PRÓLOGO
EL INCREÍBLE MAGO ALEISTER CROWLEY
ALEISTER Crowley es el más polémico e incómodo de los grandes magos contemporáneos. Comparados con él, McGregor Mathers, Helena Blavatsky, Gurdjieff y Ouspensky son, a pesar de los puntos negros, reales o inventados, de sus vidas y de sus caracteres, unos seres casi decepcionantemente normales. «Cro, como en crow —es decir, “corneja” o “grajo”—» solía decir cuando alguien pronunciaba como crau la primera sílaba de su apellido. Y la analogía mágica —¿lo diría por eso?— no dejó de operar en su vida, pues trató siempre, aunque terminase por considerarlo una impaciente ilusión, de alcanzar sus objetivos esotéricos as the crow flies, por el más corto de los caminos. La corneja es una especie de cuervo, y el cuervo representa en la tradición simbólica a las oscuras fuerzas de la creación, sobre todo entre los celtas y los germanos de la antigüedad, mientras en el lenguaje alquímico simboliza a la nigredo propia de la materia prima de la Gran Obra. Según Beaumont, citado por Cirlot, «el cuervo en sí debe significar el aislamiento del que vive en un plano superior al de los demás, como todas las aves solitarias», sólo que la corneja no es tan solitaria como el prototipo de su familia.
El nombre de pila de Crowley era Alexander, Edward Alexander, y no Aleister, su equivalente celta, por el que lo sustituyó, pues aunque nacido el año 1875 en el Warwickshire, cerca del shakespeariano Stratford-on-Avon, en el seno de una acaudalada familia de cerveceros, ni los suyos ni él olvidaron nunca su ascendencia céltica. Los padres de Aleister eran darbyitas, miembros fanáticamente devotos de la secta de los Exclusive Bretbren (Hermanos Excluyentes) y creían que sólo quienes pertenecían a ella podían librarse de las llamas del infierno. Parece que el padre de Aleister, que murió cuando el futuro mago tenía once años, le llenó la cabeza de monstruosidades sagradas y de terribles visiones del Más Allá, así como de más que Victorianos tabúes sexuales.
En el Más Allá siguió creyendo Aleister Crowley, aunque de una manera, y en un Más Allá, que habrían enfurecido a su irritable padre. ¿Qué tiene, pues, de particular que quien, teniendo, como Aleister, un carácter fuerte y un temperamento voluntarioso, hubo de sufrir la tutela de unos parientes no menos fanáticos que el difunto, se fuese convirtiendo a partir de su mayoría de edad, y aun algo antes de llegar a ella, en enemigo público y declarado de la moral cristiana? Después de todo era, aunque bastante más joven que él, un contemporáneo de Nietzsche y un admirador de Walter Pater y de sus tendencias neopaganas, así como del arte satánico de Beardsley. Es que Crowley (Croli, no lo olvidemos) se educó en un Cambridge y se inició a la magia en una Londres muy permeable al decadentismo finisecular, lo cual no sólo no impidió, sino que más bien favoreció la comisión de una de sus mayores extravagancias juveniles, el alistamiento como voluntario de una tardía guerra carlista que ni siquiera llegó a declararse. Fue por entonces cuando veló, sumido en profunda meditación, su espada y sus espuelas la víspera de ser armado caballero por los secuaces de don Carlos y cuando se tomó muy en serio su ingreso en una nebulosa Iglesia Celta de la que, en la actualidad, casi se ha perdido el recuerdo. Estos belicismos y misticismos esotéricos encaminaron al rico heredero que era entonces Aleister, gracias a la tibia mediación inicial de A. E. Waite, hacia un ocultismo, convertido pronto en la principal razón de su asombrosa existencia, que le valió, con el tiempo, ser considerado —y públicamente declarado por la prensa sensacionalista británica— como the King of Depravity, el Rey de la Depravación, the Wizard of Wickedness, el Mago del Mal, y finalmente como the Wickedest Man in the World, el Hombre más Inicuo del Mundo.
Cómo se ganó Crowley esta fama sería muy largo y delicado de contar, si bien puede decirse que se debió en gran parte a sus calculadas y constantes provocaciones y a su tal vez inconsciente habilidad de echarse enemigos. Pero Crowley no era tan malo como querían los peores de entre éstos. Sencillamente, y según opinaba su amigo Allan Bennett, que terminó su vida como monje budista, Aleister estaba muy bien dotado para la magia, tenía una inteligencia brillante y un entusiasmo contagioso pero carecía de disciplina y de penetración al juzgar a los demás. Era, desde luego, un solipsista, se adoraba a sí mismo y tenía conciencia de poseer un carisma que le ayudaba a ganar hasta el autosacrificio la veneración de sus mejores discípulos.
Crowley entró a finales del año 1898, cuando ya había publicado varios libros de versos influidos por Browning y por Swinburne, en la Golden Dawn, la Aurora Dorada, una sociedad secreta con sede en Londres que proclamaba su ascendencia rosicruciana y ala que ya pertenecía William Butler Yeats, cuyo lema mágico era «Demon est Deus inversus», «el Demonio es Dios del revés». Aleister, por su parte, adoptó el de Perdurabo, es decir, Persistiré. Los dos poetas no tardaron en chocar y las cosas llegaron tan lejos que Bennett creyó haber descubierto que Aleister estaba siendo atacado por Yeats mediante la magia negra —cosa que aquél le confirmó—, lo que dio lugar a un contraataque que ambos amigos juzgaron muy eficaz. Sobre este asunto, escribió Crowley el cuento «At the Fork of the Roads» (En la bifurcación), aparecido en la revista Equinox el mes de marzo de 1909. Parece, en efecto, que tanto Yeats como Crowley practicaban en aquella época lo mismo la magia blanca que la negra. MacGregor Mathers, un destacado estudioso de la tradición esotérica que había contraído matrimonio con una hermana de Henri Bergson, se encontraba en París cuando empezó a sospechar, para comprobarlo enseguida, que varios de los más influyentes miembros de la Golden Dawn se estaban rebelando contra su liderazgo de dicha sociedad y encargó a Crowley, tras haber delegado en él su autoridad, restablecerlo. Ambos fracasaron en su intento y terminaron por ser expulsados de aquella orden. Esta camaradería en la desgracia no fue obstáculo a que, años más tarde, se entablase una batalla mágica entre MacGregor Mathers y Crowley con el resultado final —que este último nunca se preocupó de desmentir— de que Aleister hiriese de muerte a su adversario.
Lo más irónico del asunto sería —de ser cierto tanto oscuro prodigio— que Aleister se habría servido con toda probabilidad de lo aprendido por él en un grimorio medieval atribuido al mago Abra-Melín, cuya traducción al inglés le había sido recomendada por su autor, que no era otro que el mismo MacGregor. Para procurarse un lugar apropiado para la evocación de los príncipes de las tinieblas —quienes habían de poner a sus órdenes a sus cohortes de espíritus subalternos—, Crowley, que todavía era pudiente, se compró una mansión a orillas del célebre lago Ness y acondicionó unas estancias y la terraza contigua a manera de templo apto para la magia ritual. La experiencia resultó terrorífica y estuvo lejos de ser un éxito, no obstante lo cual nuestro aprendiz de brujo conservó siempre, y los usó en varias ocasiones, cuantos talismanes había confeccionado febrilmente —y as the crow flies— durante aquellas memorables jornadas.
Muy relacionada con estas evocaciones diabólicas estuvo la de Coronzón, el demonio del abismo, que Aleister llevó a cabo en el Sahara en compañía de su discípulo Victor Neuburg. Coronzón (Choronzon en la grafía de Crowley) es, sin duda, un casi incógnito espíritu, pues los tratados y los diccionarios de angelología y de satanismo suelen identificar al ángel —no rebelde como Coronzón— del abismo con Uriel o bien con Apsu, el ángel o genio hembra del abismo primordial de la mitología caldeo-babilónica. Coronzón pertenece, pues, a una tradición esotérica bien conocida por Crowley que no me ha sido posible identificar. Sea de ello lo que quiera, lo cierto es que la aparición de este espíritu abisal fue espantosa, pues estuvo a punto de destruir el círculo mágico trazado en la arena por los dos magos, quienes, dado su estado de exaltación, no fueron capaces de certificar si había o no tomado posesión durante unos instantes del cuerpo del maestro. Se ha acusado a Crowley, a propósito del aprendizaje de Neuburg, de haberle sometido a excesivas sevicias morales y físicas. No fue, sin embargo, Crowley más duro que Marpa el traductor con su discípulo Milarepa, lo que no impidió que este gran santo del budismo tibetano considerase siempre con reverente admiración a su rudo maestro.
Más decisiva que las mencionadas evocaciones resultó ser para Aleister la magia sexual que le fue enseñada por un iniciado de una oscura orden con sede en Alemania. Su práctica llegó a convertirse en el fundamento de su magia y Crowley se entregó, en consecuencia, tanto a las relaciones heterosexuales como a las homosexuales, en las que solía jugar el papel pasivo. Mientras tanto, viajó por los cinco continentes y estuvo, además de en otros lugares, en España, en el Magreb, en el lejano Oriente, donde aprendió las técnicas del yoga, y en los Estados Unidos de América, en los que vivió, ya medio arruinado, casi de milagro. Organizó, además, la escalada de dos de los más altos picos del Himalaya y celebró un retiro mágico en una isla del Oeste americano.
Estando en El Cairo, el año 1904, en compañía de su primera mujer, un espíritu al que identificó con el nombre de Aiwass y del que dijo ser su ángel de la guarda o bien el dios egipcio Horus, le dictó un extraño texto entre gnóstico y cabalístico y no carente de analogías con el pensamiento de Nietzsche conocido hoy con el nombre de Book of the Law (Libro de la Ley). Esta revelación, pues Crowley no admitió nunca, como había hecho a propósito de otros de sus textos, que pudiera ser un producto de su subconsciente, le convenció, tras haberlo dudado mucho e incluso haber tratado de perder su manuscrito, de que había sido elegido por los Maestros Secretos como profeta de la nueva religión en la que había de vivir la humanidad durante los dos próximos milenios. «Los principios morales fundamentales de la nueva edad —ha escrito Francis King— han de ser la completa autorrealización, porque “cada hombre, y cada mujer, es una estrella” —es decir, cada ser humano es un individuo único y diferente que tiene derecho a realizarse a su particular manera— y “Haz que tu voluntad sea el todo de la ley”, pues “Tu único derecho es hacer tu voluntad” y “la palabra pecado es restricción”.» Crowley tuvo siempre la preocupación de subrayar que «Haz lo que quieras» no significa «Haz lo que te guste», pues lo que, según él, quiere decir este mandato de Aiwass es «Encuentra la manera de vivir compatible con tus más íntimos deseos y vívela con plenitud».
En el Libro de la Ley se alaba la intoxicación etílica y el uso de las drogas como medios de adquirir una conciencia superior, et pour cause, puesto que Crowley fue, además de buen y entendido bebedor, un ávido consumidor de cocaína, cuyo uso llegó a dominar a voluntad, si bien nunca pudo librarse por completo del demonio de la heroína. Se habla también en este libro de una Mujer Escarlata necesaria para el cumplimiento de la misión del profeta destinado a predicar su doctrina, mandato que Aleister se tomó muy en serio conviviendo y realizando frecuentes actos de magia sexual con las sucesivas Mujeres Escarlata que descubrió y captó entre sus amistades femeninas, extremadamente sugestionables ante su virilidad.
Nadie se extrañará a la vista de cuanto queda dicho de que Crowley se convirtiese pocos años después de su muerte, acaecida en 1947, en una especie de inspirador y patrono de la cultura underground que floreció en Europa y en los Estados Unidos en torno al medio siglo. Liberación sexual, desprecio de los valores de Occidente, responsables según él de la falta de libertad y de las catástrofes de nuestro tiempo —Aleister era enemigo declarado del fascismo y del nazismo—, consumo de drogas, psicología de la marginación social, todos estos elementos le pusieron de moda y crearon en torno a su recuerdo una leyenda que le consideró, no sólo como el más poderoso mago de nuestro siglo, sino también como una de las figuras más influyentes de la contracultura contemporánea.
Desde que recibió el mensaje contenido en el Libro de la Ley, Crowley vivió constantemente acompañado de la Mujer Escarlata impuesta a él, más que meramente aconsejada, por su texto. Se trata, en realidad, de una intuición que coincide con el juicio, muy posterior, contenido en Las bodas de Cadmo y Harmonía de Roberto Calasso, según el cual, en la región en que se encuentran los dioses, «el héroe, si está solo, si cuenta únicamente con sus propias fuerzas, es impotente. Necesita la ayuda de una mujer». Así, Crowley, al tratar de integrarse en la región de sus dioses o, tanto da, de sus demonios, se valió de la ayuda de una mujer. Aiwass y los poetas griegos habían bebido en la misma fuente, en la de la tradición secreta que ha permitido a la psiquiatría contemporánea definir —que no descubrir— al anima y al animus, complementos indispensables de los sexos opuestos. Pero de esta restauración de la androginia original de que hablaba Platón hay tantos antecedentes que es preciso proseguir sin tratar de recordarlos.
Con una de sus Mujeres Escarlata, la norteamericana Lea Hirsig, fundó Aleister en Cefalú, cuando tenía cuarenta y cinco años, la Abadía de Thelema, de clara inspiración —aunque de dudosa interpretación— rabelesiana. Lo que sucedió o se inventó que había sucedido en ella durante sus ceremonias mágicas dio lugar si no a su ruina —pues Crowley se mostró siempre incombustible a la desgracia— sí a la peor fama que haya tenido un mago de los tiempos modernos. Quien se había llamado a sí mismo Therion, la Gran Bestia, o bien la Bestia 666 del Apocalipsis, fue objeto de la difamatoria campaña de prensa a que me he referido más arriba. A partir de aquel año 1923, Crowley no conoció hogar ni ingresos monetarios estables, no obstante lo cual siguió progresando como mago —según él mismo creía— e indudablemente como escritor.
Crowley contaba ya con una larga serie de obras publicadas e inéditas, muchas de las primeras aparecidas en la revista Equinox, de la que fue fundador y director. En 1898, por ejemplo, había publicado seis libros, de entre los que cabe recordar el poema Aceldama (nombre del campo que compró Judas con las treinta monedas), los Songs of the Spirit (Canciones del Espíritu) y White Stains (Manchas Blancas). Publicaría más tarde Alice, an Adulteress (Alicia la adúltera), el largo poema The Argonauts, Rosa mundi, poemario inspirado por su primera mujer, la bella Rose Kelly, de la que terminaría por divorciarse, y Rodin in Rime (Rodin en rima), libro lujosamente ilustrado por este genial artista, al que le unía una buena amistad. En prosa, había dado a conocer la colección de novelas obscenas Snow Drops from a Curate’s Garden (Copos de nieve del jardín de un cura), el tratado místico-pornográfico El jardín perfumado, el Libro de las mentiras y la novela The Diary of a Drug Fiend (Diario de un drogadicto), que obtuvo un escandaloso éxito debido, tanto como a sus cualidades literarias, a los poco disimulados retratos de varios personajes de la época, pero la obra más importante de cuantas había publicado es Magick in Theory and Practice (La magia en la teoría y en la práctica), un manual de iniciación en el que, a ejemplo de los libros sobre alquimia, hay datos falsos o trucados cuyo objeto es desorientar a los simples curiosos y en el que declara sensacionalistamente haber sacrificado niños durante sus operaciones mágicas, falsedad que, por fortuna para él, no fue creída ni siquiera por sus más encarnizados detractores y enemigos.
A partir de su expulsión de Italia por las autoridades fascistas, decretada a consecuencia de la campaña de prensa a que me he referido, Aleister emprendió la redacción y publicación de sus Confessions, tal vez las más interesantes memorias publicadas jamás por un mago, pero también siguió escribiendo y publicando obras de ficción tales como Moonchild (Hijo de la luna) y The Stratagem and Other Stories (El testamento de Magdalen Blair), volumen al que pertenecen los relatos aquí traducidos. En 1944, publicó The Book of Thoth (El libro de Tot), un original tratado sobre el tarot, con naipes dibujados por Frieda Harris siguiendo las indicaciones del maestro Thenon. Dejó también, además de otros muchos escritos inéditos, una extensa colección de poemas, Olla, y otra de cartas, así como sus diarios y una serie de rituales dedicados a varios dioses paganos, para varios de los cuales escribió algunos de sus mejores poemas.
Uno de ellos, el «Himno a Pan», fue traducido, juntamente con otras de sus poesías, por Fernando Pessoa. No es éste el lugar más adecuado para contar una historia, la de la amistad del poeta inglés y el portugués, a la que ya me he referido con cierta extensión en La vida plural de Fernando Pessoa, pero sí el de referirse, aunque sólo sea muy brevemente, dada la popularidad de Pessoa y sus heterónimos entre los lectores españoles, a las afinidades que, en el terreno del concepto y el sentimiento de la personalidad, se descubren en ambos escritores. No se trata, por supuesto, de establecer un imposible paralelismo entre la personalidad de uno y otro, sino de mostrar cómo la problemática de la época, unida al conocimiento que ambos tenían de la tradición esotérica, los indujo a descubrir la pluralidad de su yo, si así se me permite expresarme. Dando por conocida del lector la heteronimia de Pessoa, es decir, el descubrimiento en sí mismo de varias personalidades permanentes y sincrónicas y su posterior transformación en escritores de diferentes y, en ocasiones, opuestos estilo e ideología, baste con añadir que el poeta portugués fue protagonista de una de las más apasionantes aventuras literarias de todos los tiempos. Ahora bien, si Pessoa creyó haber visto en un espejo a algunos de sus heterónimos, Mary d’Esté Sturges cuenta que, durante una de las sesiones de trabajo en que Crowley le dictaba los comentarios al Libro de la Ley, «advertí un cambio en su cara, de lo más extraordinario, como si no fuese ya la misma persona: en realidad, durante los diez minutos que estuvimos hablando, pareció ser varias personas diferentes». ¿Eran sus personalidades ocultas que emergían sucesivamente, no mediante el juego literario de la heteronimia, como en el caso de Pessoa, sino en virtud de una evocación mágica consciente o inconsciente? ¿Estaba alucinada Mary d’Esté? ¿Y qué es, entonces, una alucinación? ¿Qué la separa, en casos como éste, de las grandes intuiciones? Por otro lado, los constantes cambios de nombre de Crowley ¿no pueden ser considerados como una prueba de inseguridad en lo que a su personalidad profunda se refiere? Heterónimos o máscaras, no cabe duda de que tienen mucho que ver no sólo con el universo pesoano, sino también con las conocidas máscaras de Yeats, su gran rival de la Golden Dawn.
Sucede además que la formulación pesoana del neopaganismo portugués por medio de la obra literaria de sus heterónimos encuentra un paralelismo en el trance de Victor Neuburg durante el que Júpiter le dijo, según aseguraba con toda seriedad, y al parecer de buena fe, que los viejos dioses deseaban recuperar su antiguo papel y habían elegido a Crowley como «las flechas ardientes» (nótese el plural) que habían de ser disparadas contra los dioses-esclavos, doctrina que, como observa su biógrafo Francis King —ignorante por lo demás de sus relaciones con Pessoa—, coincide con la doctrina del Libro de la Ley.
Tal es, a grandes rasgos y prescindiendo de enumerar los grados y dignidades que adquirió en varias órdenes esotéricas, la totalidad de sus amores apasionados o escandalosos —o ambas cosas a la vez—, sus pleitos y sus polémicas y otros muchos aspectos e incidentes de su vida y de su obra, tal es, decía, la personalidad del autor de los relatos que, con tanta oportunidad como tino, han sido vertidos al español por su competente estudioso José Francisco Ruiz Casanova.
Ángel Crespo