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BATALLAS GANADAS: PRELUDIOS DE MUERTE

(1571-1573)

El rey mandó dirigir a su hermano la que sería la mayor batalla naval de nuestros días. Por este motivo don Juan, aprovechando que don Felipe y la reina se habían marchado a El Escorial, organizó una despedida en el Alcázar.

Acudimos prestos.

Pérez, allí presente, se tomó unos vinos de más, que produjeron la consabida soltura de la lengua.

Empeñado en tratar a don Juan de «excelencia» en vez de llamarlo «alteza», don Juan pareció no escucharlo las dos primeras veces, pero a la tercera le llamó al orden. El hermano del rey no soportaba que nadie —y menos un secretario engreído— osara utilizar ninguna argucia para recordarle en público que era un simple bastardo y más ahora, que no habiendo sucesor varón a la Corona, sus posibilidades de llegar a ocuparla eran mayores.

—Yo que vos no me ofuscaría tanto, porque en vuestro próximo viaje a Italia todos os darán el tratamiento que os es debido y no el pretendido —le contestó entonces Antonio.

Y siguió diciéndole que por librar batallas y ganarlas lo único que sacaría en limpio sería que su hermano le concediera más confianza, pero no hasta el punto de nombrarlo su sucesor, como anhelaba. Cosa que sin duda no pasaría por su mente a no ser que la reina, que ya preñada se hallaba, no le diera un varón.

A pesar de que todos veíamos como don Juan empezaba a enfurecerse, Antonio prosiguió, y su ceño se frunció. Pero cuando a asirle de la gola se dispuso, Ruy estuvo muy rápido: cogió a Pérez del brazo y le dijo al oído que callara sacándolo del salón. La fiesta prosiguió, y Ruy volvió tan sólo media hora después. Dirigiéndose a don Juan le contó cómo tuvo que llevar hasta su casa al secretario, pues ni montar podía, y le rogó que hiciera caso omiso a lo escuchado de sus labios, dado que seguro era que no lo pensaba.

En los días que siguieron, Ruy pareció estar enojado con Pérez, e incluso llegó a decirle que con su conducta sólo podría perjudicarse a sí mismo. Sin embargo, supimos que Antonio intentó que el rey escribiera a Italia para ordenar el tratamiento de «excelentísimo» a don Juan. Cosa absurda que no consiguió y que además se tornó en su contra, como le advertimos, pues los italianos más ilustres recibieron a don Juan más como a un miembro de la familia real que como a un simple general, llamándolo todos su alteza, incluido nada menos que el papa.

Aquel breve incidente separó por completo a don Juan de Pérez. Nunca se habían tenido demasiado afecto, pero lo que estaba claro es que después de aquella noche no se lo tendrían más, y aunque don Juan pareció conformarse con las explicaciones de Ruy, su venganza vendría años más tarde y con creces.

Las noticias sobre el viaje de don Juan eran las que más se difundían y parecían captar la atención de todos. Ya estaba a punto de finalizar el mes de agosto, cuando llegó a Messina, lugar de partida de la gran escuadra. Según contaban, nunca en la historia del hombre se habían reunido tantísimos cristianos para partir a la mar en defensa de la verdadera y única religión. Cerca de doscientas ocho galeras, en su mayoría españolas, irían escoltadas por otros cien bergantines, fragatas y barcos de apoyo.

Como bien sabes, nuestra victoria en Lepanto fue aplastante.

En Madrid recibimos la noticia el día de Todos los Santos, cuando el rey vino de El Escorial para las procesiones, y mientras a la iglesia se dirigía a dar gracias a Dios por su ayuda y rezar por las almas de los caídos en la batalla. La gran alegría de toda la corte les hizo saltarse toda norma protocolaria yendo a felicitarlo muchos a destiempo y en lugar no oportuno. Pero tan alegre parecía su majestad que a ninguno llamó al orden, y agradeció a todos sus muestras de cariño, lealtad y cristiandad.

—Ahora don Juan se creerá más rey que nunca —dijo Antonio, al salir de misa—. En lugar de pensar en divertirse con las napolitanas, sería mejor que se ocupase de desarticular los barcos que ha dejado en el puerto. ¡Su mantenimiento nos cuesta una fortuna!

Todos los que le escuchamos sabíamos a las claras de las rencillas y odios que entre Pérez y don Juan había. Pero nadie le calló, pues sus argumentos parecían ciertos y todo lo que decía lo justificaba y demostraba fielmente, y de tal modo lo hacía que parecía defender su postura en defensa del rey.

Sin embargo, Ruy de nuevo le apercibió y le dijo que la discreción es la mejor virtud de un secretario. Sobre todo si la información que propagaba, aunque fuera a un puñado de amigos, la conseguía ejerciendo sus funciones y de documentos secretos a los cuales tenía acceso por su cargo, pues si el rey había decidido no hacerlos públicos sería por algo, y su deber era mantenerlos como hasta ese momento estaban.

Aquellas rencillas quedaron momentáneamente a un lado por la sucesiva llegada de dos noticias trágicas. La primera fue la muerte del papa Pío V, gran fraguador de la Santa Liga que había machacado a los Turcos, reformador del Concilio de Trento y expulsador de prostitutas y judíos en Roma, mano dura y eficaz contra todos los enemigos del cristianismo.

La segunda llegaba de Francia, donde Catalina de Médici había decidido seguir cumpliendo con lo que su astrólogo judío Nostradamus le había predestinado, el dar a todos sus hijos una corona.

La vieja reina pensó que nada era mejor para demostrar su cristiandad tan sometida a duda, que pasar a cuchillo a los calvinistas la noche de San Bartolomé.

Una dama francesa de la reina Isabel que había regresado a París, me contó en una carta cómo aquella noche los gritos y alaridos surcaron las callejas de esta ciudad hasta muy entrado el día. Y que tantos fueron los muertos, que una semana después seguían las carretas recogiendo cadáveres de las calles para ir a quemarlos a las afueras de la ciudad. A la mayoría de ellos no les habían quedado parientes vivos para encargarse de su sepultura; por lo que el olor a podredumbre humana y carne chamuscada atufó a toda la ciudad durante muchos días.

Gracias doy a Dios por no haber tenido que vivir nunca una situación similar. Aunque en todas las lejanas guerras participábamos, ninguna contienda nos hizo luchar entre vecinos de las mismas villas y lenguas, que sin duda son las que más dolor producen.

En Holanda tampoco las cosas iban como todos hubiésemos esperado. Una vez más el rey se tuvo que convencer de que las tácticas bélicas no llevaban a ninguna parte, y que mejor sería regresar al diálogo.

Ruy andaba enfermo, pero aun así fue el primero en quien pensó su majestad para que acudiera a Holanda a demostrar una vez más sus cualidades pacifistas. Tuvieron varias reuniones, pero vuestro padre ya no era el mismo que antes, y muy consciente era de ello, por lo que decidieron elegir a alguien que capaz fuera de llevar a cabo este asunto.

Se pensó luego en Antonio, pero el rey no quiso prescindir de él en sus despachos.

Mientras todos estos eventos ocurrían, tan lejos de Madrid, la gran Villa empezaba a ser considerada por el rey como una segunda sede de gobierno, encontrándose cada vez más encariñado con el ya Monasterio de El Escorial. Al mismo tiempo, don Felipe instauraba la antigua moralidad castellana a rajatabla, y sobre todo no indultaba a nadie que por su educación bien tendría que saber las normas a seguir y desechar cualquier otra forma de vida.

La última anécdota que corría de boca en boca era cómo el conde de Ribagorza había sentenciado a muerte a su esposa por adulterio, cumpliendo la ejecución de ésta sin llevarla a juzgar por los cauces y órganos competentes para estos negocios. La pobre ajusticiada era hermana de la condesa de Chinchón, que no dudó en pedir justicia al rey. Su hermana había sido asesinada a manos de su marido sin tener ni siquiera posibilidad de argumentar nada en su defensa.

El rey ordenó inmediatamente la captura del justiciero, que había huido a Roma. Pronto fue capturado y ejecutado por orden del monarca. Chichón quedó enormemente agradecido a su majestad. Lo que el rey no sabía es que éste era enemigo acérrimo del padre del ejecutado.

Ruy, entre todas estas habladurías y líos, cada día se apagaba más.

Llegó el verano. El rey seguía en El Escorial y a mí me hubiera entusiasmado ir a Pastrana, pero vuestro padre me necesitaba. Había sido una de las personas más vitales que había conocido, sin embargo ahora estaba cada vez más avejentado, cansado y enfermo. A principios de julio casi no se levantaba de la cama, la enfermedad le comía día a día y yo me pasaba las horas muertas a su lado.

Ruy nació un simple hidalgo y llegó a príncipe, y para algunos a rey, como le apodaban. Era estable, afable, generoso, excesivamente puntual para nuestras costumbres, nada arrogante aunque lo podía haber sido dada su cercana posición al monarca. Con los amigos se mostraba prudente y discreto. En los asuntos políticos era fiel a su majestad y le sirvió siempre loablemente, con las manos limpias, el espíritu alto y condición generosa. Conmigo fue marido cariñoso, comprensivo, respetuoso, dulce y benévolo.

Era el eje de la familia, y todo giraba a su alrededor. Nunca pensé que nuestras vidas cambiarían tanto al faltar su presencia. Transcurrido ahora el tiempo, creo que fue la voz de mi conciencia durante todos esos años. Por ello estuvimos todos en nuestra casa a salvo de influencias externas que tornasen nuestra felicidad en la amargura que ahora padecemos.

Después de su larga y dolorosa enfermedad murió el día veintinueve de julio del setenta y tres, no sin antes haber dejado las cosas en la tierra bien organizadas. Años más tarde sufrí un similar dolor en esa misma fecha, y por eso tengo la intuición de que moriré ese mismo día.

Aquella jornada fue una de las más dolorosas de mi vida. Al caer la noche el calor continuaba atormentándonos, y sin embargo, cada vez que cogía a vuestro padre de la mano, porque un leve gemido salía de sus labios, la tenía fría como un témpano. Ya el doctor que le asistía me dijo antes de retirarse que poco le quedaba y que era cuestión de horas, por lo que decidí pasar todo el tiempo a su lado.

Su respiración era entrecortada y su última hora se me hizo eterna. Mi mirada quedó fija en la parte de las sábanas que cubrían su pecho para ver si su débil respiración era constante. Comenzó a fallar, sin ningún cambio en la expresión de su rostro. Repentinamente se paró, cinco o seis veces antes de hacerlo definitivamente.

Durante aquellos interminables intervalos en los que Ruy más estaba con Dios que en la Tierra, mi corazón y respiración se paraban al mismo tiempo que los suyos. El pensamiento y deseo de morir con él, supongo que era la principal causa de que mi cuerpo reaccionara de tal modo.

Sin embargo, poco tardé en comprobar, cuando la muerte venció a la vida, que Dios no me llamó, pues después de contener la respiración como en las ocasiones anteriores la recuperé de nuevo. Entonces tomé el espejo que el médico me había dejado junto a su lecho y al acercarlo a su nariz no se empañó. Quedé quieta observándolo. Aquella tranquilidad que le caracterizaba era en ese momento más palpable que en ningún otro de su vida. Allí quedaba yo, a los treinta y tres años recién cumplidos, sola y rodeada de niños por los cuales velar.

Un miedo indescriptible a la responsabilidad me asaltó de repente. Las lágrimas brotaron de mis ojos como manantiales y mis pensamientos sólo se dirigían a un propósito: huir. ¿Y qué mejor modo de hacerlo que ingresar en uno de los conventos que los dos habíamos ayudado a fundar sólo unos años antes?

Así fue como, dando más riendas a la pena que a la razón, me levanté del lecho de Ruy, sobre el cual estaba inclinada, y besándolo por última vez, le arranqué el hábito al fraile que más cerca de mí se encontraba y me lo puse sobre el sayo, anunciándoles a todos los presentes que de mi persona se olvidasen, porque había decidido partir hacia Pastrana y enclaustrarme en el convento de aquellas santas monjas el resto de mis días.

Todos se alteraron mucho, y un cúmulo de conversaciones dejé a mi espalda al cerrar la puerta del aposento de vuestro padre. Cuando andaba galería adelante para dar las instrucciones necesarias para partir, sentí que además de mi dama alguien nos seguía con paso apresurado. Sin darme la vuelta, paré en seco, dirigiéndome a mi dama y preguntándole en alta voz que quién osaba seguirme en mi propia casa, y más en esos momentos que claro había dejado mi deseo de estar sola.

No le dio tiempo a contestarme porque ya la mano de Antonio se había posado sobre mi hombro.

—Simplemente quería despedirme de vos antes de vuestra partida y comunicaros mi pesar.

Le di las gracias abrazándolo, pues necesitaba cariño y calor en ese momento, y qué mejor persona para comprenderme que el que había sido como un hijo mayor para Ruy.

Me apretó contra sí.

—Iré a veros a Pastrana —me susurró al oído. Luego, apartándose un poco—: Sabéis bien que don Ruy antes de morir manifestó su deseo de que vos misma os ocuparais de vuestra hacienda e hijos. En mi deber está el advertíroslo y el ayudaros en todo lo que haga falta.

Sin embargo, yo andaba en esos momentos flotando en una nube y no quería pensar nada más que en mi retiro; por lo que le contesté que yo era sólo una persona junto con mi señor marido, y ahora que me había abandonado sólo me sentía capaz de retirarme a esperar el día en que me uniera a él de nuevo.

De repente, la puerta del final de la galería se abrió, y al ver a mi madre me separé de Antonio y fui corriendo a los brazos de ella.

—Bien está en demostrar el dolor por la pérdida de Ruy —me dijo, después de besarme—. Pero desde el cielo más contento estará él si cumplís con su voluntad y seguís sus deseos.

Como si no la escuchara pregunté de inmediato por mi padre. Ella sacó una carta ofreciéndomela y disculpándolo una vez más por no haber estado a mi lado en ese duro momento. Cogí la carta de entre sus manos y la rompí sin ni siquiera leerla. No era un secreto el que no apreciara a Ruy. Desde que partí de su casa para vivir junto al marido que me impusieron entre el rey y él, parecióme que sus atenciones se habían terminado para siempre.

Quizás Ruy se convirtió más en una imposición para él que para mí. Seguro que hubiese querido desposarme con algún noble y poderoso señor, que en nada cumplía con el perfil de Ruy. Pero vuestro padre demostró que su valía no era heredada, como ocurría en la mayoría de los casos de los grandes nobles, pues todo cuanto formaron grandes familias durante muchas generaciones, Ruy lo había conseguido él solo.

En ese momento entró el caballerizo y me comunicó que el coche estaba listo.

—Ana, el viaje es largo y tortuoso es el camino —dijo entonces mi madre—. Recordad que no estáis acostumbrada a viajar en coche, y menos en las condiciones que os encontráis. Pensad en el hijo que lleváis en vuestro vientre.

—Si queréis acompañarme en mi pesar —le dije—, hacerlo en este momento, y seguidme en el silencio y humildad de las descalzas. Si no, ocupaos de todos los que acuden a darme el pésame. No deseo ver a nadie.

Cuando me di la vuelta vi que Antonio ya se había marchado.

Mi madre me acompañó durante todo el viaje hasta Pastrana.

Supongo que pensó que mejor me convencería de mis obligaciones yendo junto a mí que quedándose en Madrid. Ya andaba vieja y achacosa, pero su voluntad siempre fue de yerro y su tozudez aún más dura. Por lo que si algo consideraba su deber, había de cumplirlo como fuese, aun jugándose la salud. Lo que no calculó después de años sin tratarme de cerca es que esas cualidades yo las heredé engrandecidas.

Así fue como a temprana hora de la mañana del día siguiente llegamos a nuestra villa, y sin ni siquiera pasar por el palacio nos dirigimos a la puerta del convento. Las gentes que iban a los campos a trabajar vieron con sorpresa mi llegada y todos salían a mi encuentro sin saber el porqué de mi determinación, pues no se les había comunicado la muerte de su señor. Así que ordené a una de mis sirvientas que fuera rápido a comunicárselo al deán de la Colegiata, que él seguro se encargaría de informar al pueblo.

Me sorprendí bastante al ver a la madre a cargo del convento esperando en la puerta; pero al acercarme más, vi a uno de mis frailes de Madrid, que sin duda había cabalgado presto durante toda la noche para informarle de mis intenciones. Por eso que nuestra aparición no causó ni la más leve sorpresa, ni tampoco me pareció que causara alegría mi llegada, pues muy seria parecía estar la monja. Claro estaba que desde que la madre Teresa había dejado Pastrana, la madre llamada Isabel había quedado al mando del convento y era seguro que no había de gustarle que su señora fundadora viniera a entorpecer o contradecir sus órdenes.

Nos recibió amablemente, pero no pudo disimular su malestar ante nuestra presencia. Al llegar me pidió que la acompañara a mi celda, que no resultó ser como las de las demás, porque en ella habían dos camas perfectamente arregladas, una para mí y otra para mi madre, y nos dijo que descansáramos lo necesario, pues en cuanto estuviésemos repuestas del viaje comenzaríamos a vivir como verdaderas monjas de la comunidad. Antes de salir me dejó un hábito mucho más limpio y conveniente del que llevaba, y me rogó que me lo pusiera al despertar.

No comprendí muy bien cómo aquella mujer pretendía que mi madre me vistiera, pues a las dos doncellas que traía parecía haberlas mandado al palacio a descansar. Pero supuse que antes de despertar regresarían, con lo cual dormí plácidamente entre aquellos silenciosos y frescos muros durante casi un día entero.