CAPÍTULO 25

a anochecía cuando llegó al mar. Salió de la selva y luego atravesó la playa de un blanco casi impoluto para acercarse a ver el agua. Su corazón se había apaciguado a la vista de tanta belleza. El agua era verde cuando las olas rompían en espuma blanca, entonces el verde daba paso a una transparencia cristalina en el camino de la ola hacia la orilla, hasta que el agua se desvanecía entre la arena de alabastro.

Más lejos de la orilla, el mar era azul claro. El sol ya estaba alto entre las nubes del horizonte, y el viento, aunque todavía agradable, había empezado a refrescar poco a poco. No se parecía en nada al mar de su tierra, pero no sería difícil aprender a amar esa belleza perfecta con la misma intensidad. Él y Cai habían cazado cerca del océano cuando eran unos críos. A menudo nadaban hasta islas de roca alejadas de la orilla para pescar a los gigantes de aguas profundas que por la noche se acercaban a la costa para alimentarse de calamares. En dos ocasiones habían logrado pescar peces tan grandes como ellos, y el resto de los muchachos trataron de sonsacarles el secreto de su logro. Pero nunca lo confesaron, no sólo porque no querían darles esa satisfacción, sino también porque tenían miedo de que si Morgana se enteraba de los peligros que corrían, pondría punto final a sus expediciones.

Cai no tenía ningún miedo al agua, y Arturo nunca habría permitido que un compañero mostrase más valor que él. Así que una tarde se zambulleron y nadaron hasta una pequeña isla rocosa que casi ni se veía desde tierra. Mientras preparaban los sedales, se fue formando una bruma espesa que los dejó allí atrapados. Cai estaba asustado, no por él, sino por Arturo, si hay que ser fiel a la verdad. Por el joven príncipe. El aire helado estaba cargado de humedad, y el cuerpo delgado de Arturo no tenía la grasa necesaria para protegerlo del frío.

Uno de los rasgos más marcados de Cai era su gran sentido de la responsabilidad. Se quitó la ropa, tapó con ella a su amigo más pequeño y se zambulló en busca de un camino de vuelta a tierra firme. Pero el agua estaba demasiado fría para poder buscar bien, ya era prácticamente de noche y cada vez era más evidente que estaban en apuros. Así que volvió a la roca, encontró el lugar más protegido y abrazó al pequeño Arturo.

Arturo no recordaba que nadie antes lo hubiese abrazado con cariño y protección. Se puso tenso y mordió a Cai en el brazo, con fuerza, haciéndolo sangrar. Cai todavía tenía un poco de señal, un semicírculo de puntos blancos en el antebrazo.

La refriega fue breve, aunque intensa, sin embargo Arturo tenía frío y el mar lo asustaba, así que finalmente Cai y la razón acabaron por imponerse.

—¿Por qué eres tan tonto que no me dejas que te proteja del frío? —espetó Cai, y su oponente se rindió.

Después de un rato el cuerpo de Arturo empezó a sentir el calor. Los dos eran demasiado pequeños para ni siquiera tener sueños eróticos, pero Arturo encontró en los brazos de Cai algo que no había hallado en los de su madre, los de su padre o incluso los de Morgana. No podía expresarlo con palabras, a no ser diciendo que creó un silencio rico en su interior y que por primera vez en su corta y atormentada vida experimentó la paz. Permaneció tranquilo física y espiritualmente durante un buen rato.

Se había despertado todavía caliente cerca del amanecer. Se sentó en el hueco de la roca en el que se habían refugiado y vio el mar bajo la luz de las estrellas. Del agua salió una cabeza oscura que lo miró con unos ojos negros grandes y amables, después se dio la vuelta y empezó a alejarse nadando con suavidad.

Arturo se deslizó entre las aguas heladas y fue detrás, y en poco tiempo llegaron a tierra. Sus armas, mantos, fardos y arcos estaban arrimados a un árbol. Cuando Arturo se recuperó del esfuerzo, miró hacia atrás y la foca ya no estaba, pero Cai salía ya del agua.

Para Cai dormir era como una droga. Se entregaba a ello, se zambullía como las focas hacen en el agua, y avanzaba como las focas entre las olas, sumergiéndose en sus silencios, felizmente sin sueños. En cambio, Arturo se solía despertar por culpa de las pesadillas, temblando, gritando, jadeando, sudando, con el corazón palpitándole con fuerza. A veces no recordaba cuál había sido la pesadilla, y se sentía aliviado por ello. Dormían en la misma habitación, y se levantaba, trepaba a la cama de Cai, se tumbaba apretando la espalda contra el cuerpo de Cai y se dormía de nuevo. Era consciente de que algo en la personalidad de Cai le hacía sentirse más seguro y le permitía descansar, buscar paz y encontrarla. Nunca trató de explicarlo, ni nunca había hablado de ello. Y nunca, nunca se habría dejado a sí mismo o a otra persona decirlo en voz alta: amor.

Desde aquel día se había sentido fascinado por el mar, por sus mil rostros inmutables, por su silencio eterno: silencio, el sonido de las olas rompiendo, su bien guardado secreto de eternidades, paz.

Se sentó en un tronco. La luz cada vez más tenue alumbraba unas nubes doradas como si una tormenta se desplazara por la selva a kilómetros de allí. «Ella vendrá», pensó. ¿Para hacer qué? ¿Destrozarlo?

¡No! Si hubiese querido, no le hubiese costado nada hacerlo mientras subía por las escaleras. El logro que representaba ese lugar estaba claro para él. Si era producto de la magia, era de un tipo que él nunca antes había visto. Los malvados trucos de Merlín y la manipulación de Igrane no eran nada comparados con esto.

No, esto le había dado la bienvenida con una grandiosidad filosófica imposible de imaginar. La forma de la torre indicaba un pensamiento no humano pero que no carecía de las características que los hombres, la humanidad, admirarían, intentarían estudiar y por último emular. Seguramente él moriría tratando de cultivar para la Reina de los Muertos los frutos que ella deseara, pero hay muchas maneras peores de morir. Y él estaba bien al tanto de la mayoría de ellas, pues se le consideraba un hombre desde los diecisiete años, edad en la que mató por primera vez. Un forajido que vendió su espada a un esclavista en la costa del reino de Morgana.

Las sociedades de los guerreros habían sorprendido el barco del hombre encallado en un banco de arena cerca de la fortaleza. Llevaba cargamento ilegal, una de las mujeres de Morgana. Eran muy apreciadas en Constantinopla por su destreza como guerreras, y aquel diablo había pasado muchas penalidades para poder atraparla. Sólo mujeres y niños, ninguno mayor de catorce años, habían sido testigos del secuestro. Arturo, que ya era un Oso, fue uno de los que comió un trozo del pan.

El recuerdo era vago. No tenían mucho tiempo. Cuando los avisaron del secuestro de una joven de los Halcones, los Osos se dieron cuenta de que eran el grupo que estaba más cerca de la costa. El honor obligaba a salvar a la muchacha inmediatamente, aunque los Osos más jóvenes pudiesen caer en el intento.

Su capitán y líder era el instructor de armas: Shela-na-gig. Se apresuraron hacia la costa.

El capitán del barco esclavista mostró a sus huéspedes que no había menospreciado la velocidad de la marea baja en la bahía en la que estaban encallados. El navío estaba varado en la entrada de la bahía, cerca del mar abierto. Todo su cargamento eran esclavos. Si los desencadenaba para que el barco fuese más ligero, seguro que alguno intentaba huir a través de los bancos de arena formados por las mareas. Como estaban encadenados, todos se ahogarían si uno intentaba escapar, pues estaban unidos por el cuello. La joven tendría que arrastrar con ella a todos los demás.

No se le ocurrió que sus invitados podrían reunir un grupo armado entre una marea y otra. No había tenido en cuenta a los Osos.

Recorrieron cincuenta kilómetro a pie en pocas horas. Sólo se detuvieron el tiempo necesario para hacer la torta, la harina especialmente mezclada por su sacerdotisa líder. Llevaba avena, cebada, maíz y todas las plantas y flores de cultivo y silvestres que se podían recoger en un momento. La cortaron en tantos trozos como hombres formaban la cuadrilla. En secreto, la sacerdotisa preparó un trozo aparte con un trozo de madera carbonizada dentro.

Los muchachos se agacharon alrededor del fuego mientras ella cocía la torta sobre una piedra caliente. Cada uno cogió un trozo. Arturo notó el carbón cuando mordió el suyo. Lo masticó y tragó sin dar muestra alguna de desagrado.

Shela se puso de cuclillas junto a la piedra sobre la que había hecho la torta y miró a los muchachos sentados en círculo a su alrededor.

—¡Yo soy el elegido! —dijo Arturo inmediatamente.

Recordaba la sonrisa despiadada de la mujer, el brillo de sus dientes perfectamente blancos en medio de su rostro tatuado y escarificado. Sin más preámbulos, Arturo empezó a desnudarse.

Cai se negó. Shela lo desarmó y lo ató a un árbol.

—Vas a ser rey. Eres el único heredero. ¡No podemos prescindir de ti! —gritaba Cai angustiado, y después empezó a sollozar sin esconderse.

—Tu amor te honra, pero si «ellos» lo quieren a él, debe ir —dijo Shela.

Después empezó a mezclar la preparación de carbón, grasa, madera y ocre amarillo que se utilizaba para dedicar el sacrificio. Eros, deseo, lujuria, las manos de la mujer eran todas estas cosas cuando marcaban la piel desnuda del muchacho.

Arturo era virgen. No había conocido mujer, no una humana. No sabía si la criatura que le había escogido y arrojaba su cuerpo al fuego en su iniciación era realmente una mujer o no, pero sin duda las manos y el cuerpo de Shela eran femeninos.

Shela-na-gig. La iglesia la odiaba y temía a la vez, aunque dejaban al pueblo que esculpiera su rostro en el ábside de las iglesias. Era demasiado fuerte para negarla.

Las manos de la sacerdotisa acariciaban y se entretenían en el cuerpo del joven guerrero mientras lo preparaba para la muerte. Luego apagaron el fuego y recorrieron la distancia que los separaba del mar.

Eran unos niños, pero Shela y ellos pensaban como una sola persona. Su única ventaja era el factor sorpresa.

Arturo cruzó la arena en cuclillas junto a ellos. En la oscuridad, podía olerles a su alrededor. El olor a miedo y cólera, a ceniza, a pis, a carne caliente, carne cruda, recién matada como una presa sin vida, preparada para el despiece. Sabía que tenía que ir delante. La víctima propiciatoria debía ir primero. La ira salvaje que precede a la muerte segura, el terror que se convierte en cólera como el agua en vapor, inundaban su mente y cuerpo con júbilo, preparado para inspirar a otros con su autodestrucción.

En la mano derecha llevaba la espada. Las instrucciones de Shela habían sido claras: «Espera a que la vista se te acostumbre a la oscuridad. Asegúrate de que es así. Entonces escoge a tu víctima y no dudes más».

Sí, veía el barco. En la noche sin luna, era una sombra oscura contra un mar de estrellas. Sus ojos recorrieron la borda. Encallado, el barco estaba un poco inclinado hacia la izquierda, era fácil saltar a cubierta desde la arena. A bordo había una luz, un candil o una vela. Muy tenue. Él o los centinelas estarían cerca de la luz.

Exploró las sombras que rodeaban el barco, buscando una emboscada, porque eso sería lo que se le habría ocurrido hacer a él, si hubiese encallado en un lugar así. Pero no, no parecía que eso formara parte de los planes del capitán.

Sintió una ola de deseo puro, físico. Tenía la mano izquierda sobre el muslo. Sentía su órgano masculino entre las yemas de los dedos. Su muerte sería extática.

Oyó la palabra en un susurro: «¡Ahora!», sin llegar a saber quién las había pronunciado. Entonces echó a volar, una sombra blanca como la espuma arrastrada por el viento. El barco varado se levantaba frente a él, y le dio tiempo a pensar en que apenas les quedaba tiempo. La marea estaba subiendo, corría entre las olas.

Un segundo más tarde, de un salto (parecía que volaba) apareció sobre la cubierta. El centinela estaba justo delante de él.

Recordaba la cara del hombre, con grandes ojos grises y una cicatriz en la frente. Debía de haber oído el chapoteo en el agua, porque tenía la espada desenvainada. Rápidamente la empuñó hacia su costado izquierdo, desprotegido.

Arturo sintió la sangre.

«Estoy muerto, pero tengo un segundo antes de que mi corazón se detenga», pensó.

Le recorrió una sacudida de placer salvaje y su cuerpo y su mente se prepararon para dejarse llevar por la ola que estaba seguro de que rompería y lo llevaría a la eternidad. Ya tenía permiso para blandir su arma, y la hoja de su espada atravesó el cráneo de su enemigo, hasta llegar a la mandíbula. Un mar escarlata lo cegó, tibio, húmedo y pegajoso, antes de caer.

Sintió más que vio a Shela y al resto de los muchachos saltar en tropel sobre la borda. La mayor parte de la tripulación estaba dormida y nunca llegó a despertarse. Rescataron a la joven guerrera de la sociedad de los Halcones. No hubo entre ellos ninguna víctima.

No, ni siquiera él.

La estocada del centinela no había sido profunda. Se deslizó a lo largo de sus costillas. Todavía tenía la cicatriz, la primera señal de su valor. Y había cumplido todas las condiciones del sacrificio, incluido dejar que su enemigo atacara primero.

Los poderes lo habían salvado. Tenía otra misión que cumplir.

El sol estaba bajo. Las estrellas cambiaron su sitio al mar y se extendieron a su alrededor hasta que se quedó solo en el vacío inmenso del universo. Ella se acercó flotando entre el resplandor de las estrellas.

Se sorprendió al darse cuenta de que la conocía. No mucho después de la aventura de Cai y él atrapados en el islote, volvieron a los amables valles verdes atrapados entre los flancos de las montañas de la costa. No sabía qué primavera era, porque cuando vivía en el reino de Morgana el tiempo no existía. Ella lo había dejado suspendido con su magia.

Incluso los romanos sentían a veces que la tierra se movía bajo sus pies, y una legión entera se perdió entre sus brumas. Morgana se reía de los generales romanos cuando intentaron recuperarla devolviendo los impuestos que había recaudado, y la legión regresó al mundo de los hombres desde la nada suave y húmeda. No mucho después, los romanos se retiraron de la isla blanca para siempre, pues en ella se enfrentaban a la desintegración de su mundo particular.

Ella había nacido en el valle, cerca del mar, y allí mismo murió. Su familia era cristiana y jamás la dejarían a merced de las gaviotas. La enterraron.

Recordaba su rostro cuando su padre volvió para hacerla descansar, porque caminaba. O al menos de eso se quejaban las otras familias del valle. Y Uther dijo que, cristianos o no, debían quemar su cuerpo antes de que hubiera más muertes.

Ya habían muerto una mujer y dos hombres. Los tres la habían visto caminando en la neblina cerca del mar antes de que la marea los atrapase en los bancos de arena.

Uther llegó e invalidó la decisión del obispo local. Estaba desenterrada.

Arturo recordaba su rostro, la piel amarillenta arrugada sobre la delicada estructura ósea de la calavera. Las cuencas vacías de los ojos, los labios que cubrían los dientes blancos y jóvenes, todavía generosos pero del color violeta de la decadencia. El cuerpo incluso más carnoso, terso y curvilíneo que el de la esbelta virgen que habían enterrado hacía un año. Radiaba un erotismo frío, amarillento, pero todavía envuelto en la mortaja de seda y lino. Como una serpiente, fría pero firme al tacto.

Caminaba hacia él saliendo de las penumbras a lo largo del sendero de estrellas. Alzó los brazos ante él.

Arturo había visto a su padre abrazarla y besarla antes de arrojarla a las llamas. «¿Soy yo menos?», pensó, y la tomó entre sus brazos.

Recordaba el chasquido de las ramas, el siseo de la carne quemándose en el fuego, derritiéndose como cera. El hermoso, muerto pero todavía hermoso, rostro coronado con flores secas, marchitándose, desapareciendo entre las llamas. La señora detestable, la hechicera de la oscuridad invernal, que el rey de invierno, para ser rey, debía besar.

Lo envolvió el hedor de la putrefacción mientras apretaba sus labios contra los suyos.