DIEZ
Nunca olvidaré aquella fecha, 5 de abril de
1962. Era jueves por la noche. Ni habiendo caído un meteorito sobre
Toronto o telefoneado a casa el propio Johann Sebastian Bach,
habría recordado más vivamente aquella jornada. Seguro que todavía
se acuerdan de ella en Nueva York. No me refiero al público, sino a
los críticos, que aún hoy seguirán rumiando su enfado.
Nada de lo que se dijo en radio o prensa
días después tuvo sentido. En contra de lo que afirmaban, entre
Leonard Bernstein y yo nunca hubo problema alguno, y menos durante
aquella velada. Por aquel entonces, yo le admiraba como director de
orquesta. Sus versiones son una referencia en Mahler y en buena
parte del repertorio sinfónico romántico, desde Mozart a
Brahms.
Por eso mismo, porque le admiraba, tuve la
deferencia de llamarle varias veces antes del concierto. Para
advertirle. Para que mi propósito no le cogiese por sorpresa
durante los ensayos.
«Voy a proponer una versión diferente del
Concierto en re menor,» dije para
comenzar.
«Hum, no sé si funcionará», objetó una vez
hube terminado de explicarme. «En cualquier caso, haremos juntos el
concierto.»
Hablamos de ello durante los ensayos previos
al concierto. Diligente, Bernstein atendía a mis explicaciones, sin
arrugar el ceño. Entendió a la perfección lo que pretendía hacer,
mucho mejor que los críticos, que se obstinaron en fabular acerca
de una posible rivalidad. De un antagonismo que nunca
existió.
Mientras Bernstein interpretaba la
Quinta Sinfonía de Nielsen como primera
obra del concierto de aquel 5 de abril de 1962, aproveché para
sumergir los brazos en agua caliente. En los retretes contiguos a
los camerinos. Llené el lavamanos hasta casi el borde. El agua muy
caliente, tal y como me había enseñado el señor Guerrero.
Gasté veinte minutos en aquella operación:
diez para el brazo izquierdo, otros diez para el derecho. Todo
ritual tiene su ceremonia. Y yo la oficiaba con lentitud, sin
prisa, conocedor de que cada cosa posee su ritmo. Además, disponía
de margen más que suficiente: la sinfonía de Nielsen dura más de
media hora.
Durante el intermedio encontré muy risueño a
Bernstein. Venía sudoroso, con el flequillo revuelto, y la batuta
ensartada bajo la axila derecha.
«Glenn, ¿dónde vas con esas toallas?»
Se refería a las que había empleado para
secarme los brazos. Me encogí de hombros, deseoso de encontrar la
ocurrencia exacta con que contrarrestar su naturalidad. Como no la
hallé, me conformé con sonreír.
Me pidió una toalla. Se secó con ella, un
gesto del que abominé en silencio. Yo nunca habría empleado una
toalla que, con anterioridad, hubiese utilizado otra persona. Por
aquello de los gérmenes. Me dan escalofríos con solo recordarlo.
Pero bueno, él siempre fue muy diferente a mí.
«Nielsen es un hueso duro de roer», apuntó
mientras se secaba el cogote.
Me disponía a encerrarme en el camerino
cuando me cogió por el codo. Quería decirme algo, y necesitaba
comprobar que no había nadie demasiado cerca. Miró a un lado y a
otro.
«Antes de empezar, voy a dirigirme al
público. Quiero explicar unas cosillas respecto de la
interpretación. Seré breve.»
Hasta se atrevió a enseñarme las notas que
había tomado a tal efecto: así, dijo, no se le irá el santo al
cielo y evitará extenderse en exceso.
«Ningún problema», observé.
Eso dijo Leonard, seré breve. Como era de
temer, no cumplió su promesa. Recuerdo que gastó hasta cuatro
interminables minutos en exponer lo que él estimaba trascendental
explicar antes de empuñar la batuta.
«Tú eres el director», añadí no sin cierta
retranca.
Cierto, Leonard Bernstein era el director,
pero yo había impuesto mi particular versión del concierto de
Brahms; a él sólo le restaba dirigir la orquesta al ritmo que yo le
iba a dictar desde el piano. Acordamos que él saldría a escena
solo, que yo me quedaría entre bastidores en tanto no acabase de
hablar. Y así lo hicimos.
Leonard abordó el escenario con grandes
pasos y una mayúscula sonrisa. Se mostró tan locuaz como era
costumbre en él, tanto que enseguida conectó con el público. Era un
comunicador nato, además de un cómico que podría haberse ganado la
vida de payaso si no fuera porque su instinto musical era
superlativo.
«No se asusten, el señor Gould está aquí,»
empezó diciendo.
La concurrencia celebró el chiste con una
ola de risas que barrió de punta a punta el patio de butacas. Es
obvio que se refería a las múltiples cancelaciones que yo había ido
acumulando durante los últimos años.
«Aparecerá en un momento. Como saben, no
tengo costumbre de hablar en ningún concierto, pero ha ocurrido
algo curioso que merece, en mi opinión, una o dos palabras. Están a
punto de escuchar, cómo expresarlo, una interpretación nada
ortodoxa del Concierto en re menor de
Brahms, una interpretación diferente a cualquier otra que yo haya
escuchado jamás. No puedo decir que esté en total acuerdo con la
concepción que el señor Gould tiene de la obra, y esto me hace
plantear una pregunta interesante: ¿qué hago dirigiéndolo?»
Las risas dieron paso a las carcajadas.
Sospeché que Leonard empezaba a apartarse de la idea original, la
de circunscribirse a señalar su postura frente al experimento que
yo le había propuesto. Y que comenzaba a dar rienda suelta a su
retranca.
«Lo dirigiré porque el señor Gould es tan
válido y serio como artista que debo considerar su concepción. Y
ésta es lo suficientemente interesante como para que yo piense que
merece la pena que ustedes la conozcan. Pero sobrevuela una
pregunta. En un concierto, ¿quién es el jefe?»
Más risas. Si hasta empezaba a resultarme
divertido a mí…
«¿El solista o el director?»
Más risas.
«La respuesta es que a veces es uno y a
veces es otro, dependiendo del grado de implicación en el asunto.
Es costumbre que los dos alcancen un acuerdo por persuasión o
química, o bien mediante amenazas.»
Las carcajadas poblaron la sala. Aquella
noche Leonard habría conseguido hacer reír a Buster Keaton Cara de
Palo. El resto ya es historia.
* * *
Excediendo los límites lógicos y normales
para un parlamento de semejante naturaleza, Bernstein siguió a lo
suyo. Habló de discrepancias insalvables entre las concepciones que
él y yo teníamos de la obra de Brahms. Del hechizo que le provocaba
mi particular interpretación. Y de la aventura que, para él, habían
supuesto los ensayos.
«Con ese espíritu aventurero es con el que
el señor Gould y yo nos presentamos ante ustedes,» fueron sus
últimas palabras.
Una fuerte ovación rubricó el discurso y
posibilitó mi entrada en el escenario. Miré de reojo a Leonard, que
de inmediato advirtió mi enojo.
Tal y como le había propuesto, dirigió la
obra con extremada lentitud. Mi particular concepción del concierto
consistía en igualar, en la medida de lo posible, los contrastes
existentes entre los tres movimientos. Suavizar los temas
masculinos y vigorizar los femeninos.
En general, el público quedó muy satisfecho
con el resultado. Tanto que, a la conclusión, aplaudió con visible
entusiasmo, hasta el punto de que Leonard y yo tuvimos que salir
varias veces a saludar.
«Se ve que el público comparte su locura,
señor Gould», dijo mientras correspondíamos a los aplausos.
Me guiñó un ojo y se rio. Al día siguiente,
en los periódicos y en la radio, la acogida fue menos calurosa.
Bastante menos. La calificaría de sangrante. La crítica
especializada cargó contra nosotros. Contra Leonard por haber
permitido semejante disparate: un director de su talla, decían,
tendría que haberse negado en redondo. Y contra mí, por haber
perpetrado aquella aberración. Señalaban que, valiéndome de aquella
inusitada lentitud, había tratado de encubrir mis carencias
técnicas. Otros decían que había consumado una interpretación
fúnebre. Y otros que nunca habían oído un Brahms tan
disparatado.
Hablaban como si lo escrito en el papel
pautado fuese la misma palabra de Dios. Cuando hasta el texto de la
Biblia admite múltiples lecturas: cada uno puede sentirla o
explicarla en función de sus vivencias. No todo ha de tomarse al
pie de la letra.
Lo que sucede es que los críticos, en su
mayoría, están cortados por el mismo patrón, desfilan al mismo
ritmo de metrónomo. Pocas veces he visto tanta ceguera intelectual
como en aquella ocasión.
Claro que aún me acuerdo de aquel 5 de
abril. El concierto se repitió al día siguiente y dos jornadas
después, y tanto la reacción del público como la de la crítica
fueron idénticas. El mismo entusiasmo en unos, el mismo desencanto
en los otros.
Los críticos más atrevidos traspasaron la
frontera de los ataques meramente artísticos. Para afirmar que el
discurso previo de Bernstein me había molestado profundamente. Y
que no nos soportamos desde entonces. Se habló mucho de ello, pero
nada más lejos de la realidad. En absoluto me molesté por la
explicación que ofreció al público.
Es verdad que nunca más volvimos a
coincidir. Todo producto de la casualidad, y no de esa
animadversión que, supuestamente, había crecido entre ambos a
partir de semejante desencuentro artístico. Invenciones, chismes
para vender más. Lo digo porque se especuló mucho sobre esto. Que
si yo me negaba a actuar con él, que así le hacía pagar el descaro
de haberse dirigido a la concurrencia. Bobadas.
Es cierto que por cuestiones de salud
cancelé un concierto que íbamos a dar juntos y que, años más tarde,
no se materializó el proyecto de grabar una obra de Strauss. Pero
nada más.
Fuera como fuese, tras aquella experiencia
empecé a plantearme, muy en serio, la posibilidad de poner fin a mi
carrera de concertista de piano.
Sin embargo hubo un episodio que me molestó
más que aquella historia del Concierto en re
menor. Un suceso que precisamente tuvo lugar en la casa del
propio Leonard Bernstein.
Hace tanto tiempo que soy incapaz de
discernir si aconteció aquella misma noche, a la finalización del
concierto, o si fue en otra velada de similares características. Sí
recuerdo que había una fiesta. Y mucha gente fatua que gastaba
aires de grandeza intelectual. Damas y señores supuestamente muy
leídos, que contaban a Nietzsche entre sus autores preferidos y a
Sergei Eisenstein entre sus cineastas de cabecera. Gente que decía
esta marca de whisky gustaba a Dashiell
Hammett o a Kierkegaard le encantaba el
canapé de caviar. Tipos a quienes el aliento les olía a
filosofía. ¡Menuda caterva!
Hablaban y reían a destajo. Como si les
fuese en ello el prestigio social.
Tenían que ser más protagonistas que el
propio anfitrión, y mira que es difícil superar en esto a
Bernstein.
Pues bien, rodeado por toda aquella tropa,
sufrí una de las experiencias más vergonzantes de toda mi
vida.