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Maya

Cuando dormía, Maya soñaba que se caía. Pero cuando estaba despierta era firme como una roca. La gente confiaba en ella. Contaban con ella para recibir apoyo, ayuda y consejo. Por eso estaba sentada en la cocina de su amiga Emily escuchando las quejas sobre su matrimonio, su hijastra Chloe y su vida sin hijos en un barrio residencial. La cocina estaba decorada para que pareciera un lugar de la campiña francesa, toda de madera a la vista y piedras grandes. El hecho de que Emily no cocinara hacía que la cocina fuera aún más ridícula.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Emily.

—Tienes esos grandes carteles ahí colgando y ni siquiera te gusta Francia —contestó Maya, y señaló uno en el que había un cerdo enorme de color rosa y la palabra cochon escrita en blanco debajo.

—Sí que me gusta Francia —aseguró Emily—. Lo que no me gustó fue la supuesta luna de miel que pasé allí, los recorridos en coche con Chloe quejándose y mareándose en el asiento trasero.

—Lo sé —le dijo Maya. Dio unas palmaditas en la mano a su amiga—. Una niña de once años no debería estar en una luna de miel.

—Tuvimos que andar buscando teléfonos públicos para que pudiera llamar a su madre y contarle lo desgraciada que era. Y esas tarjetas telefónicas nunca funcionaban —Emily suspiró—. Desde entonces todo ha ido de mal en peor.

Maya miró por la ventana hacia el jardín organizado en terrazas. Las flores estaban dispuestas por tonalidades, todas las de color naranja juntas, luego las amarillas y las rosadas. ¿No se suponía que las flores tenían que combinarse?, se preguntó. Por encima de las flores colgaban unos comederos para colibríes que se mecían levemente con la brisa de finales de primavera.

—¿Vienen? —preguntó Maya.

—¿Los colibríes? —Emily le dijo que no con la cabeza—. Por lo visto tengo la capacidad de mantener alejadas todas las cosas pequeñas y frágiles.

Una vez, cuando vivía en Hawái, Maya había observado toda una variedad de colibríes que entraban y salían como una flecha del comedero que había en el jardín del vecino. Eran unos colibríes diminutos, del tamaño de un abejorro. Maya sabía que el corazón les latía a un ritmo de 1260 pulsaciones por minuto. «Como el rápido palpitar del corazón de un feto», pensó.

—No como tú —estaba diciendo Emily—. Tú das vida a la gente. Les das esperanza.

Maya Lange dirigía la agencia de adopción Red Thread.[1] Entregaba bebés procedentes de China a familias de Estados Unidos. En los ocho años transcurridos desde que había abierto la agencia, había oído hablar de todos los tratamientos de fertilidad disponibles y había visto más corazones rotos de los que podría contar. Habiendo gestionado la adopción de más de cuatrocientos bebés, podría pensarse que el hecho de entregar esos niños a sus familias habría sanado su corazón, pero ella aún sentía como si alguien se lo hubiera agujereado de un puñetazo.

—Una mujer de mi clase de pilates me dijo que podría ser que fuera alérgica al esperma de Michael —continuó diciendo Emily—. Hay un médico en Filadelfia que inyecta a las mujeres el esperma de su marido para crear anticuerpos. Parece ser que después de diez tratamientos puedes mantener un embarazo en lugar de rechazarlo.

Maya no respondió a su amiga. Hacía mucho tiempo que había enterrado sus propios secretos. Sólo le pertenecían a ella y a un hombre con el que ya no hablaba. A veces se preguntaba si él también seguiría obsesionado. Es lo que provoca la culpabilidad. Te vuelve callado, temeroso, solitario. Hace que escuches el dolor de otras personas pero que no reveles el tuyo.

—Te parece raro —dijo Emily.

Maya lo negó con la cabeza.

—Nada es raro en el camino a la maternidad.

—Pareces tu propio folleto —señaló Emily.

—Sin embargo, ¿sabes lo que sí me parece raro? El jardín. ¿Por qué las flores están separadas de esa manera?

—¿Cómo? —preguntó Emily con el ceño fruncido.

—Por colores. Una de las maravillas de las flores es lo bien que se ve el naranja junto al púrpura, y lo preciosos que quedan el rojo y el rosado juntos. Si nos vistiéramos de esa forma tendríamos un aspecto ridículo. Pero las flores están hechas para combinarse así.

—Lo hizo la paisajista —explicó Emily—. Fue todo idea suya.

Las dos mujeres permanecieron en silencio, ambas mirando el jardín bañado por la luz del sol, perdidas en sus propios pensamientos. La superficie de madera de la mesa rústica las separaba.

—Menos los comederos —añadió Emily en voz baja—. Esos los colgué yo. Quería atraer a los colibríes.

Maya volvió a pensar en esos colibríes minúsculos del jardín de su vecino.

—Una vez… —empezó a decir.

Emily la miró con expectación.

—No es más que una historia de colibríes —se encogió de hombros—. En realidad, ni siquiera es una historia.

El sonido de la puerta principal al abrirse y la ruidosa llegada del marido de Emily, Michael, y de su amigo rompieron la atmósfera melancólica de ese instante. Una conocida e incómoda sensación se instaló en el estómago de Maya.

Emily se inclinó hacia su amiga.

—Ha llegado tu novio.

Maya puso los ojos en blanco.

—¡Por favor! —protestó.

Emily había asumido la misión de encontrar un hombre para Maya a pesar de que ésta había insistido en que no deseaba una relación. Emily se lo había discutido diciendo que todo el mundo necesita contacto humano. Incluso Maya Lange. A partir de ahí empezó una continua serie de citas con hombres incompatibles que duraba desde hacía ya demasiados meses. Los viernes por la noche, Maya conducía desde su casa en Providence hasta la de Emily, a unos veinte minutos en coche, en la zona residencial de Barrington. Dicha localidad tenía unas calles con muchas curvas bordeadas de muros de piedra, árboles frondosos y casas inmensas alejadas del camino. Lo único que se veía de ellas eran los tejados con torres y el suave resplandor de las luces.

Michael entró en la cocina con la corbata ya aflojada y seguido por la última víctima. Cuando Michael se inclinó para saludar a Emily con un beso, Maya examinó a su cita con recelo. Todos los hombres parecían iguales: calva incipiente, un vientre que empezaba a ensancharse, un bonito traje y zapatos lustrosos. Éste llevaba gafas, de esas rectangulares y estrechas que solían llevar todos los que querían aparentar estar a la última o ser más inteligentes de lo que en realidad eran.

—Jack —le dijo, y le tendió la mano.

Maya se la estrechó con rapidez.

—¿Qué me dices de una Stella? —le preguntó Michael al tiempo que abría la enorme puerta del refrigerador de acero inoxidable.

—Suena bien —respondió Jack.

—¿Puedes abrir una botella de Chardonnay para nosotras? —le pidió Emily.

Michael sacó la cerveza y una botella de vino y fue a buscar vasos para todos.

—¿Por qué no te sientas? —le dijo Emily a Jack, que se había quedado allí de pie en la cocina, incómodo.

—¿No deberíamos ir a la sala de estar? —sugirió Michael—. ¿Ponernos cómodos?

Dejó las bebidas en la mesa y luego volvió a la nevera a por el hummus y una fuente de verduras para acompañar.

—¿Por qué no vais pasando? —les dijo Michael—. Quiero llamar a Chloe y ver cómo le ha ido el partido.

—¿Lacrosse? —preguntó Jack mientras mojaba una zanahoria pequeña en el hummus. Pero Michael ya estaba marcando el número de teléfono y Emily había empezado a sacar la comida. Jack se encogió de hombros y salió detrás de Emily. Maya permaneció sentada un momento. Ella quería estar en su casita, a salvo de citas a ciegas y de la incomodidad de un beso de despedida.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Michael con entusiasmo al teléfono.

Maya suspiró, agarró la botella de vino y su copa y se dirigió a la sala de estar.

En aquellas citas dobles siempre cenaban en el mismo restaurante, un lugar oscuro y de techo bajo que presumía de llevar allí desde el siglo XVIII. En la comida siempre había algún detalle que no estaba bien, una mermelada de cebolla que dominaba la carne o una vinagreta con demasiada mostaza. Pero parte de la farsa consistía en fingir que le encantaba la comida, de modo que Maya comentó lo interesante que le parecía su plato y lo atrevido que era el chef. Bebió demasiado vino y habló demasiado poco.

Mientras Emily y Michael discutían los postres, Jack cruzó la mirada con Maya y le sonrió. Fue una sonrisa afable que la conmovió, como si pudieran tener algo en común. Unas lágrimas inesperadas acudieron a sus ojos, y Maya se concentró en el menú de los postres con sus complicadas combinaciones de chocolate y brie, helado de salvia y creme brulée de lavanda. La rareza de los postres, esa extraña necesidad de mezclar lo dulce y lo salado, le parecía triste.

Le sobrevino la imagen de su ex marido esforzándose en hacer una pasta perfecta para la tarta.

Maya había tenido antojo de tarta de manzana y él se había puesto a hacer una. Como científico que era, se había preocupado por la temperatura de la mantequilla, la proporción de manteca con respecto a la harina, la utilización de agua helada. «Por eso estudio las medusas en lugar de las artes culinarias», le había dicho. El sudor hacía que se le pegara el pelo a la frente y tenía un aspecto infantil en aquella cocina tan pequeña. Al otro lado de la ventana montaba guardia una palmera y el aroma de las flores de la plumeria endulzaba el aire. Entonces él la había besado y le había puesto la mano en el vientre.

—¿Estás bien? —le preguntó Jack en voz baja, inclinado sobre la mesa hacia ella.

—Sólo estaba pensando en tarta de manzana —logró responder.

Él sonrió y se le formaron unas arrugas en las comisuras de los ojos.

—Una buena tarta de manzana elaborada a la antigua —dijo—. Sí.

Maya intentó devolverle la sonrisa.

—Conozco un lugar donde podríamos comer un poco —sugirió Jack—. Dejemos a estos dos con su salvia y su lavanda.

Por un momento Maya se permitió imaginarse comiendo tarta de manzana con aquel hombre agradable, disfrutando de la intimidad, de un beso, de la promesa de otra cita.

Pero le dijo que no con la cabeza.

—Tengo un trecho en coche hasta mi casa —se excusó—. De todos modos, gracias.

Maya vio cómo la decepción le ensombrecía brevemente el rostro, como si hubiera fallado de algún modo. Quiso decirle que él no había hecho nada malo, que era su imposibilidad de volver a intimar con alguien, que destruía las cosas que amaba. Pero la expresión de Jack se desvaneció y al instante volvió su atención a Michael.

Emily tiró de la manga de Maya y le preguntó:

—¿Vamos al baño?

Maya la siguió hasta el pequeño baño diseñado para una sola persona y se apretujó contra la pared para que Emily pudiera cerrar la puerta.

—Es simpático —comentó Maya—. El más simpático de todos hasta ahora.

—Pero no vas a ir a comer tarta de manzana con él, ¿eh? —le dijo Emily. Se enroscaba los mechones de su cabello castaño en los dedos para que se viera despeinado. Luego se pintó los labios con cuidado y utilizó un pañuelo de papel como si fuera secante. Las mujeres cruzaron la mirada en el espejo—. Pues claro que os estaba escuchando.

—Puede que vuelva a verlo —dijo Maya—. Pero tengo que conducir…

—Ajá —Emily se inclinó hacia Maya y le pintó los labios—. Así está mejor —anunció.

—Si me lo pide le daré mi número, ¿de acuerdo?

Emily se encogió de hombros, pero Maya vio que estaba contenta.

—¿Maya? —Emily la llamó cuando ya se había dado la vuelta para salir—. Quizá ha llegado el momento de que nos ayudes a tener un bebé. —Sus ojos verdes estaban llorosos—. Me refiero a lo de Filadelfia y las inyecciones de esperma. Quizá ha llegado el momento, ¿sabes?

Maya le puso la mano en el brazo y respondió:

—El lunes hay una noche orientativa. ¿Por qué no venís Michael y tú para informaros? Sin compromiso.

Emily se enjugó las lágrimas de los ojos y asintió.

Una vez más, detuvo a Maya cuando ésta se disponía a salir.

—¿Alguna vez has pensado en hacerlo? —le preguntó.

Maya frunció el ceño.

—Adoptar un bebé —aclaró Emily. Hacía casi cinco años que eran amigas, desde que se habían conocido en el concierto de Lucinda Williams en el club Lupo’s Heartbreak Hotel de Providence.

Aquella noche estaban sentadas una al lado de la otra y se habían reído de cómo las dos cantaban las canciones por lo bajo, de cómo ambas habían llorado cuando cantó Passionate Kisses. Eso fue antes de que Emily se casara con Michael, y las dos mujeres habían acabado intimando después de algunas cenas en el restaurante New Rivers y de pasar las tardes del sábado viendo dos o tres películas seguidas. Aun así, Emily le hizo la pregunta con vacilación.

El baño era tan pequeño que sus cuerpos se rozaban levemente. Maya percibía el olor floral de un producto de limpieza y un débil tufillo a laca.

Emily era su mejor amiga, pero Maya no podía decirle que una vez, cuando abrió la agencia de adopción Red Thread, había rellenado todos los formularios para adoptar un bebé, pero que había acabado echándose atrás al imaginar las preguntas que le harían sobre su pasado. En alguna parte había constancia de todo. Había tenido el caso de una familia a la que se le había negado la adopción por un cargo de conducción bajo la influencia del alcohol en la época de la universidad y a otra por un cargo de hurto ocurrido en la adolescencia.

Maya dijo que no con la cabeza.

Emily le escudriñó el semblante un momento, como si supiera que Maya estaba mintiendo.

—Quizá algún día —dijo al fin Emily.

—Me alegro de que vayas a hacerlo —respondió Maya, aliviada por conseguir desviar la conversación de sí misma.