EL TESTAMENTO DE MAGDALEN BLAIR

PARTE I

I

EL tercer trimestre, yo ya era la alumna preferida del profesor Blair. Él pasaba gran parte de su tiempo alabando mi esbelta figura y mi rostro travieso, mis grandes y redondos ojos grises y mis largas pestañas negras; mas esa primera impresión no era mi único don. Pocos hombres y, creo, ninguna mujer, podían acercárseme en uno de los más apreciados requisitos para el estudio científico: la facultad de percibir las más mínimas diferencias.

Mi memoria era escasa, extraordinariamente escasa; tuve, además, graves problemas para ingresar en Cambridge. Pero podía ajustar un micrómetro mejor que cualquier estudiante o profesor, y leer un vernier con una exactitud a la que ningún otro podía aspirar. A esto había que añadir una facultad subconsciente de cálculo que era realmente sobrenatural. Si me empeñaba en mantener una solución entre, por ejemplo, 70° y 80°, no tenía necesidad de mirar el termómetro. Automáticamente percibía que el mercurio estaba cerca del límite, pasaba a otro trabajo y ajustaba el Bunsen sin pensarlo.

Más extraordinario todavía: si alguien colocaba un objeto sobre mi banco sin mi conocimiento y después lo retiraba, yo podía, si se me preguntaba pocos minutos después, describir el objeto en términos generales, distinguiendo especialmente la forma de su base y su grado de opacidad al calor y a la luz. A partir de estos datos, podía hacer un pronóstico acertado sobre el objeto de que se trataba.

Esta facultad mía fue examinada repetidas veces, y siempre con éxito. Una extrema sensibilidad para los mínimos cambios térmicos era su causa.

Incluso ya entonces, era una buena lectora del pensamiento. Las otras chicas me temían. No tenían razones para ello, puesto que yo ni tenía ambición ni energía para hacer uso de cualquiera de mis poderes. Incluso ahora, cuando entrego a la humanidad este mensaje de un destino tan espantoso que me ha convertido —a los 24 años de edad— en una náufraga encogida, agostada y marchita, estoy supremamente cansada, soy supremamente indiferente.

Poseo el corazón de un niño y la conciencia de Satán, el letargo que sufro no es enfermedad; e incluso, agradezco —¡oh!, ¡no es posible Dios alguno!— el propósito de prevenir a la humanidad para que no siga mi ejemplo, y después hacer explotar un cartucho de dinamita en el interior de mi boca.

II

Durante mi tercer curso en Newnham, pasaba cuatro horas al día en casa del profesor Blair. Arrinconaba cualquier otro trabajo o incluso lo realizaba mecánicamente. Todo sucedió gradualmente, como resultado de un percance.

El laboratorio químico tiene dos habitaciones, una de ellas pequeña y que es posible oscurecer. En aquella ocasión (el último trimestre del segundo curso), dicha habitación estaba siendo utilizada. Era la primera semana de junio, y el tiempo era extremadamente bueno. La puerta estaba cerrada. Dentro estaba una chica, sola, experimentando con el galvanómetro.

Yo estaba absorta en mi trabajo. Casi sin advertirlo, levanté la vista. «Cuidado», dije, «Gladys va a desmayarse». Todos los que estaban en la habitación me miraron. Había recorrido unos doce pasos hacia la puerta, cuando la caída de un cuerpo pesado sobresaltó el laboratorio.

Fue a causa del calor y el ambiente cerrado, y de Gladys, que no debería haber venido en absoluto a trabajar aquel día; pero se reanimó fácilmente, y después el ayudante tuvo que soportar la anarquía que siguió. «¿Cómo lo sabía ella?» fue la duda universal ante aquello que yo tenía por normal. Ada Brown (Athanasia contra mundum) se negaba a creerlo; Margaret Letchmere creía que yo debía de haber oído algo, quizá un lamento inaudible para los demás, que tenían ocupada su atención; Doris Leslie habló de una segunda visión, y Amy Gore de «simpatía». Todas las teorías, tomadas en conjunto, daban vueltas al reloj de la conjetura. El profesor Blair irrumpió en el momento más acalorado del debate, calmó la estancia en dos minutos, obtuvo los datos en cinco, y me llevó a cenar con él. «Creo que es un asunto de termopila humana el tuyo», dijo. «¿Te importaría que hiciésemos unas pruebas después de la cena?» Su tía, que se encargaba de la casa, protestó en vano, y fue nombrada Gran Superintendente de Cámara de mis cinco sentidos.

En primer lugar, examinó mi oído, y era normal. Después me vendó los ojos, y la tía (con gran sigilo) se situó entre el profesor y yo. Sentí que podía describir incluso los más pequeños movimientos que él hacía, siempre y cuando estuviese entre mi persona y la ventana de poniente y no, en cambio, cuando se movía en las restantes direcciones. Esto, que está en conformidad con la teoría de la Termopila, era desmentido completamente en otras ocasiones. Los resultados —en resumen— fueron muy notables y misteriosos, y desperdiciamos dos preciosas horas en fútiles teorías. Durante este experimento, la tía (frunciendo extremadamente el ceño) me invitó a pasar las vacaciones en Cornwall.

Aquellos meses, el profesor y yo trabajamos tenazmente con la finalidad de descubrir, de forma exacta, la naturaleza y límite de mis poderes. El resultado fue, en cierto modo, nulo.

Por alguna razón, estos poderes continuaban «desatándose en un lugar nuevo». Me pareció hacer todo lo que hice con la percepción de las más mínimas diferencias; pero después semejaba como si tuviera toda clase de dispositivos diferentes. «Uno retrocede y otro progresa», dijo el profesor Blair.

Aquellos que nunca han efectuado experimentos científicos no pueden concebir cuán numerosas y sutiles son las fuentes del error, incluso en los asuntos de mayor sencillez. En tan oscuro y nuevo campo como es el de la investigación, ningún resultado es fidedigno mientras no ha sido verificado un millar de ocasiones. En nuestro campo no descubrimos constantes, sino variables.

Aunque tuviéramos cientos de hechos, y cualquiera de ellos pareciera capaz de derribar todas las teorías aceptadas acerca de los medios de comunicación entre mente y mente, no tendríamos nada, absolutamente nada que pudiéramos utilizar como base de una nueva teoría.

Es naturalmente imposible incluso esbozar, en líneas generales, la marcha de nuestra investigación. Veintiocho cuadernos escritos con letra apretada, y que refieren este primer período, están a disposición de mis albaceas.

III

A mitad del tercer curso, mi padre cayó gravemente enfermo. Pedaleé hasta Peterborough enseguida, sin pensar en mi trabajo. (Mi padre es canónigo de la Catedral de Peterborough.) Al tercer día, recibí un telegrama del profesor Blair: «¿Querrías ser mi esposa?». Nunca me había visto a mí misma como mujer, o a él como hombre, hasta aquel momento; y en aquel momento supe que lo amaba y que siempre lo había amado. Era un caso que cualquiera podría calificar como «Amor a la primera ausencia». Mi padre se recobró rápidamente, volví a Cambridge; nos casamos la primera semana de mayo y partimos inmediatamente hacia Suiza. Me excuso al evitar la relación de un período de mi vida tan sacro, pero debo recordar un hecho.

Estábamos sentados en un jardín cerca del lago Maggiore, después de una amena caminata desde Chamonix —cerca del Col du Géant— hasta Courmayeur, y desde allí hacia Aosta, y luego —poco a poco— hasta Pallanza. Arthur se levantó aparentemente iluminado por una idea, y comenzó a pasear por la terraza arriba y abajo. De súbito me vi impelida a girar mi cabeza para cerciorarme de su presencia.

Esto debe de resultar insignificante para ti que lees, a no ser que poseas verdadera imaginación. Pero imagínate hablando con un amigo a plena luz, e inclinándote de repente para tocarlo. «¡Arthur!», grité, «¡Arthur!».

La aflicción de mi voz le indujo a acercarse a mi lado. «¿Qué ocurre, Magdalen?», gritó con inquietud en cada una de sus palabras.

Cerré mis ojos. «¡Muévete!», le dije. (Él estaba justo entre el sol y yo.) Obedeció extrañado.

«Estás… estás…», tartamudeé. «¡No! No sé lo que estás haciendo. ¡Estoy ciega!»

Él movía su brazo arriba y abajo. Inútil, me mostré totalmente insensible. Repetimos una docena de experimentos aquella noche. Todos fallidos.

Ocultamos nuestra frustración y nada nubló nuestro amor. La armonía se fue haciendo entre nosotros más sutil y más fuerte, pero sólo como cuando crece entre aquellos hombres y mujeres que se aman con todo su corazón y se aman altruistamente.

IV

Regresamos a Cambridge en octubre, y Arthur se adentró con energía en el trabajo del nuevo curso. Luego enfermé, y la esperanza que habíamos atesorado resultó defraudada. Peor aún, el curso de la enfermedad reveló un aspecto que requería la más completa serie de operaciones que una mujer puede resistir. No sólo la pasada esperanza, sino también la futura fue aniquilada.

Fue durante mi convalecencia cuando tuvo lugar el incidente más extraordinario de mi vida. Una tarde, tenía grandes dolores y deseaba ver al médico. La enfermera fue al estudio para telefonearle.

—¡Enfermera! —le dije cuando regresó—. No me mienta. No se ha ido a Royston; tiene cáncer y está demasiado trastornado como para venir.

—¿Y qué más? —dijo la enfermera—. Es cierto que no puede venir e iba a decirle a usted que había ido a Royston; pero yo no sabía nada acerca del cáncer.

Era cierto; no se lo había dicho. Pero a la mañana siguiente supimos que mi «intuición» era correcta.

Tan pronto como mejoré, emprendimos de nuevo nuestros experimentos. Mis poderes habían tornado, triplicados en su fuerza.

Arthur explicaba mi «intuición» como sigue:

—El doctor (la última vez que lo viste) no era consciente de que tenía cáncer; pero subconscientemente la Naturaleza le dio un aviso. Tú lo percibiste de forma subconsciente, y ha aparecido en tu conciencia al leer en el rostro de la enfermera que él estaba enfermo.

Esta explicación, tan rebuscada como puede parecer, evita al menos teorías superficiales en torno a la «telepatía».

Desde aquel momento, mis poderes crecieron de manera constante. Podía leer los pensamientos de mi marido a partir de los movimientos imperceptibles de su rostro tan fácilmente como un sordomudo puede, en ocasiones, leer las palabras de alguien que está lejos a través del movimiento de los labios.

Paralelamente a nuestro trabajo, día a día, descubrí mi dominio —cada vez más completo— sobre cualquier detalle. No era sólo que pudiera leer las emociones; incluso podía decir si él pensaba en 3465822 o en 3456822. El año posterior a mi enfermedad, hicimos 436 experimentos de este tipo, cada uno de ellos durante varias horas. De un total de 9363, sólo 122 errores; y todos ellos, sin excepción, parciales.

Al año siguiente, nuestros experimentos se extendieron a la lectura de sus sueños. Me mostré igualmente dotada para ello. Mi papel consistía en abandonar la habitación antes de que él se despertase, y escribir el sueño que él había tenido mientras le esperaba para desayunar; momento en que podía comparar su recuerdo con el mío.

Eran invariablemente idénticos, con la excepción de que mi recuerdo era siempre mucho más completo que el suyo. Él podía, casi siempre, dar a entender, no obstante, que recordaba los detalles que yo le proporcionaba; pero esto (creo) no tiene valor científico real.

Mas ¿qué importa todo esto, cuando pienso en el horror inminente?

V

Que mi único medio de conocer los pensamientos de Arthur fuese a través de la lectura de sus gestos faciales, se convirtió en algo más que dudoso al tercer año de nuestro matrimonio. Practicábamos una «telepatía» desvergonzada. Excluimos la «lectura de gestos», la «superaudición» y la «termopila humana» mediante estudiadas precauciones, aun cuando era capaz de leer cualquier pensamiento de su mente.

Un año, durante nuestras vacaciones de Pascua en el norte de Gales, nos separamos una semana; al final de dicha semana él tenía que estar a sotavento y yo a barlovento de Tryfan, y a una hora fijada tenía que abrir y leer allí un paquete precintado que le había entregado «un extraño que había conocido en Pen-y-Pass aquella semana». El experimento resultó enteramente satisfactorio; reproduje cada una de las palabras del documento. Si la «telepatía» existe para ser transgredida, ¡sólo cabe la hipótesis de que me hubiera encontrado previamente con el «extraño» y hubiera leído en su rostro lo que escribiría en tales circunstancias! Ciertamente, ¡la comunicación directa, mente con mente, es una hipótesis más sencilla!

Si hubiese sabido en qué iba a acabar todo esto, supongo que me habría vuelto loca. Pero soy tan afortunada que puedo prevenir a la humanidad sobre lo que espera a cada uno. El mayor benefactor de esta estirpe será aquel que descubra un explosivo indefinidamente más veloz y devastador que la dinamita. Si tan sólo pudiese confiar en mí, prepararía cloruro de nitrógeno en la cantidad suficiente…

VI

Arthur fue volviéndose apático e indiferente. La perfección del amor nacido de nuestro matrimonio fue desvaneciéndose sin aviso, mediante imperceptibles caídas. Mi despertar ante este hecho fue, no obstante, totalmente repentino.

Era una tarde de verano, estábamos remando en Cambridge. Uno de los alumnos de Arthur, también en una canoa canadiense, nos retó a una carrera. En el puente de la Magdalena íbamos un largo por delante, y de repente oí el pensamiento de mi marido. Fue la más odiosa y horrible risa que pueda concebirse. Ningún demonio podría reírse así. Grité y dejé caer mi pala. Ambos me creyeron enferma. Me aseguré de que la risa no perteneciese a alguien que estuviera en el puente y hubiese distraído mi sistema suprasensitivo. No dije nada más; Arthur me miró circunspecto.

Por la noche, tras un largo período de meditación, repentinamente me preguntó: «¿Era aquello mi pensamiento?». Sólo pude tartamudear que no lo sabía.

De vez en cuando, se quejaba de la fatiga y la apatía a las que yo antes no había concedido importancia; y adquirió un aspecto horrible. ¡Había algo en él que no era él! La indiferencia había aparecido de forma transitoria, y ahora me daba cuenta de que era constante e iba en aumento. Yo tenía entonces 23 años. Extrañará que escriba con tanta madurez. En ocasiones pienso que nunca he tenido pensamientos propios, que siempre he estado leyendo los pensamientos de otro, o quizá los de la Naturaleza. Me parece que sólo he sido mujer en aquellos escasos primeros meses de matrimonio.

VII

Los seis meses siguientes no me depararon nada fuera de lo normal, salvo seis o siete ocasiones en las que tuve sueños intensos y terribles. Arthur no participó de ellos. Yo sabía —aunque no puedo decir cómo— que aquéllos eran sus sueños y no los míos, o mejor dicho, que estaban en su subconsciente y se despertaban por sí mismos; como uno que tuvo lugar una tarde que había salido a cazar y, por tanto, no estaba dormido.

El último de ellos ocurrió hacia el final del primer trimestre. Él estaba dando clase como de costumbre y yo estaba en casa, como aletargada tras un desayuno muy fuerte que había seguido a una noche de insomnio. De repente vi una imagen del aula, enormemente más grande que la real, tanto que ocupaba todo el espacio; y en la tarima, sobresaliendo en todas direcciones, estaba un atroz y mortal demonio, pálido, con un rostro que era una blasfemia del de Arthur. El gozo que le producía el mal era indescriptible. Pálido e hinchado; con sus labios indeterminados y exangües; pliegue tras pliegue, su vientre se volcaba sobre la tarima y empujaba a los alumnos fuera del vestíbulo, mientras miraba inefablemente de soslayo. Después, su boca derramó estas palabras: «Damas y caballeros, el curso ha terminado. Pueden irse a casa». No soy capaz, siquiera, de sugerir la maldad y corrupción que había en aquellas palabras. Más tarde, hizo de su voz un irritante chillido y gritó: «¡Clara de huevo! ¡Clara de huevo! ¡Clara de huevo!», una y otra vez durante veinte minutos.

El efecto sobre mi persona fue conmocionante. Era como si hubiese tenido una visión del Infierno.

Arthur me encontró en estado de histeria, pero pronto me calmó. «¿Sabes?», me dijo durante la cena, «¡creo que padezco un enfriamiento del demonio!».

Fue la primera vez que le oía quejarse de su salud. En aquellos seis años nunca había padecido más que dolores de cabeza.

Le conté mi «sueño» cuando estábamos en la cama, y se mostró extrañamente serio, como si supiese dónde me había equivocado al interpretarlo. Por la mañana tenía fiebre; hice que permaneciera en cama y envié a buscar al doctor. Aquella misma tarde supe que Arthur estaba gravemente enfermo; que llevaba enfermo, en realidad, meses. El doctor diagnosticó el mal de Bright.

VIII

Lo llamé «el último sueño». Durante el siguiente año, viajamos y probamos varios tratamientos. Mis poderes seguían siendo excelentes, pero no percibía ningún horror del subconsciente. Con pocas fluctuaciones, él continuamente empeoraba; se mostraba cada vez más apático, más indiferente, más deprimido. Redujimos obligadamente nuestros experimentos. Sólo un problema le inquietaba: el problema de su personalidad. Comenzó a preguntarse quién era. No quiero decir que padeciese engaños, sino que el problema del verdadero Ego se apoderó de su imaginación.

Una apacible noche de verano en Contrexéville se sintió mucho mejor; los síntomas habían (temporalmente) desaparecido casi por completo bajo el tratamiento de un doctor de Spa con mucha experiencia, un tal Dr. Barbézieux, el hombre más amable y cabal del mundo.

—Voy a intentar —dijo Arthur—, penetrar en mí mismo. ¿Acaso soy un animal y no tiene sentido el mundo? ¿O soy un alma dentro de un cuerpo? ¿O soy yo, único e indivisible, según una inteligencia increíble, una centella de la luz infinita de Dios? Voy a concentrarme, probablemente entraré en alguna forma de trance que me es ininteligible. Tú puedes interpretarla.

El experimento se prolongó durante una media hora, tras haberse sentado y respirar con grandes esfuerzos.

—No he visto nada, no he oído nada —dije—. Ningún pensamiento ha pasado de ti hacia mí.

Pero justo en ese momento, aquello que había ocupado su mente alumbró la mía.

—Es un abismo ciego —le dije—, y lo sobrevuela un buitre más grande que todo el sistema estelar.

—Sí —dijo él—, eso es. Pero no es todo. No puedo ir más allá. Lo intentaré de nuevo.

Lo intentó. Una vez más me fue negado su pensamiento, aunque su rostro se encontraba tan contraído que cualquiera podría haber afirmado que podía leer su pensamiento.

—He estado buscando en lugar erróneo —dijo de súbito, aunque muy sosegado y sin moverse—. Aquello que busco reside en la base de la espina dorsal.

Entonces lo vi. En un cielo azul se encontraba enroscada una serpiente dorada y verde, infinita, con cuatro ojos en llamas de fuego negro y rojo que lanzaban rayos en todas direcciones; en el interior de la espiral había una enorme multitud de niños que reían.

Y una vez que lo vi, todo aquello desapareció. Serpenteantes ríos de sangre que manaban del cielo, de sangre purulenta con formas indescriptibles: perros sarnosos que arrastraban sus intestinos tras ellos; criaturas mitad elefante, mitad escarabajo; cosas que no eran sino un horrible ojo inyectado en sangre y que poseían en sus extremos tentáculos coriáceos; mujeres cuya piel se hinchaba y burbujeaba como el azufre hirviendo, que desprendían nubes y tomaban miles de formas más horribles que su origen; éstos eran los más insignificantes pobladores de aquellos odiosos ríos. La mayoría eran cosas imposibles de nombrar o de describir.

Regresé de tal visión a causa de la estentórea y ahogada respiración de Arthur, que se hallaba embargado por una convulsión.

A partir de entonces ya nunca se recuperó. Su vista fue haciéndose cada vez más débil, su voz más torpe y más ronca, sus dolores de cabeza más persistentes y agudos.

La torpeza ocupó el lugar de su anterior energía y espléndida agilidad; los días convirtieron su continuo letargo en un descenso hacia el coma. Las convulsiones, algunas veces, me alarmaban por su peligro inminente.

En ocasiones su respiración regresaba fuerte y siseante, como una serpiente enfurecida; hacia el final tomó la forma de Cheyne-Stokes, con estallidos que aumentaban cada vez más su duración y violencia.

Con todo ello, no obstante, él era todavía el mismo. El horror de ser y sin embargo no ser él mismo no asomó tras de aquel velo.

—Mientras sea consciente de mí mismo —dijo en uno de sus raros accesos de lucidez—, puedo comunicarte lo que estoy pensando conscientemente; tan pronto como esta consciencia de mi ego sea anulada, tendrás el pensamiento subconsciente que temo, ¡oh, cómo temo!, y que es la parte mayor y más verdadera de mí. Has aducido increíbles explicaciones del mundo del sueño, eres la única mujer del mundo (quizá nunca pueda haber otra) que tiene tal oportunidad para estudiar el fenómeno de la muerte.

Me pidió encarecidamente que enjugara mi pena y que me concentrase exclusivamente en los pensamientos que pasasen por su mente cuando él ya no pudiera expresarlos, y también en los de su subconsciente cuando el coma anulase la consciencia.

Éste es el experimento que ahora me obligo a narrar. El prólogo ha sido largo, pero ha sido necesario para situar los hechos, de forma sencilla, ante la humanidad; con el fin de que podamos gozar de la oportunidad de un suicidio adecuado. Suplico a mis lectores muy seriamente que no duden de mis afirmaciones. Las notas de nuestros experimentos, es mi deseo dejárselas al mayor pensador vivo de la actualidad, al profesor Von Buehle, que demostrará la veracidad de mi relato y la enorme y terrible necesidad de una acción drástica e inmediata.

PARTE II

I

EL hecho físico más sorprendente de la enfermedad de mi marido era su inmensa postración. Un cuerpo tan fuerte, como daban prueba de ello las tan frecuentes convulsiones, ¡tal inercia en él! Podía permanecer tumbado como un leño todo el día; y después, sin advertencia o causa aparente alguna, comenzaban las convulsiones. El cerebro de Arthur, científico y estable, se mantenía bien; tan sólo dos días antes de su muerte comenzó el delirio.

Yo no estaba con él; agotada como me encontraba, e incapaz por completo de dormirme, el doctor había insistido en acompañarme a dar un largo paseo en coche. Yo dormitaba con el aire fresco. Me desperté al escuchar una voz que me era familiar y que me decía al oído: «Ahora, ¡gocemos de la belleza!». No había nadie allí. Seguí la voz de mi marido, que se mostraba como nunca la había conocido ni amado: clara, fuerte, resonante, modulada: «Anota esto, es muy importante. Estoy penetrando en el poder del subconsciente. No puedo hablarte más. Pero estoy aquí, no voy a conmoverme por todo lo que puedo sufrir; siempre puedo pensar, y tú siempre puedes leer mi…». La voz cesó de repente y luego preguntó: «¿Pero terminará esto alguna vez?», como si alguien le hubiera hablado. Después oí la risa. La risa que había oído cerca del puente de la Magdalena ¡era música celestial al lado de aquélla! El rostro de Calvino incluso, cuando gozaba con la pira de Servet, se habría tornado compasivo si la hubiera oído; tan perfectamente expresaba la quintaesencia de la maldición.

Ahora bien, el pensamiento de mi marido parecía haber cambiado de lugar. Era bajo, interno, apartado. Me dije: «¡Está muerto!».

Más tarde llegó el pensamiento de Arthur: «Sería mejor simular que estoy loco. Quizá así la salve, y será un cambio. Simularé que la he matado con un hacha. ¡Maldita sea! Espero que no esté escuchando». Yo estaba ya completamente despierta y le dije al conductor que volviésemos a casa rápidamente.

«Espero que se mate con el coche, espero que se destroce en un millón de pedazos. ¡Oh Dios! ¡Escucha mi único ruego! ¡Permite que un anarquista lance una bomba que destroce a Magdalen en un millón de pedazos! ¡Especialmente el cerebro! Sobre todo el cerebro. ¡Oh Dios!, mi primer y único ruego: ¡Destroza a Magdalen en un millón de pedazos!»

Lo horrible de este pensamiento —entonces y ahora— era mi convicción de que se mostraba perfectamente sensato y coherente. Por ello yo temía por completo pensar en lo que pudieran significar tales palabras.

Me encontré cerca de la puerta de la habitación al enfermero, que me pidió que no entrase. De forma incontrolada pregunté: «¿Está muerto?»; y aun cuando Arthur yacía absolutamente sin conocimiento sobre la cama, leí su pensamiento que me respondía: «¡Muerto!», pronunciando silenciosamente en tonos tales de burla, horror, cinismo y desesperación como nunca había oído. Existía algo o alguien que sufría infinitamente, y aun así gozaba sobremanera con tal sufrimiento. Y ese algo era un velo entre Arthur y yo.

El respirar siseante comenzó de nuevo. Parecía que Arthur estaba intentando expresarse como él mismo, como el que yo conocía. Intentó articular débilmente: «¿Es la policía? ¡Déjenme salir de casa! La policía viene a buscarme. Maté a Magdalen con un hacha». Comenzaron a aparecer los síntomas del delirio. «Maté a Magdalen», murmuró una docena de veces, y después cambió por «Magdalen con» repetidamente; la voz baja, lenta, gruesa, uniforme.

Luego, de repente, clara y alta, intentó erguirse en la cama: «Destrocé a Magdalen en un millón de pedazos con un hacha». Y después de una pausa: «Un millón no es mucho en la actualidad». A partir de entonces —instante en el que creo ahora reconocer las palabras de Arthur sano— entró de nuevo en el delirio. «Un millón de pedazos», «un millón frío», «un millón, millón, millón, millón, millón, millón», y así sucesivamente; y luego, abruptamente: «El perro de Fanny está muerto».

No puedo explicar esta última frase a mis lectores; puedo, no obstante, señalar que significaba algo para mí. Estallé en lágrimas. Y en aquel momento me llegó el pensamiento de Arthur: «Deberías ocuparte del cuaderno, no de llorar». Sequé mis ojos resueltamente y, con valentía, comencé a escribir.

II

El doctor entró en aquel momento y me suplicó que me retirase a descansar.

—Unicamente se está usted angustiando, Sra. Blair —dijo—, y sin necesidad, puesto que él está totalmente inconsciente y no sufre. —Y tras una pausa—: ¡Dios mío! ¿Por qué me mira así? —exclamó asustado y saliéndose de sus casillas. Creo que mi rostro había reflejado algo de aquel demonio, algo de aquel gesto que repugnaba, de aquel residuo de desprecio y de completa desesperación.

Me ensimismé, avergonzada por aquello que sabía, por tan bajo y ruin saber, que hubiese engolado a cualquiera con odioso orgullo. ¡No era de extrañar que Satán descendiese! Comencé a comprender todas las viejas leyendas, y mucho más.

Le dije al doctor Kershaw que estaba satisfaciendo las últimas voluntades de Arthur. No se opuso más; pero le vi hacer una señal al enfermero para que me vigilase.

El enfermo nos llamó por señas, con un dedo. No podía hablar, trazaba círculos sobre la colcha. El doctor (con la inteligencia que le caracterizaba), una vez contados los círculos, asintió y dijo:

—Sí, son casi las siete. La hora de tomar su medicina, ¿eh?

—No —contesté—, quiere decir que está en el séptimo círculo del Infierno de Dante.

En ese instante entró en un período de estrepitoso delirio. Salvajes y prolongados aullidos estallaban desde su garganta, estaba siendo triturado incesantemente por «Díte»; cada aullido suponía el encuentro con los dientes del monstruo. Se lo expliqué al doctor.

—No —me dijo—, está totalmente inconsciente.

—Bien —repliqué—, aullará unas ochenta veces más.

El doctor Kershaw me miró con curiosidad, pero comenzó a contar. Mi cálculo fue correcto. Se volvió hacia mí y preguntó:

—¿Es usted una mujer?

—No —le dije—, soy colega de mi marido.

—Creo que es sugestión. ¿Lo ha hipnotizado usted?

—Nunca, pero puedo leer sus pensamientos.

—Sí, lo recuerdo ahora, leí un artículo muy notable en Mind, hace dos años.

—Era un juego de niños, pero permítame continuar con mi trabajo.

Le dio las últimas instrucciones al enfermero y salió.

El sufrimiento de Arthur era, en aquel momento, indecible. Triturado como estaba en el interior de un pulpo que atravesaba la lengua de «Dite», cada fragmento sangrante tenía su propia identidad y la de Arthur.

Las papilas de la lengua eran serpientes, y cada una hacía rechinar sus dientes envenenados sobre aquel alimento.

Y entonces, aunque la sensibilidad de Arthur se mostraba absolutamente incólume, incluso hiperestésica, su conciencia del dolor parecía depender de la apertura de aquella fauce. Una vez finalizada la masticación, el olvido cayó sobre él como un rayo. ¿Un olvido misericordioso? ¡Oh! ¡Qué golpe maestro de crueldad! Una y otra vez iba de la nada a un infierno de agonía, de puro éxtasis de agonía, hasta que comprendió que continuaría así durante toda su vida. La alternancia no era sino una sístole y una diástole, el latido de su pulso envenenado, el reflejo en su consciencia del batir de la sangre. Llegué a ser consciente de su intenso anhelo de muerte, que acabaría con la tortura.

La sangre circulaba cada vez más lenta y dolorosamente, podía percibir su deseo de que llegase el final.

Esta repugnante rosa del alba se tornó gris de repente y enfermó. La esperanza se hundió en su nadir, y la rosa del miedo como un dragón, con alas de plomo. Supongo, pensó él, que después de todo, ¡la muerte no terminará conmigo!

No puedo expresar esta idea. No fue que el corazón se hundiera, no tenía dónde hundirse, se sabía inmortal, e inmortal en un reino de dolor y terror inimaginables, no iluminado por resplandor de luz alguna sino por aquel pálido fulgor de odio y pestilencia. Este pensamiento tomó forma en estas palabras:

YO SOY AQUEL QUE SOY.

No puede decirse que la blasfemia se sumase al horror, sino que ésta era la esencia misma del horror. Era el rechinar de los dientes de un alma maldita.

III

La forma del demonio, que podía reconocer ahora claramente como aquella que había aparecido en mi último «sueño» de Cambridge, parecía tragárselo. En aquel momento, una sacudida convulsa del moribundo y un vómito sacó al «demonio». Al instante, una teoría completa me iluminó: este «demonio» era una personificación imaginaria de la enfermedad. Entonces comprendí de súbito la demonología, desde Bodin y Weirus hasta los modernos, sin carencia alguna. Pero ¿era imaginario o era real? ¡Lo bastante real como para tragarse el pensamiento «sano»!

En ese momento reapareció el Arthur anterior.

—¡No soy el monstruo! Soy Arthur Blair, de Fettes y Trmity. He pasado por un paroxismo.

El enfermo se agitó febrilmente. Una parte de su cerebro se había librado del veneno por ahora y trabajaba furiosamente contra el tiempo.

«Voy a morir.

»El consuelo ante la muerte es la Religión.

»La Religión no tiene utilidad en la vida.

»¡Cuántos ateos que no he conocido firman pactos de amor a cuerpos y vidas! La Religión es, en la vida, o una diversión y un soporífero, o una falsedad y una estafa.

»Fui educado por un presbiteriano.

»¡Qué fácilmente me llevó la deriva hacia la Iglesia Anglicana!

»Y ahora, ¿dónde está Dios?

»¿Dónde está el Cordero de Dios?

»¿Dónde está el Salvador?

»¿Dónde está el Consuelo?

»¿Por qué no se me libra de ese demonio?

»¿Va a tragarme de nuevo? ¿A absorberme hacia su interior? ¡Oh inconcebiblemente odioso hado! Todo está claro para mí: ¡Espero que acabes con él, Magdalen!, puesto que el demonio está hecho de todos aquellos que han muerto del mal de Bright. Deben de ser diferentes para cada enfermedad. Yo creí que vería al menos una vez la vomitiva ciénaga de limo sangriento.

»Permíteme rezar.»

Siguió a esto una frenética llamada al Creador. Sincera como fue, podría leerse como una irreverencia impresa.

Y luego, allí, llegó el horror fríamente meditado de la pura blasfemia contra este Dios, que no respondió.

Tras ella, la triste y oscura agonía de la convicción, de la absoluta evidencia: «Dios no existe»; junto a una ola de frenética ira contra todos aquellos que le habían asegurado alegremente que existía. Y casi enloquecido, deseaba que sufrieran más que él mismo a ser posible.

(¡Pobre Arthur! Aún no había arrancado de sí la uva del Sufrimiento e iba a beber la esencia más amarga de su poso.)

«¡No! —pensó—, quizá carezco de su “fe”.

»Quizá si pudiese llegar a creer de veras en Dios y Cristo, quizá si pudiese engañarme, si pudiese hacer creer…»

Tal pensamiento es capaz de acabar con la honestidad de cualquiera, de hacer abdicar a la razón. Y ello marcó el fútil esfuerzo final de su voluntad.

El demonio lo atrapó y trituró, y el delirio estrepitoso comenzó de nuevo.

Mi carne y mi sangre se sublevaron. Arrebatada por un vómito moral, salí de la habitación, y con resolución —durante una hora entera— aparté mi sensorio del pensamiento. Siempre fui consciente de que la más ligera nube de humo de tabaco en una habitación distraía en gran medida mi poder. En esta ocasión, fumaba un cigarrillo tras otro con excelentes resultados. Desconocía lo que habría de ocurrir.

IV

Arthur, aguijoneado por el quilo venenoso, agitaba aquel vasto y arqueado vientre —que semejaba la cúpula del infierno— y se revolvía en su limo burbujeante. Supe que no sólo se desintegraba mecánica sino también químicamente, que su ser se fragmentaba cada vez más en partes, y que éstas se asimilaban en nuevos y odiosos órganos; y lo que era peor: Arthur permanecía inmune a todo, ajeno, intacto, con la memoria y la razón más agudas que la nueva y horrorosa experiencia que las conformaba. Me parecía como si algún estado místico estuviese superpuesto al tormento; por un instante no era él, definitivamente no, pero esa masa de consciencia torturada era, no obstante, él. ¡Siempre somos, al menos, dos! El que siente y el que sabe no son necesariamente una misma persona. Esta doble personalidad se acentúa enormemente con la muerte.

Otro tema era que el sentido temporal, que es tan fidedigno en los hombres —especialmente en mi caso particular— se transtornó de manera indudable, cuando no se abrogó del todo.

Todos nosotros medimos el transcurso del tiempo en relación con nuestros hábitos diarios o algún patrón similar. La convicción de la inmortalidad destruye, naturalmente, todos los valores en este sentido. Si soy inmortal, ¿cuál es la diferencia entre mucho y poco tiempo? Un millar de años o un día son, obviamente, lo mismo bajo el punto de vista de la eternidad.

Existe un reloj subconsciente en nuestro interior, un reloj al que da cuerda la experiencia de la humanidad para funcionar unos setenta años, poco más o menos. Cinco minutos es un período muy largo si estamos esperando un ómnibus, un siglo si estamos esperando al amante, nada en absoluto si estamos ocupados en algo placentero o durmiendo[1].

Consideramos que siete años es un largo período si se trata de un encarcelamiento, aunque es un período pequeño e insignificante si hablamos de Geología.

Así, aceptada la inmortalidad, la longevidad del sistema estelar mismo es una nadería.

Esta convicción no había calado totalmente en la conciencia de Arthur; se cernía sobre él como una amenaza, mientras que la intensificación de dicha conciencia, su liberación frente al sentido natural del tiempo para la vida, provocaba que cada acción en la que aparecía el demonio tuviese una gran duración, aunque los intervalos entre cada aullido del cuerpo yacente fuesen muy cortos. Cada punzada de tortura o interrupción nacía, llegaba a su cénit, y moría para nacer de nuevo a través de lo que parecían incontables eones.

Todavía peor fue el proceso de asimilación del demonio. El coma del moribundo era un fenómeno completamente al margen del tiempo. Las condiciones de la «digestión» eran nuevas para Arthur, no poseía ninguna base para hacer suposiciones, ningún dato con el que calcular la distancia a la que se encontraba del final.

Es imposible hacer algo más que esbozar este proceso: cuando fue absorbido, su consciencia se desarrolló en el interior de aquel demonio; se convirtió en uno de ellos con toda su ansia y corrupción. Aun así sufría en su propia persona la bipartición de sus más pequeñas moléculas, y esto se corroboraba mediante la humillación más inmunda hacia la parte de él que rechazaba.

No me atrevo a describir el proceso final, baste decir que la consciencia demoníaca afloró; él no era más que el excremento del demonio, y como tal excremento fue lanzado suciamente al interior del abismo de oscuridad y noche cuyo nombre es la muerte.

Me incorporé con las mejillas encendidas. Tartamudeé: «Está muerto». El enfermero se inclinó sobre el cuerpo. «¡Sí!», repitió como un eco, «está muerto». Y pareció como si el Universo entero se congregase en torno a una fantasmal risa de odio y horror: «¡Muerto!».

V

Recobré mi equilibrio. Debía hacerme a la idea de que todo estaba bien, que la muerte había acabado con todo. ¡Triste humanidad! La consciencia de Arthur estaba más viva que nunca. Era el oscuro miedo a la caída, el éxtasis mudo del miedo constante. No había olas sobre aquel mar de ignominia, ningún desorden —causado por pensamiento alguno— en aquellas aguas malditas. No existía ninguna esperanza de fondo para aquel abismo, ningún pensamiento que pudiera cesar. Fue tan infinita aquella caída que incluso no existía aceleración, era constante y horizontal como la caída de una estrella. No existía incluso sensación de marcha; de tan infinitamente veloz como debía de ser, a juzgar por el singular temor que inspiraba, era infinitamente lenta en comparación con la infinitud del abismo.

Tomé precauciones con el fin de que no me molestasen los actos que los hombres —¡oh, qué absurdamente!— dedican a los muertos, y me refugié en un cigarrillo.

Fue entonces, por vez primera, cuando comencé a considerar la posibilidad de ayudarle.

Analicé mi posición. Debía de ser su pensamiento, o no habría podido leerlo. No tenía ningún vestigio de que pudiesen llegarme otros pensamientos. Él debía de estar vivo, en el verdadero sentido de la palabra; era él y no otro quien era víctima de este temor inefable. Era evidente que dicho temor debía de tener una base física en la constitución de su cerebro y su cuerpo. El resto de los fenómenos se habían dado en relación a su condición física; era el reflejo de la consciencia la causa por la que la limitación humana se rebelaba ante cosas que tomaban, de hecho, lugar en el cuerpo.

Probablemente era una interpretación falsa, pero era su interpretación; y fue eso lo que le causó un sufrimiento más allá de lo que los poetas nunca han soñado acerca de lo infernal.

Me avergüenzo al reconocer que mi primer pensamiento fue para la Iglesia Católica y sus misas para el reposo del muerto. Fui a la Catedral y di unas vueltas, como si me interesase todo aquello que he mencionado —las supersticiones de un centenar de tribus salvajes—. En el fondo, no pude discernir entre sus bárbaros ritos y los de la cristiandad.

Como quiera que fuese, me confundí. Los sacerdotes se negaron a rezar por el alma de un hereje.

Regresé apresuradamente a casa y volví al velatorio. Nada había cambiado, excepto la intensificación del temor, la intensificación de la soledad: un ensimismamiento total en la ignominia. Yo podía, no obstante, esperar que en el estancamiento final de todas las fuerzas vitales la muerte fuese definitiva y el infierno se aniquilase.

Esto provocó una corriente de pensamiento que terminó con la determinación de acelerar el proceso. Pensé levantarle la tapa de los sesos, pero no tenía motivos para hacerlo. Pensé congelar el cuerpo e imaginé una explicación para el enfermero, que rechazaba que el frío pudiera animar su alma más que el vacío sin límites de lo oscuro.

Pensé decirle al doctor que Arthur hubiese deseado legar su cuerpo a la ciencia, que le preocupaba ser enterrado vivo, cualquier cosa que le hiciese pensar. En aquel instante miré al espejo. Comprendí que no debía hablar. Mis cabellos eran blancos, mi rostro cansado y mis ojos violentos e inyectados en sangre.

Con total impotencia y desdicha, me eché en el sofá del estudio y fumé ansiosamente unos cigarrillos. El alivio era tan inmenso que mi sentido de la lealtad y el deber mantuvo una dura lucha para hacerme reemprender la labor. La mezcla de horror, curiosidad y excitación debió de ayudar.

Apagué mi quinto cigarrillo y regresé a la estancia de la muerte.

VI

Antes de que hubiera pasado diez minutos sentada a la mesa, tuvo lugar, con sorprendente rapidez, un cambio. En un punto del vacío se acumuló, de forma concentrada, la oscuridad; y sobrevino una llama diabólica que brotó sin destino, desde la nada hacia la nada. El más nocivo hedor la acompañó.

Había desaparecido antes de que pudiese darme cuenta. Como el rayo que precede al trueno, siguió un estruendo horrible que sólo puedo describir como el lamento doloroso de una máquina.

Se repitió constantemente durante una hora y cinco minutos, y después cesó de una forma tan repentina como había comenzado. Arthur aún descendía.

Le siguió, tras un lapso de cinco horas, otro paroxismo de la misma clase, pero más fuerte y continuo. Luego, otro silencio, siglo sobre siglo de temor, soledad e ignominia.

Sobre la media noche, apareció un océano gris de entrañas bajo el alma que descendía. El océano parecía ser ilimitado. El alma entró impetuosamente en él, y el choque la despertó a una nueva consciencia de las cosas.

Este mar, aunque infinitamente frío, hervía como los tubérculos. Su más o menos homogénea viscosidad, cuyo hedor va más allá de cualquier concepto humano (el lenguaje humano es singularmente deficiente en cuanto a términos que describan olores y gustos; siempre relacionamos nuestras sensaciones con cosas de conocimiento general)[2], brotaba de manera constante en forma de verdosas ebulliciones con coléricos cráteres rojos, cuyas márgenes dentadas eran de un blanco pálido y vertían un pus formado por todas las cosas conocidas por el hombre —cada una de ellas deformada, degradada, vilipendiada.

¡Cosas inocentes, cosas felices, cosas sagradas! ¡Todas ellas inexplicablemente profanadas, repugnantes, nauseabundas!

Durante el velatorio del día siguiente, reconocí un grupo. Vi Italia. Primero la Italia del mapa: una pierna calzada con una bota. Pero dicha pierna cambió rápidamente a través de una miríada de fases. Se transformó en la pata de todas las bestias y pájaros, y en cada ocasión la pata sufría todas las enfermedades, desde la lepra y la elefantiasis a la escrófula y la sífilis. Tenía la seguridad de que esto era una parte inseparable y eterna de Arthur.

Luego Italia misma, con todos sus sucios pormenores. Después yo misma, vista como cada una de las mujeres, y cada una con todas las enfermedades y torturas que la Naturaleza y el hombre han tramado con sus diabólicas mentes, cada una consumida por una muerte, una muerte como la de Arthur, cuyos infinitos tormentos formaban parte de sí mismo, eran reconocidos y aceptados como propios.

Lo mismo ocurrió con el hijo que nunca tuvimos. Todos los niños de todos los países, abortados, increíblemente deformes, torturados, desgarrados en pedazos, maltratados mediante todas las obscenidades que la imaginación de un archidemonio haya podido concebir.

Y así con cada pensamiento. Me percaté de que los putrefactos cambios del cerebro del muerto ponían en movimiento cada uno de sus recuerdos y los tiznaban del color del propio infierno.

Cronometré un pensamiento, y a pesar de la miríada de millones de detalles, cada uno claro, vivido y prolongado, no se extendía más de tres segundos. Pensé en la incalculable formación de pensamientos de su bien dotada mente; comprendí que ni siquiera miles de años los agotarían.

Pero, quizá, si el cerebro fuese destruido de forma que no se reconociesen sus partes…

Siempre hemos supuesto, de forma casual, que la consciencia consiste en un flujo de sangre de los vasos del cerebro; nunca nos hemos detenido a pensar si los recuerdos pueden ser recuperados de alguna otra forma. E incluso sabemos cómo un tumor cerebral origina alucinaciones. La consciencia funciona de un modo extraño; la mínima perturbación del riego sanguíneo, y se apaga como una vela, o incluso toma formas monstruosas.

Aquí residía la aplastante verdad: vive de nuevo en los muertos, y vive para siempre. Ya podíamos saber algo de ella; la fantasmagoría de la vida que se agolpa en la muerte de un ahogado puede sugerir algo sobre la especie a cualquier hombre cuya imaginación sea activa y simpatética.

Peor incluso que los mismos pensamientos era la aprensión que dichos pensamientos producían antes. Carbunclos, ebulliciones, úlceras, cánceres, no existe equivalente a las pústulas del infierno, en cuyas hirvientes convulsiones se hundía Arthur cada vez más y más.

La magnitud de esta experiencia no puede ser aprehendida por la mente humana como la conocemos. Estaba convencida de que el final debía llegar, para mí, con la cremación del cuerpo. Me alegré infinitamente de que él hubiera dejado instrucciones para que ésta se realizase. Mas para él, final y principio parecían no tener significado. Debido a ello, me pareció oír el pensamiento real de Arthur: «Aun cuando todo esto soy Yo, no es más que un percance mío; permanezco tras todo ello, inmune, eterno».

No debe suponerse que esto disminuía, en modo alguno, la intensidad del sufrimiento. Al contrario, la aumentaba. Ser odioso es menos que estar vinculado al odio. Sumergirse en la impureza es ser inmune al hastío. Salvo hacer esto y permanecer puro, cualquier infamia aumenta el dolor. Piensa en la Madonna, presa en el cuerpo de una prostituta y forzada a reconocer: «Ésta soy yo», sin que nunca pueda librarse de su odio.

No sólo emparedado en el infierno, sino obligado a participar de sus sacramentos; no sólo gran presbítero de su ágape, sino también padre y difusor de su culto; un Cristo al que repugnaba el beso de Judas, sabedor —incluso— de que la traición era él mismo.

VII

A medida que avanzaba la putrefacción del cerebro, el estallido de las pústulas lo recubría ocasionalmente, dando como resultado que la confusión e intensificación de la locura era superior al mismo infierno. Alguien podría llegar a pensar que cualquier confusión pudiera ser un bienvenido descanso ante una lucidez tan espantosa; pero no era así. La tortura se infiltraba con un demoledor sentido de turbación.

Las imágenes nacían amenazantes, y tan sólo desaparecían agostándose en un coprolito pultáceo que era el cuerpo principal del ejército del que se componía Arthur. El fenómeno crecía de manera constante y en todos los sentidos a medida que él se hundía cada vez más. Ahora eran una jungla en la que la oscuridad y el terror de su totalidad incluso eclipsaban gradualmente el odio a cada una de sus partes.

La locura de los vivos es algo tan abominable y terrible como desalentar a todos los corazones humanos con el horror; pero ¡no es nada en comparación con la locura de los muertos!

Una complicación más surgió, entonces, en la destrucción completa e irrevocable de ese mecanismo de compensación del cerebro que es la base del sentido temporal. Horriblemente degradado y deformado, puesto que había en la perturbación del cerebro una gelatina amorfa de la que brotaban, de pronto, enormes, unos tentáculos insospechados, su destrucción lo dividió en mil abismos más profundos. El sentido de la misma sucesión fue destruido, los objetos consecutivos aparecían como superpuestos o coincidentes en el espacio; una nueva dimensión descubierta; una nueva destrucción de todas las limitaciones desenmascaró un nuevo e insondable abismo.

A todo esto se le añadió el desconcierto y temor que la agorafobia mundana trazaba débilmente; y, al mismo tiempo, el emparedamiento que pesaba sobre él, puesto que no existe fuga posible desde el infinito.

Además, la desesperación ante aquella monótona situación. Infinitamente variados, los fenómenos eran esencialmente los mismos. Todas las tareas humanas están alumbradas por la certeza de que deben terminar. Incluso nuestras alegrías serían intolerables si tuviéramos la certeza de que hubieran de durar, por encima del tedio y el hastío, por encima del cansancio y la saciedad, para siempre, eternamente y para siempre.

En este inhumano, en este preterdiabólico infierno se da una fatigosa repetición, un machacar sobre la misma discordia odiosa, un continuo refunfuño cuyos intervalos no ofrecen descanso alguno, sólo un suspense rebosante con la anticipación de un frío terror.

Durante horas, que fueron para él eternidades, continuó esta fase, como celdas diversas que guardasen el recuerdo de una memoria que padecía cambios degenerativos que la conducían a una purulencia hiperbrómica.

VIII

La instantánea corrupción bacteriológica supuso la corrupción química. Los gases, formados por la putrefacción en el cerebro y que lo habían atravesado, se materializaban en su consciencia mediante pústulas que se mostraban amorfas e impersonales —Arthur todavía no había penetrado en el abismo.

Arrastrándose, elevándose, abrazándolo, el Universo lo envolvía, lo forzaba con una íntima e indescriptible contaminación, rodeaba su ser con el más asfixiante terror.

De vez en cuando, la consciencia se anegaba en una sima que su pensamiento era incapaz de describirme; porque, realmente, incluso el primero y menor de sus tormentos está mucho más allá de la capacidad de expresión humana.

Era un dolor que se extendía constantemente, que se intensificaba con cada descargo de ira. Aumentaba la memoria y crecía la inteligencia. Igualmente, la imaginación desconocía límites.

¿Qué significa esto y a quién puedo contarlo? La mente humana no puede realmente apreciar los números más allá de cierta cantidad; puede tratar con ellos mediante el raciocinio, pero no puede aprehenderlos mediante impresión directa. Se requiere una inteligencia altamente entrenada para poder distinguir en un plato entre quince y dieciséis cerillas sin contarlas. Con la muerte, esta limitación desaparece totalmente. Cada elemento del contenido infinito del Universo se comprende de forma independiente. El cerebro de Arthur era igual, en cuanto a poder, al que atribuyeron los teólogos al Creador; pero a pesar de su poder ejecutivo, no existía semilla alguna. La impotencia del hombre ante las circunstancias estaba en él aumentada infinitamente, sin pérdida de detalle o cantidad. Comprendió que lo Múltiple era el Uno, sin perder o confundir la idea de lo singular. Él era Dios, mas un Dios irreparablemente maldito; un ser infinito, limitado por la naturaleza de las cosas, una naturaleza compuesta únicamente por la repugnancia.

IX

Albergaba una mínima duda en cuanto a que la cremación del cuerpo de mi marido acabara con el proceso que, normalmente, en los enterrados continúa hasta que no queda rastro de sustancia orgánica.

El primer contacto con el horno despertó una actividad tan violenta y tan viva que todo el pasado palideció ante su luz cárdena.

No puede describirse la inextinguible agonía del tormento; si existía alivio, sólo se daba por la alegría de saber que era el final.

No sólo el tiempo, sino también todas las extensiones del tiempo, todos los monstruos de las entrañas del tiempo iban a ser aniquilados; incluso para el ego cabía esperar un final.

El ego es el «verme que no muere», y la existencia el «fuego que no se extingue». En esta pira universal, en este abismo de lava líquida que brota de los volcanes del infinito, en este «lago de fuego» que está reservado al demonio y sus ángeles, ¿no puede tocarse fondo? ¡Ah! ¡No había más tiempo, ni representación alguna de ello!

El cuerpo se consumió; los gases del cuerpo, combinándose una y otra vez, se encendieron, libres de materia orgánica.

¿Dónde estaba Arthur?

Su cerebro, su personalidad, su vida, habían sido destruidos totalmente. Como elementos separados, sí: Arthur había ingresado en la consciencia universal.

Y oí esta expresión; aproximadamente ésta es mi traducción al inglés de una única idea cuya síntesis es: «Woe»[3]

La sustancia se llama espíritu o materia.

El espíritu y la materia son únicos, indivisibles, eternos, indestructibles.

¡Cambio infinito y eterno!

¡Dolor infinito y eterno!

Ningún absoluto, ninguna verdad, ninguna belleza, ninguna idea; nada excepto el torbellino de la forma, inquieta, insaciable.

¡Hambre eterna! ¡Guerra eterna! Cambio y dolor infinitos e incesantes.

La individualidad sólo existe en el ensueño. Y el ensueño es cambio y dolor, y su destrucción es cambio y dolor, y su nueva separación desde el infinito eterno es cambio y dolor; y la sustancia infinita y eterna es cambio y dolor inefables.

Más allá del pensamiento, que es cambio y dolor, se halla el ser, que es cambio y dolor.

Éstas fueron sus últimas palabras inteligibles, que se convirtieron en un eterno lamento: «¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe!», con una monotonía incesante que resuena siempre en mis oídos cuando permito que mi pensamiento frene su actividad al oír la voz de mi sensorio.

Durante el sueño, estoy parcialmente protegida, y mantengo siempre encendida una lámpara para poder fumar en la habitación. Muy a menudo en mis sueños late un reiterado ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe!

X

La fase final es totalmente inevitable, a menos que creamos en las teorías budistas, cosa que, en cierto modo, me veo inclinada a hacer; ya que su teoría del Universo confirma de forma precisa cada uno de los detalles de los hechos aquí recogidos. Pero una cosa es reconocer una enfermedad, y otra descubrir el remedio. Sinceramente me indignan sus métodos, preferiría conformarme con mi destino final y alcanzarlo tan pronto como sea posible. Mi principal preocupación consiste en evitar las torturas iniciales, y estoy convencida de que la explosión de un cartucho de dinamita en la boca es el método más factible para lograrlo. Incluso existe la posibilidad de que si todas las mentes que piensan, todos «los seres espirituales», fueran destruidos de este modo, y especialmente si toda la vida orgánica pudiera ser aniquilada, el Universo dejaría de existir (como el obispo Berkeley ha demostrado), sólo podría existir en alguna mente. Y, en realidad, no existe evidencia alguna (a pesar de Berkeley) en torno a la existencia de una conciencia extrahumana. La materia en sí misma puede, hasta cierto punto, pensar; pero la monotonía de su dolor no es tan horrible como su odio, como la formación de altas y sagradas ideas sólo para arrastrarlas lentamente a través de la infamia y el terror hacia el abismo conocido.

En consecuencia, deberé hacer que este recuerdo se difunda ampliamente. Los cuadernos sobre mi trabajo con Arthur (vols. I-CCXIV) serán editados por el profesor Von Buehle, cuya maravillosa inteligencia quizá pueda descubrir alguna salida al destino que amenaza a la humanidad. Todo está ordenado en estos cuadernos; estoy dispuesta a morir, ya que no puedo esperar mucho más, y sobre todas las cosas temo el principio de la enfermedad y la posibilidad de una muerte natural o accidental.

NOTA

ME siento satisfecho de tener la oportunidad de publicar, en un medio tan ampliamente leído por la profesión médica, el manuscrito de la viuda del profesor Blair.

Su mente se desquició tras la muerte de su marido. El médico que lo atendió durante su última enfermedad se alarmó por el estado en que se encontraba ella y tuvo que vigilarla. Ella intentó (sin éxito) adquirir dinamita en varias tiendas, y cuando fue al laboratorio de su difunto esposo, intentó elaborar cloruro de nitrógeno, obviamente con el propósito de suicidarse. Fue detenida, declarada enferma, y puesta a mi cuidado.

El caso es muy poco normal en varios aspectos:

1) Nunca descubrí inexactitud en una información o hecho verificable.

2) Podía, sin duda, leer los pensamientos de una forma asombrosa. En particular, me es muy útil por su habilidad para predecir ataques de demencia aguda en mis pacientes. Puede predecirlos con exactitud horas antes de que ocurran. La primera ocasión, mi incredulidad sobre su poder tuvo como resultado una grave herida para uno de mis ayudantes.

3) Ella combina una obsesiva determinación hacia el suicidio (en la forma extraordinaria que lo describe) con un intenso miedo a la muerte. Fuma sin interrupción, y me veo obligado a fumigar su habitación con humo por la noche.

4) Tan sólo tiene 24 años, pero cualquier opinión competente diría que tiene sesenta con la misma exactitud.

5) El profesor Von Buehle, a quien fueron enviados los cuadernos, me dirigió un largo telegrama urgente en el que solicitaba su libertad a condición de que ella prometiese no suicidarse e ir a trabajar con él a Bonn. He comprobado, no obstante, que los profesores alemanes, aunque eminentes, no tienen ninguna fuerza en la gerencia de un manicomio privado de Inglaterra; y tengo la certeza de que los Comisionados me apoyarán en mi negativa a considerar el tema.

Debe quedar, pues, claramente entendido que este documento se publica, con todas las reservas, como la hipótesis de un muy peculiar, quizá único, tipo de locura.

V. ENGLISH (Doctor en Medicina)