Capítulo 5
Salió de allí corriendo. No sabía por qué le había dejado el maldito zapato; ahora le dolían los pies por correr descalza. Se agachó y se quitó el otro; aunque llegase dolorida, al menos no iría cojeando todo el camino.
El aire del amanecer era fresco. La humedad se pegaba a su piel y el reflejo rojizo del sol, que ya asomaba, le trajo los recuerdos de lo que, minutos antes, había sucedido. Dejó escapar un suspiro profundo y, sin ser consciente, se llevó la mano a los labios. Seguían calientes e inflamados, y no pudo evitar que sus piernas se apretasen.
Había sido algo… extraño, y a la vez fantástico. Liberador. Ahora tendría un recuerdo al que aferrarse, un momento en el que había tenido el control. Dentro de unas horas, volvería a su vida monótona en la que todo el mundo la juzgaba sin conocerla y la miraba sin llegar a verla.
Pero ahora, en ese preciso momento, la dicha inflaba su pecho, y caminó descalza pero segura de que esos pasos los daba esa parte de ella que sabía y pediría lo que quisiera, esa que no dejaría que nadie le diese órdenes.
Llegó a casa y se metió directamente en la ducha. Necesitaba que el agua hiciera entrar en calor su cuerpo. Era extraño, porque tenía la sensación de que todo el ardor que momentos antes había sentido se había quedado dentro de aquella habitación desconocida.
Ahora no le parecía extraño que el local estuviese a rebosar. Cuando acabó de ducharse, se envolvió el cabello en una toalla; después hizo lo mismo con el cuerpo. Salió descalza y notó que le ardían los pies, se sentó sobre la cama y se los miró. Tenía varios roces y cortes, aunque era de esperar después de una caminata tan larga, a toda prisa y sin zapatos.
Suspiró resignada; no iba a poder llevar tacones en unos días, así que se decidió por un vestido negro con cuello redondeado que combinaría con unos zapatos planos del mismo color. Peinó su larga melena en un moño bajo la nuca y no se esforzó demasiado en su maquillaje; de todas formas, no había nada en el mundo que pudiera arreglar su cara esa mañana que, aunque se veía agotada, la verdad era que rezumaba… ¿felicidad?
Tomó el bolso y al meter el móvil en él se dio cuenta de lo tarde que era, así que echó a correr bajo la fina lluvia que había empezado a caer hasta la parada de taxis cercana. No le apetecía que nadie le echase la bronca por llegar tarde y arruinase el recuerdo de las horas pasadas, así que prescindiría de tomar el metro o el autobús.
Escuchó un silbido. El taxi se acercaba reduciendo la marcha y no tenía claro de dónde sacó el valor para hacerlo, pero lo hizo.
—Lo siento, de verdad que lo siento, pero llego tarde y no sé silbar —se excusó metiéndose en el taxi que no estaba destinado a ella.
El hombre, iba vestido con un elegante traje que parecía caro y hecho a medida. Era alto y tenía el pelo oscuro y con un brillo que, con total seguridad, le daban las gotas de lluvia que empezaban a ser más gruesas y constantes.
—Buenos días —saludó al conductor.
—Buenos días, señorita —dijo sonriendo y moviendo la cabeza.
Karen supuso que no era la primera vez que era testigo de una acción similar.
—Disculpe, señorita —de repente la voz del hombre se coló por la puerta que había abierto, permitiendo no solo que entrara su voz, sino las gotas de lluvia que seguían insistiendo en caer—, pero el taxi lo he parado yo y también llevo prisa.
—Por favor, arranque —pidió ella al conductor mirando hacia el frente. Sabía que si lo miraba a los ojos claudicaría y acabaría bajando del vehículo con la cabeza inclinada hasta el suelo y rogando perdón—. Lo siento, de verdad, si no fuera algo de vida o muerte no me hubiese atrevido a hacer algo así.
Tras su excusa, cerró la puerta y miró al hombre que seguía bajo la lluvia mientras se alejaba y desaparecía de su vista. Suspiró y dio al taxista la dirección a la que necesitaba llegar con urgencia y cerró los ojos para borrar de su mente la imagen del hombre atractivo al que acababa de robarle el taxi. Al menos, se había disculpado. Al menos… nada, no tenía excusas para lo que había hecho.
En cuanto el taxi se detuvo frente a la puerta del edificio, sacó un billete de veinte euros del monedero y salió corriendo sin esperar la vuelta. Subió la escalera a toda prisa y, otra vez, perdió uno de los zapatos; se estaba convirtiendo en una incómoda costumbre.
Abrió la gran puerta de cristal, saludó al guardia de seguridad al que pilló dando el último sorbo de café y respiró algo más tranquila; eso significaba que todavía no habían llegado los jefes.
Caminó sin aminorar la marcha por el suelo perfectamente encerado, el ruido musical de sus pasos resonó por la estancia solitaria. Siempre le había impresionado el edificio: alto, imponente. Una estructura de acero y cristal que le recordaba el brillo efímero de una estrella fugaz. Era como una trampa gigante para ratones.
Se deshizo del abrigo y lo dejó en el respaldo de la silla para, acto seguido, sentarse y colocarse los auriculares. Estaba lista, había llegado a tiempo.
—Buenos días, Karen —la saludó a los pocos minutos la voz masculina de su jefe, esa voz que siempre la obligaba a alzar la mirada.
Todavía recordaba el revuelo que se formó con la llegada del señor Petrov; no hubo mujer en el edificio que no lo mirara de arriba abajo. Era una persona cuyo carisma atrapaba a todos: mujeres y hombres. Era irresistible.
—Buenos días, señor Petrov.
—Por favor, cuando llegue mi espo… la señora León, ¿puede decirle que la estoy esperando en la sala de reuniones?
—Por supuesto.
—Y… —se interrumpió mirando el reloj— en unos cuarenta minutos suba a mi despacho tres expresos.
—Claro, señor Petrov.
Sin más, se despidió con un gesto de cabeza y se encaminó hacia el ascensor. Karen dejó escapar el aire que no sabía que contenía y siguió mirando de reojo a su jefe hasta que desapareció tragado por la boca del ascensor.
Controlaba el reloj cada cinco minutos, no tenía ganas de que su jefe la riñera por llevarle los cafés tarde, así que estaría vigilante. En el momento en que alzaba la vista del reloj por centésima vez, la señora León entró por la puerta con su elegante caminar. La verdad era que era una gran jefa.
—Buenos días, Karen.
—Buenos días, señora León. El señor Petrov me ha pedido que la informe de que la espera en la sala de reuniones.
—Gracias, voy de inmediato. Karen, ¿por qué no dejas de vigilar la hora? ¿Esperas a alguien? —preguntó movida por la curiosidad. No estaba acostumbrada a ver a Karen inquieta y lo estaba, mucho.
—Lo lamento, señora León. Es que el señor Petrov me ha pedido que vaya a por tres expresos a una hora determinada y no quiero llegar tarde.
Paula la miró con sorpresa. No podía entender por qué no había dado esa tarea a otra persona. Karen se encargaba de la recepción y en los últimos meses la revista había crecido en ventas, lo que los tenía más ocupados, sobre todo a Karen, que no dejaba de recibir llamadas.
—¿No podía haber enviado a alguien que esté menos ocupado que tú?
—Solo sigo instrucciones —se excusó acompañando las palabras con un gesto de sus hombros.
—Por supuesto. Está bien, sé puntual. Esperamos al nuevo socio.
—¿Nuevo socio? —preguntó antes de evitar abrir la boca. En realidad, no era asunto suyo, era tan solo la recepcionista, la que estaba abajo del todo en la jerarquía de la empresa.
—Así es, se va a hacer cargo de la nueva sección.
—¿Vamos a contar con una sección diferente a la de moda? —preguntó de nuevo sin poder contener la curiosidad. De repente, sentía muchas emociones diferentes revolotear por su estómago.
—Sí, vamos a incluir un suplemento de… deportes. Aunque aún no sé cómo ni por qué —murmuró las últimas palabras mientras se alejaba, más para ella misma que para los oídos de Karen.
Siguió pendiente de la hora y, cuando llegó el momento, salió con una gran sonrisa en busca de las bebidas. Quizá sus plegarias habían sido escuchadas. ¡Iban a contar con todo un suplemento dedicado a los deportes! ¿Harían pruebas para contratar a nuevos columnistas? ¡Ojalá! De ser así se presentaría, y si lo consiguiera…, eso sería ver su sueño hecho realidad.
Entró en la cafetería y pidió cuatro cafés. Los tres expresos que le había encargado su jefe y un café con leche para ella. No había mucha gente porque aún era temprano, así que no iban a tardar en servírselos para llevar. Todavía en su mundo, pensando en las posibles alternativas de lo que acababa de descubrir, se imaginó firmando uno de los reportajes, o una de las entrevistas. Además, estaría bien ver a hombres musculosos y atractivos por el edificio de vez en cuando, empezaba a estar harta de mujeres perfectas. Quizá fuera una señal; tal vez, por fin, podría trabajar en lo que de verdad deseaba. Rezaría porque fuera así.
Tomó los cafés y se despidió de la amable camarera. Salió por la puerta y, sin entender muy bien cómo, tropezó con algo y trastabilló. Supo que iba a caer, igual que sintió cómo el café se derramaba y salía disparado; pero no llegó a hacerlo porque unas manos firmes la agarraron antes de que ocurriera.
—¿Está bi…? —La voz quedó en pausa. Ella alzó la mirada y se topó con una que no le era del todo desconocida, a pesar de no saber nada de la persona a la que pertenecía—. ¿Otra vez usted? Parece que romper un espejo sí que trae siete años de mala suerte. Tenga más cuidado la próxima vez, el café no solo mancha, también quema.
Karen notó cómo sus mejillas se encendían y cómo ese calor iba llegando a todo su rostro, incluidas las orejas. No se atrevía a levantar la mirada y enfrentarlo de nuevo, parecía que estaba destinada a encontrarse con ese hombre exótico una y otra vez…
Llevaba una camisa cara, como el resto de su ropa, y la mancha de café ensuciaba la blancura casi cegadora de la prenda. Más avergonzada aún, soltó los cafés en una de las mesas altas que tenía cerca y sacó, de manera apresurada, un pañuelo de su bolso para tratar de limpiar la mancha. Al hacerlo, el pañuelo quedó impregnado por el líquido que permanecía caliente en la prenda.
Durante unos segundos repitió el gesto, a pesar de saber que era inútil, pero, de pronto, la mano del hombre la agarró con fuerza y la alejó de él. Parecía molesto, furioso más bien. Quizá más que antes de que tratara de limpiar la mancha.
—Lo siento mucho. Pagaré el tinte. O le compraré una camisa nueva. De verdad que lo siento —insistió mordiéndose el labio inferior, lanzando su mejor mirada de arrepentimiento y vergüenza—. ¿Puedo darle mi tarjeta? Me encargaré de que…
—No podría pagarla ni con el sueldo de medio año —bufó molesto, todavía con la mano femenina entre la suya—. Déjelo. Me conformo con no volver a verla.
Sin más que decir, su imagen se perdió en la distancia que se apresuró a poner entre ambos. Aturdida, tomó las bebidas y regresó con prisa a su lugar de trabajo. Una vez a salvo en su cárcel de cristal y acero, miró el reloj y se dirigió hacia el ascensor. Pulsó el botón del último piso, que daba a la sala de reuniones en las que en contadas ocasiones había estado, pero de la que sabía que era espectacular. Estaba situada en el ático y allí todo era elegancia; contaba con una gran pared de cristal que permitía una hermosa vista de toda la ciudad, ningún edificio era lo suficientemente alto como para entorpecer la panorámica.
Las puertas empezaron a cerrarse y tuvo la sensación de que alguien llegaba a toda prisa para que el ascensor no se fuera, pero no se podía permitir llegar tarde con los cafés, así que apretó el botón del último piso una y otra vez, con insistencia, hasta que se puso en marcha dejando tras ella a la persona que quería usarlo.
Se sentía un poco culpable porque parecía que todo estaba saliendo mal. Ella no era así de… desagradable, pero no quería perder la más mínima oportunidad que existiera para poder formar parte de esa nueva sección, y si era impuntual no la iban a tener en cuenta.
El sonido metálico de las puertas al abrirse la trajo de nuevo a la realidad. Salió tratando de no parecer nerviosa y agradeció en silencio que el latido estridente de su corazón solo pudiera oírlo ella, porque resultaba ensordecedor.
Ya, frente a la puerta del despacho del señor Petrov, llamó con los nudillos y esperó a oír la voz profunda de acento marcado y sensual que tenía su jefe, dándole permiso para entrar.
Todavía la gran mayoría de las mujeres del edificio seguían locas por él, incluso ella al verlo pensó: «Cuánto hombre para mí sola», pero la verdad era que después no llegó a conseguir que sus tripas se retorcieran a pesar de sus increíbles ojos y esa forma de moverse que tenía, que atraía todas las miradas.
La señora León se veía muy feliz con él y Karen se alegraba por ella, porque antes era una joven un poco gris y ahora… ahora era puro color.
—Adelante.
—Señor, los cafés —informó y, en silencio, inició una plegaria para que le pidiera que se quedara allí por si necesitaban algo más. Así podría asistir a la reunión y averiguar qué era lo que en realidad querían añadir a la revista.
—Déjalos en la mesa del fondo, la persona a la que espero aún no ha llegado. Qué raro, se retrasa… —murmuró mirando el reloj de su muñeca.
—Y no me hubiese retrasado, Petrov —se oyó una voz profunda en la que se detectaba un toque oriental—, si hoy no me hubiese topado un par de veces con una mujer un tanto desconsiderada —puntualizó.
—¿Qué te ha sucedido, Lucien? —interrogó con una sonrisa divertida al ver el gesto contrito que su amigo y socio no trataba de disimular.
—Una mujer me ha robado —se detuvo al ver la expresión de incredulidad de su amigo—. Sí, no me mires así, me ha robado el taxi que había parado para llegar aquí y más tarde me la he vuelto a cruzar en la calle y me ha tirado el café encima.
Karen, al escuchar al hombre hablar sobre ella a su jefe, se encogió tanto que se sintió como Alicia en el cuento y deseó beberse el café y poder hacerse pequeña hasta desaparecer. No podía ser que ese hombre al que había hurtado el taxi y derramado el café fuera el nuevo socio. Adiós a sus sueños de trabajar como periodista.
—Voy a tener que ir a comprar una camisa nueva; esta está arruinada.
—Karen te acompañará. Estoy seguro de que no le importa, ¿verdad, Karen?
«Habla, es a ti, di algo, ¡maldita sea!»
—Cla… claro, señor, iré —tartamudeó. No entendía cómo no se había atragantado allí mismo, muerto e ido al infierno.
—No quiero que molestes a la señorita. No es necesario que deje sus tareas para atender un asunto personal. Ya iré más tarde.
—Karen, deje el café y vuelva a su puesto, por favor —ordenó.
Obedientemente, soltó los vasos de café sobre la mesa y ese simple acto le costó un esfuerzo titánico, todo le temblaba. Tenía los dedos entumecidos a causa de la fuerza con la que había apretado los vasos. Trató de caminar sin que la viera, pensando en la forma de salir de allí sin ser descubierta, sin que sus miradas se cruzaran, pero cuando se giró para dejar el despacho, se lo encontró de frente y su corazón se detuvo por la impresión.
Si su jefe, el señor Alexander Petrov, era un hombre atractivo, este otro era… tenía algo que no podía explicar, pero que hizo que se quedara sin aliento durante todo el tiempo que lo observó. En los encontronazos no había podido apreciarlo en conjunto, pero ahora que estaba justo frente a ella, se daba cuenta de lo atractivo que resultaba. La mirada profunda y rasgada del hombre se agrandó y ella supo que la había reconocido. Sonrió con malicia y el gesto la obligó a tragar la saliva que se había acumulado en su boca… y su lengua.
—Aunque —interrumpió—, si no es mucha molestia, Sasha, creo que lo mejor es que la señorita… Karen, me acompañe. No conozco bien la ciudad y tal vez ella pueda aconsejarme alguna buena camisería. No es mucho pedir, ¿verdad, señorita Karen?
Ella lo escuchaba todo, pero era como si no estuviera allí. En ese momento deseaba con todas sus fuerzas que la tierra se abriera bajo sus pies y se la tragara para siempre. Era consciente de que esperaban que ella dijera algo, pero ¿qué podía decir cuando su sangre se había helado en sus venas y había perdido la voz?
—¿Karen? —insistió su jefe al ver que ella no reaccionaba.
—Parece que es mucho pedir… —puntualizó Lucien.
—Nada de eso, Lucien. No hay problema alguno en que Karen te acompañe. Estoy seguro de que no tiene nada que objetar. Además, no es mi secretaria, es la recepcionista, así que podemos sustituirla sin problemas.
Al escuchar esas palabras, las emociones se agolparon en sus ojos. Tenía razón, era prescindible. Había miles de mujeres con buena presencia que estarían encantadas de trabajar ahí.
—Perfecto, entonces. ¿Le parece bien, señorita Karen?
—Por supuesto que sí, será un placer. —«Como bien ha dicho mi jefe, no soy importante para la empresa», tenía ganas de gritar. Pero se contuvo, como siempre hacía. Bueno, como casi siempre; la pasada noche no se había contenido, no había guardado nada dentro, y el recuerdo de lo sucedido le hizo sentir un anhelo profundo que provocó un vacío en su pecho.
—Entonces, señorita, en unos minutos nos vemos de nuevo.
No debería, lo sabía, pero no pudo evitarlo y alzó la mirada para ver sus ojos. Su cabello oscuro parecía despeinado y estaba húmedo por la lluvia que lo había mojado al perder el taxi. Vestía con gusto; a pesar de la mancha de café en la ropa no había nada fuera de lugar en él.
La verdad era que cualquier cosa le debía de quedar bien; era uno de esos hombres a los que no se podía dejar de mirar. Tal vez no era especialmente guapo, pero tenía un atractivo que hacía que el cuerpo de Karen temblase de expectación. ¿Qué esperaba? Tenía la vaga sensación de que su cuerpo sabía algo que a ella se le escapaba. ¿Cómo sería dejarse llevar con un hombre como él? Parecía mayor que ella, tal vez estaba cerca de los cuarenta, así que experiencia seguro que no le faltaba. Cabeceó y dejó de pensar en cosas que no eran posibles y volvió a su realidad, esa en la que solo era una cara bonita prescindible.
—Claro, le estaré esperando para cuando requiera de mis servicios.
Agachó la cabeza y se largó de allí. No sabía por qué, pero eso había sonado a algo muy diferente a lo que quería decir y huyó despavorida. Hoy era el día oficial de las huidas en el mundo de Karen.
Cerró la puerta tras ella y tomó aire. Quería calmarse, pero estaba herida. No iba a llorar, no ahí. En ese momento, ver a la señora León llegar le dio la fuerza que no tenía para mantenerse serena. La reunión empezaría en breve y le gustaría tanto saber de qué se iba a hablar ahí dentro…
—Señora León —saludó en voz baja alejándose camino del ascensor.
No estaba segura de si le había contestado o si solo había asentido, pero no se iba a quedar para averiguarlo. De todas formas, no tenía derecho a quejarse, aunque no fuese el mejor el día de su vida; la noche pasada sí había sido la mejor de su vida y eso lo compensaría todo por una buena temporada.