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LA INDECISIÓN REAL

(1579-1580)

Mi doncella cepillaba enérgicamente mis cabellos. Me estaba contando que un viajero que llegó hasta África había traído un ungüento de color oscuro que al ponérselo uno en las canas éstas desaparecían milagrosamente, cuando me entregaron un anónimo.

«Señora, habéis de saber que no podréis eludir a la justicia como parece que pretendéis, tanto vuestra merced como vuestro amante. La justicia se hará tarde o temprano, y si no es por los tribunales será por medios más contundentes y seguros. La única escapatoria que tendríais sería tomar el hábito, pero ni él podría por tener sangre judía y ser hijo de clérigo, ni vos por puta dirigente de voluntades».

Por la noche, después de contarle a Antonio que lo había quemado inmediatamente después de leerlo, me reprendió por haber eliminado una prueba que habría podido sernos útil, y me dijo que esa misma mañana se había quejado ante el rey de las ofensas y acusaciones que Vázquez le hacía.

En los días siguientes pudimos ver que aquel comentario no había causado buen efecto porque su majestad, malhumorado por un ataque de gota que le estaba pudriendo por dentro, ordenó que se frenara a Antonio sin darle lugar al desacato o al atrevimiento a que estaba acostumbrado, e hizo que se le advirtiese que si no se enmendaba y seguían los enfrentamientos entre los dos secretarios, dejaría proveer lo que convendría.

Tu hermano, que meses antes había entrado al servicio de Felipe como menino, me dijo que en los últimos días había habido gran revuelo en palacio, y que el rey andaba de muy mal humor, después de haber recibido todos los documentos de su hermano, muerto poco antes. Se comentaba que el rey se había leído con detenimiento todos los papeles que describían los movimientos de don Juan al final de su vida. Al parecer, buscando prueba de la conspiración que le determinó a ordenar la muerte de Escobedo.

La conciencia evidentemente le remordía.

De repente y sin que se supiera el porqué, ordenó llamar a Granvela, aquel cardenal que años antes le había defraudado y estaba ya olvidado de todos en su destierro italiano.

La excusa era que los médicos le habían recomendado buscar a alguien con autoridad para llevar sus negocios. Razón absurda, pues se encontraba rodeado de hombres duros e inclementes.

Nuestros temores comenzaron de nuevo.

Antonio ofreció someterse a un juicio voluntariamente, siempre y cuando se me dejara a un lado por mi sexo y condición. Cuando me lo dijo me invadió el temor, pero según él no podían probar nada porque todos los asesinos contratados andaban ya lejos de estas tierras y no tenían testigos.

El rey, por miedo a que se airearan más cosas de las indispensables y que las investigaciones abiertas le salpicasen, le dijo que se limitara a hacer un expuesto contra Vázquez al presidente del Consejo de Castilla.

Entonces, Antonio pensó que sería bueno alejarse, y lo intentó pidiendo un puesto que en el Consejo de Italia había quedado vacante. Pero don Felipe no se lo permitió.

¿Qué podía intimidar tanto al rey como para que no le permitiera marchar?

Un día llegué a solicitarle por escrito que dejase huir a Antonio, pero no quiso leer mi carta, porque, según dijo, bastante le ofendía con mis obras como para que me permitiera hacerlo también con palabras.

Antonio decidió partir discretamente hacia Aragón, tierra donde se le apreciaba.

Parecía que todo iba a ir bien cuando alguien se lo contó al rey. La respuesta de su majestad fue inmediata: ordenaba que se hablara con el cardenal de Toledo y conmigo para intentar disuadir a Antonio de su partida. Para el rey, como para todo el mundo, yo era la levadura de todos los planes de Antonio, y sin duda la mejor para convencerle.

Al venir el cardenal de Toledo a pedirme aquel favor sentí nuevamente aquella grata sensación de ser necesaria a la corona. Según el cardenal, el rey se derrumbaba sólo de pensar que Antonio no estaría a su lado para cotejar y capitular todos sus asuntos.

—Y decidle a don Antonio que pierda cuidado, pues seguro es que lo que dice don Felipe lo dice de corazón —recuerdo que me comentó el purpurado.

Nuevamente, la esperanza parecía abrirse ante mis ojos. El rey no quería dejar partir a Antonio, no por cargarle el muerto, sino porque verdaderamente se encontraba desvalido sin su persona y lo necesitaba a su servicio.

Tardé casi un mes en convencerlo de que no temiese una mala jugada del rey. Los papeles se habían invertido. Ahora era yo la que calmaba los ánimos. Por otro lado, y en interés propio, yo quería que no se marchara, pues cada vez que pensaba que iba a perderle una tristeza infinita me invadía.

Los dos juntos escribimos la respuesta del rey:

«Estoy cansado de traer cansado a su majestad. He pensado y tomado la resolución de no hacerlo más, sino dejarlo todo a su real voluntad. Su majestad haga de mí libremente como del criado que libremente le serviría, para la restauración de mi honra y estimación».

Sin ninguna duda, lo que más debió de valorar de esta carta fue la humildad, pues bien sabía don Felipe que no era una de las características más apreciables del carácter de Antonio.

El rey recibió la noticia con gran contento. Todo parecía que se había resuelto aunque la inminente llegada de Granvela no dejaba de molestarnos.

Fue entonces cuando uno de mis parientes me interpuso pleito reclamándome parte de nuestros Estados, por ser, según él, un derecho exclusivo de varón y no poder legalmente hallarse en mis manos.

Como veía que aquel negocio podía torcerse, decidí acudir al rey, segura de que daría recompensa a mis servicios.

Aquella petición no debió de agradarle, y me mandó a su confesor para reprenderme:

—¡No se le escribe al rey con tanta ligereza! —recuerdo que casi me gritó el fraile—. Además, en un asunto que no era de la incumbencia, habéis llamado «desvergonzado y perro moro» a uno de sus secretarios. ¿Os dais cuenta de que esos insultos salpican a su majestad?

El frailecillo aquel empezaba a enfadarme.

Parecía haber hecho suya la misiva. De todos modos, en consideración a quien lo enviaba, traté de controlarme, y con el más calmado de los tonos que me era posible, le dije que parecía no entender que esos insultos no eran nada comparados a las acusaciones que el mequetrefe de Vázquez hacía contra nosotros a viva voz y sin reparo.

La cara del fraile se tornó roja de inmediato y me lanzó:

—Pues si tenéis fundamento, ¿qué esperáis para declararlo ante el rey?

Aquello era demasiado. Poniéndome de pie y decidida a dejar la sala le contesté:

—Porque no lo estimo necesario. El rey sabe tan bien la verdad que no debe pedir testimonio más que a sí mismo.

Nada más decir aquello me arrepentí. Acababa de acusar al rey, y lo peor, ante uno de los suyos. En menos de dos horas su majestad estaría al tanto de mi imprudencia.

¡Cuánta razón había tenido Antonio al decirme que vería cómo el cielo se turbaba! Pero esta vez no eran simples nubes, sino una gran tormenta la que parecía cernirse sobre nuestras cabezas. Sabíamos bien que Vázquez escribía al rey a diario en contra de nosotros, por lo que Antonio decidió comenzar a hacerlo de nuevo rompiendo su promesa. Yo le animé, aduciendo que la voluntad de las personas puede incluso torcerse si sólo a una parte se escucha. Poco después, Antonio recibió un anónimo amenazándole. En él reconoció la escritura de Vázquez, que sin duda había sido el autor del mío pocos meses antes.

Las escoltas se reforzaron y algo debió de hacer Antonio por su parte, porque Vázquez también iba muy protegido. De todos modos, era extraño que el rey siguiera en sus trece, queriendo calmarnos con sus cartas, y que lo mismo hiciera con Vázquez. Todo ello nos confundía y enfadaba de tal modo que a punto estábamos de estallar.

Un día el cardenal de Toledo acudió a verme y me comentó que por la cabeza del rey pasaba la idea de alejar a Antonio de la corte enviándole como embajador a Venecia, lugar que sin ninguna duda recordaría con cariño de su época estudiantil. En cuanto a mí, podía permanecer en Madrid siempre y cuando limara mis asperezas con Vázquez.

La verdad es que ya no sabía qué pensar. Cuando Antonio había intentado alejarse el rey no se lo permitió, y tan sólo en unos meses su voluntad se tornaba contraria y mostraba un gran deseo por perderle de vista. ¿Por qué tanta contradicción? Hoy piensa una cosa y mañana la contraria. Mis temores despertaron de nuevo, pero lo que estaba claro es que nunca en mi vida consentiría el tratar con Vázquez, aquel ser inmundo que había conseguido malograr tanto nuestro honor.

Tanta vacilación real lo único que consiguió fue un fuerte enfrentamiento entre todos los cortesanos de Madrid. Había logrado que la mitad de la corte estuviese con nosotros, mientras la otra mitad apoyaba al bellaco, pues nadie andaba indeciso sobre qué posición tomar.

Finalmente, el día de Santa Ana el cardenal Granvela llegó a Madrid de su exilio romano.

Aunque no hubiese sido yo la artífice de su destitución, sabía bien que Ruy había tenido gran parte de responsabilidad en aquella decisión. En un principio, sin considerar el rencor, estábamos confiados, suponiendo que su misión tenía que ser la de cubrir la vacante que tarde o temprano dejaría Vázquez.

Al enterarme de lo de Venecia, empecé a pensar que cabía la posibilidad de que fuera Antonio el destituido.

La misma noche de la llegada de Granvela, Antonio vino a casa. Aquellas fáciles y acostumbradas visitas hacía ya meses que se habían convertido en menos asiduas. Pero aquel día en mi aposento quedaría en mi memoria para siempre y el recordarlo me proporcionaría, más adelante, el consuelo que tanto necesité.

Llegó embozado en su capa. Lejos y olvidados estaban ya los días en que nos veíamos discretamente pero sin miedos.

—En el Alcázar sólo se me consultan y pasan documentos de los asuntos de menor entidad y ya hace días que el rey no me llama a su presencia a solas —dijo, después de besarme apresuradamente.

—Ya sabéis lo cambiante que puede llegar a ser. De todos modos no creo que vaya a tomar grandes represalias contra nosotros, no porque nos aprecie, pues a estas alturas pienso que sólo ha sido capaz de amar a Isabel, y a veces hasta lo dudo, pero sí por miedo miserable a las consecuencias.

—No estés tan segura de ello.

No lo estaba. Es más, en ese momento pensé que a él le impondrían el destierro y que si ello sucedía, acostumbrada como estaba a su presencia, quién sabe si mi corazón iba a resistirlo. Por lo que acercándome, me aferré a su pecho con tanta fuerza que el abrazo me dejó casi sin respiración, y las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas. Entonces, separándose lo justo, siempre en silencio, me tomó de la barbilla y me miró con ternura. Luego enlazó con un brazo mi cintura y me condujo hasta el lecho.

Cuando desperté ya no estaba a mi lado. Quizá fue mejor así, porque os confieso que no me hubiesen faltado fuerzas para encadenarlo allí mismo.