
CAPÍTULO 4
uando cumplí los trece años, la respuesta de Cymry fue otra.
Había sido un invierno duro, un año duro, si me paro a pensarlo desde el presente. Tuvimos una primavera larga y seca, algo muy poco habitual por estas tierras, y cuando los cultivos ya estaban echados a perder por la sequía, se puso a llover sin descanso, inundándolos completamente. Ganarse la vida trabajando la tierra puede ser una condena a veces. No puedo ni imaginarme cómo lo lograban aquellos que vivían en tierras romanas. Maeniel decía que muchas veces no lo conseguían, tenían que vender sus hijos a los comerciantes de esclavos, se morían de hambre y finalmente abandonaban sus hogares para escapar de los recaudadores de impuestos. Les abrumaba el coste de las legiones y la presión de un gobierno que cada año hacía menos por ellos, pues estaba en manos de los terratenientes más poderosos, que no tenían que pagar impuestos y no se preocupaban en absoluto por los pequeños agricultores que trabajaban sus propias tierras.
Maeniel y Dugald discutían constantemente sobre ese tema. Según el primero, el camino a Roma era el camino a la ruina; mientras que Dugald defendía que era la culminación de miles de años de civilización, nacida en el este y difundida por el pueblo de Kyra hacia Occidente, que había construido las magníficas cámaras mortuorias de la Galia Armoricana e Irlanda. Cuando Kyra y yo empezábamos a quejarnos, madre se tapaba las orejas con las patas y Zarpa Negra gemía y se iba de la casa, y luego los dos se volvían hacia mí y el resto, y me sermoneaban que debía aprender política, pues algún día sería reina.
—¡Ja! ¿Qué es lo que voy a gobernar en este rincón perdido del mundo? —les contestaba yo.
Además, me gustaban las cosas justo como estaban. Dugald me hacía callar y me decía que tuviera paciencia. La situación en el sur se había calmado un poco. Los barcos de los comerciantes volvían a hacer sus rutas, uno de ellos atracó muy cerca de nosotros, y la tripulación nos puso al corriente de todas las novedades que sucedían en el mundo. De lo que más se hablaba era del hijo de Pendragon, educado por Merlín. Se decía que llegaría a ser gran rey, e incluso los sajones lo apoyaban.
Bajé al puerto cercano al cabo en el que había tenido lugar la batalla, y subimos al barco para admirar las joyas y especias que se mostraban sobre cubierta para su venta. A veces también había libros, papel e instrumentos de escritura. Cuando Dugald encontraba esas cosas las compraba, yo nunca me interesaba por las joyas o las armas.
Gray me hizo un hacha, de un solo filo, como las que utilizan los frisones. Tenía aproximadamente veinticinco centímetros de longitud, y estaba forjada en una sola pieza, la espiga y el filo. La empuñadura estaba recubierta de alambre, y sobre él piel. Desde los diez años ya tenía mi propia lanza. Hacía poco que el Vigilante Gris me había dado un arco que, como él mismo me explicó, era como los que utilizaban los soldados de caballería de las tropas romanas. Así que no tenía necesidad de más armas por el momento.
En ese barco en concreto no había libros. Había mucha gente a bordo, entre ellos Issa, que convencía a su padre y a Bain para que le compraran otro collar, esta vez de oro. Gray también estaba allí, regateando con el capitán el precio de un saco lleno de hierros. Las cosas se estaban complicando, porque Gray estaba decidido a no pagar el precio que el hombre le pedía, y el capitán no admitía más negociaciones.
Un joven de la tripulación se dirigió a mí.
—¿No te interesa ninguna joya? —me preguntó, aparentemente de la manera más casual.
Me reí.
—No me lo podría permitir, no tengo dinero. Sólo acompaño a Kyra.
Kyra regateaba con un hombre de aspecto envejecido y barba negra que cada vez hacía gestos más teatrales.
—¿La tuerta?
—Sí.
—¿Es tu madre?
—No, mi madre murió hace mucho.
—Ya me lo imaginaba. Ella es muy morena y tú muy rubia. Tus cabellos son tan rubios que son casi blancos. No había vuelto a ver a nadie tan rubio desde que dejé mi tierra. Aquí la mayoría son morenos, y si no, pelirrojos. Pero tú, tú eres preciosa.
—Gracias.
Me cogió de la mano y me apartó del gentío que deambulaba entre los objetos expuestos en la cubierta del barco.
—¿Querrías pasear conmigo entre las rocas?
Señaló al cabo frente al cual estaba amarrado el barco en aguas poco profundas. En esa zona el terreno era muy escarpado, con pocos claros llanos y enormes rocas. Con sólo caminar un poco quedaríamos fuera de la vista del barco, vagando por un laberinto de claros de hierba y flores silvestres junto a tierras yermas de rocas templadas por el sol. Todavía tenía mi mano entre las suyas. Lo miré a los ojos. Eran de un gris azulado, y su cabello rubio, oscuro como la miel.
Me pregunté la razón de esa extraña proposición y por qué quería que me alejara sola con él. Incómoda, traté de separar mi mano de las suyas, pero no me dejaba.
—No —respondí—. Me parece que no…
—¿Por qué no? ¿Te parezco poco agraciado?
—No. —Era consciente de que aún sujetaba mi mano—. Cualquiera se daría cuenta de que eso no es cierto.
—Entonces escúchame —dijo señalando un collar de granates y ámbar—. Si vienes conmigo, te lo regalaré. Quedará precioso sobre una piel tan blanca y clara como la tuya. Lo compraré ahora mismo y nos lo podemos llevar con nosotros. Deja que te muestre cómo relucen los granates y el ámbar sobre una piel clara como la tuya. Acompáñame.
Todavía me sostenía la mano e hizo ademán de rodearme la cintura con el otro brazo. Me solté bruscamente y retrocedí.
—¿Y por qué quieres que vaya contigo y me ofreces regalos?
—Eso mismo me estaba preguntando yo.
Era la voz del Vigilante Gris, que estaba detrás del joven y me miraba por encima de su cabeza. El joven se dio la vuelta y se encontró mirando el pecho del Vigilante Gris. Durante todos los años que había vivido con Dugald y él, nunca lo había visto realmente furioso. Ni siquiera luchando contra los piratas. Pero noté que en ese momento sí que lo estaba. El muchacho estaba a un paso de la muerte, justo la distancia que lo separaba de Maeniel.
—No me ha hecho nada —dije.
—No será porque no fueran ésas sus intenciones. Es doncella y todavía una niña. Desaparece de mi vista antes de que te retuerza el cuello como a un conejo.
El muchacho se fue con sorprendente rapidez.
—¿Qué es lo que ha hecho? —pregunté a Maeniel asombrada ante su furia.
—No has entendido nada, ¿verdad?
—Vaya —dije entrecortadamente, y entonces sí comprendí. Primero enrojecí y luego no pude más que echarme a reír.
La tensión desapareció de Maeniel, y zanjó la cuestión comprándome el collar de granates y ámbar. Yo no me habría imaginado que Maeniel tuviera nada parecido a dinero, pero así era.
Más tarde nos detuvimos en casa del principal, él no estaba allí, pero Issa nos recibió muy respetuosamente. Ahora ella era quien llevaba la casa, al estar casada con Bain y haber muerto su madre el año anterior. Su padre parecía haber envejecido extraordinariamente en ese tiempo. Issa era su única hija con vida, lo que aclaraba el gran interés en Bain desde que no era más que una niña.
Nos ofreció vino e hidromiel, pero sólo tomamos cerveza, que era lo correcto en una visita informal. Había otras personas en el salón. Los romanos dicen que no tenemos más sitio donde sentarnos que el suelo, pero no es cierto. Tenemos bancos y mesas bajas dispuestas alrededor del hogar, y como la talla de madera se ha elevado a un arte entre nosotros, normalmente están bellamente tallados y son objetos muy preciados. Como iba diciendo, estábamos en el salón de Donell, de cedro aromático y resistente pino que crece en las montañas batido por el viento del mar. Ambos árboles estaban relacionados con la vida del mar. Focas, ballenas, tortugas, palmaria palmata, hinojo de mar y espinacas marinas se relacionaban con los grandes animales y los dragones de largos cuellos; anguilas, caballas y merluzas se unían a los secretos de la eterna renovación.
El salón era una bella estancia con el fuego ardiendo en el hogar central. Su brillo se reflejaba en los colores preciosos de los tapices que cubrían los muros, en los que se representaban las hazañas de la ciudad y la familia, ensalzados por la oscura madera antigua y encerada de los muebles. Tomé asiento tal y como debían hacer las muchachas, entre los hombres de su familia. No había muchas personas allí, pues la mayoría estaban en el barco. Sin embargo, para nuestra sorpresa, encontramos al joven que me había hecho la invitación en la embarcación.
—Me llamo Farry —dijo—. Soy el hijo de Cuan, el capitán. La petición que hice a la doncella tenía intenciones honestas. Las joyas eran de gran valor y un hombre de huir no está en posición de desposarse.
La expresión de Maeniel no cambió.
—Si es así, deberías haberla hecho en presencia de Kyra.
—Sí, pero estaba impaciente y temía que cualquier otro me la quitase. Además, no sabía que ella fuese noble. Viste de manera tan… tan… humilde. Yo podía disponer de las joyas porque eran mías, y eran un buen obsequio. Pero no he venido aquí por eso.
—¿Entonces qué quieres? —preguntó el Vigilante Gris—. Ella no es para ti, por mucho que ofrezcas. Es demasiado joven, y noble.
—Lo sé, lo sé. Entre sus antepasados se cuentan numerosos reyes y reinas, y por eso está en peligro. Lord Merlín todavía la busca, y han puesto precio a su cabeza. Todo esto me lo contó un hombre de la tripulación, que me dijo que debería atraparla y conducirla a Cornualles, donde podría estar al mando de muchos de los druidas y de los príncipes britanos. Ella supone algo muy importante, y ya comprendo la razón. Por eso le cogí la mano y me comporté de manera tan estúpida, pero ahora estoy aquí para explicar que no tenía malas intenciones.
Maeniel se disponía a contestar, pero le tapé la boca con la mano y me dirigí a Farry.
—Te agradezco la entrega de tu estima y admiración, y valoro en mucho tu amistad. También he de agradecerte tu advertencia. No creía que el recuerdo de la influencia de mi madre aún siguiera vivo, y pensaba que yo misma ya había caído en el olvido. —Tras estas palabras me levanté y tomé su mano.
Me miró durante un tiempo, como si quisiera grabar mi rostro en su mente para recordarlo.
—Desearía… —empezó a decir, pero se detuvo y emitió una pequeña carcajada—. No sé lo que desearía. Que tú fueras menos o yo más, supongo. Sí, seguramente sea eso. Las joyas te favorecen mucho. Me gustaría haber podido regalártelas yo mismo. Adiós.
A continuación se dio la vuelta y se alejó, mientras yo lo miraba con gran pena.
—No lo mires así, pequeña. Ha sido el primero en caer ante tus pies, pero no será el último. Más preocupante es lo que nos ha contado —me dijo el Vigilante Gris.
—Sí —dijo Dugald—. Esperaba que todo el asunto se hubiese olvidado ya, o que Merlín creyera que la niña se había perdido o había perecido estando a mi cargo.
—No, no es de los que olvidan las cosas. Al menos de las cosas que tienen que ver con ella. Y no dudes de que, en cuanto el barco emprenda su Camino de vuelta al reino tras la muralla romana, alguien, que ya puede ser Farry, su padre o algún marinero, anunciará a los druidas britanos que la niña es ya una mujer de peligrosa belleza e inteligencia.
—¿Qué hacemos?
—No se me ocurre una sola persona en el pueblo que nos traicionara.
—¿No? Entonces tienes mejor opinión de muchos de ellos que yo —respondió Dugald.
Madre y Zarpa Negra estaban junto a mí, y vi que ellos, Kyra y Maeniel estaban de acuerdo con Dugald.
—¿Entonces qué hago? —pregunté.
—¿Tú? Tú nada —dijo Maeniel—. Se trata de lo que hacemos todos. Somos una familia. Una vez juré que nunca más me mezclaría en las luchas humanas, pero aquí estoy.
—Creo que deberíamos volver a casa por otro camino diferente al que solemos utilizar. Tal vez alguno de los marinos de la tripulación esté haciendo planes estúpidos sobre cómo conseguir una buena cantidad de oro gracias a ese Merlín —dijo Kyra—. Cuando el barco haya partido, nada sucederá por un tiempo. Pronto llegará el otoño y debemos preguntar a Cymry.
Seguimos el consejo de Kyra, el Vigilante Gris adoptó la forma de lobo y nos condujo a casa por un camino que sólo él conocía.
El barco trajo una epidemia. En ese momento todavía no lo sabíamos, pero poco después de su partida la enfermedad se propagó por todo el pueblo. Como siempre pasa, atacó primero a los más viejos y a los más pequeños. Dugald cayó enfermo y estuvo muy grave, igual que el primer hijo de Issa, que murió. Yo no tuve más que un brote leve, ya que no solía ponerme enferma; y por supuesto, el Vigilante Gris y Zarpa Negra nunca contraían ningún mal. Pero madre también enfermó, no afectada por aquella dolencia de los humanos, fuera cual fuese, sino por una congestión pulmonar. El Vigilante Gris y Zarpa Negra salían a cazar, porque los cultivos eran muy pobres ese año. No sólo nosotros necesitábamos carne, sino todos los hogares del pueblo. Kyra, que tampoco enfermaba nunca, se quedaba en casa conmigo para cuidar de Dugald y madre.
Hice una cama de hierba fresca para madre cerca del fuego, y dormía con ella rodeándola entre mis brazos. Kyra preparaba medicinas. No decía a Dugald cuáles eran los ingredientes, y él maldecía mientras ella trataba de hacérselas tragar.
—¡Mujer, te maldeciré si no me dejas en paz! —gritaba temblando bajo las mantas.
—Quédate tranquilo, viejo tonto, y bébete esto. Así te bajará la fiebre.
—¡Fiebre, fiebre! Si yo no tengo fiebre. Habéis dejado la puerta abierta y no tengo más que frío.
—¡Y para ti una plaga de zopencos con dos patas! —gritaba Kyra—. Si alguna vez en mi vida he visto un caso de fiebres palúdicas, es precisamente ahora. Así que cállate de una vez y bebe esto antes de que te tape la nariz y te lo haga tragar yo misma.
—Cumplirá su palabra —dije desde donde estaba, al lado de madre, junto al hogar—. Y yo la ayudaré. Ya sabes que sus remedios siempre te sientan bien.
—¡Si devuelvo hasta mi primera papilla, será todo culpa tuya, mujer!
—No te pasará eso. Y ahora bebe, maldito.
Y finalmente lo hizo, tomando todo el contenido del cuenco de un solo trago. Después Kyra lo envolvió entre mantas de lana. Dugald empezó a sudar y en poco tiempo la fiebre le había desaparecido. Entonces Kyra vino a ver cómo se encontraba madre.
—¿Qué tal está? —me preguntó.
—No demasiado bien. La oigo respirar.
Y era cierto. Al llenar y vaciar los pulmones de oxígeno, se oía una especie de gorgoteo y sonido áspero. Kyra se arrodilló y colocó la oreja contra las costillas de madre.
—No sé qué más puedo hacer. Le he dado las mismas medicinas que a Dugald, pero su especie no suda igual que los humanos, y tiene el hocico caliente y seco. —Kyra hizo el gesto de la cruz—. Me parece que está mucho más grave que Dugald.
Madre abrió los ojos y me miró.
—Ya soy vieja —me dijo—. Vieja para los de mi especie. Has sido una buena hija para mí, y ella una buena amiga. Dile que vaya a dormir. Su poción me ha aliviado el dolor del pecho, y por la mañana estaré mucho mejor.
Repetí a Kyra las palabras de madre. Ella asintió, después me sirvió un poco de un guiso en un cuenco, con un trozo de pan. Las galletas de avena que se hacen sobre una plancha o una piedra cerca de un fuego abierto son duras, pero se ablandan al mojarlas en caldo. Kyra se sirvió un poco también para ella y ofreció a madre, pero ésta lo rechazó y se quedó dormida con la cabeza apoyada en mi regazo.
Dugald roncaba en su cama, vuelto hacia el muro.
No me di cuenta de que estaba llorando hasta que noté las lágrimas en el pan. Kyra me secó las mejillas.
—Estoy asustada. Temo por madre. Siempre la recuerdo cerca de mí. La recuerdo mejor que a mi madre humana. Y la leche tibia de sus tetillas, fue mi primer consuelo.
—Has tenido una vida extraña para una mujer, pero no creo que te haya perjudicado en nada. Es cierto que podría consolarte con mentiras piadosas, pero sé qué sabrías ver a través de ellas. Creo que tienes motivos para estar asustada. Madre es vieja, según la edad de los lobos, y yo no sé ningún remedio para curarla. Ojalá pudiera hacer algo más, pero tal vez sea ella quien mejor sepa su estado, y realmente se encontrará mejor por la mañana. —Después me besó en la frente y se fue a la cama.
Acabé mi cena, me tumbé junto a madre, y cerré los ojos. Lo siguiente que recuerdo son rosas blancas, su olor y el tacto de sus pétalos entre los dedos. Caminaba entre macizos rebosantes de ellas. Cada planta tenía tallos muy largos que partían del cielo y caían hasta el suelo, y cada rama estaba cubierta de rosas blancas. Eran totalmente blancas, no tenían sombra de ningún otro color ni siquiera en el centro, y hasta los estambres y los pistilos también eran blancos.
El aire estaba cargado de humedad, y no se veía nada a unos pasos en ninguna dirección. «Son las rosas de los cuentos de hadas, y esto no es un sueño», pensé. Y cuando miré al suelo y vi que mis pies pisaban los pétalos blancos sobre un césped esmeralda cubierto de rocío, supe que no era un sueño. Entonces un montículo cubierto de rosas apareció ante mis ojos, y una entrada que era la puerta a la oscuridad.
Sabía que era peligroso si me encontraba con alguien, pero entré y aparecí en un bosque de noche. Recordé a Maeniel hablándome de él, de los árboles, tan grandes que ni siquiera muchos hombres unidos podrían rodearlos con sus brazos, y parecía que atrapaban las estrellas entre sus ramas como si fuesen flores. No había ningún camino, y el suelo estaba cubierto de helechos, muy suaves bajo mis pies. Me dirigí hacia una cascada que caía desde un acantilado aún más alto que los árboles. En medio de la oscuridad, el agua era de plata, brillante como si tuviera luz en su interior. Caía entre la espuma en un lago, donde titilaba con un brillo que me recordaba al de las estrellas en el cielo nocturno observadas desde la montaña, cuando admiramos los astros entre las difusas nubes de luz lejana.
Me acerqué al lago y miré el agua que centelleaba, danzaba, se revolvía en espuma formando interminables dibujos siempre cambiantes, fluyendo hacia otro lago y luego a un riachuelo que se perdía entre los árboles. De repente, estaba de nuevo en casa, y madre ya no estaba a mi lado. Levanté la cabeza y la vi junto a la puerta.
—Vine a despedirme.
—No, madre. —Me levanté—. No.
—No temo a la muerte. Ninguno de nosotros la teme, es un regalo de Dios. Ni siquiera pensamos nunca en ella, al menos no como vosotros lo hacéis. Estoy deseando sumergirme en el arroyo, que los rápidos me conduzcan hacia las estrellas del mar eterno.
Entonces volví a encontrarme en el bosque junto al lago de luz, con madre. Miró hacia mí.
—Siempre que me necesites vendré. Mientras la vida dure.
Inclinó el hocico hacia el lago de estrellas, bebió y desapareció.
De nuevo me encontraba en casa sosteniéndola entre mis brazos, pero su cuerpo ya estaba frío.
Hicimos una pira en un cabo, un cabo solitario formado por la erosión del viento en la roca. No todos los pueblos hacen piras. Algunos abandonan a sus muertos a los pájaros y los pigargos vocingleros, que limpian sus huesos hasta que puedan convertirse en cenizas o ser enterrados cerca de sus hogares. Hay muchas tradiciones diferentes. Los cristianos dicen que tienen que ser enterrados en la tierra para que puedan encontrar su cuerpo el Día del Juicio Final. Dugald compartía esta opinión en cierta manera. Pero Kyra, Maeniel, Zarpa Negra y yo creíamos en la vieja tradición, liberar el espíritu para que alcanzara las estrellas y buscara un nuevo hogar. Además, como puntualizó Maeniel, madre era un lobo y tal vez no quisiera ir a un sitio en el que hubiera humanos. Yo comprendía que los humanos tenemos mala relación entre nosotros, pero peor aún con los animales.
También hay quien recoge los huesos para que los espíritus protejan el hogar y regresen al útero de una mujer, así no irán a ningún sitio desconocido a unirse con otra familia, sino que permanecerán entre sus gentes. Teniendo en cuenta que algunos niños son como copias en miniatura de sus padres, no me parece una creencia muy desacertada. Empíricamente hablando, claro. Ése es el nombre que Maeniel da a ese tipo de conclusiones, empíricas, o a aquellas derivadas de la observación. Aunque fuera un lobo, creo que estaba más instruido que Dugald. Pero debíamos hacer los honores a madre y el fruto de sus esfuerzos, ¡yo! Porque todos estaban de acuerdo que yo habría muerto si madre no me hubiera dado su leche, además durante tanto tiempo. Un lobezno habría sido una carga mucho menos pesada.
Zarpa Negra llegó cuando preparábamos el cuerpo para la pira. Envolví a madre en lino puro y nuevo, y lo perfumé con enebro, cedro y rosas. Zarpa Negra vestía mallas y llevaba un corzo a la espalda.
—Ahora soy un hombre. Siempre adoptaba la forma de lobo para que madre estuviera cómoda, pero me dijo que cuando muriera podría escoger la forma que prefiriese —nos dijo.
Maeniel se acercó a él y lo besó en la frente. Se sonrieron. Kyra sollozaba, después besó también a Zarpa Negra. Yo hice lo mismo, pero él me miró de forma extraña. Maeniel frunció el entrecejo y apoyó la mano sobre el hombro de su hijo.
—Es tu hermana —le dijo.
—No puedo creer lo que ven mis ojos —exclamó Dugald levantando las manos.
—Yo sí —le dijo Kyra—. Ahora callaos y no les deis ideas.
Tanto Zarpa Negra como yo sentíamos algo por el otro, pero por aquel entonces no sabíamos exactamente el qué. Él era aproximadamente dos años más joven que yo, todavía no era un hombre. Kyra le arregló una camisa vieja de Maeniel, ajustándola por algunos sitios para que le quedara bien.
Hay mucho que hacer a la hora de preparar un funeral. En primer lugar, teníamos que lavarnos. Como era invierno, construimos un baño. Es una especie de cabaña en la que enciendes un fuego y calientas unas piedras. Hay dos formas diferentes de lavarse. Una consiste en echar agua sobre las piedras calientes y sentarse sobre el vapor, otra es meter las rocas en una vasija con agua para calentar el agua y restregarse con jabón de ortigas. Yo prefiero sentarme sin más entre el vapor, pero Kyra me obligó a lavarme con el agua. Después me dio la vuelta y me frotó la espalda.
—Te ama —me dijo—. Tú no lo sabes y no estoy segura de que lo sepa tampoco.
—Es mi hermano.
—No, no lo es. Es hijo de un lobo y un medio humano.
—Podría haberme ido peor. Desde que estamos con Maeniel nunca hemos pasado hambre.
—Sí, disfrutamos de una vida tan buena como los que viven en las haciendas más poderosas. Ese pobre Dugald sigue diciendo que eres de la realeza y que estás destinada a un rey.
—He oído hablar de reyes, y he leído sobre ellos, pero no he visto uno en mi vida. Estoy empezando a pensar que Dugald desvaría un poco. ¿Por qué debería un rey casarse conmigo? El hijo del capitán consideraba que debía sentirme afortunada por ofrecerme un buen regalo a cambio de yacer con él.
Kyra me golpeó el hombro un poco más fuerte de lo que lo había estado haciendo para llamar mi atención.
—Ya he acabado —me dijo tendiéndome el caldero y el cazo—. Enjuágate. ¿Qué sabes sobre los hombres que yacen con mujeres?
Me encogí de hombros, me enjuagué y comencé a secarme.
—El último verano Zarpa Negra y yo inventamos un juego muy divertido. ¿Sabes que las parejas se escabullen para irse solos entre las rocas, por el bosque o incluso en los almiares? Pues nosotros nos acercábamos sigilosamente y luego pegábamos un grito.
—¡Dios misericordioso! Es un milagro que no os mataran. Algunos de esos hombres…
—Las mujeres tampoco parecían muy contentas de vernos allí. Un par de veces me alcanzaron con una piedra. ¿Te acuerdas cuando te dije que me había caído?
—Dios Santo.
Volví a encogerme de hombros.
—Soy casi tan veloz como Zarpa Negra. Fue pura suerte.
—¿Suerte? Si tenías un corte sobre la oreja tan largo como mi dedo —dijo Kyra bruscamente—. Ya sabía que era una mentira. Eres casi tan rápida y ágil como un lobo y nunca te caes. Me alegra saber que no me equivocaba.
Me encogí de hombros de nuevo. Me estaba poniendo mi taparrabos y cogiendo el strophium para envolverme el pecho.
—Sea como sea, ya conozco el procedimiento. Zarpa Negra y yo sabemos cómo hay que hacerlo. ¿Tengo que ponerme esto?
—Sssssí. —La respuesta había sido más bien un silbido—. Sin ningún tipo de discusión. Ahora mismo, y nunca salgas sin él. Tú y ese demonio de hermano tuyo os haréis mayores antes de lo que yo creía.
Kyra salió y volvió trayendo una camisa blanca muy bonita y unos pantalones nuevos de piel de ciervo. Me puse el collar de granates y ámbar, y comencé a cepillarme el pelo. Kyra me apartó un poco y me observó. Su único ojo miraba triste y su expresión era sombría.
—Eres muy bonita y pronto serás hermosa. Y no de forma corriente. La juventud siempre es hermosa, pero tú pareces una de esas criaturas de fantasía que trae la desgracia a los mortales. Tales dones no pueden traer más que problemas.
Me reí.
—No soy más que una muchacha sin dote. Dugald dice que tengo un gran nombre, ¿pero quién se casa con un nombre? Kyra, no digas tonterías.
La besé y las dos fuimos a llevar a cabo nuestra triste tarea. Habíamos hecho la pira con madera de cedro, fresno y roble. Como madre había sido más que una simple loba, habíamos decidido liberar su alma al viento en el atardecer. Esperamos hasta que el sol descendía en el horizonte, por Occidente.
Maeniel cubrió la cabeza de madre y yo la besé entre las orejas, por la parte de arriba de la cabeza, como siempre hacía. Zarpa Negra, que vestía pantalones de gamuza, hizo lo mismo. Debíamos de formar un extraño grupo en la soledad del cabo. Bajo nosotros el mar se batía y rugía mientras subía la marea. El viento era un lamento alto y agudo, y los cuatro permanecimos juntos después de colocar el cuerpo de madre sobre la pira. Nos cogimos de la mano y le dimos el último adiós.
Dugald no hizo sus pobres observaciones de costumbre sobre los paganos. Empapamos algunas madejas de lana en aceite y vino y las colocamos entre los troncos, después encendimos un pequeño fuego e intentamos prender la pira. Madre era un pequeño fardo sobre la gran pira y la habíamos colocado con la cola cerca del hocico, como solía dormir. Pero por mucho que lo intentamos, no logramos que la madera prendiera. El sol desaparecía en el horizonte, alumbrando con sus últimos rayos por encima del agua. A medida que la oscuridad se hacía más intensa, el viento se levantaba más y nos salpicaba con agua de mar.
Y entonces lo comprendí.
No sé muy bien cómo logro comprender estas cosas. Dugald tiene todo tipo de explicaciones, pero me crean más interrogantes que dudas me resuelven. Simplemente lo supe. Me acerqué a la pira y puse la mano sobre el cuerpo de madre, un bulto frío bajo el lino.
—Está bien. Te llamaré si te necesito. Puedes ir. Encuentra la paz.
El fuego salió de mi mano y prendió la madera, como el día que casi morimos de frío el Vigilante Gris y yo en la playa. Las llamas eran mucho más cegadoras y fieras que las del aceite y el vino que habíamos arrojado a los troncos. Las llamas avanzaban entre los troncos desprendiendo tanto calor que acabamos por alejarnos de allí. El fuego consumió el cuerpo de madre y resplandecía con mayor intensidad mientras las llamaradas se llevaban su alma a las estrellas.