Capítulo 6
Los minutos parecían pasar a toda velocidad. Notaba las manos húmedas y no dejaba de suspirar una y otra vez. No podía dejar de preguntarse qué sería lo que le diría cuando se encontraran a solas. Estaba segura de que la había reconocido, ¿se podía tener más mala suerte? Si había alguna posibilidad de haber conseguido un puesto para la nueva sección, la había perdido. Estaba convencida.
El ascensor abrió sus puertas y, al verlo aparecer, se quedó sin aliento, aunque no estaba segura de si se debía al miedo o al carisma que ese hombre tenía. Era tan diferente de los que había conocido hasta ahora…
Caminaba con paso seguro. La miraba directamente a ella, como si fuese una pantera oscura a punto de lanzarse sobre una pequeña presa. Tembló. Después se dijo que debía cuadrar los hombros y asumir las consecuencias de lo que había hecho.
Así que salió de detrás de la recepción, que sentía más como un refugio, y lo esperó. Al llegar junto a ella, sintió cómo el calor que desprendía envolvía su cuerpo. Le dieron ganas de echarse un cubo de agua fría por encima, pero en vez de eso, en un gesto que le pilló desprevenida incluso a sí misma, agitó su blusa para poder respirar.
—¿Lista, señorita Karen?
—¿Lista para qué? —soltó sin pensarlo y abanicándose el cuerpo con la blusa.
El hombre sonrió. Era tan fácil leer en el rostro de la mujer lo que pasaba por su cabeza que no pudo evitar que su boca se torciera en ese gesto tan poco habitual en él.
—¿No iba a acompañarme a comprar una camisa nueva?
—Sí, sí, señor… —se interrumpió al advertir que no conocía el nombre de su nuevo jefe. Además, estaba avergonzada por haberse quedado embobada mirándolo, pero es que verle sonreír había detenido su corazón.
—Nualart —terminó por ella—. Lucien Nualart —se presentó a la vez que se inclinaba frente a ella como muestra de respeto.
Karen dudaba, pero no podía no tender la mano al que iba a ser su jefe solo porque le parecía imponente y atractivo. Era raro porque nunca se había achicado ante ningún hombre y él no iba a ser el primero. Así que extendió la mano firme hacia él, que al ver el gesto dudó, y al estrecharla, segundos después, la corriente eléctrica que la sacudió la pilló desprevenida. Era como si ya conociera ese tacto, esa áspera suavidad en la piel… y no pudo evitar que su mente retrocediera unas horas atrás, cuando, acompañada por la oscuridad de la noche y bajo la atenta mirada de la luna llena, había sido más ella misma que nunca antes.
Lo miró a los ojos, tratando de saber qué ocultaban bajo su oscura y reservada mirada, pero no pudo entrar dentro. El saludo se alargó más de lo correcto y darse cuenta la obligó a soltar la mano del hombre con rapidez y a ocultar el rubor que había bañado sus mejillas.
Se dio la vuelta y tomó el bolso y el abrigo del lugar en el que los guardaba, respiró profundamente para recuperar algo de la templanza que le había robado su contacto y, cuando pensó que la máscara estaba de nuevo intacta, lo enfrentó con una gran y falsa sonrisa.
—Lista, cuando quiera, señor Nualart.
Lucien se quedó por un instante anclado en el sitio. Ella, sin esperar por más tiempo, pasó a su lado y al hacerlo su cabello rozó el rostro del hombre, que aspiró el aroma que desprendía. Cerró los ojos un segundo y escuchó el murmullo de sus pasos. Metió las manos en los bolsillos y sonrió.
—No me esperaba esto para nada —murmuró para sí mismo.
Se obligó a abrir los ojos y la siguió. No sabía por qué, pero esa mujer sin ninguna educación le había recordado a la mujer de la noche de Akane que no había podido sacarse de la cabeza, pero no podía ser, ¿verdad? No era posible que ese tipo de coincidencia se diera.
Aceleró el paso; al llegar a la puerta la sostuvo para que pasara y, con la mano libre, la guio hasta que estuvieron fuera. Seguía lloviendo. Karen abrió su paraguas y Akuma se dio cuenta de que no había reparado en que él no llevaba nada para resguardarse de la lluvia.
—Como tiene mucha más experiencia que yo en coger taxis, le dejo esa tarea a usted —puntualizó serio, aunque la verdad era que se lo estaba pasando en grande.
«Vale, primer golpe directo a la boca».
—No se preocupe, señor Nualart, enseguida consigo uno.
Karen detuvo un taxi con bastante facilidad; iba a abrir la puerta del mismo cuando una mano se posó sobre la de ella. De nuevo esa sensación que la recorría como si fuese un cable eléctrico.
—Deje que le abra la puerta.
—Gracias, señor Nualart, aunque no es necesario. Puedo hacerlo sin ayuda de nadie.
—Lo sé, pero aun así me gustaría hacerlo, son… viejas costumbres. Hoy en día parece que es algo malo abrir la puerta del coche a una señorita o sostenerla para cederle el paso… Para mí es solo una cuestión de educación, así que, por favor, no se ofenda.
Karen pensó en las palabras de ese hombre que se mojaba de nuevo bajo la lluvia por su culpa. ¿Cómo no había notado que no tenía paraguas para refugiarse del agua? De todas formas, tenía que encontrar la forma de ser cortés y a la vez mantenerse firme.
—Gracias, pero de todas formas debería ser yo la que la abriera, por algo soy la recepcionista y usted mi jefe.
Nualart no quiso continuar con esa conversación que parecía fuera de tono y, al bajar la mirada, se dio cuenta de que su mano seguía apoyada sobre la de la mujer. En cuanto la mirada de Karen se dirigió al mismo lugar que la del hombre, un intenso rubor cubrió su rostro.
La mano del hombre se quedó un instante más, como si no le gustara la idea de perder su lugar. Con un carraspeo incómodo la levantó y abrió la puerta para que la mujer entrara en el vehículo.
Karen, a pesar de su reticencia, no discutió y entró en el interior sin decir nada, tan solo habló para indicarle al taxista la dirección del lugar al que debería llevarlos.
El viaje se hizo eterno e incómodo, ya que cada vez que tomaban una curva sus cuerpos se inclinaban de forma natural y acababa más cerca de ese hombre tan… No tenía palabras para describirlo… Ah, sí, arrogante podría ser una de ellas. El contacto con su cuerpo era extraño, porque el calor que le transmitía era familiar, y eso la incomodaba.
Pagó al taxista y bajaron frente a una camisería que era de su confianza. Era el mismo lugar al que iba el señor Petrov, por recomendación de ella. Había trabajado allí durante muchos años para poder mantenerse y costear sus estudios universitarios.
Abrió la puerta de la tienda y la masculina mano de su jefe se apoyó en la desgastada aunque elegante puerta de madera para sostenerla. Con una mirada profunda le indicó que pasara y que no había lugar para la réplica, así que pasó delante del hombre que, con una suave caricia, casi imperceptible, guio su paso apoyando una mano en la espalda.
El contacto se sentía raro, porque a pesar de que fue delicado, como si tan solo quisiera acariciar la tela del abrigo y no a ella, fue firme y cálido.
—Buenos días, en qué puedo… ¿Karen? ¡Cuánto tiempo, niña! —Los saludó un hombre mayor. Su rostro estaba surcado por arrugas que no eran otra cosa que su vida grabada en la piel. Tenía algunas más profundas alrededor de los ojos, y una sonrisa tan sincera que Nualart supo que había tenido una gran vida y que esas marcas, profundas, no eran otra cosa que el recuerdo de la misma.
—Don Camilo, ¿cómo está? Lo veo estupendo, como siempre. ¿Ha hecho un pacto con el diablo?
Tanto Karen como el hombre rieron con ganas, como si de alguna vieja costumbre se tratara. Sin embargo, para Nualart que ella mencionara al diablo tenía un significado diferente. Uno en el que la noche, la luna y las luces rojas tenían mucha importancia.
—Ay, hija, ya hace mucho que esa palabra no es un adjetivo adecuado para describirme, pero no me quejo, he tenido una buena vida. ¿Qué hay de ti? ¿Estás bien? ¿Has conseguido por fin el trabajo de tus sueños?
Oírle preguntar por sus sueños la puso un poco triste. ¿Había renunciado a ellos? Todavía no, aunque a decir verdad estaba a punto de tirar la toalla; tal vez no eran para ella. No todo el mundo era capaz de alcanzarlos; algunos corrían demasiado deprisa como para cumplir sus sueños.
—Todavía no, estoy en ello —musitó con tristeza.
La posibilidad de haber perdido su oportunidad por lo sucedido no dejaba de rondarle por la cabeza. La verdad era que Nualart parecía el tipo de hombre que la haría pagar por sus errores.
—Y ¿quién es tu acompañante? ¿No vas a presentármelo? ¿Es tu nov…?
—Jefe. Es mi jefe, don Camilo —interrumpió antes de que acabara la frase—. Necesita una camisa. Hemos… tenido un mal comienzo —explicó señalando la mancha, ya reseca, de café.
—Lucien Nualart, un placer conocerlo, señor —dijo a la vez que se inclinaba como muestra de respeto.
—Ya veo… ¿De dónde es, joven? ¿Japón?
—Sí —confirmó—, mi madre era japonesa. Mi padre es francés, aunque mi abuelo materno inmigró desde África.
Karen lo miró un instante: los rasgos orientales de su madre se apreciaban sobre todo en los ojos, rasgados y profundos. Ahora entendía por qué su piel tenía ese tono bronceado, menuda mezcla de genes. No era como los demás, estaba claro. Desde luego, no estaba acostumbrada a que estos se inclinaran frente a otros para demostrarles respeto, más bien eso era algo que los hacía parecer débiles. No a él.
—Entiendo. ¿Qué tipo de camisa desea?
—Algo elegante y formal. Es para el trabajo.
—¿Cuello inglés o italiano?
—Italiano. Me gustan más.
—Bien, le llevaré algunas al probador.
—Gracias —dijo acompañando de nuevo la palabra con una inclinación.
Nualart caminó hasta el probador y cerró la cortina. Se quitó la chaqueta y la corbata para después empezar a desabrocharse la camisa. Karen miraba distraída los percheros hasta que sus ojos se dirigieron hacia el sonido que emitía la camisa al ser desabrochada, cuando se dio cuenta de que podía ver parte de la figura de su nuevo jefe a través de la rendija que había quedado entre la cortina mal cerrada y la pared.
Su piel bronceada tenía un tono dorado perfecto, y su pecho, amplio y firme, no albergaba ni un gramo de grasa.
Don Camilo apareció de la nada, descorrió la cortina del todo y Karen se llevó la mano al pecho al ver el torso completo de su jefe al desnudo. Era… era como… era… perfecto. No había otra palabra para describir a ese hombre.
Como si sus pensamientos se hubiesen escuchado en estéreo, él se dio la vuelta y fijó la mirada en ella. Al hacerlo Karen pudo ver el tatuaje que ocupaba parte de su brazo izquierdo, el hombro y algo del torso. No podía ver con claridad qué era, ni nada que no fuera la mirada intensa de ese hombre que la ponía tan nerviosa… como cuando era una colegiala.
Sostuvo la mirada durante demasiado tiempo, tanto que el rubor que bañaba su rostro empezó a quemarle la piel, y fue en ese instante en el que agachó la cabeza, avergonzada.
No pudo ver cómo sonreía ni cómo se giró con rapidez para ocultar de la vista la marca en tinta que cubría parte de su piel. Al cabo de un rato, la cortina volvió a abrirse y apareció con la camisa puesta, para su desgracia. Debía admitir que con camisa estaba muy guapo, pero sin ella… era puro fuego.
—Creo que le sienta muy bien, señor Nualart. —Rompió la tensión don Camilo con su suave voz—. ¿No crees, Karen?
Ella asintió sin decir nada más. ¿Qué podría decir? Estaba sin habla. ¿Cómo era posible que un hombre al que apenas conocía la trastocara tanto? Ya no era una niña de instituto que se dejaba impresionar tan solo por la apariencia; de hecho, ella, mejor que nadie, sabía lo injusto que era que te juzgaran solo por tu aspecto, como si alguien tuviera la culpa de la genética con la que te tocaba nacer. No tenía mérito. Era algo incluido de serie y muchas veces, más de las que la gente podía imaginar, habría querido cambiarse por alguien menos… llamativo.
Observó cómo Nualart se ponía la corbata y la chaqueta. Ya estaban listos. Ahora deberían volver a la oficina; la verdad era que entre la reunión y su salida había perdido toda la mañana, ya era casi la hora de la comida.
Nualart se acercó a ella dispuesto a irse y, en un acto reflejo, extendió las manos para arreglarle el nudo de la corbata que lucía torcido hacia la izquierda. Lo colocó justo en el centro y al terminar alzó la mirada y miró a su jefe con una sonrisa de satisfacción.
—Listo, estaba torcida.
La mirada del hombre se oscureció; ella pudo ver cómo las sombras bailaban en sus pupilas, que se dilataron por su cercanía. Quería alejarse, dejar de mirarle con fijeza, pero no podía. Tenía algo que la obligaba a quedarse enganchada a él, sin poder soltarle aunque quisiera.
Al cabo de unos segundos la mirada del hombre cambió de dirección y, al seguirla, comprobó que sus manos estaban sobre el pecho masculino. En ese momento se dio cuenta de que respiraba agitado, aunque trataba de disimularlo y cayó en la cuenta de que no parecía gustarle el contacto con otras personas.
—Disculpe, señor Nualart, es solo una manía. No soporto ver una corbata mal colocada.
—No importa —murmuró con la voz enronquecida a la vez que se alejaba varios pasos de ella en dirección al pequeño mostrador de madera para pagar la camisa.
—Señor Nualart, como es su primera vez en mi tienda, me gustaría tener un detalle con usted. Es un regalo de la casa —explicó don Camilo mientras le tendía una camisa gris perla de cuello mao perfectamente doblada en su caja.
Nualart alargó la mano y tocó la suave tela; parecía hecha de algodón egipcio, aunque no podía estar seguro. Levantó la mirada y se inclinó para dar las gracias.
—Muchas gracias. No era necesario.
—Me gusta que mis clientes vuelvan —afirmó el dueño de la tienda restándole importancia al acto.
Nualart asintió, pagó la camisa que llevaba puesta y metió en la bolsa la que estaba sucia de café y la nueva, tomó la bolsa y salió de la tienda tras despedirse con una inclinación apresurada. Karen abrazó al hombre al que tanto cariño tenía y siguió a su jefe con prisa, parecía que hoy iba a ser un día de los de correr, menos mal que había decidido ponerse zapatos planos y no de tacón.