Doce
—Y aquí merendará —explicó Beatrice, y con un ademán abarcó el enorme patio.
Tres paredes estaban formadas por ventanales y el techo de cristal permitía ver un cielo sin estrellas. Ya habíamos recorrido el comedor de gala, el salón, las suites para invitados con cerrojo incorporado y una completísima cocina. Todo se había convertido en un borrón. «Es tu padre», me dije, como si fuera una desconocida que daba la noticia. «El rey es tu padre».
Por muchas vueltas que le diera a esta novedad, lo cierto es que me parecía imposible. Si bien notaba el sólido suelo de madera bajo los pies, percibía el olor asquerosamente dulce de las manzanas que preparaban en la cocina, al fondo del pasillo, contemplaba las frías paredes blancas y las puertas de madera pulida y oía el golpeteo de los zapatos de tacón bajo de Beatrice; pese a todo ello, seguía sin creer que estaba allí, en el King’s Palace, tan lejos del colegio, de Califia y del caos; tan lejos de Arden, Pip y Caleb.
Beatrice me precedía, hablándome de la piscina cubierta, de lo tupidas que eran las sábanas, de las carnes y verduras frescas que llegaban todos los días al Palace, del cocinero personal del monarca y de algo que denominó «aire acondicionado». Pero yo no le prestaba atención; por todas partes, había puertas cerradas con cerrojo y, junto a ellas, un teclado.
—¿En cada puerta hay que marcar un código? —pregunté.
—Únicamente en algunas de ellas —respondió la asistenta—. Resulta evidente que su seguridad es importante, motivo por el cual el rey me ha pedido que no le mencione el código. Si necesita algo, avíseme por el interfono y la llevaré a donde quiera.
—Vale —mascullé—. Es por mi seguridad…
—Me figuro que se alegra de estar aquí. Quiero que sepa que lamento mucho que haya pasado tantas adversidades. —La observé mientras marcaba el código de acceso a la alcoba, e intenté captar todos los números que pude. Abrió la puerta, y lo primero que vi fue una cama grande, una lámpara de araña y un carrito sobre el que había una fuente de plata con tapa. Un ligero olor a pollo asado impregnó la estancia—. Estoy al corriente de lo ocurrido en el caos…, me refiero a cómo la doblegó ese descarriado y asesinó a los soldados en su presencia.
—¿Ese descarriado? —repetí, y por poco se me cae la foto de mi madre.
—Sí, ese muchacho —puntualizó Beatrice, bajando la voz al tiempo que me conducía al cuarto de baño—, el chico que la secuestró. Supongo que todavía no lo han hecho público, pero el personal del Palace está enterado. Sin duda le habrá quedado muy agradecida al sargento Stark, el militar que la trajo y la acompañó hasta aquí. Todos hablan de su ascenso inminente.
El mundo se me vino encima. Recordé las palabras de Stark en el ascensor, la promesa de que no me permitiría olvidar lo sucedido aquel día. Seguramente, conocía mis sentimientos por Caleb: debía de haber reparado en lo preocupada que estaba durante el trayecto en el todoterreno, y detectado pánico en mi voz cuando le supliqué que le suturase la herida de la pierna. De repente todo quedó asquerosamente claro: en mi condición de hija del rey, jamás me ejecutarían en la ciudad, pero a Caleb podían eliminarlo.
—Lo ha entendido mal. Ese chico no mató a nadie; de no ser por él, yo no estaría aquí.
Beatrice se dio la vuelta y, deteniéndose frente al lavamanos, abrió el grifo y esperó a que el agua saliera caliente.
—Es lo que todos dicen —insistió—. Buscan al muchacho en el caos; han emitido una orden de detención.
—Usted no lo entiende. Son puras mentiras. Ni se imagina las cosas que el rey ha hecho fuera de aquí; es un ser malvado…
Atónita, la mujer abrió desmesuradamente los ojos. Cuando recobró la palabra, habló en voz tan baja que apenas la oía, ya que el grifo continuaba abierto.
—No lo dice en serio, ¿verdad? No puede hacer semejante comentario sobre el rey.
Asomándome a la ventana, le señalé el terreno que se extendía cientos de kilómetros, y le dije:
—En este preciso momento, mis mejores amigas están encarceladas en los colegios del reino. Las utilizan como animales de granja, como si jamás hubiesen imaginado o soñado algo distinto.
Dejé caer la fotografía y me tapé la cara con las manos. Me percaté de que la asistenta trasegaba por el dormitorio abriendo y cerrando cajones. El grifo continuaba abierto. Por fin se detuvo a mi lado, me quitó la sucia camisa impregnada de sudor y me ayudó a bajarme los pantalones cubiertos de barro. Aplicó una toallita caliente y enjabonada en la parte posterior de mi cuello, me la pasó por los hombros y arrastró la suciedad de mi piel.
—Tal vez se confundió o lo oyó mal —comentó Beatrice, prosaica—. Es la elección que las chicas hacen en el colegio; siempre se trata de una elección. Las que participan en la iniciativa de traer hijos al mundo se han ofrecido voluntariamente.
—No es el caso de mis amigas —aclaré negando con la cabeza—. No se ofrecieron…, no nos ofrecimos.
Me mordí los labios. Me habría gustado odiar a esa mujer, a esa insensata que se atrevía a hablar de mi colegio, de mis amigas y de mi vida. Me habría gustado agarrarle el brazo y retorcérselo hasta que me hiciera caso. Tenía que prestarme atención; ¿por qué no me escuchaba? Después de apartar con gran delicadeza los estrechos tirantes de mi camiseta, me pasó la toallita por la espalda, me quitó la tierra de las piernas, así como la acumulada entre los dedos de los pies, y arrancó el barro adherido a mis corvas. Lo hizo con sumo cuidado. Después de tantos meses huyendo y de dormir en los fríos sótanos de casas abandonadas, su ternura se me antojó casi insoportable.
—Nos persiguieron —proseguí relajándome ligeramente—. Los soldados nos persiguieron y acuchillaron a Caleb. Y a mi amiga Arden la devolvieron al colegio, aunque se resistió con todas sus fuerzas.
Me callé, a la espera de que ella discutiese mis palabras, pero se había arrodillado a mi lado y me aplicaba otra toallita sobre la herida del brazo.
Me giró las manos y se fijó en la línea de color morado que tenía en las muñecas producida por la brida. Pasó la toallita sobre las marcas y limpió la zona despellejada donde la sangre se había convertido en una costra oscura y delgada.
—No deberíamos hablar de los soldados en ese tono —comentó lentamente con cierta inseguridad—. Yo no puedo.
Su expresión era suplicante, como si quisiera pedirme que me callara. Por último, se alejó y fue a buscar el camisón que había dejado sobre la cama.
Cogí la prenda con volantes que me tendía y me la metí por la cabeza. Tenía ganas de permitir que los sollozos estremecieran mi cuerpo de pies a cabeza, pero estaba demasiado cansada. En mi interior ya no quedaba nada.
—No puede ser mi padre —mascullé, y me dio igual que ella me oyera—. No es posible.
Me tumbé en la cama y cerré los ojos.
La mujer se sentó a mi lado y, al hacerlo, los muelles del colchón crujieron. Me puso una nueva toallita limpia en la cara, me la pasó por la línea del nacimiento del pelo y por las mejillas, la dobló y la depositó delicadamente sobre mis ojos. El mundo entero se volvió de color negro.
La jornada había sido excesiva para mí. El deseo de ver a Caleb, el ataque de los soldados, Arden, Ruby, el rey y sus revelaciones…, todo ese peso cayó sobre mí y me inmovilizó. Beatrice seguía a mi lado y sus suaves dedos me masajeaban las sienes, pero parecía ausente.
—No se encuentra usted bien —comentó—. Exacto —musitó a medida que me quedaba dormida—. Debe de ser por eso.