Diecisiete
Cuando regresé a mi dormitorio, puse manos a la obra y busqué ropa discreta en el armario, pero allí no había más que vestidos de seda, chaquetas de piel y camisones de color rosa pálido colgados de las perchas. Registré entonces los cajones y escogí un jersey negro y el único pantalón tejano que me permitían tener, aunque Beatrice me había advertido de que no podía usarlo fuera de mi habitación. Me quité el vestido y por fin respiré tranquila.
Desplegué el diminuto mapa de papel, en una de cuyas caras había instrucciones y en la otra, la nota de Caleb. Me comunicaba que tenía un contacto en el Palace, alguien que me dejaría una bolsa en la escalera del séptimo piso. Si lograba salir, caminaría diez minutos junto a la calle principal hasta llegar al edificio que había señalado con una equis.
Si lograba salir…
Era consciente de que se trataba de una idea delirante. Me abotoné los tejanos, me puse los calcetines y los zapatos, y me recogí el pelo; luego arreglé las almohadas y el edredón para que pareciese que había alguien durmiendo. Era disparatado suponer que podría salir del edificio sin que nadie reparase en mi presencia y que sabría desplazarme por la ciudad. Debido al estricto toque de queda, las calles se vaciaban desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana, norma que el rey había impuesto para mantener el orden. Por ese motivo, sería la única persona que caminaría por las aceras; si alguien me seguía, lo conduciría directamente al encuentro de Caleb.
Mientras me acercaba con sigilo a la puerta, prestando atención a los sonidos procedentes del pasillo, llegué a la conclusión de que sería incapaz de actuar de otra manera, puesto que él estaba en la ciudad y solo nos separaban unas pocas calles. Ya lo había dejado marchar una vez y no volvería a hacerlo.
Levanté la tapa metálica del teclado de la pared. Sabía que el código comenzaba por dos unos. Eran los números más fáciles de pillar. Según recordaba, había visto un tres y otro uno al final, pero era difícil saberlo con certeza, pues Beatrice siempre movía los dedos con gran rapidez. Pegué la oreja a la puerta y no oí nada. Probablemente, mi asistenta estaría ahora al fondo del pasillo, metiendo copas sucias en el fregadero, mientras hablaba con Tessa, la cocinera. Sentí un intenso temblor cuando pulsé el uno, otro uno, un dos, un ocho y, al final, el tres y el uno.
Emitió dos pitidos. Intenté abrir la puerta, pero no hubo manera. Apoyé la frente en la pared y me devané los sesos intentando recordar. Tal vez era un siete en lugar de un ocho, o un dos más que un tres. Todo podía ser distinto.
Por mi cabeza pasaron números, combinaciones y códigos. De repente me vino a la mente la imagen del rey en el estrado, antes de que concediera la medalla a Stark. Había dicho: «Hemos realizado enormes progresos desde el 1 de enero de 2031, el día en que los primeros ciudadanos llegaron a la ciudad».
Sin pensármelo dos veces, tecleé los seis números: uno, uno, dos, cero, tres, uno. No pasó nada: la cerradura no emitió ningún pitido y la tapa metálica se cerró. Entonces giré el picaporte y cedió; la puerta se abrió y salí al silencioso pasillo.
Fue agradable abandonar esa estancia de ventanas selladas, el destemplado cuarto de baño alicatado y el sofá que resultaba tan duro como sentarse en un trozo de cemento. Habían disminuido la potencia de las luces del pasillo. A todo esto, oí un sonido metálico procedente de la cocina, donde el personal estaba dejándolo todo a punto para el día siguiente. Inspeccioné a derecha e izquierda y caminé pegada a la pared; se me encogió el estómago cuando me acerqué a la escalera este.
Espié por la ventanilla rectangular de la puerta: la escalera estaba libre. En la pared había otro teclado. Pulsé muy despacio el mismo código para no emitir sonido alguno. El cerrojo se abrió, franqueé la puerta a la carrera e intenté ignorar lo que había tras la estrecha barandilla: un hueco que descendía cincuenta plantas antes de llegar al suelo. Emprendí el largo descenso bajando los escalones de dos en dos.
Cuando ya había bajado cuatro pisos, se abrió una puerta más arriba.
—¿Adónde vas? —preguntó alguien. Me quedé inmóvil, me aplasté contra la pared e intenté que no me viesen. En la escalera todo retumbaba. Hasta la respiración me traicionó—. ¡Te he oído!
Esa voz, ese tono… Adiviné en el acto que se trataba de Clara. Luego oí su taconeo y cómo venía a por mí.
Salí disparada. Volé escaleras abajo sin detenerme hasta que hube descendido diez plantas. Las pisadas dejaron de oírse. Me aparté lentamente de la pared y miré hacia arriba: apenas distinguí las manos de mi prima, con uñas pintadas de color rojo sangre, aferradas a la barandilla.
—¡Sé que estás ahí! —chilló.
Seguí bajando y dejé que pronunciase mi nombre desde lo alto de la torre.
Tal como había prometido Caleb, en la séptima planta había una bolsa para mí; contenía el uniforme de los criados del Palace. Me cambié deprisa, me calé la gorra sobre los ojos y continué descendiendo. La escalera daba a un amplio pasillo flanqueado por puertas metálicas. Desde una de las mirillas, divisé el centro comercial que había en el edificio, cuyos techos estaban pintados de azul y cubiertos de nubes blancas y esponjosas. Las tiendas estaban cerradas; el rótulo de una de ellas decía JOYERÍA TIME & AGAIN, y otro rezaba GUCCI REHABILITADO. Un soldado montaba guardia delante de las tiendas, de espaldas a mí, mientras que otros dos se hallaban junto a las puertas giratorias.
Recorrí el amplio pasillo en dirección al letrero que indicaba la salida. El contacto de Caleb había encajado una bolita de papel en la jamba de la puerta, impidiendo que se cerrase. El picaporte cedió sin dificultad. Una vez fuera, noté que hacía fresco y que el viento lo cubría todo de una capa de arena. El camino que Caleb había dibujado se extendía ante mí. Había soldados apostados tanto en la entrada principal como en la parte posterior; a través de los árboles poco frondosos conté cinco soldados apiñados que, ocasionalmente, se daban la vuelta y vigilaban detrás de ellos. Me puse en marcha, me agaché tras la fuente y quedé semioculta por el alto seto de arbustos.
De vez en cuando me giraba para comprobar que los soldados no me seguían. Me sentí angustiada: Clara me había visto. Era probable que en ese mismo instante estuviera despertando a todo el mundo, y alertando a los soldados desplegados en cada planta. Mantenía la cabeza baja y cada paso que daba me tranquilizaba. Estaba fuera, caminaba por la ciudad e iba al encuentro de Caleb. Lo hecho, hecho estaba.
Las calles se hallaban a oscuras y los altos edificios arrojaban un brillo espectral sobre la calzada. Oía a la perfección el motor de los todoterrenos que patrullaban en el otro lado del centro de la ciudad. A pesar de que había luz en las ventanas, crucé el paso elevado, como indicaba el mapa, y me mantuve pegada a los edificios del otro lado. Las secas palmeras bordeaban la estrecha calle, y había varias casas que aún no habían sido restauradas. Reparé en un restaurante abandonado, en el que las mesas y las sillas eran grises a causa del polvo acumulado.
Cada vez que oía un todoterreno en la calle más cercana a donde me hallaba, el mapa indicaba un giro, por lo que tomaba la dirección contraria y el ruido del motor se perdía a lo lejos. El edificio indicado por Caleb se encontraba casi a un kilómetro y medio al este del monorraíl, cuya entrada daba a un callejón, detrás de un teatro. Me acerqué con ligereza, como si flotara, pero muy nerviosa.
El callejón también estaba oscuro y el aire, impregnado de olor a basura podrida. Entré por la puerta que figuraba en el mapa, pero sin ver nada. Me abrí paso palpando la pared, bajé una escalera estrecha y me sumergí en las entrañas del edificio. Había mucho humo. Alguien cantaba. Los murmullos de voces lejanas se arremolinaron a mi alrededor. Continué mi camino, tropecé en los últimos peldaños y al final de la escalera encontré otra puerta.
En el escenario, había una mujer ataviada con un vestido de lentejuelas plateadas y, tras ella, un trío de intérpretes. Para cantar, usaba un micrófono parecido al que el monarca había utilizado durante el desfile. Hasta el fondo de la sala llegó una melodía lenta y triste. El saxofonista se inclinó y añadió varias notas graves. Las parejas giraban en la pista de baile llena a rebosar: una mujer hundía el rostro en el cuello de un hombre, mientras este se mecía al son de la música; otras parejas se abrazaban en cómodos reservados, reían y bebían. El humo de los cigarrillos, que dejaban encendidos en los ceniceros de plástico, ascendía en espiral hacia el techo.
Las paredes estaban cubiertas de lienzos pintados. En un cuadro se veían los edificios de la ciudad salpicados de luces de color rojo sangre, de modo que cada rascacielos resultaba siniestro. Detrás de la barra colgaba una pintura enorme. Representaba hileras de niños con camisas blancas y pantalones cortos azules, iguales a los que vestía la «generación dorada», pero las caras eran planas y sin facciones; idénticas unas a otras. Examiné a cada uno de los presentes, y busqué a Caleb en la barra y en el corro de hombres reunidos junto a la puerta. Al fondo, en uno de los reservados a la derecha del escenario, se hallaba una persona sola, cuyo rostro quedaba oculto por el borde de la gorra; con serenidad y concentración, retorcía algo entre los dedos.
La canción terminó. La mujer del vestido de lentejuelas presentó a los miembros de la banda e hizo una broma. Varias personas rieron detrás de mí, pero yo me mantuve inmóvil, viendo cómo la persona solitaria jugueteaba con una servilleta de papel mientras se mordía con energía los labios. De pronto, como si percibiera mi presencia, alzó la cabeza, y nos miramos. Me contempló unos instantes, y se le iluminó el rostro.
Se puso de pie y acortó la distancia que nos separaba. Cuando la mujer volvió a cantar, ya estaba junto a mí hundiendo la cara en mi cuello. Me abrazó con firmeza y me estrechó con tanto ahínco que mis pies dejaron de tocar el suelo. Permanecimos así mientras la música sonaba alrededor, y nuestros cuerpos encajaron perfectamente, como si estuviésemos destinados a no separarnos jamás.