única de toda existencia, se la consideraba dotada de espíritu o vida. A medida que la filosofía progresa, va encontrando cada vez más difícil sostener esta concepción a la vez doble y unitaria, y no es el aspecto menos interesante del desarrollo del pensamiento griego aquel que nos muestra la creciente tirantez a que la materia y el espíritu someten los vínculos que los unían. A la materia hay que concederle cada vez más atributos espirituales, incluso el pensamiento, hasta que el problema llega a su punto culminante y se hace inevitable la ruptura.

Dedicaremos la última parte de este capítulo a hablar de los pitagóricos. En las postrimerías de la Antigüedad se hablaba de la escuela jonia y de la itálica como de las dos corrientes principales de la tradición del pensamiento griego primitivo. La ultima de esas corrientes empezó con Pitágoras, quien, aunque era griego oriental de nacimiento, abandonó muy joven su isla nativa de Samos, emigró al sur de Italia hacia el año 530 a. C., y fundó su hermandad en Crotona. Por razones políticas, sus discípulos fueron perseguidos y dispersados, y en el siglo V ya se encuentran comunidades pitagóricas esparcidas por varias partes de Grecia. No hablar de la tradición pitagórica sería dar una idea muy parcial de la filosofía griega y omitir algo que ejerció poderosa influencia sobre el pensamiento de Platón. Pero quizá frustraría nuestro actual propósito el dedicarle mucho espacio en estas páginas, debido a la oscuridad que envuelve gran parte de su doctrina y de su historia.

Dos son las causas de esa oscuridad. Para los pitagóricos, el motivo para filosofar no fue el mismo que para los jonios, o sea, la mera curiosidad científica. Constituían una hermandad religiosa, y esto tuvo ciertas consecuencias. Una parte por lo menos de su doctrina se consideraba secreta, y no debía ser comunicada a los profanos. El fundador mismo fue canonizado, o considerado como semidivino. Esto significa, en primer lugar, que le rodeaba una bruma de leyendas milagrosas, de las cuales es difícil desenmarañar la verdadera vida y enseñanzas del Pitágoras histórico. En segundo lugar, se consideraba un deber piadoso atribuir toda doctrina nueva al fundador mismo, y teniendo en cuenta que la escuela tuvo una historia muy larga, que incluye un renacimiento en particular floreciente entre los romanos del tiempo de Cicerón, resulta evidente la dificultad de descubrir con certeza cuáles fueron las ideas del propio Pitágoras o de la escuela en sus primeros tiempos.

En su aspecto religioso, el núcleo del pitagorismo era la creencia en la inmortalidad del alma humana, y en su progreso a través de sucesivas reencarnaciones no sólo en cuerpos humanos, sino en los de otras criaturas. Con ésta se relaciona el más importante de los tabúes pitagóricos, o sea la abstención de comer carne, porque la bestia o el pájaro que uno come quizás estuvo animado por el alma de un propio antepasado.

Si es así, si la transmigración de las almas es posible y habitual, todas las vidas están emparentadas entre sí, y el parentesco de la naturaleza es otro de los principios del pitagorismo. Esto se extiende mucho más de lo que nosotros podemos pensar, porque el mundo animado era mucho más extenso para los pitagóricos que para nosotros. Creían ellos que el universo en su totalidad era una criatura viviente. En esto estaban de acuerdo con los jonios, pero en esa concepción implicaban muchas cosas ajenas a Anaximandro y a Anaxímenes, y que procedían de fuentes religiosas místicas más bien que racionales. El cosmos, decían, está rodeado de una cantidad ilimitada de aire o aliento que impregna el todo y le da vida. Es la misma cosa la que da vida a las criaturas vivientes individuales. De este resto de creencias populares, racionalizado, como hemos visto, por Anaxímenes, los pitagóricos sacaban una enseñanza religiosa. El aliento o vida del hombre y el aliento o vida del universo infinito y divino eran esencialmente lo mismo. El universo era uno, eterno y divino. Los hombres son muchos, divididos y mortales. Pero la parte esencial del hombre, el alma, no es mortal, y debe su inmortalidad al hecho de que es un fragmento o chispa del alma divina, separada y aprisionada en un cuerpo mortal.

Así, pues, el hombre tiene un fin u objetivo en la vida; librarse de la corrupción del cuerpo, y, convirtiéndose en espíritu puro, volver a unirse al espíritu universal, al cual pertenece esencialmente. Hasta que el espíritu no se purifique por completo, debe pasar por una serie de transmigraciones, cambiando un cuerpo por otro. Esto implica la conservación de la individualidad mientras esté incompleto el correspondiente ciclo de nacimientos; pero no cabe duda en que el objetivo final era la aniquilación de sí mismo por la reunión con el espíritu divino.

Los pitagóricos compartían estas creencias con otras sectas místicas, particularmente con la que daba sus enseñanzas en nombre del mítico Orfeo. Pero advertimos la originalidad de Pitágoras al preguntarnos por qué medios podían lograrse la purificación y la unión con lo divino. Hasta entonces, la pureza se había buscado por medio del ritual y por la observancia de prohibiciones mecánicas, tales como evitar la vista o la proximidad de cadáveres. Pitágoras conservó algo de esto, pero añadió un modo particular suyo, el modo del filósofo.

La doctrina del parentesco de la naturaleza, que puede considerarse como el primer principio del pitagorismo, es resto de una antigua creencia, y tiene mucho de común con la noción de la simpatía mágica. El segundo principio es ya racional y típicamente griego, y consiste en la importancia que Pitágoras da a la forma o estructura como objeto propio de la meditación, juntamente con la exaltación de la idea de límite. Si, como decía recientemente un profesor de filología clásica en su lección inaugural, es un rasgo característico de los griegos su preferencia por «lo inteligible, lo determinado, lo mensurable, como opuesto a lo fantástico, lo vago y lo informe», entonces Pitágoras fue el primer apóstol del espíritu helénico. Los pitagóricos, como dualistas morales convencidos, disponían dos columnas bajo las rúbricas de «cosas buenas» y «cosas malas». En la columna de las cosas buenas, al lado de la luz, la unidad y lo masculino, figuraba el límite, y en la columna de las cosas malas, con la oscuridad, la pluralidad y lo femenino, figuraba lo ilimitado.

La religión de Pitágoras incluía, como hemos visto, una especie de panteísmo. El mundo es divino, por lo tanto es bueno, y es un todo único. Si es bueno, si es un ser viviente y si es un todo, se debe, según Pitágoras, a que es limitado y a que obedece a un orden en las relaciones de sus diversas partes. La vida plena y eficaz depende de la organización. Así lo vemos en las criaturas vivas individuales, a las que llamamos organismos para indicar que tienen todas sus partes dispuestas y subordinadas al fin de mantener vivo el todo (el griego organon significa trebejo o instrumento). Lo mismo ocurre con el mundo. El único sentido en que puede llamársele un todo único así como bueno y viviente, estriba en que tiene límites fijos, y por lo tanto, es capaz de organización. Se pensó que la regularidad de los fenómenos naturales apoyaba esa teoría. Los días suceden a las noches y las estaciones a las estaciones en el orden debido e invariable. Las giratorias estrellas ofrecen (según se pensaba) un movimiento circular eterno y perfecto. En suma, el mundo puede ser llamado kosmos, palabra intraducibie que combinaba las ideas de orden, correspondencia y belleza. Se dice que fue Pitágoras el primero que lo llamó de esa manera.

Filósofo por naturaleza, Pitágoras decía que si queremos identificarnos con el cosmos viviente, con el cual nos creemos esencialmente emparentados, debemos, sin olvidar los antiguos preceptos religiosos, estudiar ante todo y sobre todo cómo actúa y averiguar cómo es. Esto, por sí solo, nos acercaría más a él, y nos capacitaría para dirigir nuestra vida en conformidad más estrecha con los principios que nos revela. Así como el universo es un kosmos, es decir, un todo ordenado, pensaba Pitágoras que cada hombre es un kosmos en miniatura. Somos organismos que reproducen los principios estructurales del macrocosmo; y estudiando esos principios estructurales, desarrollamos y estimulamos en nosotros mismos los elementos de la forma y del orden. El filósofo que estudia el kosmos se hace kosmios —ordenado— en su propia alma.

Los intereses intelectuales de Pitágoras fueron ante todo matemáticos. Puede darse por cierto que esto no significa que se entregase a meros juegos supersticiosos con los números, sino que hizo verdaderos y considerables progresos en las matemáticas. Sus descubrimientos fueron total y sorprendentemente nuevos. Si no llegamos a darnos cuenta de cuán interesantes y nuevos debieron parecer, no podremos comprender la aplicación extraordinariamente amplia que le pareció correcto darles. También aquí encontraremos un resto de pensamiento primitivo: recordemos lo que se ha dicho acerca de la confusión irracional entre los salvajes de los números y los objetos numerados. Pero sus propios y notables descubrimientos quizá parecieron confirmar irrefutablemente, aunque en un terreno puramente racional, aquellos rasgos del pensamiento primitivo.

Su descubrimiento más sorprendente, el que se dice que ejerció la mayor influencia sobre su pensamiento y sirvió de fundamento a su filosofía matemática, lo realizó en el campo de la música. Descubrió que los intervalos de la escala musical, que se llaman todavía, según creo, consonancias perfectas, pueden expresarse aritméticamente como las razones entre los números 1, 2, 3 y 4. Estos números, sumados, dan 10, y el número 10, en la curiosa combinación pitagórica de matemáticas y místicismo, se llamaba el número perfecto. Esto se ilustra gráficamente con la figura llamada tetraktys: La octava es reducida por la razón 2:1, la quinta por la razón 3:2, y la cuarta por la razón 4:3. Ahora bien, si uno no sabe esto, no es una de esas cosas que puedan ocurrírsele mientras toca la lira, aun quizás eligiendo las notas con alguna intención experimental. El descubrimiento de Pitágoras se basó en la existencia de un orden inherente, de una organización numérica en la naturaleza del sonido mismo, y se manifestó como una especie de revelación concerniente a la naturaleza del universo.

El principio, general al que el descubrimiento sirvió como la ilustración fue el de la imposición del límite (peras) a lo ilimitado (apeiron) para producir lo limitado (peperasmenon). Ésta es la fórmula general pitagórica para la formación del mundo y de todo lo que contiene, e iba de par con el corolario moral y estético de que lo limitado era bueno y lo ilimitado malo, de suerte que la imposición del límite y la formación de un kosmos, que ellos decían advertir en el mundo como un todo, era la prueba de la bondad y la belleza del mundo y un ejemplo que debían seguir los hombres. Gracias al descubrimiento de Pitágoras, la música suministró a sus discípulos el mejor ejemplo de aquel principio en acción. Y su apropiación para el caso se veía reforzada por la belleza de la música, a la cual Pitágoras, como la mayor parte de los griegos, era muy sensible, porque la palabra kosmos les sugería a los griegos tanto la idea de belleza como la de orden. Fue, de este modo, una prueba más de la igualdad entre límite y bondad el hecho de que su imposición al campo del sonido sacase belleza de la desarmonía. Todo el campo del sonido, pues, extendiéndose indefinidamente en direcciones opuestas —alta y baja— es un ejemplo de lo ilimitado. El límite está representado por el sistema numérico de razones entre las notas concordantes, que reduce el todo a un orden, y responde a un plan inteligible. Este plan no le es impuesto por el hombre, sino que está allí desde siempre, esperando a ser descubierto. Según las palabras de Cornford:

La infinita variedad cualitativa del sonido es sometida a orden por la ley, exacta y sencilla, de la razón cuantitativa. El sistema así establecido aún contiene el elemento ilimitado en los intervalos vacíos que dejan entre sí las notas; pero lo ilimitado no es ya un continuo desordenado; está confinado dentro de un orden, de un kosmos, por la imposición del límite o medida.

Este proceso, captado aquí en un solo y sorprendente ejemplo, suponían los pitagóricos que era el principio rector que actuaba en el conjunto del universo. En esto difiere esencialmente su cosmología de la de los jonios, y nos da derecho a llamarla una filosofía de la forma, y a la de éstos una filosofía de la materia. Los jonios hablaban de una mezcla de opuestos, y en eso se quedaban. Los pitagóricos añadieron las nociones de orden, proporción y medida, es decir, que daban la mayor importancia a las diferencias cuantitativas. Cada cosa particular es lo que es, no por sus elementos naturales (que son los mismos en todas), sino por la proporción en que estos elementos se combinan; y puesto que es por dicha proporción por lo que una clase de cosas difiere de otra, afirmaban que esto, o sea la ley de su estructura, es la cosa esencial que hay que descubrir para comprenderlas. La importancia pasa de la materia a la forma. La estructura es lo esencial, y esta estructura puede ser expresada numéricamente, en términos de cantidad. ¿Es sorprendente pues, teniendo en cuenta el estado inicial de la filosofía en aquel tiempo, y la ausencia de todo estudio sistemático de la lógica, o siquiera de la gramática, que expresasen esta concepción recién hallada diciendo que «las cosas son números»?

Eso nos da a conocer la orientación general de su pensamiento, y nosotros no podemos entrar aquí en sus múltiples aplicaciones particulares. Sin embargo, tenemos que mencionar una, como ejemplo, y además por la poderosa influencia que ejerció sobre una rama muy importante de la ciencia griega, rama en que las ideas griegas y, por lo tanto, y en definitiva, las ideas pitagóricas aún eran consideradas como ideas canónicas en la Edad Media y aun después, en el Oriente musulmán tanto como en el Occidente cristiano. Me refiero al estudio de la medicina. El límite y el orden son buenos, y el bienestar del mundo y de cada criatura en particular depende de la combinación correcta (krasis) de los elementos de que se compone, es decir, de un estado de armonía, palabra que, aplicada primeramente a la música, se extendió después a todo el campo de la naturaleza. En cuanto al microcosmo, esta doctrina tuvo aplicación en la teoría según la cual la salud del cuerpo dependía de la combinación correctamente proporcionada de los elementos físicos opuestos: calor y frío, sequedad y humedad. Si guardan en el cuerpo un estado de armonía, entonces, como dice el médico en el Banquete de Platón, los elementos más mutuamente hostiles se reconcilian y viven en amistad: «Y por los más hostiles entiendo los más agudamente opuestos, como lo caliente y lo frío, lo amargo y lo dulce, lo seco y lo húmedo». Este dogma de la importancia de conservar —o de restablecer, en caso de enfermedad— las relaciones cuantitativas correctas entre las cualidades opuestas fue la clave de la medicina griega, que comenzó en un ambiente pitagórico con la obra de Alcineon de Crotona.

Las ideas pitagóricas han tenido una historia tan dilatada en la filosofía y la literatura, que fácilmente se les ocurrirán a mis lectores otros ejemplos. No puedo detenerme a tratar, pongo por caso, la doctrina de la armonía de las esferas, contra cuya atractiva aunque frágil belleza asestó el prosaico pensamiento de Aristóteles algunas de sus baterías más pesadas. Pero hemos visto, por lo menos, algo del campo mental en que nació esa extraña idea, y hemos podido lanzar una ojeada al mundo que se manifiesta tras las palabras de Lorenzo a Jéssica, cuando estaban sentados en la orilla iluminada por la luna, ante la casa de Porcia:

Siéntate, Jéssica: mira la bóveda celeste tachonada de astros de oro. Ni aun el más pequeño deja de imitar en su armonioso movimiento el canto de los ángeles, uniendo su voz al coro de los querubines. Tal es la armonía de las almas inmortales; pero mientras están presas en esta oscura cárcel, no podemos percibirla.