
CAPÍTULO 8
l camino era difícil, aunque eso no le restaba belleza. De repente volvía a llevar las sandalias tal y como Torc Trywth me las había dado, piel burda sujeta con simples cintas. Las necesitaba.
Era de día, y sabía que me encontraba en una isla porque oía el mar. Pero aparte de eso, no sabía nada más. Niebla y lluvia cubrían la isla. La bruma del mar parecía una nube que se adentraba en la tierra, más que la agradable humedad que refrescaba la costa de Escocia. Está niebla era caliente, húmeda, blanca y cegadora, y a la vez muy luminosa. La lluvia que caía sobre la isla también era caliente como la sangre, y en un momento me empapó el vestido.
Por encima de mí el viento arrastraba la bruma y la lluvia. Vi acantilados, oscuros y escarpados, de piedra volcánica en lo que tomé como la península. No sabía cómo llegar hasta allí, y cuando la niebla volvió a cernirse sobre mí, no sabía qué dirección tomar. El suelo era peligroso, resbaladizo, cubierto de hierba muy fresca, líquenes y musgo. Los arbustos y matorrales de alrededor eran oscuros, con tallos gruesos cubiertos de espinas enormes. Entre las espinas crecían flores.
«Qué extraño», pensé. Me recordaban a las rosas, porque algunas eran rojas (la mayoría oscuras como terciopelo) o blancas con franjas rosadas. Unas pocas, las flores más grandes que jamás había visto, eran de un blanco impoluto. Los estambres y los pistilos, que suelen ser amarillos, eran también blancos; y los pétalos eran de la misma sustancia translúcida que el alabastro.
Hacía calor, ese bochorno que sólo se da en los largos veranos de los pantanos. Empecé a sudar. Las nubes cargadas de humedad que flotaban sobre los arbustos me mojaban la cara. No veía a nadie más, y parecía que era una isla de otro planeta, pues estaba totalmente deshabitada. Rasgué una tira del dobladillo del vestido y me la até por encima de las rodillas, como se hace para marisquear por las aguas poco profundas. Pero antes de que empezara a descender, llegó el pájaro.
Era un poco más pequeño que Magetsky, la cuervo de Maeniel, y no se parecían en nada. Tenía dientes. Le asomaban un poco por la parte de delante del pico, pequeños y afilados como agujas. Dio un chillido, primero como el sonido que hace un serrucho al cortar una tabla, cada vez más agudo, para terminar con suavidad, como el tintineo de una campanilla de plata. Sus plumas se confundían con el follaje de los arbustos, de color marrón apagado o negro.
Sentí un cosquilleo en el brazo derecho y la mano, que después subió hasta el hombro. Extendí el brazo hacia el pájaro y se me posó en la muñeca. Por un momento me pregunté qué me había llevado a hacer eso. No solía ser tan confiada. Había visto a Magetsky atacar a Maeniel en los ojos con aquel pico maldito que tenía cuando se sentía ofendida o simplemente estaba de mal humor. Pero al fin y al cabo él era un lobo, y podía lanzarla por los aires de un zarpazo, convirtiéndola en una bola de plumas revueltas, aturdida y asustada en el suelo, insultándole a gritos un buen rato (algunos de los insultos eran tan obscenos que yo ni siquiera los entendía). Y él simplemente le contestaba algo así como: «Cállate o te doy de comer a los zorros. Aunque tampoco me importaría encargarme de ti yo mismo». Entonces Magetsky volaba a la copa de un árbol y se quedaba allí enfurruñada, hasta que aparecía en escena algo de comida y nos disponíamos a dar buen uso de ella. En ese momento olvidaba por completo la pelea.
Así que no es difícil imaginarse por qué me andaba con especial cuidado con los pájaros. Pero entonces su mente llegó a la mía. No, no podía leer sus pensamientos. Eran demasiado diferentes. Los dragones podían hablarme directamente, y yo percibía sus pensamientos como si fueran palabras. Pero ese ser era… era… Intentar describir experiencias comunicativas de ese tipo no es más que dar palos de ciego. Él no estaba interesado en mi comida; sino que cazaba libélulas, escarabajos, orugas de las lisas y de colores o de las oscuras y peludas, lombrices, caracoles, lagartos, culebras, o incluso peces si conseguía atraparlos.
Era respetable, inteligente, y tenía una familia en un nicho en los acantilados. Cuando extendió las alas, vi que tenía garras en el medio. Observé las que también tenía en las patas, y ésas de las alas, y llegué a la conclusión de que debía de ser un magnífico escalador. No eran garras como las de los halcones, sino suaves, ágiles y con uñas romas. También supe que un amigo le había pedido que le hiciera un favor. Quería llevarme al mar por el camino más corto.
Se lo agradecí de la mejor manera que pude, y extendió las alas y la cola. Ésta era bastante larga para un pájaro, y, al igual que el resto de su cuerpo, parecía de lo más anodina hasta que alzó el vuelo. Entonces percibías toda su belleza. Al volar, desplegadas las alas y extendida la cola, se resaltaban sobre las plumas oscuras el plumaje rojo, naranja y verde azulado irisado. La cola lo equilibraba durante el vuelo y lo ayudaba a escalar. Era rapidísimo, y con las alas y las garras podía cubrir todo un árbol, haciéndose con cualquier tipo de presa en pocos minutos. Lo sé porque lo vi cazar.
—Un momento, pájaro —le dije cuando me di cuenta de que me quería llevar hacia la costa.
Me rasgué otra parte del vestido y empecé a coger todas las flores que podía de entre las espinas.
El pájaro emitió un sonido chirriante, esta vez ya no era un trino.
—Tengo cosas que hacer, cosas de pájaros. No me hagas esperar.
—Sólo un momento, pájaro.
Hizo lo que hacen los pájaros en vez de encogerse de hombros, y se puso a cazar. La rama sobre la que se había posado estaba cargada de flores rojas. Sobre ellas había orugas comiendo, orugas oscuras con puntos anaranjados. Eran muy difíciles de distinguir entre los pinchos puntiagudos, pero él lo lograba, y durante un rato perdió todo su interés en mí mientras se llenaba el buche. La verdad es que era algo digno de ver, su gran cuerpo oscuro acentuado por el arco iris de colores de las plumas primarias, la cola balanceándose mientras subía por los troncos y saltaba de una rama a otra, librando al árbol de los parásitos.
Yo cogía flores, de las blancas. No sabía muy bien por qué, pero de algún modo sabía que eran importantes y poderosas. El aire estaba cargado de su perfume, y ningún insecto las perturbaba. Nada lo hacía. Incluso el pájaro evitaba las cañas colgantes de los arbustos blancos. Arrancaba una flor tras otra, y era consciente de que lograba alcanzarlas entre las espinas únicamente gracias a las marcas curvas y verdes que tenía sobre el brazo derecho. Si un pincho me rozaba, las marcas se levantaban como la armadura azul de mi padre y me protegían de los espinos.
Ya conocéis nuestro arte. Tiene un diseño complicado, interminable y siempre distinto. A veces es puramente abstracto, una serie de círculos, curvas, líneas que se enroscan y retuercen, como los zarcillos de una enredadera sin fin; pero de algún modo parece contener todas las creaciones, desde las estrellas hasta los moluscos. Son diseños cambiantes, que pueden adoptar cualquier forma, representar cualquier ser vivo.
Así eran las marcas sobre mi brazo. Se adaptaban a la forma que necesitaba para protegerme mientras me movía entre los espinos. Al rato, ya tenía la bolsa que había improvisado repleta, y el pájaro regresaba con el buche lleno. Apareció impresionante ante mí, desplegó la cola reluciente, negra, marrón, roja y verde intenso como un precioso abanico, más oscuro por la parte de arriba y como un arco iris por debajo.
—Vamos.
Asentí y lo seguí entre la espesura del bosque, que parecía un laberinto, pues casi no se distinguía ningún sendero. Mientras descendíamos hacia el mar, la lluvia intermitente se convirtió en una molestia constante. Estaba empapada, el vestido me colgaba del cuerpo como un trapo y el agua me bajaba por el cuello y la espalda.
Por el contrario, el pájaro no tenía muchos problemas. Sus plumas estaban recubiertas de algo que me recordaba a las de los patos. Repelían el agua, pero me pareció que hasta él respiró aliviado cuando llegamos a la playa. Tras la cortina de agua, vi en el océano al dragón… esperándome.
Igrane sollozaba, era incapaz de parar.
Merlín no se mostraba demasiado comprensivo con ella. Se paseaba impaciente por la habitación, regañándola.
—Dijiste que habías comprobado que no era más que una mocosa llorona que haría lo que le ordenaras, si se le aplicaba mano dura.
—Y eso creía yo —gemía Igrane—. Nada indicaba lo contrario. No me dio motivos para que pensara otra cosa. Te lo juro. Lo comprobé. —Sus palabras se volvían incoherentes entre tantos lloros.
Arturo entró en la habitación en penumbras.
—Pues parece que vosotros dos estabais equivocados.
Igrane se fue hacia él. Lo rodeó con el brazo y apoyó la cabeza en su pecho, la mejilla pegada a la túnica de seda. Él también la rodeó con el brazo, como si quisiera consolarla, pero la mirada que dedicó a ambos era fría e impenetrable.
—Es mediodía, ¿por qué está a oscuras la habitación?
Merlín soltó una carcajada áspera e impaciente, que más bien parecía un ladrido.
—No creo que tu madre quiera que nadie la vea en ese estado a plena luz del día.
Igrane tenía la respiración entrecortada.
—¡Dios mío! Esa niña horrible podría haberme matado. Podría haberme matado.
—Madre, no creo que ella… —dijo Arturo apartándose de Igrane.
—Mejor cállate. ¿Qué sabes tú de magia? —replicó Igrane con una mezcla de rabia y angustia.
Arturo se apartó aún más, con expresión serena. Un observador imparcial habría dicho que parecía asustado.
—Casi nada —fue su respuesta.
—¡No podíais protegerme! —le gritó, y luego se dirigió a Merlín—. ¡No podíais protegerme! ¿Se puede saber por qué ninguno de los dos hizo nada por ayudarme?
Merlín cometió el error de echarse a reír. Poderosas llamas se elevaron en el hogar del centro de la estancia, y un tronco envuelto en ellas salió volando directo a su cara. Merlín hizo un gesto impaciente, y el tronco se deshizo a medio camino, quedando reducido a un montón de ascuas en el suelo.
—Madre, sólo te quemaste un poco el pelo. Ya volverá a crecer.
—¡Pelo! Pelo. Esto no tiene nada que ver con mi pelo.
—No lo sabe. Enséñaselo —le ordenó Merlín en voz baja.
—¡No! ¡No!
—¡Enséñaselo! —La voz de Merlín, además de haber subido de volumen, era de las que no admiten desobediencia—. Enséñaselo o te dejaré sola con todos tus problemas y tendrás que resolverlos como buenamente puedas.
—No… no puedo —susurró Igrane.
Pero fue corriendo hacia el espejo.
—¡Mira! ¡Mira! Mira mi… deformidad, la causa de mi desesperación.
El espejo empezó a brillar, proyectando sobre el rostro de Igrane una luz blanca muy pálida. Le quedaba muy poco pelo, y ese poco se había vuelto totalmente blanco. Estaba prácticamente desdentada, y tenía las mejillas arrugadas y hundidas. En menos de un día, había pasado de aparentar menos de treinta años a parecer una bruja de por lo menos setenta. La luz del espejo fue perdiendo intensidad, e Igrane cayó de rodillas entre sollozos.
—¿Ya estás contento, Merlín? Me has humillado delante de mi propio hijo, y…
—Querida, mi amor —le contestó Merlín acercándose a ella.
—¡No te burles de mí! —chilló dolorida, pero dejó que Merlín la levantara tomándola de la mano cuando se agachó a su lado.
—No seas tonta, Igrane. —La voz de Merlín era dura, pero se podía vislumbrar algo de amabilidad en ella—. Jamás te he abandonado, y tampoco lo haré ahora. Esta noche. Esta noche hay luna llena.
Arturo se deslizó entre las cortinas de la puerta. Atravesó el jardín, que seguía llamándose el jardín de Vareen, hasta llegar a la balaustrada de mármol, y se puso a contemplar el mar. Tenía dieciséis años, pero sus ojos podían ser los de un hombre de sesenta. Un criado pasaba por allí y se cruzó un segundo con su enigmática mirada, y al momento apartó la vista. Arturo vio que se alejaba temblando. Muchas veces pasaba eso a quienes lo miraban a los ojos después de que hubiera estado con su madre. «Esta noche —pensó recordando las palabras—. Esta noche hay luna llena». Otro criado se acercaba. El rey de verano se volvió y miró fijamente un punto lejano entre las brumas, donde el horizonte y el mar se juntaban.
«No tengo magia. Merlín tenía razón, hay luna llena». Entonces oyó un repiqueteo, y un grito tan alto que podría haberse oído desde el otro extremo de la fortaleza. El rey de invierno, Uther, había llegado. Sólo llevaba con él unos pocos hombres, los que habían hecho el juramento de lealtad. A pesar de ser pocos, eran un grupo peligroso que valía diez veces su número en el campo de batalla. La guardia personal de su padre había jurado formar un muro de acero y cuerpos a su alrededor, sucediera lo que sucediese; y no abandonar el campo de batalla con vida si él había caído, sino intentar matar a un enemigo más y derramar su sangre sobre la tierra sedienta. Hay hombres que saben desde que nacen que son prescindibles. Uther era uno de esos hombres, y también su guardia, y Arturo. Luchaban para vencer. Pero si no era así, no huían.
Arturo quería a su padre, aunque la frase jamás fuera a salirle de los labios. Así que fue a recibirlo al muelle. Cuando Uther lo vio, lo rodeó con el brazo y le dio un beso. Ningún hombre pronunciaría la palabra «amor» en presencia de otro, pero su parentesco les permitía ese ritual, y ambos disfrutaban con él.
—Te dije que no vinieras aquí solo —le susurró Uther en el oído mientras se abrazaban.
—No tenía más remedio. Ya te lo explicaré más tarde —le contestó Arturo en voz baja.
Uther asintió, confiaba en el criterio de su hijo.
—Además, no estoy solo. Cai y Gawain me acompañan.
En ese momento Cai apareció junto a Arturo, e hizo una reverencia gentil ante Uther. Éste le hizo incorporarse y lo abrazó como había hecho con su hijo.
—¿Y Gawain?
Cai y Arturo intercambiaron una mirada que hablaba por sí sola.
—Está con una mujer —dijo Arturo.
—Ella sigue enviándolas —añadió Cai.
Aquel «ella» no hacía referencia a ninguna mujer, sino al espíritu femenino de la isla que el padre de Gawain gobernaba.
Uther se rió entre dientes.
—Ordenaré que preparen un banquete. Madre está… indispuesta.
Uther parecía divertido.
—Vaaaaayaaaa. ¿Qué ha pasado?
—Te lo contaré más tarde —dijo Arturo en voz baja.
Uther asintió.
—La gatita que ella y Merlín trataban de domar sacó las uñas.
—¿Ya lo sabías? Hablo de la muchacha. Se llama… Guynifar —dijo Cai.
—Sí. Y alguien lo suficientemente sensato invocó al pueblo de las luces para que la protegiera. Su ascendencia es oscura, dicen algunos. Está maldita. ¿Sigue aquí?
Arturo sacudió la cabeza.
—No, se ha ido. Escapó.
—¿No querían que se fuera?
—No.
Uther silbó entre los dientes.
—Pues entonces debe de tener las uñas muy afiladas. ¿Tú qué piensas de ella, hijo?
—Me gustó mucho. Madre quería arreglarme un acuerdo con ella. Matrimonio no, pero se le ofrecieron tierras y dinero.
Cai se echó a reír.
—¿Significa eso que no aceptó?
—Yo diría que no. Le quemó el peinado a Igrane, envolvió en llamas al mismísimo Merlín e invocó a Torc Trywth —contestó Cai, y para entonces Uther también reía a grandes carcajadas—. Le dieron permiso para que se fuera.
—Ya me lo imagino. Ya me lo imagino. Pero mi hijo… —dijo Uther secándose los ojos, pero entonces vio la expresión sombría de Arturo.
Reconocía esa expresión. El muchacho no tenía ganas de hablar en ese momento. Oh, no. Ya conocía el árbol genealógico de la joven, y todos los que vivían en la costa estaban enterados de las predicciones de los oráculos, y hasta los campesinos más ignorantes hablaban de ello. Las mujeres de la familia de la muchacha (los hombres no eran más que meros complementos de esas féminas supernaturales) nunca auguraban nada bueno a las familias de los hombres con los que se desposaban. Sí, Riona había sido la esposa de un rey secundario en la historia de Irlanda, tan poco importante que Uther ni siquiera recordaba su nombre. Pero aquel hombre era mucho mayor que ella, y llevaba muchos años muerto cuando Riona concibió a su hija.
La buena reputación de una reina no admitía la promiscuidad. Era inconcebible que yaciera con otro hombre. No se sabía nada de aquel que ella había llamado y seducido para dar a luz a esa hija bastarda. Se dice que cuando Dugald vio a la criatura fue un golpe tan duro para él que estuvo inconsciente durante media hora. Aunque no dudaba que la historia se hubiera ido exagerando con el tiempo, la idea de que aquel bebé se convirtiera en su nuera desconcertaba a Uther.
Arturo estaba anunciando a los hombres de Uther el banquete de bienvenida. Los vítores se oían por todas partes, y el rey de invierno se vio arrastrado hacia la escalera que conducía a la ciudadela.
El banquete se acabó convirtiendo en la francachela alcohólica que Uther se había temido. Las luchas entre los terratenientes de Anglia estallaban sin cesar, y los sajones se habían unido a ellos. Dios santo, aquello había propiciado todo tipo de pillajes. Habían estado allí los últimos tres meses, luchando. Las condiciones en la costa eran miserables. Los piratas habían aprovechado el caos reinante para asaltar las poblaciones de la zona, y entonces los señores del interior habían perseguido a los piratas para ahorcarlos. No sabía muy bien si había logrado sofocar las revueltas, o más bien habían sido la peste y las hambrunas las que habían acabado con las ganas de matarse entre sí de los participantes de los levantamientos. Y ahora esta nueva preocupación. Una mujer de… no, su reputación no era cuestionable, sino alarmante. Alguien echó más ramas verdes al fuego y los vítores comenzaron de nuevo.
La habitación fue quedándose en penumbra a medida que se extinguía el fuego. El hombre que había llevado las hierbas se tambaleaba apoyado en la mesa. Increíble… todavía podía caminar. Uther estaba seguro de que la mayoría de ellos estaban completamente paralizados por culpa del hidromiel y el vapor que salía del hogar. Por lo menos la tercera parte de sus hombres eran sajones, y todos era adictos a aquella sustancia. En Anglia no habían tenido muchas oportunidades de divertirse, así que aprovecharían esa noche al límite.
Marihuana era como la llamaban, y la quemaban en las saunas, sobre todo la resina de aquel hierbajo y sus rudimentarias flores. El efecto que sobre él tenía era que sintiera una legión de insectos sobre la piel, y además le provocaba diarrea. Como tenía que quedarse hasta que el último hombre se retirara, estaba decidido a no llegar a respirar la dosis letal de aquel humo repugnante, para que no se produjeran las reacciones de costumbre. Dios les asista, aquélla era su idea de la diversión, y les deseaba que disfrutaran del banquete. Se lo merecían después de haber pasado los últimos dos meses en aquel infierno.
Miró a Arturo. Parecía que a su hijo tampoco le gustaba la bebida, pues apenas la había probado, y había pasado la mayor parte de la cena hablando con Cai. A Uther le habría gustado poder abordar al muchacho y oír su propia versión de toda aquella historia. Pero era muy reservado con sus asuntos y Uther sabía por qué.
Dios, ¿tenía que pagar el muchacho por sus pecados? Cuando el marido de Igrane se había rebelado contra él, había aceptado el matrimonio como el precio que tenía que pagar por su traición a Gerlos. Ahora la detestaba y tampoco confiaba en su amante, Merlín; en ese punto la historia volvía a repetirse, con Merlín era presa de su propia trampa. Si el druida no lo hubiera apoyado cuando sucedió a su padre, no sabía si habría podido convencer a los nobles romanizados del sur de que lo aceptaran. Como fue así, se vio obligado a acabar con Gerlos en Dumnonia y robarle a su esposa. ¡Cristo! Se estaba mareando con el humo.
Después había dado en adopción al pequeño a la familia de Cai, de su misma tierra. Morgana vivía cerca del mar. Había tenido que arrebatar el niño a la fuerza a Igrane para poder llevarlo con Morgana. Él no era de los que pegan a las mujeres, pero aquel día había sido una pesadilla que lo acompañaría el resto de su vida. Estaba seguro de que Merlín era el responsable, el responsable de los sueños. Había roto la nariz y la mandíbula a Igrane, y sin duda, ahora ella tenía un gran interés personal muy cruel. Así que soportó la tortura de sus pesadillas recurrentes con resignación.
Dios Todopoderoso, de todos modos había merecido la pena. Merlín consiguió convertirse en el tutor del muchacho, pero siempre bajo la mirada atenta de Morgana, y el pueblo de su hermana nunca le había fallado. Sonrió con tristeza al recordar lo que se contaba de las mujeres de aquella familia. Unos cuantos desertores de la legión en Isca Silurum y forajidos armados invadieron su bastión. Pensaron que sería tarea fácil, pues los hombres estaban fuera. Pero las mujeres, aquellas mujeres, hicieron de cada hombre un trofeo, y ahora sus cabezas se balanceaban colgadas de las vigas de las casas. Le habían enseñado unas cuantas en su última visita, y también lo que quedaba de la impedimenta de los legionarios.
Morgana era una sacerdotisa de la diosa de la guerra, cuyo nombre ostentaba. Desde el niño más pequeño al hombre o mujer más anciano, vivían de la agricultura y se dedicaban a la guerra. No lo habían hecho nada mal con Arturo. Uther se había llevado al niño con él cuando fue a luchar contra unos forajidos en venta Icenorum. Los piratas habían desembarcado, masacrado al pueblo y quemado la villa, y se dedicaban a saquear las villas agrícolas vecinas. Él y su guardia personal habían ido a echarlos de allí, el deber de todo rey. El efecto sorpresa se echó a perder cuando uno de los vigías de los piratas escapó a la flecha de su arquero, y pudieron concentrarse en la pradera que había al otro lado de la villa.
Uther no había visto el cauce seco del río a tiempo, porque estaba cubierto con hierba espesa. El suelo era blando como la mantequilla, y su caballo se hundió hasta los espolones. Salió volando por encima de la silla de montar, como si fuera un novato, dando volteretas, y fue a parar a los pies de sus enemigos. No se podía mover, y se le pasó por la cabeza que no quería dejar sin padre a un niño tan pequeño…, cuando un caballo saltó por encima de él y su montura caída. Aterrizó delante de los corta-cabezas que se peleaban por atravesarle la garganta, y su hijo se convirtió en una máquina de matar ante sus propios ojos.
Como el primero de los forajidos estaba demasiado cerca para darle una estocada limpia, Arturo se vio obligado a improvisar. Cortó la cabeza al caballo, y el animal cayó, tirando con él a su jinete. Girando la espada, Arturo le cortó el cuello. El hombre de la izquierda de Uther, que quedaba a la derecha de Arturo, blandía un hacha de guerra. Arturo tiró de las riendas y el caballo se levantó sobre sus patas traseras, con los cascos levantados hacia el cielo, y el hacha erró el golpe. Arturo atravesó la garganta del hombre con su espada, y el filo salió por la parte de detrás de su yelmo de piel.
Aunque seguía en el suelo, contando los segundos de vida que le quedaban, Uther no pudo dejar de admirar la fuerza en la muñeca y en el brazo necesaria para manejar la espada y cortar la cabeza del último guerrero con un corte tan limpio. «Demasiados», pensó Uther. El muchacho era increíble, pero eran demasiados hombres, pues más piratas lo presionaban desde todos los flancos. Pero entonces llegaron Cai y Gawain, y Uther se dio cuenta de que como heredero forzoso, Arturo tenía hombres que le habían jurado lealtad. Cai llevaba una maza, con la cabeza recubierta de plomo y largas púas. Era necesaria la fuerza de un oso para levantarla, pero Cai formaba parte de la orden del Oso, el grupo de guerreros de su tuath; y Uther sabía, pues Morgana se lo había dicho, que con toda seguridad ya se había iniciado en el selecto grupo de hombres y mujeres del Oso.
Uther se había hecho un esguince en la muñeca, se había retorcido la rodilla, había perdido dos dientes y roto uno de los huesos de la mandíbula superior; sin embargo no opinaba que estuviera gravemente herido, y estaba consciente cuando Arturo, Cai y Gawain lo alejaron del campo de batalla. El médico le dio opio para arrancarle la raíz de uno de los dientes, pues del otro no quedaba más que el lugar que había ocupado. El dolor de la mandíbula rota y la molestia adicional de haberse sacado la raíz no le dejaban dormir, y entonces comenzaron los gritos. Despertó a Cai, que compartía con él la tienda.
—¿Qué es eso?
Cai se sacudió la melena negra y espesa con una mano.
—Los prisioneros. Yo quería ahorcarlos, pero Arturo vio lo que habían hecho en el pueblo y se los entregó a sus gentes. La mayoría eran mujeres.
Al otro lado del catre de Cai, Arturo dormía el sueño de los justos. El ruido no le molestaba.
El opio debía de haber surtido efecto, porque cuando Uther volvió a despertarse al amanecer se sentía con fuerzas para montar. Una vez en los caballos, pasaron por la iglesia. La iglesia era de ésas con planta de cruz y muros de piedra. Tenía cuatro puertas. En cada puerta había una piel fresca clavada. Eran pieles humanas.
Uther alzó la vista de la copa. Dios, aquel maldito humo. Apenas podía ver, los ojos le lloraban sin parar. Escudriñó el banco de Arturo y Cai y vio que se habían ido. Más de la mitad de los hombres estaban tendidos sobre los bancos o tirados en el suelo.
Uther dio un suspiro de satisfacción. «Dios. La idea de una cama caliente, suave, limpia y cómoda es más deliciosa que el vino, una mujer o incluso oro, o el trono del poder, todo lo que ansiaba tanto en mi juventud», pensó. Con el cuerpo entumecido, se levantó con dificultad. Media docena de sus hombres, que seguían sobrios, lo acompañaron. Era su rey y jamás debía quedarse solo. Compartían su habitación, velaban su sueño. Cuando llegaron a aquella estancia, lo único que quería era la cama. Los ruidos de sus hombres acomodándose para pasar la noche lo acompañaron mientras se adormecía.
A veces, mucho antes del amanecer, se despertaba con el olor y el sonido del mar. La marea estaba bajando, lo sabía por el sonido de las olas. Había alguien en la habitación.
Durante toda su vida, dormido o despierto, siempre había tenido a pocos milímetros el hacha que Morgana le había dado cuando tenía doce años y se afeitó por primera vez. Era una buena hacha, de cuarenta milímetros de largo. El grueso filo estaba más afilado en la zona más ancha del hacha. Esto hacía que el filo no se rompiese ni se torciese, se enfrentara a lo que se enfrentase. De esta forma la hoja penetraba fácil y rápidamente. En la parte posterior, una parte de la hoja estaba afilada en forma de sierra. Era muy doloroso, difícil y mortífero si se intentaba sacar una vez clavada en la carne.
La empuñadura no tenía nada especial, era de metal y estaba recubierta de piel, para poderla coger con firmeza. El guardamano era largo y estrecho, ligero, pero protegía muy bien los dedos. La metía debajo de la almohada, y el mundo siempre parecía mejor cuando su mano encontraba la empuñadura.
¿Quién diablos habría conseguido pasar entre la guardia? ¿Y cómo demonios lo habría hecho? Uther no dudó ni un segundo que el visitante se trataba de «él». Igrane no se le acercaba desde hacía años, y sólo se admitía a otras mujeres si se las había llamado antes, y últimamente cada vez hacía menos esos llamamientos.
La única luz que alumbraba la habitación venía de un hogar que había en una esquina, y sobre él un agujero de ventilación dejaba pasar la luz de la luna. Una luz plateada y muy tenue alumbraba las ascuas. La sombra se le acercó, y bajo la débil luz distinguió el rostro de su hijo. A Uther le atravesó una profunda tristeza, pero si Arturo quería arrebatarle la vida, así sería. ¿No está la vida de un rey siempre sometida a los deseos de los dioses? Pero el muchacho no iba armado. En realidad sí llevaba armas, pero muy pocas, como si saliese de viaje o a cazar. Lo único que llevaba en las manos era un candil de arcilla. Lo sostenía con una mano, y con la otra lo protegía.
Cuando se encontró con la mirada de su padre, le sonrió y se puso el dedo sobre los labios, pidiéndole que no hiciese ruido.
Uther le devolvió la sonrisa de complicidad sin darse cuenta. Se deslizó fuera de la cama y siguió a su hijo en silencio. Salieron de la habitación y llegaron hasta la escalera. Allí les esperaba Cai, vestido de oscuro, con ropas que no llamaron la atención del rey.
—Se trata de una mujer…
—Una especie de mujer. Estamos espiando a Igrane y a Merlín —dijo Cai.
—Increíble. Nunca pude descubrir nada de su relación.
—Tenemos un informador —dijo Cai.
—Callaos —les interrumpió Arturo.
Se arrodilló ante Uther, y éste se quedó sorprendido, hasta que se dio cuenta de que se estaba atando las polainas.
—Podemos explicártelo por el camino —dijo y bajaron rápidamente los escalones.
Arturo y Cai iban a pie, ofrecieron un caballo a Uther, pero éste lo rechazó.
—Fui miembro de la familia de Morgana —les dijo en voz baja—. Y soy un buen caminante. Puedo seguiros el ritmo sin ningún problema.
Y lo logró, aunque sabía que los dos jóvenes podrían haber avanzado aún más deprisa. Adecuaron su paso al de Uther, para que no se sintiera incómodo. No hicieron más que una parada, cuando Uther no quiso continuar porque había descubierto adónde iban.
—Ese lugar no tiene buena fama, y, además, el mar lo reclama.
—Ya lo sabemos —respondió Arturo—, ¿creías que iban a escoger un lugar agradable y sagrado para practicar su magia negra?
Cai apoyó sus palabras con un gruñido.
Sobre ellos, las nubes se desplazaban veloces, rozando la luna llena. Todo se iluminaba alrededor como si fuera de día, excepto por las sombras pesadas y aterciopeladas, y después se oscurecía, como la última luz que captan los ojos de un moribundo. Arturo y Cai caminaban cada vez más despacio, a medida que se acercaban a la costa.
—¿Habrán empezado ya? —preguntó Arturo a su hermano adoptivo.
—Según Ena, no. Esperarán a que se despeje el cielo, pues si no, no podrán hacer nada. Necesitan la luz de la luna.
Cuando llegaron a la cala, el cielo, bruñido por la brisa marina, empezaba a despejarse. Se ocultaron en el cerro desde el que se dominaban los dos cabos gemelos. Uther no pudo evitar estremecerse de miedo al mirar hacia abajo. La cala le recordó a unos muslos de mujer, y entre ellos nacía un manantial. El cerro en el que se ocultaban podía ser el pecho en el que se protegían.
—Aquí no hay nadie —susurró Uther—. No puedo creer que haya dejado mi cama caliente por esta aventura de niños.
—Claro que están aquí —le contestó Cai—. Señor, el humo de los sajones ha afectado a tu olfato, pero yo los puedo oler.
La vegetación era exuberante, incluso cerca del mar. Había espesos matorrales, acebo y espinos, juncos y aneas en las partes más húmedas. En las zonas que alcanzaba la marea alta crecía el hinojo de mar. Cuando el cielo empezó a clarear, algo que Uther había tomado por una roca se quitó la capa y se metió en la charca que formaba el manantial. Era Merlín. Al principio Uther pensó que estaba desnudo, pero sólo era así de cintura para arriba. Llevaba una guirnalda de ortigas en la cabeza y una piel de ciervo a la cintura sujeta con un cinturón de oro.
—Traedlos —ordenó.
Otras dos figuras envueltas en una capa salieron de las sombras. Uther reconoció a una de ellas. Era Vivian, o la Vivian, una de las Vivians dedicada a ser el «consuelo» del hechicero más importante. El matrimonio le estaba prohibido. No estaba permitido que tuviera descendencia, pero se tenían en cuenta sus necesidades. De ahí la figura de las Vivians. Ella llevaba a alguien atado a una cadena, una sombra que cayó de rodillas ante Merlín.
«¿Igrane? —se preguntó Uther—. No, porque Merlín se está riendo de ella».
—¿Qué? ¿Vergonzoso? ¿A estas alturas? Desnúdale —ordenó Merlín a la Vivían.
Obedeció y bajo la capa oscura apareció un hombre joven que Uther identificó como uno de los guardias personales de Merlín. Estaba temblando.
—No quiero morir —dijo entre sollozos.
—Es natural, nadie quiere; pero no tengas tanto miedo, porque no tiene sentido. Ya hemos hecho esto más veces y no te has muerto, ¿verdad? —le respondió Merlín casi con dulzura.
—No, no, pero estuve a punto.
Merlín se echó a reír.
—No, ni siquiera estuvo cerca.
En ese momento la brisa empezó a soplar con más fuerza, las últimas nubes se alejaron de la luna y la escena se iluminó con gran claridad. El joven arrodillado estaba desnudo. La Vivian le había llevado sujeto por una cadena atada a un enorme anillo en el pene. Era tan grande que hacía imposible cualquier relación sexual normal. Merlín dio una bofetada al muchacho.
—Ya veo que estás muerto de miedo. Si no quieres participar en el rito, puedo encontrar a otro. Si quieres volver a casa, no tienes más que decirlo. Pero pasará bastante tiempo hasta que vuelva a visitarte de nuevo.
—No, no —decía el joven entre lloriqueos—. No. Quiero… quiero sentir… eso… otra vez.
—Entonces no hay problema. Acepta los riesgos y prepárate para mostrar total sumisión ante mis órdenes. Recuerda que no aceptaré más que plena obediencia.
—Sí, sí… mi señor.
—Venga, tiene que sonar un poco más convincente —insistió Merlín.
—Sí, mi señor.
—Muy bien. Túmbate sobre la piedra mirando al mar. Vivian, átale con las tiras de seda, por favor. No queremos que quede ninguna magulladura, ¿verdad?
Vivian ató al joven, y se tomó su tarea tan a conciencia que un par de veces el muchacho se quejó por lo fuerte que hacía los nudos.
—Vamos, cállate; si no, te daré motivos de verdad para que gimotees.
A partir de ese momento, la víctima no emitió ningún sonido más.
Entonces apareció Igrane.
«¿Estaba escondida?», se preguntaba Uther, pues un instante antes sólo estaban en la playa Merlín, Vivian y el joven, y ahora los acompañaba Igrane envuelta en un manto negro. Le cubría todo el cuerpo excepto la cabeza, y Uther notó lo que había envejecido. El poco pelo que le quedaba era completamente blanco, y tenía el rostro surcado de arrugas. No pudo evitar dar un grito ahogado de sorpresa. Miró a Arturo y éste le respondió con aquella expresión fría y opaca que conocía tan bien, acompañada de una extraña sonrisa.
—Ya lo sabías.
Arturo asintió.
Merlín se arrodilló sobre la piedra, detrás de su víctima, y empezó a acariciarlo. El joven se estremecía en un éxtasis de placer. La luna brillaba, y el mar resplandecía como plata antigua. El muchacho suplicaba la liberación final, pero Merlín simplemente reía. La erección del joven era tan tensa que parecía dolorosa. El hechicero ponía mucha atención en no tocar los genitales, parecía esperar algo. Dio un azote suave al muchacho y se alejó en dirección a la charca donde lo aguardaba su Vivian. El joven gemía de dolor. Mirándolo, los tres observadores del cerro no dudaban de que estaba sufriendo. Uther nunca antes había visto a un hombre tan excitado. Tenía el miembro tan grande como el de un caballo.
Por el contrario, Merlín parecía cansado, como si nada de lo que estaba ocurriendo le interesara demasiado. Tenía un aire preocupado y como de estar desempeñando una obligación, como una prostituta cuyo cliente está loco de deseo pero necesita un trato especial para eyacular. El joven siguió sufriendo un tiempo, pero se veía claramente que su deseo empezaba a disminuir. Merlín bebió un trago de una copa que la Vivian le ofrecía y después volvió a su ocupación.
Esta vez el tormento fue aún más cruel. El joven se rindió a la desesperación y el caos. Se agitaba con tanta fuerza que empezó a sangrar por las muñecas y los tobillos, donde las tiras de seda le apretaban. Esta vez Merlín resopló lleno de satisfacción.
Cai se arrastró pegado al suelo y le susurró a Uther en el oído:
—Mira el manantial.
Cuando lo hizo la piel se le puso de gallina. Antes no salía más que un hilo de agua, apenas visible la humedad brillante sobre la arena. Ahora la corriente era constante. El hechicero volvió a detenerse un momento y bebió un trago, sin hacer caso de las sacudidas cada vez más violentas de su muñeco. Volvió a dejar que disminuyera la tumescencia del muchacho antes de empezar a golpearlo otra vez.
Esta vez su esclavo comenzó a gritar.
El hechicero se enfadó. Ninguno de los observadores del cerro vio lo que hizo, pero algo hizo, porque los gritos se dejaron de oír. Más tarde, cuando el hechicero se alejó, pudieron ver por qué. El extremo de las tiras de seda que ataban al cautivo estaban alrededor de su garganta; y, mientras lo miraban, el hechicero las apretaba cada vez más, hasta que el cuerpo del joven se curvó como un arco, las muñecas y los talones unidos sobre la espalda. Y mientras lo hacía, el cuerpo se sacudía en espasmos de lo que parecía un placer inimaginable y el peor de los dolores.
Merlín volvió a reírse.
Uther experimentó horror, asco y admiración al ser testigo de un proceso consumado con tal perfección. El joven se había reducido al flujo incontrolable de sensaciones que el hechicero quería que sintiera. Una pequeña muerte. ¿Qué quedaría o podría quedar de un ser humano después de tal experiencia? El placer abandonó el cuerpo del muchacho después de a saber cuántos espasmos. El agua del manantial salía a borbotones, como una mujer en la agonía de la pasión o el esfuerzo de dar a luz. El esperma del muchacho se mezcló con el agua que bullía. Ya había terminado. Su muerte estaba en manos de Merlín.
Cortó la seda que sujetaba las muñecas y los tobillos del muchacho contra el cuello e hizo rodar su cuerpo, que acabó bocabajo, con el rostro sobre el agua. Después de por lo menos medio minuto, el joven empezó a notar la falta de oxígeno. Unos segundos después, empezó a revolverse intentando soltarse de Merlín, que lo sujetaba por el pelo. Pero éste se arrodilló sobre su espalda y le impedía moverse. Cuando parecía que se recuperaba, Merlín volvía a sumergirle la cabeza en el agua, para seguidamente sacarla y sujetarle la cabeza hacia atrás.
Hasta el cerro llegaban los gritos roncos del joven e incluso la respiración entrecortada.
—Ves, estás vivo. ¿Te habías dado cuenta?
—Sí, sí. Dejad que me levante, por favor, os lo suplico, dejad que me levante.
—Ahora mismo.
Tiró más de la cabeza hacia atrás, y desde el cerro pudieron verle el rostro. En ese momento, con un movimiento del cuchillo que había utilizado para cortar las ligaduras, Merlín le cortó el cuello. Casi lo decapita, y la cabeza y el tronco flotaban mientras los últimos latidos del corazón impulsaban la sangre fuera del cuerpo, mezclada con el riachuelo, que formaba remolinos, convertido en una vorágine.
Entonces ella surgió del agua, humo y coágulos oscuros de sangre. Se acercó a Merlín, ahora le había llegado a él el momento de gritar. Besó al hechicero, y Uther se cubrió la cabeza con los brazos mientras se apretaba contra el suelo. No quería imaginarse a lo que sabrían sus besos, y no quería ver nada más. Su cuerpo parecía de agua, cubierto con las luces que titilan en las mareas de invierno. Su cabello eran serpientes, que se retorcían cayéndole por el cuello y alrededor del rostro, silbando y atacando en todas direcciones. Pero lo más terrorífico era su rostro, el rostro de un ahogado: hinchado, abotargado, sin labios ni nariz.
Uther empezó a murmurar una oración, cuando por sorpresa una mano le tapó la boca.
—Seguramente es una hechicera y te oirá si pronuncias un nombre santo —dijo Cai.
—Tenemos que marcharnos. ¿Lo lograremos? —preguntó Arturo fríamente.
—Espera, sólo un momento —susurró Cai.
De repente parecía que la aparición se derretía, fundiéndose con el cuerpo de Merlín. Igrane empezó a chillar cuando se volvió hacia ella. Ya no quedaba rastro de Merlín, sino un conjunto de cosas que la marea había llevado hasta la costa (redes, tablas, restos de botes, tiras de telas retorcidas y podridas, y algas), pero las serpientes seguían allí. Se retorcían, y llegaban hasta el suelo. Uther vio horrorizado cómo envolvían a Igrane y la picaban una y otra vez.
La aplastaron contra el manantial, entre las aguas oscuras, cerca de los restos del sacrificio que Merlín había ofrecido. La cabeza descansaba a un lado del manantial, que aún borbotaba, el cuerpo al otro. Un escalofrío mortal sacudió a Igrane, y Uther supo que de alguna manera aquella cosa había logrado entrar en su cuerpo.
—Ahora —susurró Cai.
Los tres gatearon lo más rápido que pudieron, hasta que se alejaron lo suficiente para levantarse. Sólo después de haber recorrido varios kilómetros, Uther se dio cuenta de que había dejado atrás a los dos jóvenes.
Cuando cruzaron la puerta, lo primero que hizo fue pegar una bofetada a Cai.
—Tú, tú, canalla sin corazón —chilló la joven—. Pensaba que te habías ido y me habías abandonado aquí con ella, esa bruja asquerosa, que eso es lo que es. —Entonces se dio la vuelta y vio a Arturo y al rey.
Se puso tan pálida como si hubiera visto un fantasma, y cayó de rodillas.
—Oh, Dios mío, Cristo, por todos los santos… oh, Dios, no se me ocurre ni uno solo. Dios Todopoderoso… y tú, rata, ¿cómo me has dejado decir esas cosas delante de su esposo y su hijo? —acabó dirigiéndose a Cai.
—Nosotros no hemos oído nada, ¿verdad, hijo? —dijo Uther. Arturo lo miró y respondió.
—¿Oír qué?
Cai hizo levantarse a la muchacha.
—Ésta es… Ena.
La cogía por la muñeca izquierda, y ella se dispuso a darle otra bofetada con la derecha.
—Ya está bien, te tendrás que conformar con una —dijo Cai. Ella lo miró amenazadora.
—¿Y, si no, qué harás? —le espetó.
Entonces se soltó y se alejó ofendida, hacia el otro extremo de la habitación.
—Está bien, está bien, no te volveré a pegar. Además, tu madre crió a un hijo bien raro. Sólo consigo que me duela a mí la mano.
—Háblales de la reina, Ena —la provocó Cai.
—Es joven. Lo juro, ahora parece más joven que yo. Le ha vuelto a crecer el pelo, le llega hasta la cintura, y… y… quiero irme a casa.
—Tu familia te maltratará. Vete con mi abuela. —Cai se dirigió entonces a Uther—. La he dejado embarazada. Ya habíamos llegado a un buen acuerdo, pero es sajona.
—Y ellos no entienden nada de nada —le interrumpió Ena—. Dirán que soy una mujerzuela.
—Vete con Morgana —insistió Cai—. Ella sí lo entenderá y cuidará de ti.
Ella dio una patada en el suelo y gritó:
—¡¿Qué?! ¿Dejarme al cuidado de esas malditas mujeres de tu pueblo que montan a un hombre tan rápido como a un caballo, y llevan las riendas de los dos con la misma facilidad?
—Morgana no encontraría demasiado halagadora esa descripción —terció Uther suavemente.
Ena se tapó la boca con una mano.
—Oh, Dios mío —salieron las palabras entre los dedos—. Tú… ¿cómo me dejas decir todas esas cosas dónde y cuándo no debo?
—El problema no consiste en ordenar tu discurso, sino en lograr que te calles en un primer momento —le respondió Cai.
Arturo habló con tranquilidad.
—Los sajones no entienden nuestros acuerdos caseros, eso es cierto; pero Cai es mi mejor amigo y un buen partido en cualquier parte del reino, Ena. Tu familia no tendría que disgustarse. Creo que te gustaría Morgana, y me parece que a ella no le molestaría tanto esa descripción que le has dedicado.
—Sobre todo porque contiene una gran parte de verdad —se atrevió a añadir Uther con habilidad.
Ahora Ena sollozaba. Cai cruzó la habitación y la abrazó.
—Sí, ven con nosotros. Vamos a volver allí.
—La reina, ¿cómo ha podido volver a rejuvenecer? —Ena parecía desesperada y asustada al mismo tiempo—. ¿Qué fue lo que viste anoche? ¿Qué hicieron ella y Merlín?
Arturo, Cai y Uther se miraron.
—No te preocupes por eso —dijo Uther, convirtiéndose de repente en el imponente rey de invierno—. Cai, acompáñala a las dependencias de los criados y ayúdala a recoger sus cosas. No la dejes sola, ni ahora ni en todo el tiempo que tardemos en alejarnos lo más posible de Tintagel.
—¿Padre? —preguntó Arturo.
Uther apoyó la mano en su hombro. Algo que le rondaba los límites de la conciencia desde la noche anterior se le acababa de presentar con toda claridad. Entendió por qué Arturo pudo entrar tan silenciosamente en su habitación. Sus hombres eran muy eficientes. Nadie antes había logrado acercársele sigilosamente mientras dormía. La única razón de que Arturo lo consiguiera fue que algún observador creyó que la intención de Arturo era asesinar a su padre. Así que un amable y sutil hechizo le había allanado el camino. La fortaleza debía de estar vigilada por miles de ojos y oídos de Merlín.
—Anoche no fue el final, sino el comienzo, y no quiero que nadie a quien yo quiera o que me haya servido quede a merced de la reina una vez que me haya ido.
Ella se quedó boquiabierta.
—Ni una palabra más, muchacha. Mantén la boca cerrada y haz lo que digo. Salimos dentro de una hora.
Cai le hizo darse la vuelta y salió de la habitación tras ella.
—Arturo —repitió el rey—, haz lo que digo y hazlo ahora mismo.
Arturo hizo una reverencia y después se marchó.
Uther era medio hermano de Morgana, así que su sangre era menos espesa, pero contenía suficiente dosis del poderoso don de la profecía para darse cuenta de que Igrane y el hechicero negro planeaban algo. Algo muy importante. El sacrificio de la noche anterior le había revelado que estaban listos para utilizar los medios más tenebrosos con tal de alcanzar sus objetivos. Uther sabía que debían irse ya, antes de que oscureciera, mientras las dos serpientes permaneciesen inactivas, o, si no, jamás tendrían otra oportunidad.
Arturo se dirigió a sus habitaciones. La estancia era muy austera, y viéndola nadie habría dicho que pertenecía a un rey. Aunque sólo fuera por cortesía, el rey de invierno tenía el poder supremo, y el rey de verano estaba asociado a él. Se había llevado muy pocas cosas a la fortaleza cuando se mudó allí. Tenía algunas ropas lujosas, porque un rey siempre tiene que aparecer magnífico ante sus súbditos. Pero el resto de los objetos que se veían en la habitación eran sus armas: arcos y lanzas de jabalí para la caza cubrían los muros, una maza como la de Cai (también para manejar ésta se necesitaba la fuerza de un oso), unas cuantas picas y dos valiosísimas espadas antiguas.
Se detuvo. Por un momento, se sintió extraño. Después entendió por qué.
Estaba solo.
Son raras las veces que las personas se quedan solas. Y los hombres de su rango, casi nunca. La guardia personal de su padre siempre estaba en su campo de visión, aunque a veces no pudiera llegar a oírlos. Sus vidas dependían de Uther, habían jurado luchar a su lado en el campo de batalla, morir uno a uno antes que dejar que el rey cayera. Y caerían heridos por una flecha o una lanza, pero morirían antes que regresar del campo de batalla sin él.
Cai y Gawain habían hecho una promesa similar a Arturo cuando éste fue coronado rey de verano. ¿Por qué no estaban allí? Cai estaba con Ena, su padre se lo había ordenado; sin embargo, Gawain o uno de los guardaespaldas de su padre deberían haberlo acompañado a sus habitaciones.
«¡Da la vuelta y corre!», le advertía algo en su interior.
«¡Corre!».
No. Se negaba a caer presa del terror en sus propios aposentos.
Pero se daría prisa. Únicamente cogería las dos espadas, una la llevaría en el cinto y la otra, la más larga, cruzada a la espalda. Cogió el cinto de la más corta para ponérselo.
Algo le picó ferozmente, una picadura muy dolorosa. Volvió la cabeza y miró hacia el suelo. La serpiente estaba herida, pero todavía tenía fuerzas para atacar. Le clavó los colmillos en el dorso de la mano hasta las encías. Arturo sacó su cuchillo. Tenía una oportunidad, si el veneno todavía no se le había metido en la carne, podía clavar el cuchillo en el paladar de la serpiente y tirar hacia arriba, y así liberarse antes de recibir la dosis mortal. Pero mientras desenfundaba el filo se dio cuenta de que aquél no era un animal normal. Una serpiente puede ser un ser aterrador, pero, al fin y al cabo, es una criatura de Dios. Pero aquélla no. Tenía su pelo y su maldad, era una mensajera de la oscuridad. Vio manar la sangre donde antes había estado la cabeza del animal.
El veneno había empezado a paralizarlo, pero estaba dispuesto a luchar hasta el final. Intentó defenderse con el cuchillo, pero no podía mover el brazo, y de repente se encontró con los ojos de Merlín. Éste lucía una extraña sonrisa.
Entonces, mientras lo observaba, Merlín presionó la cabeza de la serpiente con un dedo hasta que el resto del veneno se le introdujo en el cuerpo.
Y eso fue lo último que el rey de verano vio o sintió por mucho tiempo.
Uther y sus hombres esperaron sólo el tiempo justo para que Arturo y el resto se unieran a ellos. Cai llegó el primero, acompañado de Ena, que todavía rezongaba. El rey partió tan pronto como les vio cruzar el camino elevado que conducía a la costa. Siempre lo seguían de cerca media docena de sus hombres. El resto los siguió, serpenteando por el camino a través del bosque con Arturo, Gawain y Cai a la cola.
El rey marcaba un ritmo muy rápido, casi imposible de seguir por aquel sendero angosto y enlodado. El cielo estaba cubierto, y de vez en cuando una llovizna caía sobre el grupo.
Arturo permanecía callado. Gawain tampoco hablaba y lucía una gran sonrisa.
«Debía de ser especialmente guapa», pensó Cai.
Gawain tenía veintitrés años y cuatro hijos bastardos que él supiera. Casado o no, estaba comenzando a formar una gran familia. Su padre, de las Islas Ouster, estaba enormemente orgulloso de su hijo, igual que su madre. Su pueblo raras veces llegaba a acuerdos matrimoniales. La mayoría de ellos eran marinos. El matrimonio no era más que un estorbo para aquel pueblo atrevido. No se puede esperar de hombres y mujeres que se pasan separados largos períodos de tiempo que sean cónyuges tan devotos como aquellos que pasan día y noche juntos. El rey Lot había estado casado con una de sus tías durante diecisiete años, pero en ese tiempo dudaba de que hubieran llegado a pasar seis meses juntos.
Gawain había sido concebido tras la visita de seis meses de su madre a la Isla de las Mujeres, un lugar realmente extraño. La mayor de las sacerdotisas, la Scathatch, había dicho a Morguse que tendría un hijo de la Reina de la Luz. Ésta, al igual que Dis Pater, el Señor de los Muertos, a veces dedicaba sus atenciones a otras criaturas. Y en esta ocasión, un pigargo vocinglero gigante había alzado a Morguse hasta lo alto de un risco y el apareamiento había tenido lugar en el aire, entre las nubes, sobre el océano.
Cai no sabía qué pensar de esa historia. Cuando le preguntó a su abuela Morgana, ésta le respondió con un bonito poema sobre una doncella alzada por los cielos por un pájaro como ése, y la culminación de su pasión mientras flotaban entre el cielo y la tierra, las nubes y el mar.
Cuando se está lo suficientemente alto, uno no se cae, sino que vuela, y el deseo nubla cualquier emoción que no sea la dulce inquietud de un cuerpo enredado en otro. En el poema, el pájaro llevaba en sus entrañas una lanceta de los colores brillantes del arco iris, y el miedo de la mujer se iba transformando en un éxtasis cautivador mientras se unían, un éxtasis que latía cada vez más hasta que la reina casi muere a causa del fuego divino del pájaro que consumía su cuerpo. La depositó, saciada y débil, sobre la hierba aterciopelada que crecía junto a un manantial, en el corazón de la Isla de las Mujeres.
Su marido acudió de inmediato, y la ciudadela del útero en llamas recibió su arcilla mortal, y el niño fue traído desde la nada hasta la existencia. Nueve meses después, nació Gawain.
Las mujeres iban hacia él como los gatos a la nébeda. Se retorcían ante él como leonas en celo, y absorbían su vitalidad, vigor y virilidad como la tierra absorbe la lluvia tras una larga sequía. Lo adoraban desde lejos y desde cerca, del derecho y del revés, de día y de noche. Él recibía a todas sus visitas con gran cortesía y un excelente buen humor.
Y frecuentemente un Cai consumido por los celos odiaba el aire que respiraba y el suelo que pisaba. Pero Gawain era tan afable, amable y bueno en todo lo que hacía, que nadie (por supuesto, tampoco ninguna de sus numerosas amantes) lograba permanecer enfadado con él demasiado tiempo.
Así que se le perdonaban cosas por las que otros hombres pagarían con la vida al momento. Caminaba bajo la belleza dorada de la protección de la diosa.
Ena estaba asustada, e interrumpía constantemente los pensamientos de Cai con preguntas quejumbrosas: «¿Adónde vamos?», «¿Por qué vamos tan rápido?», «No sé si podré seguir», «¿Cuándo llegaremos?», «¿No vamos a ir más despacio?», «¿Por qué no me contestas?».
Cai se echó a reír.
—Demasiadas cosas a la vez. Escoge sólo una.
—Oh, Dios mío, los britanos sois terribles. Nunca consigo una respuesta clara de vosotros. Mi madre me dijo… Ella ya me advirtió…
—Mi amor. Puedo aguantar a tu madre, dos tías y una prima. Todas tienen algo que decir sobre todo, por lo menos si tú estás para escucharlas. ¿Pero no tienes miedo de perderte tú misma entre esa multitud?
Estas palabras callaron a Ena un rato, mientras lograba encontrar una buena respuesta. Entonces empezó a lloriquear.
—Así que ahora no puedo hablarte de mi familia. ¿No te da vergüenza ser un tirano?
—Y otra pregunta más. Espera un momento, recapitulemos. Con Morgana. Porque Uther quiere que nos alejemos lo máximo posible de Tintagel. Sí que podrás seguir, de hecho, lo estás haciendo. Llegaremos dentro de poco. Y pronto iremos más despacio porque los caballos no podrán aguantar este ritmo mucho más. Ya te he respondido, y no, no me da vergüenza.
Ena tenía que encontrar respuesta también a esto, así que se quedó callada otro rato.
Empezaron a ir más despacio, porque a medida que se alejaban de Cintagel el camino se hacía más difícil. Cuanto más se adentraban en el bosque, la niebla se hacía más espesa entre los árboles, impidiendo que pasara la luz y haciendo difícil la visibilidad.
Cai frenó a su caballo y se puso a la par de Ena. Gawain ganó posiciones desde la cola y se colocó tras él.
—Esto no me gusta nada —dijo frunciendo el entrecejo—. Apesta a magia por todas partes.
Ena estaba pálida, tiró de las riendas de su caballo y empezó a ir más despacio.
—No, Ena —le dijo Cai—. Sigue.
—No podemos seguir avanzando a esa velocidad —contestó ella—. Prácticamente no se ve nada.
De hecho, la guardia personal de Uther también estaba bajando el ritmo. La niebla cada vez era más espesa.
—¿Qué quieres decir con «magia»? —le preguntó Ena a Gawain.
—Comenzamos a cabalgar una mañana clara, y ahora la oscuridad se cierne sobre nosotros. Eso no es natural.
—En eso consiste la magia —dijo Ena—. Una traición a nuestras expectativas, a las cosas de las que depende nuestra vida. Cuando llega la magia, el fuego es frío, el agua quema, los viejos son jóvenes, los jóvenes…
Casi se había detenido. La niebla ya no dejaba ver nada, y Ella dejó de hablar cuando los tres oyeron el ruido de unos cascos avanzando tras ellos.
—Ése debe de ser Arturo —dijo Cai.
—¿Seguro? —preguntó Gawain.
—¿Quién, si no? —intervino Ena.
El rostro de la muchacha estaba pálido. Su larga cabellera rubia parecía más oscura por la humedad, y le colgaba en mechones mojados a cada lado del rostro y por la espalda.
—Ya no veo nada delante de mí —dijo Cai.
Los caballos se habían vuelto a poner en marcha.
—Tampoco se oye a los demás —susurró Ella—. Nos hemos debido de separar del resto sin darnos cuenta.
La niebla era un muro blanco e impenetrable que los envolvía. Los árboles, los arbustos, e incluso el sendero húmedo y enlodado que seguían eran casi imposibles de ver entre el vapor.
El caballo de Arturo entró en su campo de visión, con una figura sobre la silla de montar. Vestía las ropas del rey de verano, con el dragón bordado sobre la pesada dalmática.
«¿Por qué ahora, para viajar?», pensó Cai. Las ropas reales podían ser apropiadas para un banquete o algún asunto de estado, pero no para un bosque enlodado. No.
Gawain, Cai y Ena dirigieron sus caballos hacia los bordes de hierba del camino. El semental de Arturo, todavía al trote, los alcanzó y empezó a adelantarlos.
Cai dio un suspiro de alivio al ver las manos pálidas que sujetaban las riendas. Eso fue todo lo que pudo ver, pues la capucha de la dalmática estaba subida.
—Mi señor… —dijo.
La figura a caballo no respondió a su llamada.
Ena iba un poco por delante de Cai.
—Mi señor —repitió ella, y extendió la mano.
Rozó con los dedos la manga de las ropas de Arturo.
Eso fue todo.
El semental redujo la velocidad. La figura que lo montaba se dio la vuelta hacia el trío expectante.
Cai sintió que el terror se apoderaba de él cuando vio en el rostro de su amigo las cuencas vacías de una calavera.
—Arturo —susurró.
Pero en ese momento empezó a disolverse. Por cada pliegue de las ropas caía arena, hasta que la calavera amarillenta que se apoyaba sobre el cuello de palos cayó rodando a un charco a los pies del caballo.
Gawain saltó de su montura. Pegó patadas a los restos: palos, huesos, arena, hojas secas y la vieja calavera.
Cai lo siguió e hizo bajar a Ena de su caballo.
—Está muerto —murmuró, mirando la calavera.
—¡No! ¡No! —gritó Gawain.
Cuando Gawain percibía la realidad, sus sentidos iban más allá que los de sus compañeros. Ése es un don que todos compartimos en cierta medida, el saber dónde estamos respecto al tiempo, el espacio, los objetos inanimados y el resto de los seres vivos. Pero su don se veía realzado por sus sobrenaturales antepasados. Cuando se acercaba a alguien, hombre o mujer, podía decir lo que sentían y, a veces, qué estaban pensando. Con sólo rozar el rostro de una mujer con la punta de los dedos podía saber cómo llevarla al éxtasis más estremecedor. Era igual de efectivo a la hora de apagar la furia y la envidia de los hombres, consiguiendo gustarles y que obedecieran a todas sus peticiones y órdenes.
Se arrodilló, cogió un puñado de la arena que había formado las extremidades de la figura y dejó que se le escurriera entre los dedos. El sentido de que algo estaba mal era palpable. La niebla que los envolvía se hacía más densa por momentos. Notó que un zarcillo le rozaba la manga.
La niebla real es húmeda y fresca. Pero ni humedad ni frescura estaban presentes en aquellas brumas. Por el contrario, sentía el bochorno mortal, la primera señal de que la muerte está presente.
Aquel vapor absorbía la vitalidad de todo lo que tocaba. Los árboles se doblaban bajo su peso, en vez de refrescarse como sucede con la niebla real. Daba a las hojas y al tronco el brillo plateado de la escarcha invernal. Gawain sabía que primero mataría la vegetación que los rodeaba, a continuación a los moradores del bosque, encerrándolos en aquel abrazo de hielo hasta arrebatar todo el calor de sus cuerpos en medio de un silencio gélido. Ya estaba atacando a los humanos reunidos alrededor de aquella parodia malvada de la vida, haciéndolos vulnerables mediante el dolor.
Los pájaros eran las criaturas de su madre. No de su madre humana, sino de la otra. Recordaba cómo la vio por primera vez, entre las alas desplegadas de un pájaro que alzaba el vuelo entre sus ojos y el sol. Cada pluma se perfilaba claramente; cada una, una estructura maravillosa que concedía el vuelo al pájaro. Una belleza translúcida, un diseño ordenado que refulgía bajo los rayos del sol que brillaban entre ellos.
«¡Madre! ¡Madre! ¡Respóndeme! ¡Ayúdame!». Y lo hizo.
—No —dijo Gawain—. Él… esa cosa… nunca estuvo viva. Sólo era un espectro… que pretendía engañarnos durante algún tiempo.
Cai se volvió hacia Ena. La expresión de terror que paralizaba el rostro de la muchacha era terrorífica.
—¿Qué he hecho? —susurró.
—Nada —le aseguró Gawain—, nada. Esa cosa se acabaría deshaciendo de todas maneras en poco tiempo. Tu roce rompió el hechizo que sostenía todas las partes.
—¿Qué he hecho? —volvió a preguntar Ena, como si no le hubiera oído.
—¡Cai! ¡Bésala!
—¿Qué? —preguntó Cai casi de forma estúpida.
—Que la beses. Está en peligro. El hechizo saltó del espectro hasta su mente. Esa cosa era… era… una trampa. Se suponía que uno de nosotros caería, pero en vez de eso la atrapó a ella. Bésala, por lo que más quieras. Si la quieres, bésala.
Cai atrajo el cuerpo de Ena hacia él y apretó sus labios contra los de ella.
La soltó, mientras sentía miles de insectos diminutos recorriéndole el cuerpo.
—¡No! Sólo es un juego entre vosotros, hombres —gritó Ena.
—Esto no es ningún juego —dijo Cai, cogiéndola en brazos y llevándola entre los árboles cubiertos de niebla.
Comenzaba a levantarse viento. La echó sobre una mata espesa de helechos, lejos de la vista del sendero.
—Te quiero —dijo Cai en un gruñido.
—¡Sí! ¡Sí! —decía Ena entre jadeos—. ¡Oh, sí! Huelo el mar. Dios mío, cómo bate contra las rocas a medianoche.
Tenía agua salada en la boca y le sangraban los labios. Se los había mordido movido por la ferocidad de su deseo. El viento cada vez soplaba con más fuerza, arrastrando la niebla a jirones.
Los gritos llegaban hasta Gawain, que permanecía en el sendero, mirando los restos del íncubo de Merlín y sujetando con fuerza las riendas de los asustados caballos. Los gritos humanos y los de los habitantes del bosque, árboles gigantescos que gemían y sollozaban entre el viento.
Sonrió, una sonrisa lúgubre. Cai y Ena le estaban tirando a Merlín su hechicería a la cara.
Ahora estaban unidos en un solo cuerpo, el bosque alrededor daba gritos de pasión que se juntaban con los suyos. Cai introdujo su lengua casi hasta la garganta de Ena. Sus muslos se abrieron como nunca Cai había sentido antes, húmedos, calientes, rebosantes de deseo.
—¡Dentro! ¡Dentro! Te quiero entero para mí. Sólo para mí.
Cai echó la cabeza para atrás mientras los fortísimos espasmos del clímax sacudían su cuerpo. Sintió que las uñas de la muchacha se le clavaban en las nalgas, y el leve dolor que eso le producía le llevaba a alturas aún más embriagadoras. De él salió un grito más animal que humano.
A continuación gritó ella, parecía que su propio deseo la consumía. Y todo terminó con el sol sobre la espalda desnuda de Cai y reflejado en los ojos de Ena, los rayos colándose por el dosel que formaban los árboles.
Alrededor, los matorrales rebosaban con la belleza de los trinos, de los pájaros y la brisa estival.
—Lo tienen —le dijo Gawain a Uther.
Uther dio un puntapié a la arena, las ropas y la calavera apiladas sobre el camino. De los otros cuatro, sólo Gawain osaba mirar al rey a los ojos.
La expresión de Uther era dura como el hielo.
—¿Desde cuándo?
—Seguramente desde antes de que dejásemos Tintagel —respondió Gawain—. Esta cosa… —señaló hacia los restos en el camino—, es como si sólo quisieran tenernos engañados un tiempo.
Ena cerró los ojos. Posó su mano sobre el vientre, donde estaba el niño. «Puedo alegar que estoy embarazada —pensó mirando a Cai—. Aunque no servirá de mucho. No sería extraño que ahorcase al padre delante de la madre y de su propio hijo. Hay una posibilidad de que los dos hombres se salven. Uther no querrá ofender a su propia familia o romper la alianza con el rey de las Islas Ouster, el padre de Gawain, Lot».
—Lo dejé solo para estar con Ena.
Gawain cerró los ojos.
—Y yo para entretenerme con una mujer.
—Sí —dijo Uther—, y yo tenía setenta hombres valientes a mi disposición. Y lo dejé ir solo a sus habitaciones. Vamos a intentar no buscar culpables.
Uther notó cierta relajación en los tres. Habían temido tener que enfrentarse a la furia desatada e irracional de un rey.
Y no era que no sintiera esa furia en su interior. Pero nunca habría llegado a ser rey de los britanos si no hubiera sabido controlar sus emociones, y no habría ostentado el poder tanto tiempo si se hubiera dejado llevar por la crueldad autodestructiva.
Aquellos tres querían al muchacho tanto como él. «Sí», pensó, dándose la vuelta. Le gustaría ahorcar, o, mejor aún, quemar y crucificar a alguien, o incluso a muchos «alguienes». Pero la verdad era que ese «alguien» no incluía al nieto de su hermana o a un príncipe de la nobleza como Gawain.
Y en cuanto a la muchacha… ¡Dios mío! También podría ahorcar al caballo del propio Arturo. El animal estaba junto a los restos, desconcertado entre tantos humanos reunidos.
—No sé si te servirá de ayuda, mi señor, pero creo que lograron engañarnos a todos. No me entra en la cabeza que todos fuéramos tan descuidados, todos a la vez… al menos no por casualidad.
Uther miró a Gawain.
—A veces —continuó Gawain—, la magia es más poderosa cuanto menos llamativa es.
Uther recordó a Gerlos mucho tiempo atrás, desesperado por la traición de Igrane. Entonces él había utilizado a Merlín para acabar con el rey de Dumnonia. De alguna manera, Gerlos se había enterado rápidamente de que el Pendragon había yacido con ella. Con el tiempo, Uther se había sentido responsable de la desesperación y el suicidio de Gerlos. Ahora estaba seguro de que Merlín se había encargado de hacer llegar a Gerlos el rumor de la traición de Igrane.
—De lo último que pecaré en este momento será de precipitación o de temeridad. Habla —dijo Uther volviéndose hacia Gawain—. Tú sabes más de magia que ninguno de nosotros, Halcón de Mayo. ¿Qué opinas?
—Seguramente ya no está, me refiero a Arturo, en Tintagel. Lo habrán llevado a otro lugar. Los piratas sajones que saquean nuestras costas están en deuda con Merlín, una gran deuda. Tal vez Arturo esté en sus manos para que lo lleven a sabe Dios dónde. Si regresas a Tintagel, creo que te encontrarás el puente levadizo levantado contra ti; y muchos de tus valientes hombres morirán intentando conseguir que entres, si es que lo logran. La guardia personal de Merlin estará dispuesta a morir con tal de impedir tu entrada. Y seguramente, si vencéis, la reina y su amante ya habrán huido.
Uther asintió. Reflexionaba. «No debería hacer nada, al menos por el momento». A veces no hacer nada es lo más difícil. «Tengo que hablar con Morgana en las antiguas tierras de Siluros, o Gales, como las llaman esos malditos sajones. Típico de su arrogancia, llamar a estas tierras milenarias con nombres extranjeros».
Antes que los romanos, los siluros, su pueblo, habían comenzado a participar en la vida de las mayores ciudades y mercados del mundo. Pero cuando llegaron los romanos, se retiraron a sus bosques. Las praderas de los montes ofrecían buen pasto en verano para el ganado, las ovejas y los caballos. Los valles estaban cubiertos de bosques a veces impenetrables. Las tribus se movían por ellos, hacían claros para plantar sus cultivos y después, rápidamente, se marchaban en cuanto los romanos se convertían en una molestia demasiado pesada, si es que eso sucedía.
Los romanos exigían tributos. Como no conocían mucho a los pueblos, no sabían cuánto podían pedir. El resultado fue que no consiguieron casi nada. Y los siluros organizaron sus costumbres de manera que pudieran evitar la conquista y la explotación de la que otras tribus habían sido víctimas.
Todos los siluros tenían tres amores, tres identidades: su familia, su tribu y su sociedad guerrera, ya fueran hombre o mujer.
Halcón de Mayo, Gawain, pertenecía al pueblo del Halcón, nacido, como se creía, de la unión de su madre y un halcón. Pero había más, muchas más.
Arturo el Oso. Morgana (sí, Morgana), un Búho. Cai, la Foca. La mayoría pertenecían a más de una sociedad, y habían sido iniciados en todas ellas. Las sociedades unían a un pueblo que, de lo contrario, habría estado muy dividido; ya que trascendían las clases, familias y tribus, siendo organizaciones puramente adoptivas. Y aceptaban tanto a hombres como a mujeres.
Cómo odiaba la iglesia eso, y Uther había sido víctima más de una vez de los sermones de clérigos que querían que arrebatara a las mujeres el derecho a llevar armas. Pero él daba la espalda a tal idea. No quería enfurecer a su pueblo, y además, más de una vez las valientes mujeres de los siluros habían supuesto la diferencia entre la victoria y la derrota.
Uther se alejó de los demás con Gawain.
—¿Cuántos señores de la naturaleza te acogen en sus moradas?
—Todos. Soy uno de los hombres que ha hecho juramento de lealtad al rey de verano, y él es muy querido. Morgana vio cómo todos lo festejaban.
—Sé prudente —le susurró Uther.
—Nadie lo será más —acordó Gawain.
—Márchate y corre la voz.
Gawain asintió.
—Pídeles que estén preparados para mi llamada. Gawain volvió a asentir.
—Prevenles de que no deben hacer nada si yo no lo ordeno —continuó Uther—. Pero que no duden que cortaré la cabeza a ese nigromante asqueroso y a su amante, si consigo dar con ellos… pero no creo que tenga tanta suerte. Esa pareja sabrá cómo mantenerse alejada de mí, o aparentar que me son leales.
Uther apretaba con tanta fuerza el hombro de Gawain que éste, robusto como era, no pudo evitar estremecerse.
—Lo siento. Te ruego que me disculpes.
—No hacen falta las disculpas —respondió Gawain.
—En cuanto a mí, iré a hablar con Morgana. ¡Quiero a ese cabrón de Merlín muerto! Y ella sabrá mejor que nadie cómo conseguirlo.
—Mi señor —dijo Gawain en voz baja ante el tormento que vio en los ojos de Uther—, no creo que lo maten. No creo que se molesten. Cuando asesinaron a Vortigen, Merlín estaba seguro de que los sajones se impondrían. Pero no fue así. La realidad fue que se vieron obligados a huir en bandadas. Lo que necesitan es un rey que los domine, y gracias a tus artificios, Arturo es el único heredero.
—¿Cómo supiste que fue intencionado?
—¿Es que soy tonto? Renunciaste al lecho de la reina y, desde que Arturo fue acogido por la familia de Morgana, no yaciste con ninguna mujer que pudiera reclamar el derecho de su hijo al trono. Todas damas de lo más agradable, no lo dudo, pero de clase social muy baja.
—Sí, todas ellas, e hice todo lo que pude porque ninguna quedara embarazada. Es eso lo único que protege a Arturo en este momento. Pero Dios lo asista, eso no lo protege del tipo de dolor que esos dos diablos le causarán, que seguramente ya le están infligiendo.
De nuevo Gawain se estremeció bajo la fuerza de Uther.
—Mi señor, los vénetos navegan a lo largo de toda la costa para comerciar y conseguir madera. Las palabras de los señores de los bosques asustarán a esos dos, como poco.
—Puedes intentarlo. Puede que eso ayude a mi hijo y haga que ese par de gusanos se lo piense dos veces antes de cometer las peores atrocidades. Vete ya, y que Dios te acompañe.