9
LA MADRE TERESA EN PASTRANA
Ni siquiera el nuevo y deseado embarazo de la reina parecía ayudarla a restablecer el ánimo. El rey poco la había cuidado los últimos meses en el afecto, pues lo sucedido con don Carlos le afligía en demasía, y por mucho que lo intentara disimular, los que estábamos cerca de ellos lo percibíamos sin dificultad.
Terminado estaba el verano y el calor seguía cayendo sobre nosotros. La reina comenzó a orinar con arenas rojas y a sentir dolores de riñones tan fuertes que habíamos de sujetarla. Cámaras leonadas y amarillas le salieron por todo el cuerpo y la temida fiebre apareció.
Yo estaba a su lado, infundiéndole valor y fortaleza. Le insistía que tenía que sanar para que ese niño que en sus entrañas llevaba y tanto dependía de ella llegara a reinar, pues en sus manos estaba el futuro de nuestro reino y todos la necesitábamos.
Sin embargo, parecía no escucharme, como lo había hecho durante su enfermedad anterior.
Su mirada quedaba fija en el techo del dosel y una lágrima corría por su mejilla mientras me asía débilmente la mano.
Una noche tuve que levantarme rápidamente y salir, pues la entereza me abandonó. Sólo pude dejarle un hábito franciscano sobre su cama, pues gran devota había sido siempre de este santo y sabía que me lo agradecería.
Al día siguiente, cuando acudí a verla, no pude acceder a ella pues los médicos andaban poniéndole ventosas en la cabeza y sangrándola en los pies, prohibiendo la entrada a todo el que le pudiera perturbar en sus labores sanguinarias. Una hora después nos dijeron que la reina había parido una niña de cuatro o cinco meses, perfectamente formada; pero que sólo había vivido los minutos necesarios para proceder a su bautismo sobre el vientre de su madre. Mi señora se encontraba en muy mal estado. Cuando dos horas después nos dejaron a sus damas entrar, doña Isabel ya había muerto.
Don Felipe lloraba a su lado; era la primera y última vez que le vi hacerlo.
Me sentí deshecha. Todo un cúmulo de recuerdos me venían a la mente. ¿Por qué Dios había de llevarse a los mejores dejando en esta tierra a seres abominables? Creo que fue una de las pocas veces en que se me han planteado dudas con respecto a mi religión y creencias.
Al día siguiente todo el pueblo se echó a la calle enlutado y llorando. Todos apreciaban a la reina y muchos no comprendían como aquella niña de apenas veintitrés años podía haber sido llamada con tanta premura por Dios Nuestro Señor.
Aquel año negro marcó tanto la vida de vuestro padre como la mía. Intenté dar el pésame en privado y personalmente a su majestad, pero no me recibió, lo que me obligó a mandarle por escrito una carta solidarizándome con su pena. Por petición real, la duquesa de Alba pasó a encabezar y dirigir a todas las damas de la corte. Aquel monarca que yo había apreciado tanto, pasó de confiarme a la persona que probablemente más quiso en su vida, a parecer desconfiar de mi persona en todo momento cuando aquélla desapareció.
En cuanto regresó de su retiro, sobre su real persona cayó una nueva obligación: España seguía sin sucesor masculino para la Corona. Los hugonotes, calvinistas, turcos e indianos pasaron a segundo lugar, exaltándose la impaciencia, sobre todo del nuncio, por dejar zanjado el problema y casar al rey de nuevo.
Las dos candidatas eran las ya pensadas para don Carlos. Ana de Austria, y la hermana pequeña de mi señora, Margarita de Valois.
¡Dos niñas para un anciano aquejado de gota!
Y así fue como aceptó, unos meses después, a doña Ana como esposa. Sólo le quedó el pensar cómo rechazar a Margarita, sin que Catalina de Médici lo tomara a la tremenda, empeorando aún más las relaciones entre Francia y España.
Estaba claro que como dama en la corte me vería relegada a segundo plano. También vuestro padre, después de la muerte de don Carlos, había quedado como perro sin amo. Una vez hablado y de común acuerdo, decidimos que era el momento de comenzar a pensar en nuestro señorío.
Como mis sentimientos de frustración en la corte habían de ser vengados, decidí que si la máxima opositora en mi antiguo cargo se había hecho con el cariño de todas las damas de la corte yo había de recuperar la confianza real a través de la religión.
Sabía que la madre Teresa estaba fundando conventos en todos los lugares de Castilla. Segura estaba de que su empeño muy fructífero sería en muy pocos años, pues era admirada por el rey y cada vez tenía más seguidores. Además la duquesa de Alba había construido uno para ella en Toledo, del cual alardeaba en cuanta ocasión tenía. Había llegado el momento de demostrarle que los príncipes de Éboli capaces eran de fundar conventos con la misma facilidad que ella.
Llamamos a la madre Teresa, y esperamos su llegada con alegría e ilusión. No se presentó en Pastrana hasta el verano siguiente, por lo que tuvimos tiempo de sobra de preparar todo para su llegada. Aunque para ser sincera, aquello me enojó en demasía, pues el convento de Toledo ya había sido terminado en la víspera de Pascua del Espíritu Santo, y para mi gusto bastante se hizo esperar.
Muchos años después supe que la madre Teresa dudó en venir a Pastrana, pues bien se habían encargado en Toledo de ponerle en antecedentes sobre mi carácter e intentar por todos los medios que a fundar no viniese. Sin embargo, una monja suya me dijo que una noche fue a consultárselo a Dios Nuestro Señor. Éste le contestó que no dejase de venir y que llevase la regla y constituciones de la Orden a todos lados. Esto, unido al miedo que tenía de enojarme, la decidió por fin. Suerte tuvo de que mi ignorancia sobre aquello siguiese hasta mucho tiempo después, pues si yo me hubiera llegado a enterar de estos desaires, bien claro habría tenido que en mis tierras no fundaba.
Por fin llegó, y a mi parecer más como una reina la acogimos que como a una humilde monja. Durante tres largos meses la alojamos con todo el cariño del mundo, al principio en un aposento apartado y, luego, en una pequeña casa cercana al palacio, para que a sus rezos se pudiese dedicar, junto con las dos monjas que traía con ella. Lo hizo tanto que parecía no tener prisa en absoluto en fundar, pues los días que a casa venían para ver si por fin llegábamos a un acuerdo, más parecía que a otorgarnos algo acudían en vez de a solicitar todo lo que dispuestos a darle pensábamos. Pues nuestro lema familiar fue dicho por mi antepasado, el duque del Infantado, y bien conocido era y sigue siendo: «Dar es señorío, y recibir servidumbre».
Mi paciencia pronto se agotó y creo que llegó un momento en que el no consultivo salía de mis labios sin apenas dar tiempo a la madre a explicar sus pretensiones.
Un día que ligeramente acatarrada me encontraba en cama, la madre pidió permiso para saludarme.
Apenas entró en mi aposento me di cuenta de que aquella pequeña mujer pisaba fuerte y sabía lo que quería.
—Doña Ana, quiero que sepáis que me siento orgullosa de fundar en estos hermosos lugares —dijo, no tan seria como de costumbre.
—Madre, dado que estoy dispuesta a ceder y daros lo que necesitéis, hay sólo una cosa que me gustaría recibir de vuestra mano.
Quedó en silencio, escrutándome con la mirada. Sabía que no podía negarse, pero en su mirada un viso de desconfianza se podía apreciar.
—Sé lo que queréis, pero habéis de entender que ese libro que tanto anheláis contiene toda mi vida; y que lo escribí con el corazón en la mano y sin omitir nada. Por lo que una vez que lo leáis me conoceréis tanto en mis virtudes como en mis defectos.
—Lo sé, y por eso os prometo, si accedéis, ser la mujer más discreta que hayáis conocido nunca —le dije, sorprendida de su intuición—. Os prometo no hacer uso de aquella información salvo para seguir más de cerca al Señor.
Seguía dubitativa. Insistí.
—Sé que ya lo leyó mi tía, doña Luisa de la Cerda, cuando estuvisteis hospedada en su casa de Toledo.
Seguía callada y me enojó un poco cuando me dijo.
—Dejádmelo meditar.
Aquella mujer era misteriosa, pero si quería conseguir el manuscrito de su vida me tendría que aguantar.
Tres semanas pasaron hasta que se dignó mostrármelo, y cuando lo hizo, me suplicó que lo leyera lo más rápido posible y se lo devolviera, pues miedo tenía a que en manos del Santo Oficio cayera, que ya sabía que detrás de él andaban desde hacía tiempo.
Lo leí en un día, pues las ganas me devoraban, y se lo presté a mis dueñas que me lo solicitaron, devolviéndoselo a la monja en sólo tres días. Pero sucedió que pocos días después a la Madre le dio por pasear por los jardines de casa, cosa que nunca hizo anteriormente, y oyó como las dueñas y pajes comentaban el manuscrito mofándose de alguno de los pasajes leídos. La madre Teresa fue a hablar con vuestro padre, y le dijo que no pensaba establecerse en Pastrana. Cuando me enteré me causó enojo y vuestro padre tuvo que hacer uso de su gran diplomacia para calmarme.
Luego se reunió con la madre Teresa, dos monjas y tres frailes. Y mucho tiempo hubieron de hablar, pues hasta bien entrada la tarde no vino Ruy a contarme lo acordado.
En sólo una mañana de conversaciones decidieron hasta los lugares donde establecerse. El convento de los frailes se fundaría en el palomar que al lado de la ermita de San Pedro queda. Me extrañó pues era muy pequeño, pero Ruy me dijo que habían sido ermitaños y les gustaba el lugar, ya que rodeado de cuevas, que utilizarían como diferentes dependencias, se hallaba.
Ni un solo segundo pasó antes de mi contestación.
¡Una gran familia como la nuestra no podía fundar un convento en cuevas! ¡Qué dirían en la corte!
Tanto los Mendoza como los Medinaceli bien conocidos eran por sus grandes fundaciones y nosotros debíamos seguir con la tradición. Si algo se hacía se debía hacer a lo grande y no un quiero y no puedo. No podíamos construir un monasterio como el de El Escorial, pero de ahí a unas míseras cuevas mucho había en donde escoger.
Vuestro padre otra vez me convenció.
No debíamos ofender a la Madre que tan entusiasmada parecía de haber reclutado a hombres que, mirados con ojos humanos, podían parecer locos, pero a los ojos del espíritu eran unos ángeles.
Y nuevamente acertó pues le dije que no importaba este convento en las cuevas si el de las monjas grande lo hacíamos.
Lo fundaríamos en la parte baja de la villa y se llamaría el convento de San José. No escatimaríamos ni en el más mínimo detalle y lo cuajaríamos de cuadros, tapices, retablos y todo lo necesario para ornamentar como de nosotros se esperaba la fundación.
La madre Teresa partió sólo unos días después, prometiéndonos mandar más monjas en cuanto las obras estuviesen cercanas a su culminación y dispusiera el convento de espacio suficiente para albergarlas.
Grandes señores habíamos de ser cuando en sólo un año conseguimos proveer a nuestro señorío de tres nuevas fundaciones religiosas.