Veintisiete
Nos despertaron unos golpes. El avión estaba tan a oscuras que no distinguí a Caleb a mi lado, pero lo percibí y noté que tanteaba por encima de mis pies en busca de su arrugada camisa. Habíamos dormido unos minutos: una simple cabezadita.
—¿Quién es? —pregunté, y el pánico hizo mella en mí.
—No lo sé —musitó él—. Vamos, deprisa…, podemos utilizar la salida trasera.
Palpó hasta encontrar mi mano, cuyo calor me reconfortó.
Buscamos nuestras ropas, que estaban esparcidas por el suelo. Las llamadas a la puerta continuaron, y a cada golpe me estremecía intensamente.
—¡Vamos, tío! —chilló Harper, al tiempo que tironeaba de la puerta de emergencia con intención de abrirla—. Soy yo. ¡No queda mucho tiempo!
Caleb me soltó la mano. La almohada cedió a mi lado, y él se levantó y caminó descalzo por el pasillo. Finalmente, la puerta se abrió y en la cabina se proyectó un largo rectángulo de luz.
—Lo sabía —espetó Harper. Me tapé con la manta para protegerme del resplandor y continué buscando la ropa a tientas—. Tendría que haber venido antes. Sospeché que algo iba mal porque no te presentaste en el hangar. Son casi las ocho y media. Tenemos que sacarla de aquí.
Únicamente aprecié que Harper señalaba las entrañas del aparato. Me puse las bragas y los calcetines y me abroché el sujetador; me calcé las botas negras y, yendo hacia la puerta, me abotoné la camisa.
¡Las ocho y media…! Sin duda, Beatrice ya había entrado en mi habitación para despertarme y, probablemente, ganaba tiempo mientras las criadas preparaban el desayuno. En menos de media hora, el rey haría acto de presencia en el comedor y tomaría asiento en la silla de madera maciza situada en la cabecera de la mesa de banquetes. El desayuno comenzaba a las nueve en punto, ni un minuto antes ni un minuto después. Era siempre igual.
—Me voy. —Notaba la garganta reseca. Le di un apretón en el brazo a Caleb a modo de despedida, y crucé la puerta—. Regresaré por donde vine.
Harper se retorció las manos. Bajé corriendo por la escalerilla metálica palpándome los bolsillos en busca del mapa.
—¡Espera! —gritó Caleb. Se puso un zapato a la carrera, así que fue saltando a la pata coja—. No puedes utilizar las mismas calles porque, seguramente, han montado puestos de control. Te acompañaré. —Extendió la mano para que se la cogiese.
—No deberías venir conmigo —le dije mientras nos acercábamos a la puerta del hangar. Corrimos entre las panzas de los aviones y nuestras pisadas resonaron en el suelo de cemento—. Corres más peligro que yo; no quiero involucrarte.
Fue tras de mí cuando franqueé la puerta y me enfrenté a la cegadora luz. Me sujetó del brazo y me obligó a retroceder.
—No quiero que vayas sola —precisó. Cogió mi mapa y lo partió por la mitad—. Te ruego que me sigas. Mantente ligeramente rezagada.
Se largó y se lanzó a recorrer Afueras, de cuyos decrépitos edificios salió el primer turno de trabajadores urbanos. La mañana era más fresca de lo habitual, y el viento arremolinaba polvo y basura; una bolsa metalizada, en la que figuraba impresa la palabra DORITOS, pasó volando. Mantuve la cabeza baja para confundirme con los demás: todos nos dirigíamos al centro de la ciudad, vestíamos el mismo chaleco rojo y caminábamos con paso rápido. Pasamos junto a otro hotel viejo, un edificio de despachos con las ventanas quemadas y una hilera de casas tapiadas con tablas, de paredes rajadas y alféizares en los que se había acumulado la arena. En menos de diez minutos llegamos a los límites de la ciudad, y Caleb torció por una calle bordeada de árboles escuálidos. Lo seguí; el camino estaba asfaltado.
El número de viandantes se redujo a medida que nos aproximábamos al Palace. Por ello, pasar desapercibida resultó más difícil. Me crucé con una mujer que llevaba dos críos. La niña me señaló y, sin cesar de girar la cabeza, exclamó:
—¡Mamá, mamá, es la princesa!
Continué andando, y el viento me apartó el pelo de la cara. Me alegré cuando, contrariada, la madre la hizo callar.
—Lizzie, ya está bien —la regañó—. Deja de decir tonterías.
Transcurrieron diez minutos, que luego fueron veinte. En ese momento el monarca ya se habría sentado a la mesa; la silla que había a su lado —la mía— estaría vacía, y él, nervioso, tintinearía el tenedor en el borde del plato. Quizás había ordenado que registrasen mi alcoba. Beatrice les diría que la noche anterior yo estaba en mi cuarto…, y no faltaría a la verdad: me había quedado en la cama hasta que la oí recorrer el pasillo, entrar en su habitación y cerrar la puerta. Me inventaría una historia: que había necesitado un vaso de agua en plena noche o que me asfixiaba en la habitación; o tal vez que la cerradura estaba rota, lo que me había permitido salir. Pasara lo que pasase y fuera cual fuese la explicación que me inventara, de una cosa estaba segura: a partir de entonces me resultaría prácticamente imposible salir del recinto.
Estábamos cada vez más cerca. Caleb caminaba confiado, sin prisas y con las manos en los bolsillos. De vez en cuando se cercioraba de que lo seguía. Al pasar junto a un campo de béisbol, que recordaba de mi caminata de regreso desde el hangar, me convencí de que faltaba poco y apreté el paso.
Cruzamos un viejo aparcamiento y descendimos por una calle estrecha. El monorraíl aéreo que transportaba a ciudadanos bien vestidos, viajando cómodamente en los amplios vagones, pasó como una bala por encima de nosotros. El viento era intenso y el sol se ocultaba tras un uniforme manto de nubes grises. Una vez que dejamos atrás el viejo hotel Flamingo, apareció ante nosotros un cruce y atisbamos la calle principal. Me dije que no faltaba más que una manzana, y observé que Caleb se dirigía a la esquina, donde la calleja desembocaba ante la fuente principal del Palace. Pensé que, una vez allí, él giraría a la derecha, utilizaría el paso elevado para cruzar al otro lado y se mezclaría con los trabajadores que deambulaban por el centro comercial.
A pocos metros de la esquina, se agachó y, fingiendo que se ataba el cordón del zapato, me hizo un leve guiño. Lo habíamos logrado. No sabía cuándo volvería a verlo ni cómo, pero ya encontraríamos la manera. Me toqué el borde de la gorra a modo de un saludo apenas perceptible.
Se incorporó. Dio los últimos pasos y, a fin de dar un rodeo y regresar a Afueras, torció a la derecha por la calle principal. Manteniendo la cabeza gacha para evitar que me reconociesen, subí la escalera del paso elevado. Pero tardé un segundo en percibir los gritos de los soldados y en ver al gentío, formado por trabajadores y patronos, que se había congregado en las puertas del palacio e intentaba entrar. Las tropas habían acordonado el edificio y bloqueado la calle tanto al norte como al sur de éste. Estábamos atrapados.
Me quedé inmóvil donde estaba y percibí el pánico que se reflejó en la cara de Caleb a medida que se acercaba al Palace. Se situó detrás de varios trabajadores, se volvió e intentó irse por donde habíamos llegado: por la calleja. No tuvo tiempo. El soldado apostado al final del puesto de control ya se había desmarcado de su lugar de observación, y miraba con atención al desconocido de pantalones arrugados y camisa mal remetida, la única persona que se encaminaba hacia el Palace y que, de repente, se había dado la vuelta.
No pensé en absoluto, sino que me limité a correr. Me abrí paso entre la gente que abarrotaba el paso elevado, bajé la escalera y avancé a saltos por la calle. Cabizbajo y en un intento de mezclarse con los transeúntes, Caleb caminaba deprisa en dirección contraria. Un soldado casi le había dado alcance: extendiendo los brazos, le cogió el cuello de la camisa y lo obligó a retroceder.
—¡Es él! —anunció a sus compañeros.
Impulsándome con los brazos, corrí tan rápido como pude y no paré hasta llegar a su lado; me abalancé sobre el soldado e intenté tumbarlo para que Caleb ganase unos segundos y tuviera una posibilidad de escapar, pero mi cuerpo era demasiado liviano para hacerle daño al militar.
Otro soldado me sujetó por detrás.
—Tengo a la princesa —afirmó.
Los soldados nos rodearon; uno de ellos aferró mis manos y otro me sujetó las piernas.
—¡Caleb! —grité esforzándome por ver algo por entre los efectivos que, frenéticamente, iban de un lado para otro—. ¿Dónde estás?
Retorcí las muñecas en un intento de liberarme, pero la sujeción era férrea. Me arrastraron hacia la entrada del Palace, dejando atrás la hilera de arbustos bajos, las fuentes y las aladas estatuas de mármol. Lo último que logré ver fue la porra de un soldado, un palo negro que sobresalió por encima de la enardecida multitud y que, con un golpe seco y terrible, cayó sobre la espalda de Caleb.