SIETE
Érase una vez un niño que deseó la muerte de
su madre. Un error del que siempre se avergonzará y por el que
nunca implorará suficientes veces perdón. Nunca más perderé el
control de mis emociones, promete cada noche, al acostarse. Reza
por la absolución de sus pecados y prodiga, si cabe, mayores
atenciones a Madre.
Lo peor de todo es que aquel arrebato de
rabia no fue el primero; al menos, existe un precedente similar,
aunque con diferentes actores.
—Reaccioné a la provocación, nada más —dirá
el niño cuando sus padres conozcan la historia.
Tras estudiar primer curso en casa, bajo la
tutela de profesores particulares, los progenitores del niño que
deseó la muerte de su madre deciden inscribirle en un colegio
público: allí cursará segundo. Piensan que ello posibilitará la
integración del hijo con otros niños de su edad. El colegio elegido
es el Williamson Road, un universo demasiado grande y salvaje para
un crío tan introspectivo como él. Una selva inhóspita llena de
peligros y trampas.
Corre el año 1939. En la época en que
transcurre este cuento, la realidad económica del país sólo sabe de
blancos y negros, una monocromía tan andrajosa como la de
Las uvas de la ira y tan incierta como el
futuro del nuevo alumno. Da igual que los sueños brillen en el
celuloide con el lustre del tecnicolor propio de Scarlett O’Hara y
sus desventuras. La comida es blanca y negra, igual que la gente,
las casas, las ciudades.
Durante segundo curso, el niño se mimetiza
en el ajedrezado mundo de los demás. Obtiene excelentes notas,
matrícula de honor nada menos. Parece que la decisión de los padres
ha sido un verdadero acierto, justo todo lo contrario que la que
adoptarán a continuación, en común acuerdo con los profesores. Lo
mejor para el niño, creen, será que se salte tercero y pase
directamente a cuarto.
—Es lo mejor para ti —dice Madre al
anunciárselo.
Una prima, de nombre Jessie, varios años
mayor que el crío dirá de él: Todo le
interesaba. Y en sus ansias por aprenderlo todo, no conocía
límites.
Es una trivialidad que la caligrafía del
niño suponga una verdadera tortura para los maestros, como también
lo es que se aburra de solemnidad con determinadas asignaturas.
Pequeñeces que emborronan el historial intachable de nuestro
protagonista. Lo realmente importante es la actitud que adopta la
clase de cuarto curso cuando descubre a ese mocoso, un año más
pequeño que el más pequeño de todos ellos. De nada servirá que él
nunca se jacte de sus notas. Ya está marcado, señalado. Como una
oveja que se prepara para la matanza.
—Sabelotodo, empollón —le dicen en silencio,
con el único lenguaje de los labios, el primer día de clase.
Los padres y los profesores no se enteran de
nada hasta que es demasiado tarde, y es que el niño nunca se
queja.
—Me gusta mucho la nueva clase —miente
cuando le pregunta Madre. Ésta, que se obsesiona durante los
primeros días con la aclimatación del vástago a los nuevos
compañeros, es incapaz de imaginar lo que sucede dentro del aula—.
¿Has hecho algún amigo?
Es probable que el niño se encoja de
hombros. O mienta con descaro, que hable de Robert o de Francis, de
amistades que, en el mejor de los casos, habitan sus fantasías. No
quiere reconocer su condición de náufrago perdido en la inmensidad
del Williamson Road. Sólo hay que escuchar lo que dirá cuando deje
de ser niño y pueda contar con naturalidad lo que sucedió por aquel
entonces: Me llevaba fatal con la mayor parte
de mis profesores y con todos mis compañeros.
Conforme avanza el curso y se agrian las
burlas, el nuevo alumno sueña con convertirse en el Hombre
Invisible, o en su defecto, en el Niño Transparente. Eso, o que se
olviden de él. Pero los lobos nunca abandonan una presa indefensa
una vez han olido el miedo cuajado en sus ojos. No es una conducta
nueva bajo el sol en el universo escolar.
—¿Qué?, ¿has hecho ya algún amigo? —Madre
vive la mentira que su hijo edifica para ella, arquitecto imposible
de utopías.
A veces las fieras le esperan a la puerta de
clase, tres a la derecha, tres a la izquierda. Formando un pasillo
semejante al que conducía a la guillotina a aquellos franceses que
iban a ser afeitados en seco. Durante las primeras semanas, las
bestias se contentan con insultos, demasiado blancos, y feroces
risas de desprecio, demasiado sangrantes. Pero aún es tolerable el
escarnio.
Al cabo del primer mes, el líder de la
manada se atreve a hacer mofa de su supuesta dependencia de
mamaíta; la voz en falsete, para avivar las carcajadas de sus
secuaces:
—Mamá, mamá, en el colegio se ríen de
mí.
El niño no lo sospecha, pero el cabecilla ya
se ha decidido a cruzar la frontera de la simple burla verbal. Tan
pronto como la manada celebra la ocurrencia aullando de placer, el
líder dispara la zarpa derecha contra el cogote de la presa.
El alumno se revuelve, el caldero de sus
ojos hirviendo de impotencia. ¿Quién ha sido? En un acto reflejo
llega a cerrar los puños, detalle que la manada toma por una
ofensa. Llueven entonces los empujones, las patadas a los tobillos,
los golpes a la cabeza o en los costados: es el momento propicio
para que los menos valientes del grupo se inicien en el dulce arte
del acoso. Los lobeznos necesitan de este aprendizaje.
* * *
Por fortuna aparece a tiempo un profesor,
que se apresura a pastorear a los acosadores con un par de
gritos:
—¿Qué hacéis?
Gafas y flequillo generoso, hechura de
hombre de bien, émulo de Atticus Finch, el profesor se preocupa por
lo sucedido. El niño que una vez quiso matar a su madre no habla.
Lo conduce a un aula vacía en espera de que se le desate la
lengua.
—Estoy bien, señor Villeneuve, de verdad.
Sólo estábamos jugando —Lo dice mirando al suelo, avergonzado por
la mentira esgrimida.
—¿Qué te sucedió ayer en clase? —pregunta
Madre al día siguiente.
Es indudable que ha recibido la llamada
telefónica del maestro.
—Nada, mamá. Sólo estábamos jugando —porfía
en la mentira del día anterior.
Esos ojos de cordero degollado. A diferencia
de los labios, ellos dicen la verdad: asusta contemplar tanto
desamparo. Tanta indefensión. A Madre le
duele saber que se pueden levantar fronteras para contener la
insidia de los lobos y que, de momento, sea imposible actuar contra
ellos con la única acusación de unas palabras tan mudas. Mientras
el niño no abandone la trinchera del silencio no hay nada que
hacer.
Padre y Madre están preocupados, cualquiera
lo estaría en su lugar. Será cosa de las primeras semanas, piensan.
Aguardan, esperanzados, la futura aclimatación del niño. Pero
nunca, en ninguna parte del mundo, se ha conocido ni se conoce la
existencia de una tregua firmada entre víctima y verdugos, entre
corderos y lobos. Es habitual que el comportamiento de los
acosadores se perpetúe si no se les denuncia. Frente al silencio
defensivo del niño, las alimañas se sienten impunes, con derecho a
finalizar la cacería.
En días sucesivos, de las bromas y los
primeros golpes se pasa a los escupitajos; después, a romperle o
pintarrajearle libros y cuadernos. Y más tarde, a llenar de
pintadas ofensivas los pupitres y los retretes. Todo vale con tal
de amedrentar a la presa. Las manadas son así de tenaces.
Como no trataba de
defenderme, dirá años después el niño, los chicos del barrio solían deleitarse pegándome.
Pero aclarará: Sin embargo, sería una
exageración decir que me pegaban todos los días. Sucedía muy de vez
en cuando.
Aún está por acontecer el episodio más
desagradable de todos cuantos vivió en el Williamson Road y
alrededores. Sucede poco después de las vacaciones navideñas. Al
salir de clase, el niño aprieta el paso y agacha la cabeza. Cuanto
antes regrese a casa, mejor. Dado que todavía no ha conseguido
convertirse en el Niño Transparente, al menos se conforma con ser
Sombra Huidiza. Trotar a casa a la mayor brevedad posible y
refugiarse cuanto antes en la práctica del piano.
Pero el líder de la manada está dispuesto a
acorralar a la víctima de sus iniquidades. Rodearla hasta tenerla a
merced. Será mejor atacarla lejos del Williamson Road; así se podrá
quitar el bozal impuesto por la disciplina escolar, fuera del
colegio será más insidioso su asedio. Con esa intención aprieta el
paso, para no perder de vista a Sombra Huidiza.
—Eh, tú. ¿A dónde vas tan rápido?
El lobo porta un palo que ha encontrado en
un contenedor de basura y que voltea amenazadoramente.
—A ti qué te importa —le desafía el
niño.
—Vaya, si hasta sabe hablar —ladra el
otro.
Qué lástima que el resto de la manada se
haya disgregado a las puertas del colegio. Tendría que haber oído
eso. Sin embargo, el niño y el acosador se encuentran solos, lejos
del corrillo habitual de las alimañas.
El niño desoye la provocación y se dispone a
alejarse del lugar, decidido a abreviar el lance. El lobo extiende
entonces el brazo e interpone el palo en su camino.
—Aquí no está el señor Villeneuve para que
vayas a llorarle.
—Déjame pasar, tengo prisa.
—Las cosas se piden por favor.
—Por favor.
—Por favor, qué.
—Por favor, déjame pasar.
—Antes quiero enseñarte una cosa.
El líder sin manada, el lobo sin bozal, deja
la mochila y el palo sobre el borde de la acera. Se arremanga el
jersey, se escupe en la palma de las manos. Antes de que proyecte
el primer golpe, el niño comprende lo que sucederá a continuación y
le embiste con la violencia de un defensa que tratase de
interrumpir el touchdown del delantero del equipo rival.
El lobo tiene suerte de caer sobre el césped
y no desnucarse contra la acera; de lo contrario se habría truncado
su meritoria carrera de acosador. Lástima que no haya corrido la
suerte de John Claggart, maestro de armas de El Indomable.
Ambos ruedan por el suelo. Los brazos
enredados. Las rodillas que buscan los riñones. Puñetazos,
pellizcos. En seguida la ropa de los dos acaba manchada de sangre,
consanguínea la rabia: el lobo ha comenzado a sangrar por la nariz,
producto de un cabezazo recibido durante el forcejeo.
Tras reducir al oponente, la víctima se
sienta sobre el pecho de quien hasta ese momento había sido su
verdugo. Agarrándole del flequillo, le grita a la cara:
—Si vuelves a acercarte a mí, te
mataré.
El niño que deseará la muerte de su madre ya
no es Sombra Huidiza. Al fin.
Una vez vencido el líder de los acosadores,
no hay prisa. Se aleja muy despacio, sacudiéndose el polvo.