CAPÍTULO 16

e despertó de cara al fuego. Le escocían los ojos y supo que no estaba ciego. Tenía la cara húmeda. Se pasó la lengua por los labios y notó el sabor del vino. De ahí venía la ilusión de la ceguera. Igrane le había tirado vino a la cara cuando él golpeó a su amante en la ingle.

Parpadeó y se sentó, todavía tembloroso y un poco asustado. El fuego daba calor y resplandecía. Sin embargo, no podía pensar más que en una cosa: «¿Cómo puedo evitar que me vuelvan a atrapar?».

Pero había visto un rostro mirándolo en el espejo. Y el fuego, alguien tenía que haberlo cuidado mientras él no estaba; si no, se habría extinguido.

Se sentó con la cabeza inclinada, simplemente dejando que el calor le entrara en el cuerpo. Después de un rato, preguntó al silencio.

—¿Estoy solo? Si no fuera así, ¿quién eres?

La verdad es que no esperaba recibir una respuesta, pero ésta llegó en forma de suspiro. Podía confundirse con el viento, pensó, pero no era el viento. Sólo la silueta esbelta y negra de los árboles contra el cielo nacarado bajo la luz de la luna.

Ella, la luna llena, estaba alta en el horizonte, en un mar de nubes bajas sobre las lejanas montañas, un navío luminoso, a la deriva entre olas fantasmagóricas. El aire estaba inmóvil. Una voz siguió al suspiro, era débil y articulaba cada palabra cuidadosamente, como si su interlocutor tuviese dificultades para comunicarse.

—Por fin. Estaba empezando a pensar que nunca lograría persuadirte de que aceptaras las indirectas que te enviaba.

—El pájaro, y tu rostro en el espejo —dijo Arturo.

Una risa de mujer vibró desde las sombras.

—Yo envié el pájaro.

Su voz era tan ligera y fresca como la brisa sobre una vega en un día caluroso.

—Tú estás en el tejo.

—Sí, y él en el abedul —susurró ella.

—¿Y esto es?

—El reino del verano —respondió la voz masculina.

—Las tierras del Rey Bademagus —terminó Arturo la frase—. Morgana me educó bien. Pero ¿por qué tardasteis tanto?

—Obtenemos nuestra energía de ti —respondió la mujer—. Y teníamos miedo de agotar tus fuerzas.

—Tengo que huir de este lugar.

—Y rápido, antes de que Merlín vuelva a ponerte las manos encima —dijo la mujer.

—Antes moriría que dejar que sucediera eso.

—Ésa puede ser la opción correcta —convino el hombre.

—Entonces la tomaré —dijo Arturo poniéndose de pie.

—No tengas tanta prisa —dijo la mujer—. Tienes algo de tiempo. Tu adversario todavía está muy dolorido —añadió riéndose, un sonido extraño entre las sombras que rodeaban el fuego.

—Eso espero.

—Sí, disfrutaste de una pequeña venganza. Bajo el tejo, las raíces más profundas crecen por una grieta que hay en la piedra. Forma una chimenea. No llega hasta el suelo, pero termina en lo alto de una rampa de piedra bastante pendiente que te llevará hasta el corazón del valle.

—No me gusta esa idea. Supone un riesgo terrible —opinó el hombre.

—¿Qué? ¿Y esperar más? ¿Hasta que lo hagan enloquecer?

—No lo sé ni quiero saberlo —dijo Arturo—. Unas pocas semanas a su lado y me convertiré en un guiñapo mocoso y llorón.

—Pues yo no estoy de acuerdo —dijo el hombre—. No tienen tanto poder sobre ti como creen. Eras un niño cuando soportaste sus tormentos.

—Sí, y envenenaron mi vida.

—¿Ves? —intervino la mujer—. Ya te lo había dicho. Tenemos que sacarle de esta jaula.

—¿Entonces esto es una jaula?

—La jaula de los huesos —le explicó el hombre—, y salir de esta parte no querrá decir que ya eres libre. No del todo. Pero no le será tan fácil tenerte a su merced cuando quiera.

—Eso ya es mucho —dijo Arturo colgándose el arco del hombro—. Quiero seguir adelante. Enséñame el camino.

—Deja el fuego ardiendo —susurró ella—. Será lo primero que busque. Casi has llegado a dominar esta prisión. Llegaste sin nada y ahora tienes fuego, comida y una visión de la primera Doncella de las Flores.

A Arturo se le subió el corazón a la garganta al pensar en ella.

—No lo sabía —dijo.

—¿No sabías el qué? —preguntó el hombre.

—Que algo podía ser tan bello. ¿De verdad es la primera?

—Sí. Nació en un tiempo más frío y húmedo que ahora, cuando los bosques dominaban el mundo. Un bosque como jamás ha conocido el hombre. Ella también está encerrada en este lugar. Vence al monstruo, la criatura que vaga por esta jaula, y quizá descanses entre sus brazos. Él es su carcelero.

—Todavía faltan unos cuantos años para eso —le interrumpió la mujer, con un sentido práctico que no admitía réplica—. Y no podrá aprender las habilidades que necesita si se queda aquí.

—Tal vez muera —advirtió el hombre.

—Sí —dijo Arturo—. Tal vez, pero ese riesgo siempre existe. —Empujaba con el pie algo que avivara el fuego—. Lo dejaré encendido, aunque vaya contra mis instintos, soy un hombre del bosque. Ahora, adelante.

Poco después, llegaron al borde del precipicio. Desde allí miró hacia el valle. La luna resplandecía, y cuando trepó a las ramas del árbol, pudo ver desde arriba el agujero negro donde la grieta formaba la chimenea que llevaba hacia el valle.

Se tumbó boca abajo sobre la corteza áspera y cerró los ojos.

—Se va a caer —se quejó la voz del hombre.

—Ya verás como no —respondió la mujer con voz mucho más segura.

—Vamos a dejar de discutir sobre eso —dijo Arturo—. De un modo u otro, llegaré abajo, ¿no?

—Me alegro de que encuentres motivos de risa en tu difícil situación —contestó el hombre.

—Tú decides. No puede ser un día más apropiado —dijo la mujer—. Hay luna llena, el cielo está despejado. Apenas sopla el viento. La temperatura es agradable. Incluso aquí, el reino de verano, el viento trae frío y aguaceros.

—Te lo agradezco, señora. Ya no necesito más ánimos.

—Pero… —empezó a protestar el hombre.

—No —lo interrumpió Arturo—. Hay cosas que no necesitan pensarse dos veces.

Tras decir eso, se descolgó hasta las ramas más bajas y gruesas cerca del tronco y descendió hasta las raíces retorcidas que se metían por la grieta.

Primero el camino le pareció fácil. En algunas partes la grieta descendía poco a poco. Era muy profunda, y podía ir bajando apoyando los pies en una pared y la espalda en la otra. La vegetación había conquistado la piedra agrietada, y los pequeños árboles, los helechos y el musgo le proporcionaban buenas agarraderas mientras descendía, de saliente en saliente por la grieta.

Pero a medio camino cambió el tipo de piedra. Se hizo más oscura, más dura y estaba más desgastada, y, por lo tanto, más resbaladiza que la piedra sedimentaria y recortada de la parte más alta. Cuanto más bajaba, más empeoraba. Empezó a sentir que sangraba por los dedos y por las zonas que se apoyaban contra los silicatos del granito. Entonces, cuando ya había recorrido dos tercios del camino, la grieta, que se había ido haciendo más y más estrecha, se acabó. Sujetándose a dos pequeños salientes y apoyándose con las rodillas en una piedra desnuda que sobresalía, se encontró colgando sobre las piedras peligrosamente recortadas del fondo del valle.

Se quedó quieto, con las manos sangrando, intentando respirar entre los sollozos que le sacudían, mirando hacia lo que estaba seguro que sería su muerte.

—Ssssh —oyó la voz de la compañía de Vareen—. Ssssh. Descansa. Descansa. Después muévete hacia un lateral. La piedra se desliza en una serie de salientes estrechos. Te sostendrán mientras desciendes el resto del camino.

—Debo decirte lo que Vareen no te dijo. —Las palabras no eran más que un murmullo, suaves como la brisa, como el viento del amanecer empezando a soplar—. Eres mágico: No, no puedes hacer magia, como Igrane o Merlín o la posible reina de ojos límpidos. Pero tú eres mágico.

—Siempre los he odiado —murmuró él—. Siempre.

—Ya lo sé. Por eso te torturan y quieren controlarte. Por la magia que hay en ti. Fue tu magia la que guió a la Doncella de las Flores.

Se echó a reír, y sentía los músculos del estómago temblar pegados a la piedra.

—Mujeres y direcciones. ¿A mi derecha o a mi izquierda, esos salientes?

—Ummm… Los de la izquierda están más cerca. Pero los de la derecha tal vez sean mejores, porque en ese lado tienes más fuerza.

Arturo suspiró y se decidió por los de la izquierda. Unos pocos minutos después, tanteaba un saliente más abajo. Encontró uno muy plano y resistente. Tardó unos minutos en volver la cabeza y asegurarse, y entonces se dio cuenta de que era el suelo.

Apenas tenía fuerzas para avanzar tambaleándose entre las piedras con forma de abanico que llevaban al corazón del valle. El camino hasta allí no había sido tan duro como había creído. Las rampas de piedra eran mucho mayores de lo que se veían desde lo alto del precipicio, y caminaba entre ellas sin dificultad.

Sabía que debían de haber caído desde el precipicio, donde el suelo de la meseta estaba formado de esas rocas anaranjadas y rojas. Los bloques eran cuadrados y lo suficientemente regulares como para pensar que manos humanas les habían dado esa forma. Y recordó que en el muro cerca del arroyo donde había aparecido la Doncella de las Flores había visto letras grabadas. Fuese cual fuese su origen, su forma regular y suave las hacía muy cómodas para sentarse en una y apoyar la espalda en otra. Era como sentarse en unos peldaños gigantescos, anchos y largos, como los de enfrente de la basílica que había visto en Londres, ahora dedicada al culto de los cristianos. O como los trozos de un gran muro derrumbado.

Diferentes sensaciones se encontraron en su cuerpo y mente. Miedo: Igrane y Merlín estarían buscándolo. Agotamiento: habían sido veinticuatro horas difíciles, y los días anteriores ya lo habían dejado sin fuerzas. Frío: el sudor que le cubría el cuerpo se secaba bajo el viento frío, y temblaba. Algo muy profundo en su mente le decía que también debería estar hambriento y sediento, pero había pasado por alto esas dos sensaciones.

Se dijo a sí mismo que descansaría unos minutos y que luego continuaría.

Ella llegó con el primer silencio del amanecer. Se despertó a tiempo para darse cuenta de su presencia, su Doncella de las Flores. Vio las aguas en sus ojos, los ríos recorriendo las tierras inundadas. Su voz era el bosque. El bosque centenario, inmortal, complejo, que vive tanto en la desintegración de sus componentes como en los árboles o en la bóveda bañada por el sol.

Ella era el viento de la medianoche en invierno o la helada de las mañanas otoñales, dejando a los árboles desnudos de sus últimas hojas en verano.

La Doncella de las Flores. Cuál es la razón de una flor aparte de la pasión por sí misma. Repentina y breve, pero segura y eterna al mismo tiempo.

Lo abrazó y le hizo entender mejor cómo debía de ser amado por una de ellas. Su espíritu atribulado, furioso y valiente al mismo tiempo tembló y gritó con dolor y rebelión. Pero sus suaves labios se posaron en los suyos, y su beso… era el beso de la paz.

Cuando despertó, el sol estaba en su cenit. Había pasado toda la mañana durmiendo, pero estaba en paz y seguro de su destino. Sabía que estaba terriblemente débil, y que moriría si no encontraba pronto comida y cobijo. Pero el sentimiento de libertad era tan maravilloso que, en vez de sus dolores y debilidades, sentía una felicidad resplandeciente.

«¿Por qué? ¿Me estoy volviendo loco?», se preguntó. No, simplemente estaba dichoso por estar vivo y ser libre.

Se apresuró a descender los peldaños de piedra hasta que llegó al final. No se permitía a sí mismo pensar en Igrane y Merlín. No quería que nada perturbara la paz que había alcanzado en sus sueños.

Al pie de las enormes piedras encontró agua de lluvia en lo que parecía una vasija de piedra rota. La piedra era de basalto, y parecía que se había quemado en fuegos inimaginables, y por su forma podía asegurar que la habían dado forma manos humanas.

El agua estaba limpia, aunque un poco de cieno se había depositado en el fondo del cuenco formando una capa. Bebió mucho. El agua era dulce, con los dedos quitó el cieno y descubrió los símbolos en oro que había en el centro.

Cogió el cuenco e intentó explorar los símbolos pasando los dedos. Un segundo después, estaba en presencia de Merlín e Igrane. Ambos estaban en las habitaciones que había al lado del baño donde se había lavado la noche anterior.

Igrane lo miró y pegó un grito. Merlín abrió los ojos perplejo y, para la sorpresa de Arturo, aterrorizado.

Arturo sacó la mano del agua y cayó de nuevo en el suelo cerca de la vasija y las piedras, y la visión de la pareja había desaparecido. Pero de todos modos se levantó tambaleante y corrió lo más rápido que pudo hacia el bosque.

Cuando había recorrido casi un kilómetro, su debilidad lo obligó a aminorar el paso, además del pinchazo que sentía en el costado. Pasó de correr a caminar. Después de un tiempo, empezó a preguntarse si sólo habrían sido imaginaciones suyas.

En el bosque no se oía nada, excepto los sonidos normales de los pájaros, el viento y los insectos. Nada lo perseguía. Como antes, lo invadió el sentimiento de paz de su sueño, como el agua llena una copa vacía.

El bosque estaba formado por pinos, algunos muy altos, y otros árboles de madera noble (robles, fresnos y arces), y en las partes bajas álamos y sauces. Caminaba entre los árboles porque los claros estaban cubiertos de flores salvajes: margaritas blancas y rojas, vernonias azules y varas de oro crecían entre las zarzamoras cubiertas de pinchos y flores blancas. Aquí y allá se iba encontrando con manzanos silvestres, ciruelos, nísperos y groselleros que formaban matorrales casi impenetrables.

«Éste es un lugar muy rico», pensó. Entonces llegó al lado de un tilo centenario que no cabía duda de que había sido tallado.

«Alguien vive por aquí cerca», pensó. Y lo comprobó cuando, unos pocos kilómetros más allá, llegó a un camino lleno de curvas.

No era muy ancho, pero pasaba un carro, tenía las marcas de las ruedas a los lados. Lo siguió hasta el final del bosque. Olió el humo antes de ver la casa.

Se detuvo a la altura del último árbol para mirar los alrededores. Le gustó lo que vio. La casa se alzaba sobre una pequeña loma en el centro de un claro. No era redonda, como las de su pueblo, sino con forma de media luna. La construcción rodeaba un patio abierto por uno de los lados. El establo, con una vaca rumiando en su interior, estaba a un lado de la casa. Cerca del bosque había un granero, a la sombra de los árboles.

En un montículo a un kilómetro de la casa había un huerto vallado, sobre un río y una vega donde pastaban dos caballos de tiro. Tras la casa había un campo repleto de trigo, cebada y avena, lo que normalmente cultivaba su pueblo. No era fácil decidir cuál era el cereal que predominaba, pero, a simple vista, parecía el trigo. Eso significaba noches frescas, días templados tirando a calurosos, y seguramente, a juzgar por los florecientes cultivos del huerto, listos para la cosecha, inviernos no muy fríos.

Si los inviernos tuvieran períodos de heladas y mucha nieve, no sería posible tal abundancia en el huerto tan a principio del año. El trigo todavía estaba muy verde y no le llegaba más que a la pantorrilla.

En el patio picoteaban las gallinas. Más allá de la vega, vio varios patos y gansos comiendo a lo largo del río.

Las gallinas pintadas cerca de la puerta trasera de la casa empezaron a cacarear de manera increíble cuando salió del bosque y empezó a caminar hacia la casa.

Ella lo saludó desde la puerta trasera can una pica en la mano y una mirada poco amistosa. Parecía que la pica era de forja casera, con un buen filo en forma de gancho a ambos lados, el metal oscuro salpicado de óxido. La hoja había sido afilada hacía poco, y los filos relucían tan afilados como una navaja.

Pero lo que más lo inquietó fue el mastín que sujetaba con la otra mano. Era un perro de lucha con poderosas fauces y paletillas anchas, y gruñía y se revolvía bajo su mano intentando lanzarse contra él.

—¡Vete! —le gritó ella—. Sal de nuestras tierras o soltaré al perro.

Arturo retrocedió. Después apoyó una rodilla en el suelo.

—Señora, por favor. Me muero de hambre.

—¡No! —Era evidente que estaba muy asustada e insegura.

Se metió en la casa empujando al perro y cerró la puerta tras ella.

Arturo se levantó y se alejó tambaleándose. Cuando él y Cai salían a cazar, muchas veces se detenían en las casas de los campesinos. Siempre eran muy hospitalarios.

Pero luego pensó que debía de parecer un pordiosero, un forajido más bien. Sus ropas reflejaban el tiempo que había pasado en el bosque, y el descenso por la chimenea las había estropeado aún más, y él había acabado cubierto de moretones, arañazos y cortes. Tenía los dedos y las uñas en carne viva. Y una barba de por lo menos una semana le cubría el rostro. Y no había exagerado. Literalmente, se moría de hambre.

Cerca de la casa, había un tronco bajo un árbol y un tocón con el que habían hecho una mesa bastante tosca. Se desplomó sobre el tronco para considerar qué hacer.

No sabía que se había desmayado hasta que se despertó sobre la hierba. Ella estaba mirándolo. Cuando se dio cuenta de que volvía a estar consciente, retrocedió rápidamente.

—No sabía que… —empezó a decir la mujer— todo te había sido tan difícil. Perdóname. Nunca negaría la comida a un hombre que se muere de hambre. Pensé… estaba asustada… yo… ¡por favor, come y vete! Ya tenemos bastantes problemas por aquí.

Vio que sobre el tocón había un plato cubierto con un trapo y a su lado tres panecillos planos de los que hacen a la plancha los campesinos. Cuando se sentó, ella se alejó rápidamente hacia la puerta. El perro estaba atado cerca, y la pica estaba apoyada en el muro, cerca del dintel de la puerta. Metió al perro y la pica en la casa con ella, y él oyó cómo atrancaba la puerta.

Atacó la comida. Hasta que no había medio acabado no se dio cuenta de lo que estaba comiendo, y luego tampoco estaba muy seguro. ¿Pollo? ¿Cerdo? Pero no importaba, estaba preparado para comer cualquier cosa que le cayera en las manos. Se dio cuenta de que el estofado estaba hecho prácticamente con verduras (cebolla, puerro, repollo, nabo, zanahoria), todo lo que se podía recoger en el huerto. El pan tenía mantequilla, y se sintió muy agradecido.

Se dio cuenta de que debería comer más despacio si no quería que le sentase mal una comida tan completa. Cuando terminó, se apoyó de espaldas en el tronco. Dormitó un rato, y cuando despertó, se volvió a sentir humano por primera vez desde el comienzo de su cautiverio.

Estudió la casa labriega con atención. La mujer estaba sola. Estaba casi seguro. Y era más que posible que se le estuviese acabando la comida, y también el montón de madera se terminaba.

Encontró un hacha colgada en el muro de la casa al lado de la lima. Afiló el hacha y dedicó dos horas a cortar más leña. Las tareas necesarias en las casas como aquélla no le eran extrañas. A él y Cai les habían inculcado severamente que la generosidad del pobre no era algo sin importancia. Si no les podían agradecer su generosidad con los animales que habían cazado, tenían que ofrecerles alguna otra cosa, y la mayoría de las veces eso suponía alguna tarea.

Nobles o no, en la fortaleza de Morgana todos trabajaban, y él nunca había sido reticente a ayudar a los demás. Además, en su personalidad había una fuerte tendencia al orden. Cuando veía que algo estaba pendiente de hacer, se sentía satisfecho al hacerlo. En las ocasiones en que ésa era la única recompensa que obtenía, la satisfacción del trabajo bien hecho era bastante para él.

Las tareas se ponían en fila delante de él, lo llamaban, y él emprendía el trabajo con voluntad. Cuando le pareció que ya había apilado la leña suficiente, fue al establo y limpió los compartimientos de los dos caballos de tiro y tiró cerca del bosque el estiércol. Recubrió los compartimientos con heno limpio y suave, y llenó los comederos.

«No es de los mejores, pero mejor que el heno normal o la hierba de la vega», pensó.

Le preocupaba pensar que no podría coger a los caballos, pero éstos le recibieron con relinchos de alegría. Estaba claro que estaban acostumbrados a los cuidados del hombre. Cuando los hubo conducido hasta tierras secas, comprobó si tenían los cascos sanos a pesar de haber pasado tanto tiempo en terreno húmedo. No eran caballos demasiado grandes, pero ya había visto en otras ocasiones que prósperos agricultores tenían jacas macizas y robustas. El pelaje era un puro enredo, crines y cola retorcidas y enredadas con hierbajos y cadillos.

Se pasó dos gratificantes horas cepillándolos y limpiando los cascos. Cuando salió del establo, sobre el tocón había otro cuenco con comida y más pan. Esta vez sin duda se trataba de un guiso de pollo. Volvió a comer vorazmente.

Se acercó a la casa y se apoyó cerca del muro. Se dio cuenta con sorpresa que era de piedra, adoquines sujetos con argamasa. Había pocas ventanas, y las que había estaban muy altas, justo debajo de los aleros.

—Voy al río a lavarme —dijo—, volveré y dormiré en el establo. Ahora ya me siento mejor, y estoy muy agradecido por la comida y el refugio. Pero mañana me iré, si es lo que quieres.

No recibió respuesta. Lo único que oyó fue el breve llanto de un niño, que se paró de repente, como si lo hubiesen puesto a mamar.

Al volver, se encontró un poco de pan y queso en el tocón. Se sentó y lo comió tranquilamente, contemplando la puesta de sol, el río dorado bajo la luz cada vez más tenue.

Era un rey en el exilio, pero un rey. Aunque sabía que no le habría importado nacer humilde y tener el privilegio de hacer de un sitio como ése su hogar. Saber que ésas eran sus tierras y sentarse en silencio, como hacía en ese momento, contemplando la casa, los campos y los pastos. Si ésas fueran sus posesiones, le proporcionarían un pasar estable.

Contempló la transformación de la luz de amarilla a dorada, y finalmente en violeta y azul. Las estrellas se abrían camino en el cielo.

Al día siguiente se acordaba de haber ido hasta el establo, pero no de haberse tumbado sobre el heno. Estaba tan débil que durmió toda la noche sin soñar, envuelto en una paz absoluta. O al menos en unir paz más absoluta que la que él había conocido nunca.

Se despertó antes de las primeras luces. Cuando él y Cai pasaban un tiempo en el campo, la mayoría de las familias se levantaban y empezaban sus tareas antes de que el sol cruzara el horizonte.

Bajó con facilidad del pajar. Los caballos estaban inquietos en sus compartimientos, atados con una cuerda. Vio que habían terminado el heno que les había puesto en los comederos el día anterior. Comprobó que los cascos estuvieran secos, y como era así, los soltó y los sacó para que volvieran a la vega a pastar.

Él los siguió más despacio. En el camino pasó por delante del ahumadero.

Se detuvo. Sí, salían volutas de humo por la chimenea. Pero ya no estaba la leña apilada junto a la casa. Comprendió que la mujer debía de haberla utilizado cuando el cajón de la leña de la casa se quedó vacío.

Se encogió de hombros. Ése era un recurso desesperado para una campesina. El fuego del ahumadero tenía que mantenerse encendido para curar el jamón y los embutidos que necesitaba la familia para pasar el invierno. Pero entonces se acordó de que la mujer se tambaleaba al volver presurosa hacia la casa.

Si había un bebé… tal vez dado a luz cuándo su esposo ya no estaba y no tenía ningún medio para ir a pedir ayuda. «Mal, muy mal», pensó.

Abrió la puerta del ahumadero. Estaba casi vacío. Pero ¿qué clase de hombre era su esposo que dejaba a su mujer sin comida ni leña? Y encima embarazada.

No era de su incumbencia, y él ya tenía bastantes problemas. Pero entonces se le ocurrió otra posibilidad. Quizá el hombre estuviese en la casa enfermo o herido.

Se dijo con dureza que aquello no era asunto suyo… pero… en fin, podría matar un jabalí. Había una lanza apoyada en el muro nada más salir del ahumadero.

Cerró la puerta y sopesó la lanza. La hoja era afilada, ancha y brutal, y había una pieza con forma de cruz justo debajo. Quien la había hecho había puesto un mango resistente por si era necesario mantener al jabalí alejado, en el caso de que no se hubiese acertado un órgano vital y hubiera que esperar a que muriera desangrado. Por aquel entonces los jabalíes eran muy peligrosos. Cuando tenían heridas mortales, se volvían contra su agresor.

Dejó la lanza donde estaba y caminó hasta la casa. Como ya había hecho, habló pegado al muro.

—Señora, no sé cuál es tu problema. Pero si te hace falta comida, puedo matar un jabalí antes de irme y así podrás llenar el ahumadero.

Esta vez sí se oyó una respuesta. Pero tardó tanto que ya estaba a punto de darse la vuelta y alejarse de la casa.

—Sí… eso estaría bien. Necesito comida… carne… El huerto me sirve, pero…

—No digas nada más. Lo entiendo. —No era verdad, pero dijo eso por miedo a que ella se avergonzase al descubrirse—. Volveré con el jabalí.

Orinó entre las sombras, al lado del estiércol, y después se lavó en el río. Se sentó en el banco con la lanza y reflexionó un momento.

Detrás de la vega, el bosque llegaba casi hasta el río. El sol estaba alto y el frío de la mañana desaparecía, pero a ambas orillas la niebla seguía cubriendo las aguas menos profundas. Se remangó la camisa de grueso lino y se ensució las manos en la fina capa de suciedad que cubría el agua. A lo largo de la orilla había un surco muy débil, y sospechó que lo conduciría a un revolcadero de jabalíes.

El primero estaba vacío, pero vio un rastro de juncos y aneas rotos donde los jabalíes habían estado comiendo. En el segundo encontró una hembra y media docena de crías. No quería atacarla. Los lechones se consideraban un manjar entre su pueblo, pero no tenía intención de sacrificar una hembra productiva (corrección: la hembra productiva del campesino) para disfrutar de un pequeño festín, por muy sabroso que fuera.

En el tercero había otra hembra, pero sin crías. Estaba tumbada en el revolcadero, haciendo burbujas de saliva con satisfacción.

Aminoró el paso. «Sí, estarán por aquí cerca», pensó.

Oyó el chasquido entre los arbustos antes de verlo venir. Un segundo después, el animal salió directo hacia él, cargando con la cabeza baja, los colmillos fuera, la boca llena de espuma. En el último momento, se apartó a un lado y clavó la lanza a su izquierda, justo detrás de la pata delantera izquierda.

El golpe fue perfecto. La lanza se clavó en el cuerpo del animal sin rasgar nada, señal de que no había dado en una costilla.

El jabalí cayó al suelo y resbaló unos pocos metros, arrastrándole con él, muerto casi antes de que llegasen a doblársele las patas. Sacó la lanza y dejó que el jabalí sangrase un tiempo, después le cortó la garganta con la lanza. Entonces lo levantó por los cuartos traseros para que cayese toda la sangre.

Odiaba tener que hacer eso, desperdiciar la sangre. Con ella se podían hacer embutidos buenísimos. Pero no había nada que hacer. En una situación normal, él y sus hombres lo habrían atrapado con una red, habrían aturdido al animal con un mazo de madera, después lo habrían colgado y le habrían cortado la garganta. Pero ahora estaba solo y tenía que hacerlo como mejor pudiese.

Cuando estaba más o menos seguro de que el animal ya estaba desangrado, se colgó el cuerpo del hombro, recogió la lanza y emprendió el camino de vuelta a la casa. Suspiró, pues sabía que el trabajo duro no había hecho más que empezar.

Cuando volvió, la mujer estaba preparada, un fuego ardía en el patio, en otro había una tetera. En el tocón había un rollo de cuerda y un cuchillo largo. Y, sí, también había un árbol cerca. Otro trozo de tronco estaba en el centro, cerca del patio. Serviría como tabla para despedazar el animal.

Ella tenía otro cuchillo. La hoja mediría unos treinta y cinco centímetros.

—Lo he desangrado —dijo Arturo poniendo el animal debajo del árbol.

—Qué se le va a hacer, no esperaba que la trajeras. Tenemos que hacerlo lo mejor que podemos.

—Eso es —contestó él, colgando el jabalí por las patas traseras de la rama más baja del árbol.

—¿Puedo saber cómo te llamas?

—Arturo.

—¿Dea Arto?

—Sí —recibió como lacónica respuesta.

—¿Eres un oso?

Apartó la vista del jabalí, que estaba empezando a carnear.

—Sí —dejó el cuchillo, se subió la camisa y se lo mostró.

Ella se relajó.

—¿Cómo fue tu muerte?

La pregunta flotó en el aire entre ellos.

—No morí, me enviaron aquí vivo.

—No puedes hacer eso.

—Pues lo hice. O, más exactamente, me lo hicieron. ¿Ahora podemos seguir con esto? ¿Y tú cómo llegaste aquí?

Apartó la vista hacia el río, a lo lejos, evitando mirarlo a la cara. Sostenía el filo del cuchillo entre el pulgar y el índice de la mano izquierda, los dedos de la otra mano se abrían y cerraban sobre la empuñadura.

—Era pequeña, tendría siete u ocho años como mucho, y estaba corriendo como loca con el resto de niños del pueblo, cerca del río Severn. Vino un hombre. Era apuesto y tenía ropas bonitas. Él y media docena más nos rodearon como si fuéramos ovejas, y trajeron a una docena o más del pueblo.

»Descartó a unos cuantos —continuó—, los que eran tullidos o demasiado lentos. Pero se llevó al resto. Mis recuerdos de los siguientes días son borrosos, pero cuando me desperté, estaba aquí.

«¿Estaré yo muerto?», se preguntó. No, había vuelto y había hablado con Igrane y Merlín. Habían intentado torturarlo. Él tampoco creía que ella estuviese muerta, pero, por alguna razón, ella sí.

—¿Puedo saber tu nombre? —le preguntó también.

—Eline. Eso es todo lo que recuerdo. Mi padre me llamaba «cervatillo».

Arturo asintió.

—Así que has oído hablar de los osos.

—Oído sí, pero nunca me he encontrado con uno. Así que no sé si es verdad lo que se dice de ellos.

—Seguramente lo es.

A continuación los dos se pusieron a trabajar. Y había mucho que hacer. Él descuartizaba, ella rellenaba.

Algo tan magnífico como un jabalí entero no se podía echar a perder. Salarían los jamones y los colgarían en el ahumadero. Mucha de la carne se cocinaría y con ella harían un tipo u otro de embutido. Otra parte de la carne se dejaría cruda y con ella harían otro tipo de embutido. Salarían trozos grandes para utilizar más adelante en estofados o con alubias y así darles sabor. Y, de paso, les proporcionaría a los dos un buen almuerzo.

Arturo apagó la hoguera y echó ramas de salvia. Las piedras estaban casi al rojo vivo, y el olor de la salvia inundó el aire. Entonces los dos colocaron la carne sobre las ramas, la cubrieron con más ramas, y echaron una piel sobre ella para mantener el calor.

Ella se afanaba sobre la tetera y la tabla de carnicero. Cortó más leña para el fuego y limpió los intestinos del jabalí en un caldero, preparándolos para hacer embutidos con ellos.

A media mañana el bebé empezó a llorar. La mujer levantó la vista de su trabajo, que consistía en sazonar y cortar la carne y la grasa. Él hasta entonces había estado frotando con sal las ancas.

—Tengo que ir a darle de comer. Tú deberías ir al cobertizo al lado del río y tomar un poco de leche, ya que no has desayunado nada. Tengo un poco de leche enfriándose allí.

Él asintió.

La planta curva de la casa era como un cuarto de luna, y ellos trabajaban en el patio que había en lo que sería la parte creciente. Una de las puntas era el enfriadero.

El perro estaba atado delante de la puerta. Cuando oyó hablar a la mujer, levantó la cabeza hacia ella con una admiración sin palabras.

Ella tomó aire.

—Siempre he oído que los osos son hombres de honor.

—Y lo somos.

—¡Bax! —llamó ella al perro.

Éste se levantó y Arturo descubrió que era incluso mayor de lo que él había pensado. Era negro, con manchas entre marrones y doradas, y tenía la corpulencia y las mandíbulas poderosas de un animal de lucha.

Bax, saluda a mi amigo Arturo.

Arturo se acercó al perro, se detuvo frente a él y le ofreció una mano. Los enormes ojos amarillos lo observaron y olfateó la mano que se le tendía. Entonces el perro se levantó y apoyó las patas delanteras en los hombros de Arturo. Era media cabeza más alto que el muchacho. Solemnemente, le lamió la cara.

—Gracias, Bax —dijo Arturo cuando el perro se puso a cuatro patas y se sentó tranquilamente.

—Era una de las cuidadoras de perros en la villa del rey Bade. Gracias a Bax pudimos escapar, él nos ayudó.

—¿Cómo es el rey Bade?

—No lo sé. Nunca llegué a verlo.

Arturo se inclinó ante Bax al pasar frente a él. Éste le respondió con una especie de gruñido, que no podía llamarse propiamente gruñido, pues sonaba bastante amistoso.

En el enfriadero hacía frío y apenas había luz. Había un manantial, no más que un hilo de agua que caía de un caño en el muro de piedra sobre un pilón. En éste había una vasija de barro con leche, otra con mantequilla y una jarra de vino. La vaca lechera estaba atada en el muro del otro extremo de la habitación.

«Vino», pensó, enarcando las cejas. «Un producto caro para los agricultores humildes». No le dio más importancia, sino que bebió la rica leche que se sirvió en el jarro.

Intentó recordar lo que le había contado Morgana sobre el reino del verano. No era mucho, sólo que tenían una especie de trato con el rey Bade. Un trato que se cumplía cuando el rey estaba de humor. Pero la mayoría de las veces, el rey hacía lo que más le apetecía en ese momento. Podía llegar a ser muy peligroso.

Arturo pensó que Merlín tenía muchos amigos. Algunos de ellos poderosos. Sí, era verdad que había escapado de una trampa sólo para caer en otra. Sacudió la cabeza, se lavó la cara rápido con el agua fría y se obligó con firmeza a ponerse a trabajar. ¡Ahora!

Pasara lo que le pasase, estaba decidido a dejar a la mujer con suficiente carne para que sobreviviera un tiempo. No estaba recuperada del todo. El parto debía de haber sido difícil.

Volvió al patio y siguió salando los cuartos. Después los llevó al ahumadero. Allí había que avivar el fuego y cortar más leña, a fin de que ella pudiera mantenerlo encendido el tiempo necesario para ahumar la carne.

Cuando volvió, sobre el tocón le esperaba pan con mantequilla. Después, los dos se dispusieron a derretir la manteca.

Cuando terminaron, se dieron un festín de carne. Arturo se sorprendió ante su propia gula, pero al fin y al cabo hacía semanas que no disfrutaba de una buena comida, y ella debía de haber perdido bastante sangre en el parto.

Los dos comieron hasta la saciedad las tiernas costillas con olor a salvia. Bax recibió su parte, un plato repleto de huesos y restos. Después se quedaron sin hacer nada, disfrutando del último sol.

—Por la mañana me iré. Antes cortaré más leña, pero después me iré. ¿Hay por aquí alguna casa en la que me aceptasen a cambio de trabajo?

—Eres un buen trabajador —le respondió ella sin mirarlo a la cara, sino observando las piedras del patio que había bajo sus pies—. Pero no lo sé.

Arturo comprendió que no podía o no quería decir nada más, así que se levantó, bajó al río, se bañó y volvió al establo. Se tumbó en el pajar y al instante se quedó dormido.

Las voces le despertaron al anochecer.

—Haznos una cama ahora mismo, tesoro.

La mujer estaba en el establo con tres hombres bajo el pajar en el que él dormía. El establo no era más que un cobertizo, y entraba luz más que suficiente para distinguir a los tres hombres en la oscuridad. Ella lloriqueaba.

—¿Por qué hacéis esto? El vino es lo único de valor que tenemos. Cogedlo y marchaos. Apenas estaba dilatada cuando nació el bebé… No valgo para vosotros.

El hombre que Arturo tomó como el líder le dio unos golpecitos casi amables en la mejilla, y luego le cruzó la cara con el revés de la mano. Ella no gritó, pero retrocedió entre la paja sangrando por la nariz y la boca.

—Tetitas dulces, nos prometiste ser amable con nosotros cuando te abordamos en el huerto. Ahora date la vuelta y haz una buena cama con la paja.

Era un hombre corpulento y moreno, y la raíz del pelo le formaba un pico pronunciado en la frente.

Ella se dio la vuelta, se limpió la cara con la camisa y empezó a hacer lo que le decía. El líder tenía aspecto de ser peligroso, pero Arturo consideró que los otros dos no tanto. Uno tenía un cuchillo y una maza con la cabeza de piedra. El otro sólo tenía un cuchillo y sobre la camisa un tejido acolchado que lo protegía. El moreno llevaba una malla metálica y una espada.

El líder llevaba la jarra de vino. El que tenía la maza le dio un golpecito con un cuenco.

—Dame más.

El líder le sirvió más y después dio un trago largo directamente de la jarra. Jubón Acolchado gruñó.

—Ya has bebido dos veces como nosotros.

—¡No, yo no!

Peludo y Moreno le pegaron un codazo en las costillas.

Jubón Acolchado no parecía ceder terreno, pero tampoco se desinfló.

—Aquí hay de sobra para todos. —Entonces se agachó y sacudió a la mujer por los pies—. También aquí hay de sobra para todos. Ahora, tesoro, es hora de que te quites la falda o te la levantes, como prefieras. Y vosotros dos cogedla por los brazos mientras yo…

—Quiero vino. Estoy harto de que acapares todo lo mejor para ti. Después nos echamos a suertes quién la prueba primero —escupió Jubón Acolchado.

El moreno desenvainó la espada.

Arturo entró en acción.

Saltó del pajar justo detrás de ellos, apoyando apenas los pies. El moreno se volvió, con la mano todavía en la empuñadura.

Arturo no prestó atención a la espada, sino que sacó de la funda que colgaba del cinturón de su adversario el cuchillo de hoja corta. Los hombres armados eran idiotas, pensó mientras clavaba la hoja por debajo de la mandíbula del hombre, en la base de la lengua. Sintió la resistencia, después el chasquido que se produjo cuando la hoja atravesó el fino hueso que protege el cerebro por debajo. Y por último el tacto blando cuando por lo menos cinco centímetros de la hoja atravesaron el mismo cerebro.

El hombre moreno no murió al instante, sino que por lo menos vivió treinta segundos para contemplar su destino. Pero no pudo hacer mucho, pues los cinco últimos centímetros de acero le destrozaron el centro neurálgico de la vista. Ni siquiera pudo gritar, porque la lengua quedó cortada desde la raíz. Hizo algunos ruidos, pero Arturo no les prestó demasiada atención. Todavía tenía trabajo.

El que tenía la maza trataba de balancearla. Arturo le bajó la cabeza tirándole del pelo y le pegó un rodillazo. Le destrozó la nariz y el tabique le subía y bajaba en el lóbulo frontal del cerebro. Para asegurarse de que recibía su merecido, le sacó los dos ojos con los pulgares.

El del jubón trató de huir. El moreno estaba tirado en el suelo formando un arco, agonizante, mientras se retorcía con convulsiones. Arturo desenvainó la espada y se la clavó a Jubón Acolchado por la espalda, destrozándole un pulmón y partiendo en dos la aorta abdominal y la vena cava interior. Antes de que cayera al suelo ya había muerto desangrado.

—¿Hay más? —preguntó Arturo.

Ella sacudió la cabeza. Después señaló al moreno.

—Sigue vivo.

Arturo lo miró, luego volvió a mirar a la mujer. En su mirada relucía algo que a ella le asustó más que nada que hubiera visto antes, incluso más que aquellos tres a los que se había tenido que enfrentar.

—No por mucho tiempo.

—¿Cuidarás del bebé?

—¿Es que te han herido?

—No, pero el vino era una trampa. Para que lo bebiesen, tuve que tomar yo también un poco. Fingí que pretendía comprarles con el vino. Tenía la esperanza de que se lo acabasen antes de empezar conmigo. Ya me cogieron en el huerto. El vino está envenenado. No se lo dije, e incluso bebí. Esperaba que aunque yo muriera, también ellos lo hicieran.

Lo mordió cuando le metió los dedos por la garganta para hacerla vomitar. Durante las siguientes horas, la mujer descubrió que podía ser tan despiadado con ella como lo había sido con los tres hombres. Pero con un objetivo totalmente diferente.

Arturo no hizo caso del mordisco y la obligó a vomitar hasta que no le quedaba nada en el estómago. Después le ordenó que le dijera qué veneno era.

—¡Opio!

Se sintió aliviado. El opio era una droga muy conocida. Los faraones egipcios la tomaban para dormir, y el espectacular deterioro de algunos de los peores emperadores romanos se debía al opio. Comprendió cómo funcionaba, y durante las siguientes ocho horas no la dejó dormir. Se propuso con determinación no dejarla morir.

A la mañana siguiente la ayudó a envolverse el pecho para sacar la leche contaminada por el opio. Después ordeñó la vaca y dio de comer al niño cucharada a cucharada, hasta que se quedó lleno y dejó de lloriquear.

En ese momento tan inoportuno el esposo llegó a casa.

La casa estaba limpia y ordenada. Arturo estaba sentado a la mesa, dando al bebé un puré de zanahoria, nabo y leche. No había incluido cebolla, porque sabía que provocaba gases a los niños.

Bax, que nunca se alejaba de él demasiado tiempo, estaba sentado al lado de la puerta. Ella retrocedió desde el hogar central, cogió al perro por el collar y se interpuso entre Arturo y su esposo, que estaba en la entrada con la espada a medio desenvainar.

—Antes de que cometas el peor error de tu vida, vete a mirar en el establo —dijo la mujer.

—¿Crees que así se convencerá? —preguntó Arturo.

—Más vale —respondió ella.

Dijo algo en voz baja al perro, y Bax se alejó y se sentó delante de Arturo.

El hombre tardó un rato de volver del establo. Cuando regresó, se sentó enfrente de Arturo, y ya no llevaba la espada ni la coraza provisional de piel.

—¿Perdisteis? —le preguntó ella a su esposo, poniéndole delante un plato.

—Sí. Lo intentamos, pero fracasamos.

—¿Qué más? Te dije…

El hombre pegó un puñetazo sobre la mesa.

—Por todos los santos, Eline…

—¡Para! —se oyó la voz de Arturo con el tono inconfundible de una orden—. Eline, déjalo comer. Y tú, te llames como te llames, tu esposa es una mujer honesta. No tienes que sospechar nada de ella.

—Hiciste eso con tus propias manos. Estabas desarmado, ¿verdad?

Arturo se apoyó sobre la mesa y enseñó los dientes en una mueca que nada tenía de sonrisa.

—Se comportaron groseramente con tu buena esposa —gruñó—. Yo los corregí.

—Eso es evidente —le contestó el hombre, y añadió—: Para siempre.

—Sí, así no volverán a tener comportamientos desagradables. Estaba en deuda con tu esposa. Ella me ofreció la hospitalidad de comida y cama… ¡en el establo!

Eline puso un cuenco con sopa delante de su marido.

—Arturo, éste es mi esposo, Balin.

Miró de su esposo a Arturo.

—Arturo, Balin.

—¿Cómo sabemos que no eres uno de los del rey?

Arturo volvió a mostrar los dientes.

—¡No lo sabéis! Pero si fuera uno de los hombres de ese rey vuestro, ¿qué probabilidades habría de que matara a sus hombres?

—Supongo que no sería…

—Vino del bosque, muerto de hambre. No creo que sea un hombre del rey.

—No, no lo soy. No sé el valor que tienen aquí las palabras, pero en otros lugares se me considera un hombre que jamás miente. Y te daré mi palabra de que no conozco a ese rey vuestro ni jamás lo serví en modo alguno.

Eline llevó una fuente de panes planos y algo de mantequilla. Después cogió al bebé, que estaba dormido en los brazos de Arturo, lo metió en la cuna y volvió a la mesa. Se sentó en el banco junto a su marido. Ninguno de los dos miraba a Arturo a la cara. Balin estaba concentrado en su comida y Eline jugueteaba con los dedos en el regazo.

—Sabe luchar muy bien —le dijo a su marido.

—¿Y a mí qué?

—¡Lo necesitas!

—¡No! —respondió Balin dedicando una mirada sombría a Arturo.

—Si no podéis recuperar el ganado, estamos perdidos.

—¿Dónde está el ganado? —preguntó Arturo con paciencia.

—Al otro lado del río —respondió Balin—. No podemos cogerlo porque alguien vigila el puente.

Balin miró con expresión de culpabilidad a su esposa, después continuó:

—Él es… es demasiado fuerte para nosotros.

—Ummm… —fue toda la respuesta de Arturo, y se levantó pasando la pierna por encima del banco—. ¿Están empezando a pudrirse esos tres del establo?

Balin sacudió la cabeza.

—Todavía no.

—De todos modos será mejor enterrarlos.

Balin levantó la vista.

—¡No! Sé un lugar adonde pueden ir. Si los dejáramos aquí cerca, podrían… caminar.

Arturo asintió.

—A veces ocurre.

—Aquí no es a veces, aquí es siempre —dijo Eline, y preguntó a Arturo—. ¿Quieres lavarte y ponerte ropa limpia?

Él se quedó algo sorprendido, pero respondió que sí.

—Tenemos una sauna bajando el río —dijo Balin, que a ojos de Arturo seguía teniendo una expresión culpable—. Creo que te valdría mi ropa.

Arturo volvió a asentir. Empezaron a hablar en cuanto salió de la casa, cuando todavía los podía oír.

—No puedo creer que vayas a dejarle enfrentarse al monstruo sin ni siquiera… —empezó a decir Eline con brusquedad.

—Dijiste que sabía luchar, y yo mismo he visto lo que hizo a esos tres en el establo —respondió Balin entre dientes—. Mañana lo advertiré…

Sentaba bien estar limpio, pensó Arturo cuando volvió al establo y se tumbó entre el heno.

Balin y él partieron temprano, antes de que amaneciera. Balin trató de que montara uno de los caballos, pero Arturo se negó y dijo que era un buen caminante. Eline llenó un morral con comida, mirando con tristeza a su marido mientras lo hacía.

—Acuérdate —le dijo a Balin—. Lo prometiste.

Mientras se internaban en el bosque siguiendo el camino, Arturo miró atrás una vez, hacia la meseta de la que había llegado. Donde había sido prisionero. Avanzaban en el sentido opuesto.

—¿De dónde eres? —preguntó Balin.

—De allí —respondió Arturo señalando la montaña y la meseta cercana.

Balin se santiguó.

Arturo lo observó un momento pero no le pidió ninguna explicación. Siguieron caminando. Era una de aquellas mañanas en las que cuesta creer que hay maldad en el mundo. Fresca, límpida, dorada, alumbrada por los primeros rayos de sol, verde en la generosa belleza de los bosques. Innumerables flores silvestres ribeteaban el camino (margaritas, fárfaras, acianos, violetas), y la hierba estaba salpicada de blanco, violeta y amarillo. Una hierba lozana, larga, verde.

Los bosques no eran intransitables ni estaban envueltos en sombras por culpa de copas de árboles demasiado altos. Aquél era un bosque bastante despejado, con robles, fresnos, avellanos, espinos y sauces. De vez en cuando Arturo distinguía el brillo azul de los remansos que se formaban en los meandros del transcurso del río por tierras más bajas.

«Son tierras ricas, y no están muy pobladas», pensó Arturo. Alrededor de los remansos había claros que eran buenas zonas de pasto para el ganado.

—¿Son fríos los inviernos?

—No —respondió Balin—, pero llueve mucho. Por eso construí la casa tan alta.

Se detuvieron a comer casi al mediodía, y Arturo se dio cuenta de que él y Balin ya no estaban solos. Por lo menos una docena de hombres los seguía. Se parecían mucho a Balin tanto en sus ropas como en su aspecto. Iban vestidos humildemente y tenían mal cortado el pelo y la barba. Sus armas eran variopintas y todas improvisadas, desde hondas colgadas del cinturón, pasando por garrotes, lanzas de madera y cuchillos, hasta unas pocas espadas de verdad como la de Balin.

Entre ellos, Arturo se sentía como cuando, una noche de caza, había entrado por error en el prado de las vacas de alguien. Estaba en medio de la hierba alta y se asustó al descubrir a una docena de vacas observándolo con curiosidad bovina e impasible. Aquellos hombres parecían tan propensos a hablar como las vacas. Mantenían las distancias como habían hecho los animales, y no mostraban ningún indicio de agresión.

Balin se aclaró la garganta con nerviosismo.

—Todos perdimos ganado —le explicó— cuando el rey decidió cerrar el río.

Arturo asintió. La mayoría llevaba comida, como Balin. Repartieron los víveres sin discusiones y empezaron a comer.

Era media tarde cuando encontraron el primer cadáver. Estaba sentado apoyado en el tronco de un árbol, con la cabeza inclinada.

Por un momento, Arturo creyó que estaba vivo, pues hasta conservaba su ropa. Pero entonces se dio cuenta de lo tirante que estaba la piel en el rostro medio oculto y la forma grotesca de la que colgaban los harapos.

—No lo toques —le advirtió Balin—. Por eso no enterramos a ninguno de los nuestros. A veces hace excepciones.

—No sé —comentó un corpulento hombre de barba negra—. Normalmente están más frescos que ése.

—¿Alguien sabe cómo se llamaba? —preguntó Balin.

Los que le contestaron, sólo unos pocos, dijeron que no. El resto parecía que no quería formar parte de la conversación.

Iban cuesta abajo hacia el río. Cuanto más se acercaban a la orilla, el número de cadáveres iba en aumento. Los había en todos los estados de descomposición, excepto, notó Arturo, el mojado, que olía tan mal y era realmente desagradable. El resto estaban todos secos, el más antiguo reducido a huesos marrones con trozos de piel apergaminada; pero también había cadáveres más recientes, empequeñecidos, sin ojos, pero todavía reconocibles para sus familiares. Unos pocos, muy pocos, eran mostrados a Arturo por sus familiares. En susurros.

Antes de que salieran del bosque, Arturo oyó algo.

—¡Puff up, pt, pt, yup, tup, whup, whup, pa, pa, pa, pa…!

Sílabas sin significado, repetidas una y otra vez.

Había habido una vez un puente sobre el río en aquel lugar, uno fácilmente transitable, según la opinión de Arturo. Los arcos eran bastante altos. Estaban construidos con la misma piedra de basalto negra que Arturo había visto en el pie de la meseta, y parecía que salían del mismo lecho del río. Arturo había visto carreteras y puentes romanos, ciudades romanas enteras, algunas abandonadas cuando se desmoronó la soberanía romana en Britania. Pero nunca antes había visto algo como esos arcos. Eran sólidos, con ninguna marca de separación entre los bloques. Ningún pueblo del que él hubiera oído hablar o conociera podría construir nada parecido.

El puente todavía podía utilizarse, porque los arcos más bajos se habían unido con tablones sujetos al suelo. La criatura bailaba sobre ellos, saltaba, brincaba, se ponía a la pata coja, daba volteretas, sin dejar de producir a borbotones aquellos sonidos incomprensibles que parecían palabras, pero no lo eran.

Arturo se puso de cuclillas donde empezaba la madera e intentó tener una buena perspectiva. Algo bastante difícil, porque el ser estaba en permanente movimiento. El uniforme era de oficial de caballería romano, casco de plata con una máscara, una máscara femenina. Una malla metálica sobre una túnica y pantalones, espinilleras y botas.

Se preguntó qué mujer sería la que representaba la máscara. ¿Boudicca? En una ocasión lo habían invitado en Bretaña a una representación, donde la caballería había representado la derrota de la reina de los icenios. Se había dado cuenta de que era un insulto mientras lo veía, seguramente dirigido hacia él. Así que había puesto especial atención en aplaudir con fuerza y halagar efusivamente al comandante.

Otra representación muy apreciada era la de la destrucción de la reina de las Amazonas en Troya. También Pentesilea se representaba de la misma manera.

En cualquier caso, no logró ver nada del cuerpo de aquella cosa. De hecho, dudó que tuviera uno, porque se dio cuenta de que alrededor de aquella criatura el aire temblaba, igual que alrededor del monstruo que lo perseguía en la meseta.

—¿Lo habéis intentado de noche? —le preguntó a Balin.

—Sí. Intentamos cruzar sin que se diera cuenta. El que está sobre los tablones creyó que era tan listo que podría pasar sin ser visto.

—¿Vadeando el río?

—Está allí en cuanto llegamos —intervino un hombre de barba negra.

—¿Con lanza? —preguntó Arturo.

—Se deshacen y a veces arden. Y el hombre que la blande queda… ¿Cómo? —pidió ayuda al resto.

—Como si lo atrapara una araña… chupado hasta que queda seco —fue la respuesta, y todos la aprobaron.

—¿Y las hondas?

Balin sacó la suya. Un segundo después, un proyectil de plomo volaba hacia la criatura del puente. Todos corrieron a esconderse cuando la bala volvió silbando y se incrustó en el tronco de un pino.

—Eso le causa más problemas —dijo Balin—, pero todos lo hemos intentado una vez u otra. Simplemente espera hasta que intentamos cruzar el puente y, créeme, cuando llegas a la mitad del claro que hay delante del puente y esa cosa se revuelve, eres hombre muerto. Sí, hasta es posible sacarlo fuera del puente, pero nunca logramos retenerlo el tiempo suficiente.

—Creemos que se alimenta de los hombres que mata y de cualquier animal que se acerca a beber al río —añadió el de la barba negra.

La hierba que crecía en el claro delante del puente estaba alta, pero cuando Arturo se puso de pie, vio que crecía entre los huesos de esqueletos tanto humanos como animales. Cuando se incorporó, la criatura del puente empezó a dar patadas en el suelo y a gritar más alto.

—Ot, tu, tut, art, ar, ar, ar, Arturo, tu, tu, mu, mur, muer, muer, muere, mu, mm, uu…

El aullido se fue apagando, el ruido sordo de las botas era lo único que se oía.

—Por Cristo y todos los santos —murmuró Balin— nunca antes había oído que dijera el nombre de nadie. —Se santiguó, y entonces él y el resto de hombres se protegieron entre los árboles.

Arturo se quedó donde estaba, en cuclillas, con los ojos entrecerrados, pensando.

—¿Vas a enfrentarte a él? —preguntó alguien.

—No. Lo que quiere es eso.

—No te lo reprocho, pero tenía la esperanza… —dijo Balin suspirando con tristeza.

Arturo se levantó y retrocedió hasta los árboles con el resto.

—¿Huele mal? —preguntó.

—A mil demonios. ¿Por qué? —contestó Balin.

—Ya lo verás.

Tardó un tiempo en encontrar piedras del tamaño adecuado. Después un poco más en cortar las cuerdas de cuero sin curtir. Los compañeros de Balin entendieron el principio del arco. Entonces alguien tenía que conseguir grasa para las teas.

Falló el primer blanco que intentó hacer en un árbol con su nueva arma, maldijo para sus adentros, pero siguió intentándolo, y una hora después su puntería era razonablemente certera. Las había visto mejores (era un perfeccionista), pero seguramente bastaría.

Hizo muchas de esas nuevas armas. Dio a Balin y al hombre de barba negra una a cada uno. Aprendían con rapidez. Para entonces, el resto de hombres había encendido un buen fuego apartado del puente y su guardián.

—Yo voy primero. Incluso si muero, creo que el principio es el sonido. Todavía tendréis posibilidades de matarlo. Pero, hagáis lo que hagáis, no entréis nunca en una lucha cuerpo a cuerpo. Ése fue el error que cometieron sus anteriores adversarios, y es como él lo siente.

Miró rápidamente al círculo de rostros que lo rodeaba. Todos asentían.

Ya estaba todo dicho. Se puso en pie y empezó a descender hacia el puente. No miró atrás para ver si lo seguían. Toda su atención estaba puesta en matar a aquella criatura. Si creían que su plan tenía algún mérito o no, no le importaba.

Cuando estaba cerca del claro enfrente del puente, echó a correr. Lo oía, «pop, pot, poot, up, yu, mup», dando fuertes pisotones.

Cuando lo vio salir al descubierto, pegó un chillido que sonó como metal golpeando a metal, algo imposible de emitir una garganta humana. Arturo cruzó el claro en diagonal en vez de dirigirse al puente. La hierba le llegaba hasta las rodillas, y un segundo después de empezar su carrera, se dio cuenta de que corría sobre los muertos. Oía los crujidos de las cajas torácicas y de los huesos largos bajo sus pies. Pero no tenía tiempo para pensar en eso, porque la criatura parecía que volaba directa hacia él, casi sin tocar el suelo.

Apenas tuvo tiempo para lanzar unas boleadoras. Se le enredaron a la criatura en el pecho, en vez de en las piernas, que habría sido mejor. Las piedras y las cuerdas se enredaron alrededor de la coraza que llevaba y la golpearon, hasta que la partieron por la mitad.

La cabeza y los brazos cayeron a un lado agitándose, seguidos de lo que parecían intestinos secos. Las entrañas ennegrecidas y malolientes se esparcieron por la hierba, uniendo las dos mitades del cuerpo. En el otro extremo, las piernas pateaban con furia.

Durante unas décimas de segundo, Arturo quedó paralizado por el asco. Pero no fue más que un segundo, porque tan gruesos como eran los restos, el tronco se dio la vuelta y empezó a gatear hacia las piernas que se retorcían.

Arturo tenía como única esperanza que funcionase la segunda parte de su plan.

Corrió hacia la cabeza y el torso, y cuando estaba a un paso de ellas, lanzó la tea. Cayó sobre la falda de la armadura y los brazos la cogieron. Por un segundo, Arturo pensó que no podía ser cierto.

Se apartó de un salto, y tuvo suerte de hacerlo. El rugido de las llamas casi lo atrapa. Cuando miró las piernas de aquella cosa, Balin y Barba Negra las estaban quemando.

La máscara ennegrecida cayó rodando de la calavera que cubría y quedó tirada en la hierba mirando hacia abajo. Entonces las llamas consumieron lo que parecían los fragmentos de una calavera. Era difícil verlo, porque la intensidad de las llamas era desproporcionada para el combustible que suponían las partes abolladas del guardián del puente. Los restos quemaban como la brea, se le ocurrió a Arturo, como si hubiera algún gas.

«Sí», pensó Arturo. Estuvo a punto de derrotar al monstruo de la meseta cuando su madre y su amante lo habían devuelto a aquel hogar. Recogió la máscara de plata con la punta de un palo y la colgó de un espino que había en el lindero del bosque.

«Tengo que hacer una ofrenda», pensó, sin entender de dónde procedía tal pensamiento. Pero entonces miró el rostro de la mujer, adivinando la sustancia putrefacta de su interior. De repente había encontrado la solución. Era posible, sólo posible, que tuviera algo de ayuda.

Las llamas rápidamente se convirtieron en una pira a manos de los hombres que lo habían seguido. Estaban quemando a los muertos, los restos de los hombres y de los animales que habían muerto a causa de aquel terrible asesino. Los acercaban a rastras de todas partes, el bosque, la pradera, los márgenes del río, la hierba alta. Ardían dos hogueras, separadas por aproximadamente quinientos metros. Las entrañas de aquella cosa seguían en medio, retorcidas, negras, muertas.

Pero se movieron cuando las golpeó con el palo, y sintió su fuerza cuando los restos espantosos trataron de recuperar su poder para arrebatarle la vida. Con un movimiento las recogió con el palo y lo arrojó todo, palo incluido, al fuego.

Las llamas bramaron con más vigor al quemar los restos del monstruo muerto.

Ninguno de los hombres se detuvo hasta que todos los cadáveres de los que había matado la criatura estuvieron envueltos en llamas. La tarde estaba avanzada, aunque el sol seguía alto, cuando finalmente el fuego se extinguió. Pero aún nadie se aventuraba a cruzar el puente.

—Me parece que deberíais recoger el ganado antes de que anochezca —dijo Arturo.

Se había formado un grupo bastante numeroso. Al grupo se habían unido más hombres y unas pocas mujeres de los alrededores. Algunas de las mujeres iban armadas, como los hombres. Otras acompañaban a sus familiares masculinos. Estas últimas encendían fuegos y prepara han comida para los presentes. Pero la mayoría de los hombres permanecía con Arturo a la orilla del río. El nivel del agua era bajo y, excepto en el centro, se podía vadear el río con facilidad.

Las mujeres pescaban en la orilla. No se ayudaban más que con sus manos desnudas. Una mujer daba palmadas en el agua para conducir a los peces a la orilla, y allí otra los cogía por las agallas y los lanzaba a una cesta. Los hombres que rodeaban a Arturo miraban el puente con temor manifiesto.

—¿Y bien? ¿Nos instalamos para disfrutar de una buena cena y nos vamos cuando caiga la noche? —preguntó Arturo.

Barba Negra y Balin tenían expresión de culpabilidad. Ninguno de los dos osaba mirar a Arturo a los ojos.

—Podría ser que los hombres del rey Bade estén guardando el ganado.

Arturo estaba sorprendido.

—No me lo habíais dicho. Nadie habló de soldados humanos.

—No —respondió Balin—. No creíamos que pudiéramos librarnos del guerrero enmascarado. La última vez que atacamos con las hondas nos persiguieron. Tuvimos que huir. Están mucho mejor armados que nosotros.

Arturo resopló lentamente por la nariz.

—¿Por qué no fuisteis tras ellos?

—No sabíamos que se acercaban —contestó Balin.

—¿Por qué no dejasteis a alguien vigilando?

—No se nos ocurrió —murmuró Balin.

—¿Cómo es posible? Os habéis sublevado contra el rey Bade, ¿no es así?

—Ssssiiií —respondió Balin dejando escapar el aire.

Entonces Arturo dijo:

—Es necesario pensar en esas cosas.

Los hombres miraron con nuevas expresiones de culpabilidad.

—No nos hemos sublevado exactamente.

—¿Y qué es lo que habéis hecho entonces?

Los hombres que lo rodeaban parecían avergonzados. Balin no le miró a la cara y murmuró en voz muy baja.

—Somos esclavos huidos.

«Ajá, ése es el meollo de todos sus problemas. La vergüenza. Sí, la vergüenza es poderosa», pensó Arturo.

La máscara de plata captó su atención. Seguía colgada del espino, donde él la había dejado. El espino no estaba en flor, ni a punto de florecer. Lo que colgaba de sus ramas eran frutos maduros. Pero los pétalos blancos y suaves cubrían las ramas, resaltando las hojas verdes, del mismo modo que la niebla blanquecina se posa sobre los bosques en la montaña.

Merlín creía que lo había hecho su prisionero, pero en realidad Arturo había sido llamado a aquel lugar por algún motivo. Una mano más poderosa que la del hechicero había dispuesto los acontecimientos de su vida.

—Yo soy rey. Y he llevado las tres coronas. Es cierto que sólo soy el rey de verano, pues mi padre, Uther, todavía reina. Pero he sido coronado con flores, maíz y bellotas como muestra de mi soberanía sobre el bosque, las praderas y los campos. Aprendí las antiguas leyes de nuestro pueblo sentado en las rodillas de mi padre. La primera obligación de un rey se debe a esa ley. Así que juzguemos vuestro caso.

Se acercó a grandes zancadas al árbol, y cuando se apartó a un lado vio que todos lo habían seguido. No sólo los hombres, sino todos los que estaban en el claro. Incluso las mujeres que estaban pescando dejaron sus cestas y se acercaron al extremo del grupo. La máscara de plata miraba a la multitud por encima del hombro de Arturo.

—Está en flor —dijo Balin señalando el espino.

—La máscara no está profanada, a pesar de la maldad que la rodeaba —dijo Arturo.

Olía el perfume débil y exquisito de las flores, un olor muy puro. Cerró los ojos durante un segundo. Sintió como si unos dedos, suaves como las flores, le acariciaran la mejilla y supo que la que pronto sería su prometida estaba presente. Ella, la de los primeros árboles.

Entonces volvió a abrir los ojos.

—¿Confiaréis en mi criterio?

Él aceptaba la esclavitud. Todos los pueblos que conocía la practicaban. Pero los legisladores habían establecido límites a su práctica y a las circunstancias en las que se podía aplicar a cada individuo. A veces se imponían límites de tiempo y ciertas obligaciones a los amos de los esclavos. Los esclavos tenían derecho a un trato justo, y no podían ser vendidos cuando fueran viejos y ya no sirvieran para el trabajo, sino que había que cuidarlos en la casa como al resto de personas mayores y dependientes.

Las personas que lo rodeaban se miraron unas a otras. Se fue elevando un murmullo de aprobación.

Arturo levantó la mano y pidió silencio.

—La ley dice que sólo hay tres formas de obligar a un hombre o a una mujer a trabajar para otro: como prisioneros de guerra, en compensación por una deuda que no se puede devolver con trabajo o, por último, como castigo por un crimen capital, que normalmente se pagaría con la muerte. Esta pena se puede evitar vendiendo al culpable como esclavo lejos de su pueblo. ¿Algunas de estas circunstancias es aplicable a alguno de vosotros?

El silencio fue absoluto. Arturo oía a lo lejos el murmullo del viento entre los árboles, el suspiro largo y lento del atardecer en el bosque. El curso del río fluía sobre los guijarros cerca de las riberas que titilaban bajo los rayos oblicuos del sol, una franja centelleante y dorada.

Arturo no los miró a la cara, porque sabía que se encontraría con muchas lágrimas. Su mente retrocedió hasta el banquete interrumpido en el que la muchacha de ojos límpidos huyó no se sabía adónde. Tenía la certeza de que muchos de los señores asistentes al banquete iban recolectando a los niños por sus propiedades como si fueran becerros o gallinas, vendiendo a los que sobraban como esclavos. De situaciones así era, en parte, de donde provenían estas gentes. Enviados al rey de verano como un tributo para que trabajasen sus tierras. Daba igual que esa práctica fuese ilegal. Convenía a los poderosos.

Recordó el relato de Eline de los niños acorralados y alejados de sus hogares en manos del hombre de «bonitas ropas». Merlín, si no se equivocaba, o alguno de sus subalternos. A cambio, seguramente el rey Bade aceptó que Arturo estuviera prisionero en la jaula de huesos y, si ese rey se empeñaba en resistir, lo devolvería a su prisión. Entre Merlín, Arturo y aquel rey Bade, fuera quien fuese, no podía estallar más que la guerra.