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LA CORTE SE TRASLADA A MADRID
Dos o tres días después, el rey partió inesperadamente hacia Alcalá, donde estudiaba el príncipe, cabalgando casi sin escolta.
En vez que a los libros, don Carlos había dedicado el día anterior a la caza y captura de jóvenes sirvientas. Como ya le era difícil encontrar a alguna incauta, comenzó a perseguir a la hija de uno de los porteros de la casa en la que allí vivía.
Ella no quiso ceder a sus propósitos y salió corriendo. Don Carlos la persiguió como un demonio, pero cayó escaleras abajo, con tan mala fortuna que su cabeza se dio contra una puerta entreabierta.
Lo encontraron maltrecho, sangrando por la cabeza e inconsciente. Los médicos dudaban de que el enfermo saliera de aquel trance, pues aunque su corazón latía parecía muerto.
La reina permaneció encerrada todo el día en sus aposentos. Al caer la tarde recibí orden de ir a visitarla. Cuando entré vi que las ojeras resaltaban sobre su blanca piel. Seguramente no había podido dormir la noche anterior.
Acababa de recibir un billete de su marido.
Dejándolo sobre una mesa, dijo:
—La herida de la cabeza no mejora en absoluto. El cuerpo de don Carlos yace como un tronco inerte sobre su lecho, rodeado de médicos. Se mueve sólo cuando alguno lo hace para colocarle sanguijuelas repugnantes o bálsamos del mismo estilo.
Se notaba que sufría. Pero sus sufrimientos eran de índole compleja.
—Felipe no se separa de los pies del lecho de su hijo. Para colmo la corte comienza a murmurar que no será capaz de dar a España un heredero digno. Y casi todo lo achacan a que no elige bien a sus mujeres. La primera sólo fue capaz de darle a don Carlos, que lo único que le ha proporcionado desde su infancia han sido quebraderos de cabeza, no entiendo cómo he podido estar tan ciega hasta ahora.
»Su segunda mujer era vieja y se rumoreaba que totalmente infértil. Y de mí dicen que yo soy una niña tan delicada que probablemente tampoco pueda cumplir con mi cometido.
Pensé con cuidado mi respuesta de consuelo, porque sabía que los rumores eran ciertos. Además, quería quitar a la reina toda sospecha en el caso de que hubiera oído otras alusiones que se hacían en la corte sobre el fruto de una infundada predilección de su marido por mi persona tiempo atrás.
—Don Carlos, a sus dieciséis años, es joven y fuerte para luchar contra la muerte. Y si Dios nuestro Señor lo llamase a su lado, su lugar lo querría para alguno de vuestros futuros hijos, que sin lugar a dudas serán sanos y fuertes.
Quedó callada por unos instantes y, como si de repente el abatimiento en el que estaba inmersa desapareciera, dijo:
—Confío en vos más que en ninguna de mis damas francesas. Mi señora madre tenía toda la razón en ordenarme que os tomara no sólo como dama sino también como amiga. Lo que acabo de confesaros ruego que no lo hagáis público, ni siquiera a don Ruy. Pues mi madre me contó que, para conquistar a un marido día a día, y sobre todo para asegurarnos de si somos correspondidas, algún secreto debemos guardarles, para que ellos se esfuercen en descubrirlo y nos tengan en su mente continuamente.
Mientras salíamos al balcón le dije:
—Dejando a un lado lo que son mis deberes como súbdita, os diré que desde el primer momento en que os vi noté en vos muchos sentimientos exactos a los que me habían asaltado a mí poco tiempo antes, lo que me causó un apego a vuestra persona que nunca en mi vida había sentido antes hacia nadie. Por lo que os pido disculpas si nunca me atreví a hablar en términos más claros sobre la verdadera naturaleza de don Carlos.
Fui osada al hacer estas confidencias a la reina, pero ella pareció agradecida y por respuesta recibí aquella angelical sonrisa tan suya.
Por fin llegó el rey. Pesar y tristeza marcaban sus rasgos. Según todos los médicos, a don Carlos sólo le quedaban algunas horas de vida.
La ciudad ya estaba prácticamente de luto, con procesiones y rogativas constantes, cuando llegó un mensaje de Alcalá. Los médicos habían intentado una trepanación. Pero al comenzar la perforación de la pared del cráneo, para aliviar al cerebro comprimido por los tumores, se comprobó que las gotas de sangre que rezumaban de la parte porosa del hueso eran de buen color y parecía sano el seso, por lo que se desistió del intento. ¡Don Carlos empezaba a recuperarse! Nunca supimos a qué se debió tan inesperado cambio, pero la mayoría estuvimos de acuerdo en que se trató de un milagro.
Como siempre, el duque de Alba consiguió apuntarse un tanto. Pocos días antes del restablecimiento del príncipe había hecho trasladar el cuerpo embalsamado de un beato franciscano para que el enfermo lo tocara. Don Carlos sanó, el santo fue canonizado inmediatamente por el papa, y la duquesa de Alba no cesó de repetir la historia, enalteciendo a su marido ante todo aquel que tuviese la paciencia de escucharla.
Para mayor felicidad del rey, poco después la reina se hizo mujer. Doña Isabel rebosaba de felicidad. También porque durante esos días su madre le había escrito para que intercediera en todo lo posible a favor de la posible boda entre su hermana Margarita con don Carlos.
Dicha posibilidad no parecía hacerle mucha ilusión, pues desde que había comprendido la verdad sobre don Carlos decía, en privado, que compadecía enormemente a la mujer que para el príncipe fuese destinada. Pero estaba claro que su vida sería mucho más fácil cuando el rey muriese, con su hermana pequeña como reina de España.
Por entonces, mi madre vino para ayudarme a organizar la mudanza a Madrid, en donde terminadas estaban las obras de restauración del palacio que Ruy había comprado y que, de momento, me habían hecho dejar para más adelante la compra de Pastrana.
La pasión por la pintura había empezado a despertar en mi mente, por lo que adquirimos cuadros de todos los maestros del momento: Tiziano, Gaetano y Antonio Moro. Pero mi mayor gusto fue el retrato que de mi persona hizo entonces Alonso Sánchez Coello, quien se trasladó desde el Alcázar, donde además de pintar era conservador de armas.
Me hizo posar durante casi quince días. Quince ducados le pagamos por el trabajo. El gran pintor de cámara del rey consiguió reproducirme tan fielmente que ahora que miro el cuadro vislumbro cómo era yo. Y lo hago siempre con tristeza, procurando no tener delante espejo alguno donde reflejarme y comparar lo que fui. Pero cierto es que lo que a mí me falta de juventud lo tengo de prudencia, y hasta de inteligencia; no por haber nacido con tales prendas, sino por mucho haber vivido el mundo.
También la reina, feliz como estaba ahora, empezó a interesarse en la pintura. Mas como buena hija de una Médici que era, ante el asombro del rey, lo hizo cogiendo los pinceles. Para lo que hizo venir de Italia una profesora llamada Sofonisba Anguisola. Tan entusiasmada estaba con sus progresos, que consiguió que me uniera a ella en el afán de aprender este arte. Sin embargo pronto lo dejé, porque la paciencia es virtud de la que carezco, pues como sabes uno de mis lemas es «aquí y ahora».
Así, casi todos los días me trasladaba en litera al Alcázar aunque de buena gana hubiera recorrido aquellos escasos metros a pie.
A la reina parecía gustarle Madrid. Pronto la ciudad se amoldó a nosotros, y las fiestas, conciertos, toros y obras representadas en corrales se hicieron más frecuentes.
Doña Isabel gustaba de pasear conmigo y hacerme confidencias. Su castellano ya era perfecto y, salvo un leve acento francés, no tenía ningún problema para comunicarse con los demás. Cada vez se convertía en más española, y siempre del lado de su marido se encontraba si entre su madre y él surgía algún problema.
Dado que doña Catalina lo había empezado a notar, mandó al servicio de su hija a su antigua aya. Una mujer tan delgada que los huesos de su cuerpo parecían un esqueleto con una leve veladura de pellejo ocultándolo.
Aquella mujer conseguía cortar de cuajo nuestras conversaciones en susurros, pues tenía el don del espionaje pintado en su expresión.
Un día estábamos paseando por los jardines, cuchicheando sobre los últimos líos amorosos de algunos de nuestros conocidos. De repente, tomándome del cuello, la reina me atrajo hacia sí y me dijo al oído: «Sígueme». Alzó un poco su falda y salió corriendo. Me quedé paralizada, no era propio de ella, pero al oír a mi espalda el grito impertinente del aya, supe lo que pretendía y salí disparada tras doña Isabel.
Al girar, en la fuente, oí su llamada en voz baja. Allí estaba escondida, bajo un sauce llorón.
Quedamos en silencio. En solo un instante apareció corriendo aquella vieja estaca, tropezó, y cayó justo enfrente de nosotras.
Aún me río al recordar la escena. Las dos la observábamos tapándonos boca y nariz para no soltar una carcajada. En realidad eran los últimos coletazos de nuestros juegos infantiles. Desde muy jóvenes nos habíamos visto obligadas a comportarnos como adultas, y supongo que aquellas vivencias que hubiesen sido más acordes con nosotras años antes luchaban por no quedar retenidas.
Ruy llegó del Alcázar a la hora del almuerzo. Al entrar en la estancia me besó con cariño y me tendió un pliego enrollado, sujeto con una cinta color púrpura. Me pareció una forma bastante extraña de portar un documento. Lo abrí y comencé a leerlo. ¡Eran los acuerdos preliminares para la compra de Pastrana! Nunca pensé que aquello siguiera en su mente. Sabía que había vendido los terrenos de Éboli en Italia, pero pensé que el dinero conseguido lo había invertido con creces en nuestra casa de Madrid. Cuando zalameramente le dije que aquello era más de lo que me esperaba se limitó a responder:
—Os merecéis todo lo que ven vuestros ojos.
Tu padre era parco en piropos. Por ello cuando los decía causaban en mí un sentimiento mucho más profundo que cuando los oía salidos de otros labios. Pues has de saber que aquellos años fueron muy propicios para mi belleza personal, y así como algunas mujeres al quedar preñadas se deforman, hinchan y engordan, a mí me sucedía lo contrario. Según comentaban mis doncellas, parecía tener una vela que iluminaba mi cara desde el interior.
—Pastrana es más hermoso de lo que me describisteis, pero sus estrechas calles están quedando desiertas con el paso de los años —continuó diciendo vuestro padre—. Como en el sur sigue habiendo rebeliones de moriscos, el rey ha pensado en sacar de allí a los conversos para repoblar algunos lugares desiertos en Castilla.
Me miró sonriente y satisfecho.
La verdad es que a mí llenar Pastrana de esa gente no me convencía en absoluto. Había oído hablar en muchas ocasiones de las costumbres de los moros, sepulcros en campo raso en medio de sus propiedades y abluciones antes de los rezos. ¡Imagínate, tanta pulcritud con el cuerpo y tan poca con el alma!
Por otra parte, era sabido que trabajaban de sol a sol sólo con la intención de almacenar dinero y no de enaltecer el espíritu.
Pero me tranquilicé cuando vuestro padre me informó que era un pueblo cumplidor cuando se lo proponía. Además, se les obligaría a abandonar esos velos con que sus mujeres se cubrían, usando en su lugar toca y corpiños. También estarían obligados a aprender castellano a la perfección, a cambiar sus nombres por otros católicos y dejarnos entrar en sus casas si lo requeríamos.
Por lo que respecta al rito de las abluciones se les prohibiría tomar baños, so pena de diez años de galeras.
La lista de reglas y obligaciones que tu padre siguió enumerando era tan larga, que pensé que aquellos infelices probablemente acabarían olvidando hasta quiénes fueron.
Aquel verano fue caluroso. Toda la corte se trasladó a los diferentes lugares en donde poseían señoríos. Ruy se fue a Aranjuez para despachar más cerca del rey, lo que me enojó, pues ya avanzado mi embarazo estaba y los médicos me dijeron que no me haría ningún bien desplazarme. Era algo que a mí no me preocupaba pues no había tenido hasta entonces ningún problema de abortos. Pero una mujer zahorí que una doncella me había traído a escondidas —miedo tenía de que la acusaran de bruja— me había dicho, después de poner su péndulo frente a mi vientre, que de un varón se trataba, y por ello consentí en quedarme en Madrid.
Después del nacimiento de tu hermano Rodrigo me pude dedicar más a mis quehaceres palatinos. Casi todos los días me dirigía al Alcázar para servir a la reina; nuestra amistad estaba ya consolidada sin lugar a dudas. Las damas que no eran tan requeridas por los reyes no comprendían cómo la joven reina había depositado tanta confianza y simpatía en mí. Sobre todo porque había pasado un año desde su primera menstruación y todavía no había logrado quedar embarazada, mientras yo iba ya por el tercer hijo.
Un día, como quien no quiere la cosa, me dijo:
—Todos estos amoríos de los que hablamos en realidad los sentimos lejanos. Por ello los tratamos con tanta ligereza. Pero cuando los devaneos de los caballeros afectan a sus propias esposas la cosa cambia.
Como no sabía si alguna sospecha se cernía sobre su majestad me mantuve callada. Aunque siempre había estado muy al tanto de las diferentes pasiones de don Felipe, hacía tiempo que mi relación con la reina me había distanciado de aquellas habladurías.
Al notar mi reflexivo silencio, doña Isabel se levantó y comenzó a andar de derecha a izquierda. Sin duda quería preguntarme algo, pero no sabía bien cómo abordar la situación. Después de algunos paseos, se paró en seco.
—No quiero continuar con rodeos, ¿sabéis si mi señor anda ahora con alguna?
—¡Pero si se ve a distancia que respira por vos! —exclamé, sorprendida por una pregunta de índole tan directa.
Me miró a los ojos.
—Doña Ana, con el corazón en la mano, ¿creéis que intentó tener relación con alguna y ésta no aceptó? Ya sabéis que los amores imposibles se suelen convertir en obsesiones eternas difíciles de olvidar.
Su candor junto con su sabiduría me conmovieron, pero permanecí en silencio. Sabía que se refería a mí. Las lenguas envidiosas habían llegado a decir que yo había conseguido tal posición en el Alcázar por una antigua relación con el rey, y que mi primer hijo, aquel que murió, no era de vuestro padre sino de su majestad.
Por toda respuesta me limité a mirarla a los ojos.
Mi señora supo inmediatamente que aquello no era cierto. Bien sabía también que el riesgo de que el rey se descuidase con diferentes mujeres era algo posible. Si algún día ocurriese habría que aceptarlo, siempre que aquellas infelices no osaran hacer acto de presencia ante ella, pues una cosa era fingir el no saberlo y otra muy diferente que le faltasen al respeto.
Mas en ese momento la verdad era que, por primera vez en su vida, don Felipe parecía haber encontrado la estabilidad con la cual siempre soñó.
El príncipe Carlos, como siempre, se encargó de no dar gusto a su padre, y cayó enfermo de fiebres cuartanas.
Entonces la reina empezó a languidecer, desarrollando un afán de protección hacia el hijo del rey que a todos extrañaba, pues parecía haber comprendido por fin que el príncipe no era normal.