VIII. Aristóteles
2) Los seres humanos
HE DADO cuenta resumida de las opiniones de Aristóteles acerca de las operaciones del universo en su conjunto. El asunto más adecuado para terminar esta breve exposición lo constituyen, a lo que me parece, sus opiniones acerca del hombre, de su naturaleza, de su lugar en el mundo y de su función u ocupación propia. Lo que he de decir corresponde grosso modo a dos campos, el de la psicología y el de la ética.
Naturalmente, uso la palabra psicología en el sentido griego de estudio de la psyche, que es el elemento vital en las criaturas vivientes, desde las plantas hacia arriba, e incluye por lo menos las facultades de nutrición y de reproducción, y también, en las criaturas que las poseen, los deseos y las emociones, los sentidos y la razón.
Como en todos los demás problemas, Aristóteles empieza discutiendo las opiniones de sus predecesores. En la discusión, se destacan dos puntos principales de crítica, que manifiestan de manera particular cómo reaccionaba su sentido común contra las creencias semirreligiosas de los pitagóricos y de Platón, aunque, al mismo tiempo, el modo de tratarlas indica que deseaba igualmente evitar las explicaciones puramente materialistas de la sensación y del pensamiento que habían propuesto Empédocles y los atomistas.
Los dos puntos principales que su crítica señala son los siguientes:
a) El fracaso en comprender con suficiente claridad que la psyche debe concebirse como una unidad, aunque quizá posee facultades (dynameis) diferentes. Platón había hablado de diferentes «partes» del alma. En la obra de Aristóteles esta palabra «partes» aparece remplazada generalmente por la palabra dynameis, que significa facultades o potencias.
b) El fracaso en comprender sus relaciones con el cuerpo. Los otros hablan de ella como de algo separado o independiente, que quizá puede desprenderse del cuerpo y vivir por sí misma una vida aparte. En realidad, no sólo el alma en sí misma es una unidad, sino que lo es también la criatura viviente en su conjunto, cuerpo y alma unidos. Por lo tanto, las teorías de la transmigración del alma a diferentes cuerpos son absurdas. Ambas cosas son lógicamente distinguibles —el alma, no es por definición la misma cosa que el cuerpo, ni la vida la misma cosa que la materia—; pero —dice Aristóteles— es como si el cuerpo fuese el instrumento mediante el cual se expresa una vida o alma particular. E ilustra esta idea con un símil un tanto extraño cuando añade que hablar de la transmigración de las almas es «como hablar de la transmigración de la carpintería a las flautas; porque así como el arte debe emplear las herramientas adecuadas, así el alma debe emplear el cuerpo adecuado».
Con eso insinúa Aristóteles que el estudio satisfactorio de la vida debe basarse sobre el de los cuerpos vivos, y que la psicología debe basarse en la biología, precepto al cual nunca dejó él de atenerse como todo el mundo sabe. Aún hoy, la riqueza y profundidad de su aportación a la ciencia biológica y zoológica despiertan la admiración de los expertos.
¿Qué es, entonces, el alma, o en otras palabras, cuál es la correcta descripción de la vida? Para decidir esto, Aristóteles recurre a sus principios fundamentales de la existencia. Las criaturas vivientes, como todas las sustancias que existen separada o independientemente, son concretas, es decir, están compuestas de materia o substratum y forma. El cuerpo es la materia, y la forma o actualidad del cuerpo es su vida o psyche. Así, pues, si queremos intentar la definición de la psyche en su unidad, sólo podemos decir que es la actualidad de un cuerpo orgánico.
Al tener en cuenta todo lo que implica esta doctrina del alma como actualidad de la criatura viviente, no debemos dejamos extraviar por lo que a primera vista parecen analogías modernas. Puede hacernos pensar en la moderna teoría materialista o epifenomenalista, según la cual la vida es «una característica emergente» del cuerpo, o lo que es lo mismo, que es sencillamente una resultante natural o un derivado de todas las partes del cuerpo. Esto hace a la vida secundaria en el tiempo y subordinada en importancia al cuerpo. Una opinión análoga fue sustentada ya en los tiempos antiguos, y Aristóteles la rebatió con no menos vigor que Platón. Encontrar alguna semejanza con ella en el mismo Aristóteles es olvidar su herencia platónica y la posición exaltada que en su filosofía ocupa la forma. Los dos insisten igualmente en que lo perfecto precede a lo imperfecto, tanto cronológicamente como en la escala de valor. De aquí la insistencia de Aristóteles, señalada en el capítulo anterior, sobre la necesidad de la existencia previa de un individuo plenamente desarrollado de una especie, para que pueda ser creado un individuo nuevo de la misma especie. Aristóteles no tenía ni idea de la evolución darwiniana, y desaprobó rigurosamente su antiguo duplicado formulado por Empédocles. La gallina es anterior al huevo, y siempre lo ha sido. Lo mismo ocurre con el alma: su más alta y única manifestación perfecta —el pensamiento puro— existe eternamente. El individuo tiene que recrear su propio e imperfecto ejemplar de ella, y, por lo tanto, en el individuo el progreso consiste en el paso de lo potencial a lo actual. Pero, hablando en términos generales, ya de una sola especie o del universo todo, la actualidad de la vida es anterior aun en el tiempo a la materia (que es su potencialidad), así como le es superior en importancia o valor.
Sin embargo, una consecuencia grave parecería seguirse de la doctrina del alma como forma del cuerpo, si se la interpretase en toda su estrictez. Es un golpe de muerte a toda clase de inmortalidad personal. Las criaturas vivientes, como los demás objetos naturales, constituyen una unidad cada una, y sus componentes forma y materia no son separables más que mentalmente. Como dice el mismo Aristóteles, «el problema de si el alma y el cuerpo son una sola cosa no es más legítimo que el de si la cera y la impresión en ella del sello son una sola cosa, o en general, si la materia de una cosa es uno y lo mismo que la cosa de la que es materia». Apenas trata de la supervivencia humana, y parece inferirse naturalmente que, a diferencia de Platón, no mostró gran interés por el asunto. Su afán de conocer el mundo presente era demasiado absorbente para que dejase lugar al deseo de especular sobre el otro. Sin embargo, nos ha dejado abierta una mirilla al sostener que el nous, manifestación la más alta de la facultad razonadora, era de un orden diferente a los otros principios vitales, y que realmente podía ser por sí mismo una sustancia independiente y sobrevivir a la disolución del cuerpo. En varias ocasiones alude a la cuestión y la deja a un lado, como en este pasaje de De anima:
Respecto de la mente, o capacidad de pensamiento activo, aún no tenemos pruebas. Parece ser un género distinto de alma, y ser capaz por sí solo de existencia independiente, como lo eterno es independiente de lo perecedero. Pero todas las demás partes del alma, como resulta claro por lo que ya se ha dicho, son incapaces de existencia separada, a pesar de lo que han pretendido algunos. Naturalmente, pueden distinguirse en la definición.
En un pasaje estrictamente científico de su tratado sobre la Generación de los animales, concluye, en verdad, que la razón es la única de las manifestaciones de la vida «que entra de afuera y es divina». Porque de todas las demás puede demostrarse que son inseparables de alguna actividad del cuerpo. También debemos tener en cuenta sus exhortaciones, al final de la Ética, a una vida de pensamiento puro, que no sólo es el ejercicio de nuestra facultad más elevada, sino también el cultivo de aquella parte nuestra en que nos parecemos a Dios. Aristóteles, indudablemente, creía que el hombre, en posesión del nous, posee algo en lo que no participan las demás formas de vida y que comparte con la causa eterna e inmóvil del universo. Probablemente por esta razón el premio del filósofo después de la muerte era la absorción de su mente en la Mente eterna y universal. No podemos decir más donde él no ha dicho nada. El tenor de su pensamiento se advierte mejor en las cosas que su filosofía excluye. La descripción de nuestra parte pensante, en el libro tercero de De anima, nos aclara que no puede haber supervivencia de la personalidad individual, ni lugar para una escatología órfica ni platónica de premios y castigos, ni un ciclo de reencarnaciones. La última palabra la pronuncia la doctrina de la forma y la materia.
Enunciada escuetamente, la doctrina del alma como forma del cuerpo suena a cosa abstracta e irreal. Sin embargo, el mismo Aristóteles nos advierte en varias ocasiones que la definición general no puede llevamos muy lejos, y que su sentido va emergiendo a medida que se estudian los detalles. Como ante todo era un biólogo, se sumerge con delicia en esos detalles. No podemos seguirle aquí, pero, aunque ateniéndonos aún a generalidades, podemos lanzar, por vía de ejemplo, una mirada a sus teorías de la sensación.
Los sentidos no pueden ser considerados como completamente aislados entre sí, sino simplemente como diferentes dynameis o facultades de la psyche, manifestados a través de diferentes partes del cuerpo. Para comprenderlos —dice Aristóteles—, hemos de darnos cuenta de que la relación de una facultad, la vista por ejemplo, con su órgano el ojo, es la misma que la del alma como un todo con el cuerpo como un todo. Esta teoría confiere a sus ideas sobre la sensación dos ventajas sobre las de sus predecesores, que se hacen manifiestas en los detalles de su obra.
a) Ya sabemos que uno de los efectos de su doctrina general consistió en estrechar los vínculos entre alma y cuerpo mucho más que lo habían hecho las teorías anteriores. No podemos comprender el alma si olvidamos el cuerpo mediante el cual se manifiesta. Lo mismo ocurre con cada sentido; no podemos comprender el de la vista, a menos que examinemos la estructura y funcionamiento del ojo. La vista y el ojo no son la misma cosa —lógicamente se les puede distinguir—, pero juntos forman un órgano vivo y activo, que debe ser estudiado como tal. Esto da a la obra de Aristóteles sobre la sensación un tono mucho más moderno que todo lo que han dicho sus antecesores. Está más cerca de la biología y más lejos de la metafísica o de la conjetura.
b) Al mismo tiempo, sus supuestos generales le libraron de ir demasiado lejos en la otra dirección. Las teorías anteriores de la sensación, aunque basadas, como digo, en conjeturas o en supuestos metafísicos arbitrarios, presentaban un tono uniformemente materialista. El mismo Platón, no obstante una insinuación aislada, fue incapaz de ofrecer mejor explicación de un acto de sensación directa que la acción de un cuerpo sobre otro cuerpo. Era ésta una de las razones por las cuales no podía admitir que la sensación suministrase el conocimiento de la realidad. Empédocles y los atomistas, con sus fantásticas hipótesis de que los objetos desprendían películas sutiles que nuestros cuerpos recibían por los poros, eran totalmente materialistas. Del otro lado, Aristóteles, con su creencia en la forma real y sustantiva —tan real como para Platón, pero, en la criatura, no por encima y fuera de ella—, pudo por primera vez establecer una distinción sobre el plano o nivel de la sensación entre acontecimientos físicos y psíquicos. Pensemos lo que queramos sobre el origen de los últimos, tenemos que reconocer que hay una diferencia entre la acción material de un cuerpo sobre otro —como cuando la luz cae sobre un papel de pruebas fotográficas y lo ennegrece— y el resultado que sobreviene cuando la luz cae sobre nuestro ojo, resultado que llamamos sensación de la vista. También aquí tiene lugar un cambio físico —la contracción del iris, cuando menos—, y esto nos da apoyo para sustentar la distinción entre dos órdenes de acontecimientos: el efecto puramente físico de la luz sobre el órgano material y el fenómeno psíquico de la sensación que tiene lugar en el caso de las criaturas vivientes.
Aristóteles fue el primero en hacer uso de esta distinción. Demócrito había explicado crudamente la vista, con referencias a la imagen que aparece en la pupila, como un simple proceso de reflexión tal como ocurre en el agua o en cualquiera otra superficie pulimentada. ¿Hemos, pues, de suponer —pregunta Aristóteles— que los cuencos de agua y los espejos son capaces de ver? Es precisamente la diferencia entre los dos acontecimientos lo que constituye la sensación. En términos generales, la explicación que da estriba en que el órgano sensitivo es capaz, porque ésta es una característica de toda materia viviente (materia-más-psyche), de recibir la forma de los objetos sensibles sin su materia. Hay una afección material: la carne se pone caliente cuando sentimos calor, y el ojo (así pensaba Aristóteles) se colorea cuando percibimos color. El alma actúa a través del órgano corporal. Pero otras cosas, además de los cuerpos vivos, pueden adquirir esas cualidades de temperatura y de color. La peculiaridad de la vida está en que cuando el órgano corporal es materialmente alterado por un objeto externo, entonces sobreviene otro resultado totalmente distinto, al que llamamos sensación. Difícilmente podría exponerse la diferencia de manera más clara.
Por este motivo, Aristóteles llama juicio a la sensación, y la coloca más cerca de la razón que Platón y más lejos de lo meramente corporal. Sin embargo, entre sensación y pensamiento siempre hay esta diferencia: la sensación depende directamente, en cuanto sus datos, de los órganos corporales, y, por lo tanto, se halla más expuesta a sufrir perturbaciones o interrupciones, pues las excitaciones pueden ser demasiado intensas: una luz muy brillante puede cegar momentáneamente, y un sonido muy fuerte puede ensordecer. Esas excitaciones son demasiado fuertes no para la percepción del alma, sino para la capacidad receptora de los órganos físicos. La perturbación no llega a las esferas del pensamiento puro, cuando los órganos corporales la pasan por alto.
Terminaré con algunas observaciones sobre las ideas éticas de Aristóteles. ¿Cuál fue su actitud ante el problema central, planteado por Sócrates y Platón antes que él, relativo al ergon o función del hombre? Su renuncia a las ideas platónicas nos da la clave para conocer el lugar que la ética tiene en su filosofía. Este punto decisivo en su vida filosófica tuvo efectos aún más revolucionarios sobre su teoría de la conducta que sobre su metafísica, lo que puede parecer natural solamente después de recordar que la doctrina de las ideas nació en primer lugar de discusiones sobre asuntos éticos, y que los conceptos éticos de la virtud, la justicia y el bien figuraron siempre, en primer lugar, en la lista de las formas trascendentes.
La diferencia está en lo siguiente. Mientras creamos que la comprensión de lo justo y de lo injusto depende de que reconozcamos un bien-en-sí único, el cual es una sustancia trascendente con existencia a la que no afectan las limitaciones de los hechos espaciales y temporales, no podremos considerar la ética sino como una rama de la metafísica. Sólo el verdadero filósofo puede conocer el porqué y el para qué de la conducta justa. No puede enseñarlo la experiencia, ya que los hechos de experiencia no contienen la verdad en sí misma, sino sólo una imagen deformada de ella. A esa creencia fue llevado Platón —dice Aristóteles— por el hincapié que Sócrates había hecho sobre la importancia de la definición en el campo de los conceptos éticos. Quería creer en la realidad de los objetos de las definiciones, pero en el mundo de la acción y de la sensación no halló nada suficientemente estable, y así se vio llevado a creer en la existencia de sustancias inmutables aparte de este mundo.
Con Aristóteles, pues, la ética descendió de las nubes y echó anclas en los hechos de la vida cotidiana. En el libro primero de su Ética ataca las ideas platónicas (aunque —dice— «cuesta trabajo hacerlo, ya que los autores de la doctrina son amigos nuestros»). No hay, precisamente, una cosa única, «el bien». Hay un bien diferente para las distintas clases, un objetivo diferente para los diferentes tipos de acción. Además, la finalidad del estudio ético es práctica, no científica; y si lo que nos proponemos con él es hacer mejores a los hombres y sus acciones, entonces ex hipothesi, el material de nuestro estudio tiene que ser variable. Pero cuando el objeto de estudio no es inmutable, la finalidad filosófica, que es la verdad o el conocimiento, resulta inalcanzable. La verdad y el conocimiento son ajenos al dominio de lo contingente. Una y otra vez se toma el trabajo de repetir que la ética no es, en realidad, una parte de la filosofía. Todo lo que puede hacerse es dar algunas reglas prácticas que, habiendo sido alcanzadas en forma empírica, probablemente resultarán operantes. «La presente investigación no tiene por objeto el conocimiento, como las otras que hemos hecho. No es su objeto que sepamos lo que es la virtud, sino que podamos ser virtuosos». Estas palabras parecen deliberadamente elegidas para que Sócrates se estremeciese en su tumba. Por consiguiente, no debemos esperar que los resultados que logremos en las cuestiones éticas ofrezcan el mismo grado de certeza que ofrecen los que conseguimos en los asuntos científicos, ni pedir para aquéllos pruebas tan rigurosas como para éstos.
Es deber de todo hombre educado buscar la exactitud en cada caso particular sólo en la medida en que la naturaleza del asunto lo permita: pedir demostraciones lógicas a un orador, por ejemplo, sería tan absurdo como permitir a un matemático que emplease las artes de la persuasión.
Separados los fines y métodos de la ética de los de la filosofía científica, a causa de haber abandonado la creencia en las ideas universales, había el peligro manifiesto de que sucediera una de las dos cosas siguientes. Mientras la metafísica y la ética formaron parte del mismo campo de conocimiento, ninguna de ellas podía ser exaltada, por lo menos reflexivamente, a expensas de la otra. El peligro que corría Aristóteles consistía en que, o bien la vida práctica llegara a serlo todo para él, o bien que, inclinándose del lado de la filosofía pura, considerase obligación suya apartarse por completo del aspecto práctico y perderse en la contemplación o en investigaciones científicas infructuosas a fuer de desinteresadas.
La Ética es la prueba de que no ocurrió ninguna de ambas cosas. En primer lugar, Aristóteles no negó claramente la importancia de la especulación filosófica y científica desinteresada, aunque en la esfera inferior había perdido utilidad inmediata. Realmente, lo que perdió en mera utilidad práctica lo ganó en dignidad, y los últimos capítulos de la obra, dedicados a exaltar las glorias de la actividad mental como la más alta de todas las actividades y cima de la felicidad humana, no dejan la menor duda de que si la vida ideal fuese posible consistiría en esto por completo.
Por otra parte, Aristóteles no encuentra justificado abandonarlo todo para seguir únicamente este alto ideal filosófico, porque en realidad esa vida ideal no es posible para el hombre. Si lo fuera, el hombre sería Dios. Realmente, el hombre es un ser concreto o compuesto, y consta de cuerpo tanto como de alma, lo cual produce inmediatamente muchas complicaciones. Aunque no sea más que por sus necesidades materiales, los hombres no pueden prescindir los unos de los otros. Por lo tanto, se hace necesario algún género de organización en comunidad, y esto implica de manera inmediata las virtudes morales. «El hombre —dice Aristóteles— es, por naturaleza, un animal político». La autosuficiencia (autarkeia) debe buscarse en la medida en que es alcanzable, pero otra vez sale a plaza el buen sentido del filósofo al hablar de esto. «No entiendo por autosuficiente lo que basta para un hombre solo que lleva vida apartada. Incluyo a los padres, a los hijos, a la esposa, y, en general, a los amigos y conciudadanos, porque el hombre ha nacido para la ciudadanía».
Así, pues, Aristóteles escribió la Ética (y otro tanto puede decirse de la Política) impulsado por el sentido del deber. Su pasión era la ciencia, y no podía haber ciencia, en sentido estricto, de la conducta humana. Pero hasta el filósofo encontraba difícil proseguir sus especulaciones si su existencia corporal se desenvolvía en una comunidad mal gobernada y de individuos indisciplinados. En atención al bien general, tiene que abandonar por algún tiempo las delicias del laboratorio y del estudio y dedicarse a enseñar cómo puede aplicarse la razón a las cuestiones prácticas. Por consiguiente, Aristóteles distingue dos clases de areté, una intelectual y otra moral, y dedica la mayor parte de su tratado al estudio detallado de la segunda.
Todos los hombres —dice— buscan la felicidad. Ésta es la meta de la vida humana. Definida correctamente —y en esto vemos cuánto conservaba Aristóteles de platónico—, es «una actividad conforme a la areté». Si somos eficaces en cuanto seres humanos, y poseemos la areté del hombre, la actividad que desarrollemos en virtud de esa areté será la felicidad. Ya hemos advertido que entre forma y actividad (eidos y energía), hay esta pequeña pero bien definida diferencia: cuando una criatura ha alcanzado su forma correcta, o se halla en su estado perfecto, se sigue naturalmente el cumplimiento de su actividad. Ésta es la fase culminante del desarrollo, a la cual sirvió de preparación el logro de la forma o estado perfecto. Conocida la consecuencia de Aristóteles en la aplicación de sus principios fundamentales a todos los asuntos, no nos sorprenderá que considere a la areté como el estado propio o la situación adecuada del hombre maduro. Es el requisito previo de la felicidad, que es una actividad, la energeia de un hombre en cuanto tal.
Cuando Aristóteles dice que la vida es el estado perfecto del alma, nos parece estar oyendo a Platón. Pero cuando preguntamos cuál es la definición de ese estado, los caminos se bifurcan. Ya no puede haber una definición cabal y definitiva en el sentido platónico; pero puede intentarse una definición eficaz, si hemos de rebasar en algo el punto de vista práctico. Al leerlo advertimos (en conformidad con la concepción aristotélica de la materia propia de la ética) que no es una formulación científica exacta, sino una especie de regla provisional un tanto tosca. Las cosas que implica sólo pueden verse con claridad si se las estudia en detalle. La definición es la siguiente: «La virtud es un estado del individuo a quien concierne la elección, situado en un punto medio relativo a nosotros mismos, determinado por un principio racional en la dirección en que lo determinaría el hombre de sabiduría práctica».
La areté es un estado. Ya hemos visto lo que eso significa. La esfera a que afecta es la esfera de la elección racional entre esta o aquella acción. La palabra que emplea Aristóteles (prohairesis) significa elección hecha por seres racionales, en cuanto opuesta al deseo irracional de los animales. Está en un punto medio, equidistante de dos extremos. Aquí tenemos, reducida al ámbito de la definición, la famosa doctrina de la virtud como justo medio, que a unos les parece tan pedestre y a otros un descubrimiento tan interesante. A Jane Harrison, por ejemplo, educada en los medios un tanto entumecidos del evangelicalismo Victoriano, donde todo lo relativo a la vida virtuosa parecía un extremo, la impresionó con la fuerza de una revelación, y en sus memorias cuenta cómo anduvo vagando por el jardín del colegio, en Newnham, preguntándose si sería posible que fuese verdad. De acuerdo con esta doctrina, todas las faltas consisten en el exceso o en defecto de una cualidad, que si está presente en el grado conveniente, es decir, en un grado moderado, es una virtud. De esta suerte, el valor es el término medio entre la cobardía y la temeridad, la templanza el término medio entre la abstinencia y la complacencia, la generosidad el término medio entre la ruindad y la prodigalidad, la dignidad el término medio entre la abyección y la arrogancia.
Pero ese término medio no es un término medio rígidamente aritmético. Es un «término medio relativo a nosotros mismos», diferente de una persona a otra según los temperamentos y las circunstancias. La bondad es difícil porque no puede reducirse a un conocimiento exacto; pero puede determinarse por el uso de la razón, y hay hombres dotados de sabiduría práctica que son legisladores por naturaleza, cuyos preceptos harán bien en seguir los más ineptos —«como lo determinaría el hombre de sabiduría práctica»—. Aristóteles emplea varios libros de su tratado en estudiar la aplicación de esta definición general de la virtud a las diversas virtudes separadamente.
Un hombre no es virtuoso porque haga algunos actos virtuosos aislados. La virtud es un estado, y los actos deben fluir de él, o, como también puede decirse, ir a él de una manera natural. El medio para alcanzar este estado consiste en formar costumbres. Ante todo, tenemos que disciplinarnos en obrar rectamente, siguiendo el consejo del «hombre de sabiduría práctica», y al fin seremos virtuosos porque la repetida ejecución de actos justos creará en el alma la costumbre o estado virtuoso. El resultado de nuestra vida virtuosa será la felicidad, siempre —añade Aristóteles— que no suframos un defecto corporal grave ni carezcamos por completo de los bienes de este mundo; porque en estas materias posee un rudo realismo que contrasta fuertemente con la tradición de Sócrates y Platón, más ascética.
Así tenemos la respuesta de Aristóteles a la vieja cuestión del siglo y acerca de si la virtud es natural o es contraria a la naturaleza. La aparente paradoja de que llegamos a ser virtuosos ejecutando actos de virtud (pues podría decirse que seguramente la ejecución de actos virtuosos es resultado de la virtud que ya se posee, y no su causa; pues, ¿cómo puede procederse virtuosamente si no se tiene ya la virtud en el alma?) la resuelve Aristóteles con otro de sus conceptos fundamentales, que es el de potencialidad. ¿Es la virtud natural o contraria a la naturaleza? Ninguna de las dos cosas es completamente cierta. Según sus propias palabras: «Ni por naturaleza, pues, ni contra la naturaleza nace la virtud en nosotros; pero por naturaleza somos aptos para recibirla, y la costumbre nos hace perfectos». Somos potencialmente buenos, tenemos en nosotros la dynamis de la virtud, y podemos convertirla en eidos adquiriendo hábitos virtuosos. Mas todo lo que sólo es potencial puede desarrollarse en direcciones opuestas. Su materia o substratum puede recibir una forma o la contraria. Si somos potencialmente buenos, también somos potencialmente malos. Pero en cuanto hombres tenemos la facultad de elegir racionalmente, y a nosotros nos toca escoger la dirección que hemos de seguir.
La virtud que acabamos de examinar brevemente es la virtud moral, el estado perfecto de los hombres corrientes que viven vidas corrientes como «animales políticos». Mas, como hemos visto, Aristóteles reconocía también, y en realidad la exaltaba por encima de las virtudes prácticas de la vida social, la virtud intelectual del filósofo. Me agradaría terminar tratando de explicar las relaciones entre ambas virtudes y haciendo ver lo que había en la posición filosófica de Aristóteles que le llevó a admitir este tipo doble, por decirlo así, esta doble concepción de la virtud humana.
Hemos visto cómo la renuncia a las formas trascendentes de Platón significó el abandono de los valores absolutos en el campo de la ética, y la separación entre la especulación desinteresada y la investigación ética. El estadista puede estudiar en Platón filosofía pura, porque de ella deducirá las reglas que han de servirle en la vida política. En la Ética de Aristóteles, la filosofía le es completamente inútil. Por lo tanto, la selección se le presenta inevitablemente en estos términos: ¿Qué camino seguiré? ¿Será lo mejor que me retire a un aislamiento filosófico o me sumerja en los negocios prácticos para aprender por experiencia (que es ya la única guía) cómo tratar a mis conciudadanos?
La respuesta está determinada, como todo en Aristóteles, que es el más consecuente de los filósofos, por la referencia a los conceptos fundamentales de su teoría de la naturaleza, y la hallaremos formulada en términos que ya nos son familiares. Pues la respuesta es la siguiente: el hombre, como todas las demás criaturas naturales que viven separadamente, es un concreto, un compuesto de materia y forma y su ergon es, análogamente, complejo. Su deber es vivir de acuerdo con lo más elevado que hay en él, que es la capacidad de pensar. Pero no es un dios, y no puede hacer eso ininterrumpidamente. De aquí, como hemos visto, que también sean necesarias las virtudes inferiores. Esta concepción dual de la naturaleza humana algunas veces lleva a Aristóteles a contradicciones aparentes o verbales. Por ejemplo, cuando se compara al hombre con los órdenes inferiores de la naturaleza, es el nous lo que constituye su característica distintiva; y también lo propio suyo, porque la función peculiar del hombre consiste en el ejercicio del nous. Por otra parte, cuando se le compara con seres superiores, es decir, con Dios, lo que resalta son sus imperfecciones y sus ligas con la materia. Y así también, la descripción final y casi lírica que de la verdadera felicidad del hombre hace Aristóteles en el último libro de su tratado no deja de producir la impresión de una contradicción por lo menos superficial. Esa verdadera y más alta felicidad reside para Aristóteles en la ciencia y la filosofía teóricas, en el libre ejercicio del intelecto por el intelecto mismo. Puesto que es el nous lo que distingue al hombre de las bestias, el ejercicio del nous tiene que ser, evidentemente, su actividad propia qua hombre. Pero, inmediatamente después de haber dicho lo anterior, añade:
Pero ésa sería una vida sobrehumana. Porque un hombre no puede vivir así en cuanto ser humano, sino en cuanto hay en él algo divino; y así como lo divino difiere del todo concreto, así su actividad diferirá de la actividad de la virtud ordinaria. Si, pues, la razón es divina, en comparación con el hombre, la vida con arreglo a ella será divina, en comparación con la vida humana.
Al mismo tiempo, continúa con la exhortación de que no se escuche a los prudentes poetas (era un lugar común de la literatura griega) cuando dicen que es locura emular a los dioses. Debemos tender a la divinidad en cuanto esté en nuestra fuerzas. Y poco más adelante añade: «Esta parte nuestra es, así debemos considerarla, cada uno de nosotros, puesto que es la mejor y más elevada. Por lo tanto, sería absurdo que un hombre eligiese no su propia vida, sino la vida de otra cosa cualquiera».
Las cosas son como son. Casi de un solo aliento Aristóteles habla de la vida de razón como demasiado elevada para los mortales y nos exhorta a seguirla porque es la más propia de nosotros.
Ahora bien, me parece que de esta contradicción aparente resulta que si bien el hombre, como todas las demás criaturas de la naturaleza, es un compuesto de materia y forma, constituye una especie única de compuesto. No llegaremos nunca a comprender todo lo que implican las ideas de Aristóteles sobre la naturaleza del nous, porque parece haber sido muy cauteloso en ese asunto. En diversas ocasiones y en obras, diferentes, alude a la posibilidad de que haya algo independiente del resto de las facultades humanas, lo cual sería una excepción al principio de que el alma, que es la forma del cuerpo, debe perecer con el cuerpo. Pero siempre aplaza el examen a fondo que parece merecer asunto de tan vital importancia. Quizá constituía para él una especie de concepción religiosa, y, por lo tanto, difícil de encerrar en los límites de una filosofía que aspiraba a ser puramente racional. Pero creo que le entenderemos peor de lo que podemos, si no admitimos esa distinción entre la naturaleza compuesta de los órdenes inferiores del ser. La diferencia estriba en lo siguiente: lo mejor del hombre —lo que en el sentido más pleno es su propia y verdadera naturaleza— es idéntico a la naturaleza de Dios. Hemos visto que la única descripción adecuada que Aristóteles pudo encontrar de la vida eterna y bienaventurada que se supone lleva la divinidad suprema fue decir que consiste en una meditación ininterrumpida. «Porque la actividad de la mente es vida».
Negar lo que yo he dicho acerca de la naturaleza sería negar la letra y el espíritu de las palabras de Aristóteles. El ergon de cada criatura consiste en alcanzar la forma propia y desarrollar la actividad adecuada. No puede ni debe hacer más. Aristóteles diría de un caballo, como lo dice del hombre, que su ergon consiste en vivir de acuerdo con lo más elevado que hay en él. Pero no diría, ni nosotros lo esperaríamos de él, que esto, respecto del caballo, significa «tender a la humanidad en cuanto está en sus fuerzas»: tratar de alcanzar la vida de una clase que está por encima de él. El caballo tiene ciertas funciones que comparte con el hombre —crecimiento, reproducción, sensación—, pero le falta la función mejor y más característica del hombre. Su actividad más elevada pertenece a menudo a un mundo distinto de aquél al que pertenece la actividad más elevada del hombre. Las relaciones entre el hombre y Dios son diferentes. El hombre está, sin duda, entorpecido por la materia; tiene imperfecciones y cortapisas que no tiene la inalterable perfección de Dios. Por lo tanto, no puede ejercitar sin interrupción lo más alto que hay en él. Pero ni aun el Ser supremo posee una facultad de que carezca el hombre, como el hombre posee una facultad de que carecen las demás criaturas. Tenemos un privilegio y una responsabilidad. Y ciertamente no los ejercitaremos mejor tratando de ignorar el cuerpo y sus necesidades o la vida en comunidad a que lógicamente se dirigen. Porque el cuerpo es una parte nuestra tanto como el espíritu. Cada uno de nosotros es una unidad, como nos ha enseñado el estudio de la psyche, que es la ciencia de la vida. Por consiguiente, en una vida completa han de tener su lugar las virtudes morales. Pero las virtudes morales (y cito ahora las propias palabras de Aristóteles) son secundarias. Éste es el credo de un intelectualista impenitente. «La actividad de la mente es vida».
La filosofía de Aristóteles representa el último florecimiento del pensamiento griego en su ambiente natural, la ciudad-estado. Fue maestro de Alejandro, el hombre que destruyó definitivamente la compacta unidad en que todos podían participar activamente, y la sustituyó con la idea de un gran reino que comprendiese todo el mundo. Alejandro murió antes de realizar su ideal y sus sucesores dividieron el mundo entonces conocido en tres o cuatro imperios gobernados despóticamente. Ya no bastaba ser ciudadano de Atenas o de Corinto, porque la autonomía de las ciudades había desaparecido para siempre. Cuando miramos hacia atrás, nos parece que ya había perdido su realidad antes de Alejandro; pero al leer la Política advertimos que aún formaban la armazón del espíritu de Aristóteles. Después de él, eso ya no fue posible. El desamparo del hombre ante poderes exorbitantes produjo filosofías de tipo diferente. Trajo un individualismo intenso y un concepto de la filosofía no como ideal intelectual sino como refugio contra la impotencia y la desesperanza. Fue el quietismo de Epicuro o el fatalismo de la Stoa. Había muerto el antiguo espíritu griego de investigación libre y osada, y el orden de intereses que Aristóteles sustentaba fue invertido. Lo primero era alguna teoría de la conducta, algo que ayudase a vivir, y la satisfacción del intelecto se convirtió en cosa secundaria. El mundo helenístico realizó, ciertamente, su obra propia, pero ésta fue en gran medida resultado de la mezcla creciente de elementos griegos y elementos extranjeros, principalmente orientales. Si lo que deseamos conocer es el espíritu griego, quizá tenga alguna excusa el que nos detengamos aquí.