DIECISÉIS
Tendría siete u ocho años por aquel
entonces. O quizá era algo mayor y ya había sufrido el acoso de los
compañeros del Williamson Road. Lo que sí sé es que era verano y
que disfrutábamos de la casa a orillas del Lago Simcoe. Disponía de
toda la mañana para mí, sin límites. Casi como una imagen de
Dios.
Recuerdo que, en vez de salir a navegar como
en tantas otras ocasiones, alcancé la bicicleta y me fui al campo.
Oí la voz de Madre, a lo lejos, quedándose atrás. Ten cuidado, no
te acerques a la carretera. Ella no podía imaginar que mi destino
estaba muy lejos del asfalto y de los vehículos que lo trasegaban,
así que era lógico que se preocupase. Mientras pedaleaba iba
componiendo una cancioncilla. Algo ligero y breve que memorizar sin
dificultad.
Me había alejado lo suficiente del lago y de
la casa cuando las vi. Allí estaban.
Desmonté y me acerqué a ellas, muy poco a
poco. No quería espantarlas y que todo mi plan se fuese al traste.
No me lo habría perdonado en la vida.
«No quiero haceros daño», traté de
tranquilizar a las vacas que pacían por los alrededores mientras
acortaba distancias.
Cuando percibí que podía ahuyentarlas, me
senté precipitadamente sobre la hierba. Aguardé durante unos
minutos a que se calmasen. Las vacas más prudentes, aquellas que se
habían alejado al verme aparecer, recuperaron algo de terreno.
Supongo que mi inmovilidad adormeció el miedo, o al menos en
parte.
«Buenos días, me llamo Glenn», dije de
acuerdo al protocolo más básico.
Habría sido una descortesía regalarles mi
música sin el pertinente saludo. Luego me dispuse a cantar. No
recuerdo la letra ni tampoco la melodía de aquella canción. Hace
demasiado tiempo y nunca la anoté sobre el papel pautado. En cambio
sí guardo el recuerdo de mis vacunas oyentes. Esas miradas. La
mansedumbre con que pacían entre verso y verso de la composición. Y
cómo alzaban la testuz cuando yo afrontaba el estribillo.
Canté de manera gradual: a media voz al
principio, para no molestarlas, y mucho más fuerte hacia el final,
cuando fui consciente de que aquél era un instante único. Un
momento que recordaría toda la vida. Un regalo de cumpleaños
anticipado.
Las reses celebraron mi actuación entre
mugidos, no sé si de placer o de puro fastidio. Después siguieron a
lo suyo, comiendo pasto y mirándome de reojo. Permanecí una hora
allí sentado, observándolas sin hacer nada más. En perfecta armonía
con la serenidad con que se desenvolvían y con la mansedumbre del
paisaje.
La casa de mis padres fue un verdadero
zoológico, seguro que lo recuerdas. Una cacofonía de ladridos,
trinos de pájaros y otras animaladas. Desde que tengo uso de razón,
siento verdadero amor por los animales. Muy a su pesar, Florence y
Bert se acostumbraron a vivir en mitad de aquel zoológico, y todo
por no contrariarme.
Ya fuese porque mi estancia en el Colegio
Williamson Road era menos idílica de lo que ellos imaginaban o
porque contaba con muy pocos amigos en el barrio, lo cierto es que
gastaba todo el día entre mis dos amores: el piano y los animales.
De una parte, músicas de Mozart y Bach, y de otra, una colección de
peces, pájaros, tortugas, perros, conejos y cualquier animal
desamparado que rescatase de la calle.
«Mira, Florence, tenemos nuevo inquilino»,
anunciaba al regresar del colegio.
Como no era la primera vez que sucedía,
Madre se echaba a temblar. Sonreía de puro compromiso al descubrir
el perro que retozaba a mis pies o el pajarillo que sostenía entre
las manos. Vagabundos sin nombre ni hogar que eran bautizados y
adoptados al instante.
No podía evitarlo. Socorría a todo animal
que encontrase en apuros. Florence y Bert, conscientes de mi
fraternidad con las mascotas, de mi lealtad para con ellos,
soportaron la invasión animal con una mueca de resignación. ¿Qué
otra cosa podían hacer?
Siendo un bebé de apenas unos meses, Bert me
fotografió junto a un terranova y a un gran danés. Seguro que
recuerdas la foto: estamos los tres en el jardín, ellos dos detrás
y yo sentado sobre una manta, sin dejar de sonreír; todo lo
contrario que los dos perros, que posan muy serios. La foto ha
andado durante años por casa. Rodando de cajón en cajón, pasando
por las manos de cuantas visitas traspasaban el umbral del número
32 de Southwood Drive.
«Glenn nunca les tuvo miedo», se apresuraba
a explicar Padre si alguien mencionaba el tamaño de los perros
respecto de un bebé de pocos meses. «Buddy y Buck permitían que
Glenn les acariciase sin protestar.»
Buddy, el terranova, y Buck, el gran danés.
De ellos no guardo más recuerdo que aquella foto que peregrinó por
todos los cajones de casa, y que ahora, por desgracia, no
encuentro. A ver si un día hago limpieza en el apartamento. Juraría
que Florence me la regaló cuando me independicé para instalarme en
el Hotel Windsor Arms.
Ya desde aquella tierna edad, Padre y Madre
me inculcaron el amor por los animales, sin sospechar que yo lo
elevaría al grado de obsesión. No sé si recuerdas a Mozart, el
periquito, que durante una época se infectó de piojos. O al
cuarteto de los músicos, Bach, Beethoven, Haydn y Chopin, aquellos
cuatro peces que habitaban la pecera del dormitorio.
«Tú te encargas de ellos, de echarles de
comer y de limpiarlos», repetía Florence a modo de reproche.
«Nosotros no queremos saber nada de tus amigos.»
Decía Tú te encargas de
ellos como si el cuidado o la dedicación que yo invertía en
ellos fuese una verdadera penitencia.
«Nunca les faltará nada», respondía.
Padre y Madre pagaban la comida, claro está;
por aquel entonces yo aún no podía hacer frente a un gasto
semejante. Eso sí, ahorrando de aquí y allí, gastaba mi exigua paga
en comprarle a los perros alguna chuchería, o un adorno a la pecera
o a la jaula del periquito.
* * *
Si hasta llegué a tener una mofeta,
¿recuerdas? Vaya ocurrencia. Por aquel entonces publicaba una
revista, El ladrido diario: en sus
páginas daba cuenta de las vicisitudes de las mascotas propias y de
las de los vecinos.
«Cuando sea mayor quiero tener una casa en
el campo», solía decir. «Con muchas tierras, suficientes como para
recoger a todos los animales que hayan sido abandonados por sus
dueños.»
«Eso estaría bien», apuntaba Florence.
«Para dar cobijo a perros, gatos, pájaros,
caballos, vacas, gallinas, cerdos. Lo llamaré Criadero Glenn Gould».
«¿No querías montar una flota de taxis
acuáticos?», intervino Padre en cierta ocasión.
Imagino que Bert tomaba como una verdadera
afrenta mi camaradería con las mascotas de casa, pues él era
peletero de profesión y no dudaba en usar a los animales y sus
pieles en beneficio propio. Imagino que por eso intervino, para
recordarme el sueño de los taxis acuáticos, y desviar así mi
atención.
«También.»
«¿Y vivir en una casa flotante en el lago?»,
apuntó.
«También.»
Nunca abandoné ni he abandonado aquella idea
del criadero; sigo dándole vueltas, pensando en ella.
De entre todos los animales que habitaron el
hogar paterno, los perros fueron siempre mis preferidos. Mis
cómplices. Ellos me entendían casi mejor que Madre, lo que es mucho
decir.
Además de Buddy y Buck, el terranova y el
gran danés de los que sólo guardo la memoria diferida de aquella
fotografía que no encuentro, estaba Simbad, aquel perro que rescaté
de la calle. También tuve por compañero a Banquo, el collie que
aparece en más de un documental correteando a mis pies junto al
Lago Simcoe. No sé si te he contado en alguna ocasión que llegué a
escribirle una postal desde Moscú tras mi debut en la gira
soviética. Ni te imaginas lo que le eché de menos. Cuando regresé a
casa me avasalló con su efusividad. Sucumbí a su empuje y
terminamos rodando por el suelo.
«Tranquilo, ya estoy aquí», le decía.
Pero él no dejaba de lamerme o me empujaba
con la cabeza para que no me olvidase de acariciarle tras las
orejas. Seguro que has oído hablar o has leído por ahí esa patraña
que dicen de mí: Tú nunca tocaste a
Glenn. Un estigma con que se me marcó, no solamente en la casa
Steinway por culpa de la lesión inducida por William Hupfer, sino
en muchos otros lugares. Una injuria que conocían todos cuantos
trabajaban conmigo. Es verdad que no he prodigado apretones de
manos ni abrazos, que los he medido con usura para mis amistades
más leales.
A mis espaldas se ha hablado mucho en voz
baja del pánico que le tengo a los gérmenes y al contacto físico
con los demás. Pero ningún maledicente me vio en casa, revolcándome
con los perros. ¿Qué pensarían de aquellos lametones que me
regalaba Banquo para celebrar mi regreso de la Unión Soviética?
Seguramente dirían que no hacían más que confirmar mis
rarezas.
A esta altura de la vida me da exactamente
igual lo que piensen de mí. Mis mejores amigos nunca fueron
humanos. Se llamaron Simbad, Banquo y Nicky. ¡Cómo añoro la lealtad
de Nicky! ¿Te acuerdas de él? Ese porte aristocrático, el
silencioso afecto que profesaba a la familia. Su cuerpo blanco
moteado de negro.
A veces, cuando me siento frente al piano,
noto que lo tengo a mi lado, como cuando jugábamos a tocar algo de
Mozart a cuatro manos; bueno, a dos manos y dos patas. Una excusa
como otra cualquiera para echarnos unas risas o para que Padre nos
fotografiase.
Sir Nickolson de Garelocheed. En casa le
decíamos Nicky, sólo por abreviar, nunca por restarle dignidad.
Siempre fue Sir Nickolson de Garelocheed.
Para un perro de su porte y dignidad, la
mansión de Donchery hubiese resultado ideal, casi consustancial a
su clase, como la pipa a Holmes o la pata de palo de John Silver el
Largo.
Nicky estaba conmigo en el bote cuando una
tormenta nos sorprendió en mitad del Simcoe. Fue testigo del enfado
monumental de Madre, de la discusión que mantuvimos al regresar,
empapados, a casa. Y también fue el primero, antes incluso que
Padre, en consolar a uno y a otra: iba de habitación en habitación
exigiendo carantoñas para rebajar el disgusto cobrado durante el
intercambio de gritos.
«Contra el ayuntamiento no hay quien pueda,
Nicky.»
También fue el primero en percatarse de la
amargura que me embargaba a comienzos de cuarto curso. Por fortuna,
para él no era Niño Transparente ni Sombra Huidiza, no era un
proscrito niño sabiondo.
Cuando llegaba a casa, recuerdo, siempre
corría a consolarme.
«Eres mi mejor amigo», le decía unas
veces.
«Eres mi hermano», le decía otras.
Entonces él, consciente de la importancia de
mi revelación, me lamía el brazo. Buen chico. Nos queríamos con
locura.
Yo entonces le premiaba con un cariñoso
golpe de cabeza. Siempre estuvo ahí para ofrecerme el lomo hasta
que se murió y me dejó solo.