CAPÍTULO IX
EPISODIO EN OTRA ENCARNACIÓN Y LAS PRIMERAS CURACIONES
Conforme a lo convenido, aquel sábado fui a buscar al señor González a su fábrica, y nos encerramos en su despacho, como otras veces.
—Ahora puedo confiarte —me dijo— que el próximo miércoles tendremos a otra Hermanita con nosotros. Pero sólo en forma eventual, por razones de salud. Se trata de una hermana de nuestro Hermano Antonio. Ella y un hermano menor de ambos, están padeciendo de tuberculosis avanzada, que hasta ahora no ha sido combatida eficazmente por los médicos, porque no tienen los recursos suficientes para soportar la verdadera explotación que han querido hacer con ellos. Y su condición social y cultural no son para dejarlos en un hospital de Beneficencia, que ya tú sabes qué trato da a lo§ pacientes… Por eso vamos a tratarlos nosotros, ayudados con el médico azteca, el que se ha comprometido a sanarlos totalmente, como me lo ofreció la otra noche, antes de que tú hablaras a solas con Juan.
—¿La hermana de Antonio conoce ya nuestro secreto?
—Él la ha preparado convenientemente. Es una muchacha joven pero muy seria y consciente. Ha prometido guardar estricto secreto de todo, y lo hará, porque nuestros aliados espirituales ya la han probado. En cambio, su hermano menor no concurrirá. Es un muchacho bueno pero un poco alocado. No puede comprender ni participar de nuestro secreto. Por eso, únicamente irá ella, para recibir todas las indicaciones en forma personal y así tener más fe, y poder dirigir al muchacho en el tratamiento. En cuanto a nosotros, tendremos que repartimos la labor de conseguir los medios para ese tratamiento…
—Perfectamente; así lo haremos.
—Bien… Ahora hablemos de nosotros… El Hermano Juan me pidió colaborar con él para hacerte ver algo de otra encarnación en que los tres estuvimos ligados muy fuertemente. No quiero adelantarte nada para que no pienses que puede mediar una influencia sugestiva en el fenómeno que vamos a realizar. Yo también conozco algunas de mis anteriores existencias, y ya, otra vez, habíamos estado unidos en una lejana vida anterior… Tú estás ya preparado para esta clase de experiencias, y esta misma noche podremos llevar a cabo la prueba… ¿estás de acuerdo?
—¡Naturalmente! Y no sabe Ud. Don Fermín cuánto se lo agradezco.
—No es nada. Todos estamos obligados a ayudarnos en distintas formas, y ésta es una de ellas… Entonces vamos a ponernos de acuerdo. ¿A qué hora acostumbras acostarte los sábados?… ¿No tienes ningún compromiso social?
—No, hoy no. Y por lo general lo hacemos entre once y media y doce.
—Bien; entonces procura estar en condiciones de dormirte a las doce esta noche. Y pon tu mente en nosotros dos:. Juan y yo… lo demás es cosa nuestra.
—¿No podría decirme algo por adelantado?
—¿Para qué? ¿No lo vas a vivir, de nuevo, tú mismo? ¿Quieres exponerte a pensar que hemos influido en tu conciencia para imprimir una ilusión, una sugestión previa que se manifieste, de alguna manera, en lo que después suceda?… Tú mismo has dudado, muchas veces. Has tratado, siempre, de buscar todas las posibles explicaciones en los terrenos de la razón y de la lógica… Si te adelanto algo, podrás creer, más tarde, que implantamos en tu mente una idea, y que esa forma de pensamiento generó, luego, imágenes y situaciones ilusorias… No; espera y ya conoces cómo prepararte para ello…
Esa noche, después de comer, escuchamos música selecta mi esposa y yo. En ese entonces, a fin de semana, había espacios radiales muy hermosos por la noche, dedicados a conciertos en que se podía gozar de las obras de los grandes maestros, unos clásicos y otros románticos, y tanto Marita como yo disfrutábamos enormemente con ellos. Por lo general, esos programas terminaban cerca de las doce, y de tal suerte, pude limpiar mi mente de toda preocupación y mantenerla en un estado absoluto de paz, ayudado por los efectos balsámicos de las delicadas melodías que escuchamos por una hora casi.
El reloj de mesa que había sobre nuestro comodín del dormitorio marcaba cinco minutos para las doce cuando apagamos las luces, disponiéndonos para dormir. Es natural que, en esos momentos, mi pensamiento estuviese fijo en los Hermanos Juan y Fermín, y en poder entrar en contacto con ellos en la Cuarta Dimensión…
Pasaron los minutos. No sé cuántos, y mi cuerpo se fue hundiendo en la plácida quietud de su total relajamiento… Mi conciencia era clara todavía y, poco a poco, me encontré caminando por un sendero rodeado de brumas… Vi que por el sendero venían hacia mí dos personas que se me acercaron, sonrientes: eran Fermín y Juan. El primero, igual como yo lo conocía; el segundo, con su hábito de monje.
—Muy bien —me dijeron—; ahora vamos juntos, porque nos han permitido visitar ese pasado…
Los tres comenzamos a caminar por el sendero, penetrando en una como niebla espesa que nos envolvía por todas partes… Fui perdiendo de vista a mis acompañantes en medio de esas brumas y, de pronto aquello se despejó y me encontré en una enorme sala circular, rodeada por columnas de blanco mármol y con pisos de mármoles jaspeados que brillaban con fino pulimiento. Una serie de muebles de bronce, artísticamente cincelados, estaban diseminados por la estancia, en la que me encontraba en ese momento hablando con un venerable anciano, de porte distinguido, que vestía una toga blanca finamente bordada en oro. Yo iba cubierto con un peto de cuero con escamas de metal, y llevaba cubre-piernas de bronce y sandalias de cuero, aparte de una espada gruesa y corta al cinto. Me sentía muy cansado, y mi cuerpo estaba bañado en sudor y polvo. En aquel instante le estaba hablando, con voz jadeante al anciano:
—¡Padre… nos han vencido!… ¡Los visigodos están entrando a Roma por todas partes!… ¡Nuestras legiones han sido destrozadas y los restos del ejército huyen!… Tenemos que hacer lo mismo y llegar a la costa en donde están las galeras…
—¿Y Paulo? —preguntó con ansiedad mi padre.
—Seguía combatiendo y me gritó que viniera a salvarlos antes de que los bárbaros puedan llegar hasta acá…
El anciano se llevó la mano al pecho. Su emoción era muy grande. En ese instante vino corriendo del interior una hermosa joven, mi esposa, que se abrazó a mí llorando. Tras ella vino mi hermana, Claudia, que se abrazó a nuestro padre. Habían escuchado todo… Varios esclavos contemplaban la escena a respetuosa distancia.
—¡Padre, no hay tiempo que perder!… ¡Huyamos antes que vengan esos malditos!
Nuestro padre reaccionó.
—¡Un procónsul no huye! —exclamó con furia.
—Sí, padre… ¡pero están ellas!… ¿Vamos a dejarlas que sean pasto de los bárbaros?…
El viejo patricio luchaba con su orgullo y con su dignidad de antiguo general del Imperio. Se pasó la mano varias veces por la frente y dio algunos pasos por la estancia como indeciso. De pronto escuchamos galope de caballos que se acercaban. Un legionario que me había seguido hasta allí, entró corriendo.
—¡Son nuestros! —gritó.
Los caballos se habían detenido en la explanada exterior de la villa, y en la puerta de la sala irrumpieron varios guerreros…
—¡Paulo! —Fue la exclamación de todos.
—¡Sí, padre!… —dijo el recién venido, que vestía insignias de General, y traía las ropas destrozadas y llenas de sangre de una herida en el brazo, toscamente amarrada con un trozo de tela… Se abrazó al anciano y luego, más repuesto, nos dijo—: Tenemos que huir, es la única forma de salvarlas… —Y señaló a mi mujer y a Claudia—. Los bárbaros están saqueando Roma y no tardarán en venir hasta acá. Tenemos el tiempo preciso para llegar hasta la costa. Allá nos esperan varias galeras con la misión de salvar lo que se pueda. No perdamos tiempo, padre…
Éste movió la cabeza con un ademán como si quisiera apartar penosos pensamientos. Miró a las jóvenes, y con voz trémula en que se notaba el gran esfuerzo que hacía al tomar esa resolución, dijo:
—¡Sea!… Pero que todos sepan que Servio Tulio cede por salvarlas… —Y volviéndose a ellas—. ¡Hijas mías! reunid todas las joyas y aseguradlas en un lienzo que podamos llevar en la litera…
—Perdón, padre —insistió Paulo—; no podemos usar las literas; sería muy lenta la marcha y nos expondríamos a que nos alcancen. Habrá que cabalgar todos.
—Sí, padre; —añadió Claudia— nosotras también sabemos montar. ¿Te acuerdas que lo hicimos muchas veces en estos campos?
—Bien, hijos míos; que así sea… Y en cuanto a vosotros —añadió, volviéndose hacia el grupo de esclavos que contemplaban en silencio la escena desde el fondo del gran salón— podéis salvaros como mejor os plazca. ¡Sois libres desde ahora!… Y, también, podéis llevaros cuanto os guste de todo lo que aquí tenemos, antes de que caiga en manos de los bárbaros…
Penetró en una salita en donde se guardaban documentos valiosos, y tras de separar varios, quemó el resto en un hornillo de bronce en que habían carbones encendidos para los inciensos perfumados.
—¿Estamos listos? —preguntó al vernos reunidos y con los atados.
—Sí —contestamos todos.
Miró con tristeza aquel recinto y salió seguido por nosotros. Afuera nos esperaban seis legionarios y un grupo de caballos con las monturas listas. Mi hermano dispuso que él iría a la cabeza, con el legionario portador del Águila. Nuestro padre y las mujeres marcharían en el centro, y yo con los demás soldados, escoltaríamos al grupo.
Desde la amplia explanada rodeada por jardines de nuestra hermosa villa, se divisaba, a lo lejos, en dirección a Roma, los resplandores rojizos que, en medio de la joven noche, anunciaban los incendios y el saqueo de la capital, caída en manos de las hordas de los visigodos de Alarico I…
Cuando llegamos a la costa, reinaba enorme desorden en torno a los muelles. Mucha gente pugnaba por tomar las naves, y los guardias de las galeras impedían con las armas, la invasión del populacho. Mi hermano se abrió paso lanzando el caballo sobre muchos y nuestros soldados nos ayudaron a llegar hasta la planchada que unía el muelle con uno de los barcos. En aquel instante, se escucharon gritos y bulla de tropas a caballo. Un tropel numeroso de jinetes irrumpió en la escena y llegaron hasta donde nosotros estábamos desmontando. Eran soldados fugitivos capitaneados por un mocetón hercúleo con aspecto de gladiador, que metió su caballo entre nosotros y la planchada.
—¡Atrás! —le gritó Paulo—. ¡Paso al procónsul Servio Tulio!
El hombrón lo miró de arriba abajo, y con insolencia le repuso:
—¡Ya no me importan los procónsules, ni valen nada los generales!… ¿Acaso nos salvaron de los godos?… ¡Acá mando yo!
Y uniendo la acción a la palabra, atacó a mi hermano que acababa de desmontar. Mientras Pulo se defendía de su adversario a caballo, yo desenvainé mi espada y me enfrenté a otros soldados que nos rodeaban. Trataba de defender a mi padre y a las mujeres. Mi padre también peleaba ya espada en mano con otros. En eso sentí un fuerte golpe en la espalda y la punta de una flecha me salió por el pecho. Un dolor terrible me invadió el tórax y sentí que las fuerzas me faltaban. Traté de sostenerme en pie, pero no pude, y tambaleante, fui a caer de rodillas junto a mi padre que, en ese momento se desplomaba chorreando sangre de una enorme herida en la cabeza. La boca se me llenó de sangre, un gran desvanecimiento me invadió todo el cuerpo y al caer en tierra, la última visión de mis ojos fue ver a mi mujer y mi hermana arrastradas a viva fuerza hacia la galera por un grupo de los amotinados…
Las tinieblas me rodearon… y fui despertando poco a poco. Aún era de noche, y a mi lado, Marita, dormía tranquilamente. No quise hacer ruido; pero me levanté con sigilo. Me abrigué con la bata y penetré en mi escritorio contiguo al dormitorio. Allí, sin prender luces, tenía un relojito con esfera luminosa: eran las cuatro de la madrugada, y por más que quise volver a dormirme, no logré hacerlo hasta que amaneció…
Los dos casos de tuberculosis
Aquella visita a la Cuarta Dimensión había sido tan vívida; tan nítidos los menores detalles, que, en verdad, era imposible que se tratara de un sueño. Sin embargo, quería estar seguro de que eso fue verdad. Que no era una simple creación de mi mente, una ilusión subconsciente…
Pero en ello habían figurado, también, Don Fermín y el Hermano Juan. Luego, desaparecieron como tales, para aparecer en la acción, o en el Pasado, a no dudarlo, como Servio Tulio, mi padre, y Paulo, mi hermano. Y repito que todo ese episodio fue tan nítido, y viví los menores detalles con tal intensidad y sin la menor confusión, como otras veces nos sucede en los sueños, que pasé aquel domingo sin poder apartar de mi mente ese episodio. ¿Era, en verdad, un trozo de mi pasado?… Con esta idea, cada vez más intrigado, estuve asistiendo a los compromisos familiares que en casa de mi madre política nos entretuvieran todo el día. Ya, para entonces, había ido creciendo el cariño entre nosotros. Se habían esfumado las nubecillas que una vez turbaran la armonía, y todo el grupo disfrutábamos de franca y cada vez más profunda comprensión y afecto.
Pero en medio de las conversaciones y de los halagos que nos rodeaban ese día, me asaltaba, por momentos, el deseo de buscar una posible prueba para saber cuál era la verdad estricta de aquellas visiones del Pasado… Y decidí ir a hablar al día siguiente con Don Fermín.
Ya disfrutaba de libertad en mis horrarlos, porque había comenzado a trabajar independientemente, por mi cuenta, y así pude ir, temprano en la mañana, a la fábrica del señor González. No le llamó la atención mi inesperada visita.
—Suponía que habrías de venir: —me dijo en cuanto entré— porque te conozco y me consta que no aceptas de ligero esta clase de experiencias… Quieres saber, en verdad, si yo he sido Servio Tulio, el procónsul romano, padre tuyo en esa época; y si el que hoy es espíritu protector tuyo, Juan, fuera entonces tu hermano Paulo, general romano en esa vida… Y quieres, seguramente, convencerte de que lo de anteanoche no fue un sueño, sino la reproducción exacta de los últimos momentos de esa encarnación, que terminaron con el alevoso asesinato de nosotros tres, y el rapto y ultraje de mi hija y de tu esposa de esa vida…
Guardó silencio. Yo no sabía qué decir, porque me había tomado por sorpresa, y me encontraba confuso y acortado.
—No creas que pretendo aparecer como adivino del pensamiento —continuó—; no tengo ese don. Pero esto te demostrará que en verdad estuvimos juntos la otra noche. Que vivimos juntos esa experiencia en la Memoria de la Naturaleza de la Cuarta Dimensión, y que ello es prueba suficiente de la verdad sobre ese pasado en que estuvimos encarnados en esos roles de la Vida…
Una emoción profunda me embargaba. Él, también, se hallaba emocionado, y pese a su gran dominio, vi que en sus ojos brillaban dos lágrimas. Nunca, hasta ese momento, lo había abrazado. Pero una fuerza incontenible me empujó a hacerlo. Me eché en sus brazos y sentí la necesidad de besar su frente…
—¡Padre mío! —musité sin poder contener, también, las lágrimas.
Y él, al recibir mi ósculo en la frente, con voz entrecortada musitó:
—¡Que Dios te bendiga… mi amado Andreas…!
Ese miércoles, como ya se había acordado, tuvimos la visita de la hermana de Rojas, Lucrecia. Era una muchacha de unos 18 años, más o menos. Muy bonita y graciosa, al parecer llena de vida y de amable coquetería. Nadie, al verla, supondría que era víctima de un mal tan serio, pues, a pesar de su lozano aspecto, ya tenía cavernas pulmonares. Es claro que en las mujeres ayuda mucho el maquillaje. Y su aspecto general habría engañado a cualquiera que no supiese que las radiografías acusaban la gravedad del caso. Y, según nos explicó, su hermano Femando también se encontraba en iguales condiciones. Es natural que nosotros no insistiéramos en preguntas indiscretas. Fue ella misma, invitada por su propio hermano Antonio, la que hizo tales declaraciones una vez que se presentaron los espíritus del Hermano Juan y del Hermano Itzcoatl, porque había sido preparada previamente por Antonio para no alterar en nada el secreto acostumbrado en cuanto a la Hermana Lydia.
De tal suerte, esa sesión fue dedicada íntegramente al caso específico de los dos hermanos enfermos. Lucrecia tomó asiento, un rato, junto a la señora González y el médico azteca ingresó en la materia de la médium para auscultarla. El examen fue en silencio. Después de un lapso en que todos nos manteníamos a la expectativa de lo que iba pasando, tornó a hablar el Hermano Juan:
—El Hermano médico me dice que curará a los dos. Que, por lo pronto, suspendan todo tratamiento, porque él les va a dar las indicaciones precisas para curarse, y que no tendrán que volver a verse con esos médicos desnaturalizados que hacen juramentos para recibirse y luego los olvidan por afán de lucro.
Y luego, nos pidió prender la luz a fin de poder anotar en un cuaderno todas las indicaciones referentes a los primeros pasos a dar. A plena luz, la Hermana Lydia, sentada cómodamente en su sillón y con los ojos cerrados, fue dando las prescripciones con la voz grave y de bajo profundo de Juan, para que Lucrecia y su hermano pudieran ser instalados en un albergue ubicado en la Carretera Central, cerca de Chosica.
—Se trata —nos explicó— de una pensión correspondiente a una agrupación de artistas que tienen allí a manera de retiro vacacional y que, pensamos, puedan Uds. conseguir que se les permita alquilar un cuarto por unos meses, para que vivan el mayor tiempo posible en zona de aire muy puro, lejos de la ciudad. Itzcoatl me dice que no será necesario llevarlos hasta las sierras. Que en ese sitio es suficiente.
—¿Cómo podrán lograr que los acepten si es un lugar privado perteneciente a una asociación particular? —inquirió Don Fermín.
—En esto debe ya funcionar el equipo. Varios de ustedes son masones, y en las logias de Lima hay varios artistas socios de esa agrupación.
—Así es —aseveró Rojas—. Voy a dar los pasos inmediatamente.
Mis otros compañeros de Logia y yo prometimos tratar el asunto con toda premura. En efecto, en varias logias existían miembros de la mencionada entidad artística y este punto fue dejado enteramente a nuestro cuidado.
En cuanto a medicamentos y alimentación, tuvimos una verdadera sorpresa. Como medicina sólo iban a usar el jugo de la corteza de los árboles de plátano.
—Sí; para extraerlo basta con inferir varios cortes inclinados en forma de V en el tronco de un árbol de bananas, y recoger en un recipiente adecuado el líquido transparente y pegajoso que brota. Ese jugo deberán tomarlo por cucharadas tres veces al día, con el desayuno, con el almuerzo y con la cena. Dos cucharadas cada vez, durante el tiempo que nosotros les indiquemos. Más adelante se les indicará lo conveniente…
Pero tienen que conseguir el jugo fresco; no sacar sino la cantidad suficiente para cada día, porque después se descompone.
Éste fue otro de los puntos en que todos nos repartimos la tarea de conseguir tan extraña medicina. No era difícil llegar a lugares en que hubiera plantaciones de plátanos. En esa época, 1948, había muchas zonas cultivadas en torno a lo que hoy constituye la gran Lima, y entre todos conseguimos obtener el precioso jugo de varios platanares. Entre el grupo nos repartimos el trabajo y acordamos la forma de asegurar que los dos jóvenes tuvieran, todos los días su ración.
En cuanto al régimen de vida, no hubo gran diferencia ni dificultad para asegurarles una alimentación adecuada. Se les había indicado menús con abundancia de frutas, legumbres, quesos frescos pasteurizados, leche, menestras y no mucha carne. Habían de tomar un desayuno con frutas cítricas, leche y avena en abundancia, y hacer paseos suaves por el campo, sin fatigarse, descansando entre las matas y tomando un breve baño de sol pero sin exponer el cuerpo desnudo a los rayos. Y después del almuerzo, abundante y variado, sin mayores restricciones que el propio deseo de cada uno, tenían que dormir una siesta de una hora, por lo menos, después, otras dos horas de paseo por el campo, como en la mañana, hasta que el sol comenzara a declinar, y luego regresar y reposar en su alojamiento sin volver a salir ni exponerse, para nada, al frío y humedad de la noche, procurando entretenerse con distracciones que mantuvieran la mente alejada de toda preocupación o motivo de aburrimiento.
Esto, a grandes rasgos, fue el plan general del tratamiento que el azteca les diera a los hermanos de Rojas, tratamiento que comenzaron a poner en práctica en el corto lapso de diez a doce días, tiempo que tardamos el grupo en conseguir el alojamiento y contratar los sitios en donde nos proveeríamos del jugo de plátanos y de las provisiones.
—Una vez por mes —nos había dicho el Hermano Juan, en nombre del Hermano Itzcoatl— veremos si es necesario que vengan a vernos; mejor dicho, que venga Lucrecia. Más adelante, se les dará las indicaciones que fuesen necesarias, porque el Hermano Médico los irá visitando con frecuencia. Aunque ellos no se percaten de su presencia, él los reconocerá a su manera y nos avisará lo que estime conveniente. Pero me dice que si cumplen en todo, no tardarán más de seis meses en estar totalmente sanos.