Hunan, China
MING

Los dos sueños de Ming se hicieron realidad el mismo día. El primero llegó en forma de una carta. El sobre, uno grande de papel manila, estaba cubierto de timbres estampados y unas grandes letras rojas mayúsculas en inglés. Cuando llegó no lo abrió enseguida. En lugar de eso, Ming lo dejó en la mesa de la cocina, apoyado en las macetas de hierbas que plantaba su marido. Hojas fragantes de albahaca y cilantro. Jengibre nudoso. Algo que Ming no supo identificar, un tallo marrón en la tierra seca.

Ming se comió el arroz y el cerdo picante con tres pimientas que su marido le había preparado antes de irse a trabajar por la mañana. A su esposo lo llamaban Buddy por el tiempo que pasó en Norteamérica como estudiante de intercambio hacía doce años. Buddy significaba «amigo». Pero también significaba Norteamérica. Buddy preparó el cerdo picante con tres pimientas y luego entró en el dormitorio y le dio un beso de despedida: primero en los labios y luego en el vientre.

—Adiós ahí adentro —dijo con la boca pegada a su barriga—. Si decides salir hoy, espera a que esté yo en casa.

Ming masticó la comida y disfrutó de la combinación perfecta de tierno y crujiente, de picante y dulce. Miró el sobre. Su amiga Yi le había dicho que las buenas noticias de la Universidad de Brown llegaban en un sobre grande. «Sobre pequeño, noticias menores —le había dicho—. Sobre grande, grandes noticias.»

Así pues, dentro de aquel sobre grande estaba su carta de aceptación en el programa de doctorado de literatura norteamericana en la Universidad de Brown.

Dentro de aquel sobre estaba su sueño.

Dentro de su vientre estaba su segundo sueño. Buddy y ella habían esperado para tener un bebé. Primero él obtuvo su ascenso en el departamento de económicas de la Universidad de Changsha. Luego Ming terminó su máster. Después Buddy fue a ampliar sus estudios a la Escuela de Economía de Londres. A su regreso, Ming envió una solicitud a la Universidad de Brown, en Providence, Rhode Island, en los Estados Unidos. Providence, Rhode Island, era un punto en el mapa. Tan pequeño que parecía estar colgando de Norteamérica sobre el océano Atlántico. Mientras esperaban respuesta, Buddy dijo:

—Es hora de tener un hijo.

Buddy era impetuoso. Ming era más reflexiva. Ella pensó: «Nueve meses para tener noticias de la Universidad de Brown. Nueve meses para hacer un bebé.» Su amiga le dijo que el número nueve daba buena suerte a las personas nacidas en el Año del Mono. Tanto Buddy como Ming eran monos.

—Es hora de tener un hijo —le susurró a Buddy aquella noche en la cama.

Al cabo de dos semanas, Ming caminaba por el campus para ir a su despacho y, sin previo aviso, se encontró tendida de espaldas en la acera mirando las hojas verdes y el cielo azul.

Una mujer con cara de pánico le chilló:

—¡Te has desmayado! ¡Sangre mala! ¡Enfermedad!

Ming se quedó mirando las nubes blancas y esponjosas que pasaban flotando y la luz del sol que penetraba entre las hojas y sonrió. «El bebé», pensó.

En aquellos momentos estaba sentada a la mesa de la cocina comiendo cerdo picante con tres pimientas y mirando el sobre grande de Norteamérica. Pensó en ese punto minúsculo colgando en el océano Atlántico. La página web de la Universidad de Brown estaba llena de estudiantes sonrientes, edificios de ladrillo y hojas de otoño. Ming se imaginaba caminando por el campus con el bebé en un canguro. Ella también sonreiría. En la mochila llevaría libros de Ernest Hemingway, Willa Cathery F. Scott Fitzgerald. Tendría historias en la cabeza y felicidad en el corazón.

Ming dejó los palillos y cogió el teléfono móvil.

«Sobre grande», le escribió en un mensaje de texto a su marido.

La gente que vivía en el apartamento de arriba caminaban haciendo ruido todo el día. Iban de un lado a otro dando golpes en el suelo por encima de ella.

«¡Hurra!», le respondió su marido. «Esta noche lo celebramos.»

Ming llevó el cuenco al fregadero y le echó lavavajillas. La gente de arriba daba golpes y más golpes. Pero ni siquiera todo ese ruido podía cambiar su buen humor.

Dejó el cuenco en el escurreplatos. Cruzó la pequeña cocina y cogió el sobre grande. Deslizó un palillo por debajo de la solapa, abrió el sobre y sacó todos los papeles que contenía. Antes de que pudiera volver a sentarse para leerlos, notó algo en su interior que daba un pequeño estallido, como los primeros petardos de Año Nuevo. Inmediatamente, Ming notó el líquido cálido que brotaba de ella.

«Ven a casa ahora mismo», le envió a su marido.

La primera contracción le recorrió la parte baja de la espalda. Se sentó y esperó a que naciera su segundo sueño.

Ming y Buddy eran del mismo pueblo. Sus madres viajaron juntas en tren durante horas para ir a conocer a su nieta.

—¡Qué fea es! —exclamó la madre de Ming con deleite. Con ello se aseguraba de que los ancestros no la quisieran.

—Es boba —afirmó la madre de Buddy con una amplia sonrisa.

Ming cruzó la mirada con Buddy e intentó no echarse a reír. Sus familias aún se aferraban a la superstición y a los cuentos de viejas. La madre de Ming le había traído ajo elefante para que se lo comiera crudo; eso mantendría sano al bebé. La madre de Buddy había traído un fragmento de jade para ponerlo en la cuna del bebé; eso ahuyentaría los malos espíritus.

Cuando Ming se levantó para preparar el té, su madre le gritó:

—¡Es malo para tu sangre ponerse a caminar tan pronto!

Aquella noche, en la cama, con su hija acurrucada entre los dos, Ming susurró:

—¿Cuándo van a irse a casa?

Buddy contuvo la risa.

—¡Mala suerte! —respondió—. ¡Las madres deben quedarse y volver locos a los nuevos padres!

Ming alargó el brazo por encima del bebé y le tomó la mano.

—Tenemos mucha suerte —afirmó, y cerró los ojos. El sueño empezaba a invadirla con rapidez.

—Chsssst —dijo Buddy—. No tientes al destino.

Lo último que pensó antes de dormirse fue que Buddy parecía decirlo en serio.

En la estación de autobuses, la madre de Ming la tomó del brazo y la condujo lejos de la multitud que esperaba el autobús que se dirigía al norte.

—Sé que tienes una buena educación, Ming. Sé que soy una vieja tonta —le dijo su madre mientras le agarraba el brazo con fuerza.

—Yo no creo que… —empezó a replicar Ming.

—Pero a veces es necesario prestar atención a los presagios.

Ming sonrió a su madre.

—Lo sé —le dijo.

Su madre tenía un rostro suave y redondo, pero cuando hablaba se le marcaban unas arrugas como las de las muñecas de manzana que hacían juntas cuando Ming era niña. Algún día ella también haría esas muñecas con su hija. La idea la llenó de esperanza, y también de amor por su madre.

—El astrólogo del pueblo ve una alteración en tu carta astral —anunció su madre.

Los buenos sentimientos que habían embargado a Ming hacía tan sólo un momento se enfriaron.

—No seas tonta —replicó con brusquedad. Acarició el mechón de pelo negro que se alzaba de punta en la cabeza de su hija, que dormía.

—Tal vez la alteración sea la Universidad de Brown, ¿no? Te llevas a Geng durante ¿cuántos años? —protestó su madre, y alzó la vista hacia su hija, que era más alta.

«¡Ah! Ahora lo entiendo —pensó Ming—. Es su manera de hacerme sentir culpable por marcharme a Norteamérica. Su manera de intentar que me quede aquí.»

—Tal vez —asintió Ming.

—Quizá sea algo más —añadió su madre.

Miró fijamente a Ming de un modo que la hizo sentir incómoda.

—Buddy te ha preparado un tentempié delicioso para el largo viaje —le dijo Ming; tomó a su madre del codo y la condujo de vuelta a la multitud—. Dumplings de cerdo fritos. Tus favoritos.

—Es un buen yerno —afirmó su madre sin entusiasmo—. Un buen hombre.

Ming intentó llamar la atención de Buddy, pero la madre de él la acaparaba toda. Le toqueteaba la camisa, le alisaba el pelo y parloteaba sin cesar. Al fin llegó el autobús con un fuerte chirrido de frenos y un chorro de humo negro y maloliente. Buddy se aseguró de que las madres llevaran los dumplings y las bolsas pequeñas. Las ayudó a abrirse paso a empujones entre el gentío que esperaba y a subir al autobús, donde eligió los mejores asientos para ellas, juntos para que pudieran cotorrear durante todo el camino.

Ming se quedó fuera. Vio cómo Buddy las acomodaba y se abría paso como podía para bajar del autobús. La madre de Ming pegó la cara a la ventanilla y paseó la mirada hasta que la posó en su hija y en su nieta. Ming le dijo adiós con la mano. Su madre levantó una mano pequeña y le devolvió el saludo.

El autobús cobró vida con más humo y un prolongado gemido de los frenos.

Ming siguió esperando. El autobús dio marcha atrás y su madre apareció de nuevo por el cristal. Ming la miró y vio que su madre estaba llorando, con las manos abiertas y las palmas pegadas a la ventanilla con gesto de súplica.

El bebé se llamó Geng, que para sus madres significaba brillante y reluciente pero que para Ming significaba tener agallas. Su hija no tendría miedo. Sería valiente. Sería osada. Ming decidió que en Norteamérica la niña se llamaría Willa. Para Ming eso implicaba todas esas cualidades. Valiente. Sin miedo. Osada. Con agallas.

Ming escribiría su tesis sobre Willa Cather, que también era una mujer con agallas. Quizá Ming y Geng viajaran a Nebraska. Ellas mismas serían como pioneras en aquella tierra extraña. Las dos, codo con codo en aquella gran aventura. Ming desplegó el mapa Rand McNally de los Estados Unidos que Buddy le había dado. Lo extendió sobre la mesa de la cocina, cubriéndola con las finas líneas azules de autopistas, picos de montaña y estrellas rojas que señalaban las capitales.

Ming fue siguiendo con el dedo la ruta desde Providence, Rhode Island, hasta Red Cloud, Nebraska. El dedo se iba tragando ciudades y estados mientras describía un camino certero hacia el oeste. Ming destapó un rotulador fluorescente amarillo y trazó de nuevo la ruta con tinta permanente, una ruta de un amarillo intenso que brillaba de un lado a otro por el centro del país. Trazó otra ruta hacia New Hampshire, donde estaba enterrada Willa Cather. Tenían muchos viajes por delante.

Geng tenía cinco meses, era una niña tan hermosa que las ancianas de las concurridas calles de la ciudad de Chengshay los atestados mercados junto al río no podían resistirse a tocarla. Su boca era como un botón de rosa perfecto, con labios llenos y sonrosados. El cabello negro le relucía con la luz del sol de primavera. Sonreía con facilidad. Levantaba los brazos y abría y cerraba los dedos cuando quería que la cogieran en brazos.

Aunque aún faltaban tres meses para que se marcharan, Ming empezó a apilar los libros que quería llevarse. Fue reuniendo también la ropa de bebé, los jerséis de abrigo que habían tejido a mano las ancianas de la universidad, y mantas para los inviernos fríos de Nueva Inglaterra. Tomaba notas interminables sobre cosas que meter en el equipaje, cosas que ver, cosas que hacer. Ming estaba sentada frente a su marido y lo escuchaba con el bebé mamando tranquilamente de su pecho y la mesa llena de judías largas con salsa de ajo y pollo chisporroteante. Buddy agitó los palillos en el aire para poner énfasis en sus palabras sobre la economía mundial, las políticas de empresa, la importancia de estoy aquello. Ming lo observaba, lo escuchaba y lo amaba, pero en su cabeza ya se estaba marchando. Se imaginaba el océano Atlántico a partir de las pinturas de Winslow Homer. Era gris, encrespado, y las olas rompían contra las rocas. Se imaginaba las hojas de otoño y los alumnos sonrientes de la Universidad de Brown. Veía miles y miles de libros en la biblioteca John D. Rockefeller, extendiéndose sin fin ante ella.

El bebé succionaba y gorjeaba. Buddy hablaba. Ming soñaba sus nuevos sueños.

El día en que llegaron los billetes para Providence, Ming se vistió mejor de lo habitual para ir a la oficina de United Airlines a recogerlos. Se puso la falda negra ceñida, una blusa de seda roja y los pendientes dejade que Buddy le había regalado el año anterior por su cumpleaños.

—No tendrás una cita, ¿eh? —le preguntó Buddy cuando ella entró en la cocina.

—Sí, así es —le respondió Ming con una sonrisa—. Una cita con United Airlines.

Buddy cortó unas cebolletas y las apiló con cuidado.

—Un rival formidable —declaró.

Ya lo habían hecho antes, separarse de esa manera para estudiar en el extranjero. Durante los tres años que Buddy había estado en la Escuela de Economía de Londres, Ming sólo había ido a visitarlo en dos ocasiones. Ahora, ella y el bebé serían las que estarían lejos y Buddy iría a verlas una vez al año. Cuando Ming pensaba en que estaría sola en aquel extraño lugar llamado Providence, sentía una mezcla de emoción y soledad. Buddy había anotado cosas extrañas con las que podía encontrarse allí, pero la lista la ponía nerviosa: todoterrenos, verduras enlatadas, perros grandes. Buddy se puso a cortar los pimientos rojos en juliana.

—Estoy preparando una cena de celebración —le dijo a Ming—. Celebraremos la llegada de los billetes.

Ming se acercó a él por detrás y lo rodeó con los brazos. Buddy olía como a jengibre y jabón de menta. Ella inhaló profundamente, llenándose de Buddy.

—Voy a echarte de menos —murmuró pegada a su espalda.

Él detuvo lo que estaba haciendo.

—Yo también —respondió. No se dio la vuelta. Se puso otra vez a cortar los pimientos.

Ming se separó de él y empezó a preparar la bolsa de los pañales de Geng.

—No la despiertes —le dijo Buddy—. Ve a por los billetes. Yo me quedaré aquí.

Ming vaciló. Siempre se llevaba consigo a Geng, bien cómoda y abrigada en el canguro.

Desde que había tenido el bebé no se sentía del todo bien si no tenía a su hija descansando contra su pecho.

—Ve —insistió Buddy—. Ella va a estar bien. —Y se echó a reír—. Y tú también —añadió.

—De acuerdo —accedió Ming, e intentó parecer convencida. Tomó una tira de pimiento y Buddy le dio un manotazo en broma.

—Todavía no —la reprendió.

Ming se inclinó y le dio un beso suave en la boca.

—Mmmm —gimió Buddy. Le devolvió el beso, más intenso y con intención.

—Ahora no —le dijo Ming.

Una vez en la puerta se quedó allí mirándolo un momento.

—Vete —le dijo él sin levantar la mirada.

Y ella se fue.

Los testigos dijeron que el coche saltó al bordillo sin más. No zigzagueó calle abajo ni viró de manera imprevisible. Iba por la calzada junto con los demás automóviles y al cabo de un instante estaba en el bordillo. Cuando alcanzó a la gente que iba andando por la acera, los sonidos fueron inolvidables. Uno de los testigos dijo que vio los cuerpos volar por los aires. Otro dijo que nunca olvidaría los gritos.

Estas declaraciones eran lo único que Buddy tenía para entender el hecho de haber perdido a Ming. Le explicaba hasta el último detalle a quien quisiera escucharle. Le robó una tira de pimiento. Le dio un beso de despedida. Tan sólo estaba a tres manzanas de casa. El automóvil no dio señales de peligro antes de subirse, sin más, al bordillo. Los cuerpos volaron por todas partes. Había una mujer que nunca olvidaría los gritos.

Dicho esto, explicaba que cuando oyó que llamaban a la puerta pensó que Ming se había olvidado las llaves. Abrió y se encontró a dos policías con expresión seria. Uno de ellos llevaba bigote. El otro tenía unas gotitas de sangre en la mejilla. Buddy no sabía si eran del afeitado o del accidente. Pero este detalle lo preocupó. El del bigote le preguntó si era el marido de Ming. Entonces fue cuando lo supo.

—Se dirigía a la oficina de billetes de United Airlines —decía siempre a quienquiera que estuviera escuchando su historia—. ¿Sabes cuál es? ¿La principal? Su billete para Norteamérica estaba allí.

La madre de Buddy quería que volviera a Loudi con el bebé. Pero ¿dónde enseñaría economía en un lugar tan pequeño? Su suegra quería el bebé.

—Le dije que habría una alteración —afirmaba.

Alteración no parecía una palabra lo bastante grande para definir lo ocurrido. Catástrofe. Cataclismo. No, incluso ésas eran demasiado pequeñas. Ming estaba muerta. Y Buddy no sabía qué hacer.

Buddy estuvo semanas despertándose con la sensación de no haber dormido. La noche más bien transcurría en forma de oscuridad agitada y sábanas empapadas de sudor hasta que al final llegaba la mañana. Entonces se levantaba de la cama, daba de comer al bebé e intentaba pensar qué hacer a continuación. Pero aquella mañana, mientras miraba a Geng comiendo la papilla de plátano, se le ocurrió una idea.

Fuera caía una lluvia fría que manchaba las ventanas y lo bañaba todo de un tono gris.

Buddy imaginó su despacho como un capullo protector, la mesa de madera pulida y la lámpara plateada con su bombilla de alta intensidad. Imaginó el zumbido de los fluorescentes de las oficinas de fuera, el olor astringente a col que flotaba en el aire. En el apartamento, las huellas de Ming lo cubrían todo. Pero en su despacho estaría a salvo del dolor.

Buddy levantó al bebé de la trona.

—Tú deberías estar en Norteamérica —le susurró.

Hasta el bebé llevaba las huellas de Ming. Los pantalones azules, los calcetines cubiertos de flores azules, la chaqueta roja que Buddy le abrochaba entonces, todo hablaba de Ming. Era demasiado. ¿De verdad se suponía que tenía que soportar ese dolor día tras día, hora tras hora? Estrechó a su hija contra el pecho y salió del apartamento manteniendo en equilibrio la niña, el paraguas y la bolsa de los pañales. Llovía con fuerza. Cuando llegó a la estación de autobuses estaba mojado y muerto de frío. Tomó un paño de la bolsa y se secó la cara y las manos. El bebé lo miraba con seriedad.

Cuando llegó el autobús, Buddy subió a él y eligió un asiento junto a la ventanilla para poder apoyar la cabeza en ella. El bebé dormía, roncando levemente. Buddy cerró los ojos y escuchó la lluvia y el tráfico Por primera vez desde que aquel conductor negligente saltó al bordillo y mató a su esposa, durmió.

Buddy fue a un restaurante para matar el tiempo hasta que anocheciera. Todos los camareros llevaban los uniformes rojos del Ejército Rojo. En la pared había colgado un cuadro grande de Mao. Pero la comida era buena, especiada y abundante. Una camarera se encariñó con el bebé y se ofreció para jugar con ella mientras Buddy comía. Él le entregó a su hija sin emoción. «Así es como das a tu hija a otra persona para que cuide de ella», pensó. Se sorprendió de lo fácil que era, de lo liviano que se sintió cuando la joven tomó al bebé y se alejó.

Al otro lado de la calle, mirando en diagonal, había un edificio desproporcionadamente bajo, común y corriente en todos los sentidos. Desde el restaurante, Buddy veía el patio del edificio donde, incluso lloviendo, un grupo de niños jugaban con una pelota. Los pequeños reían y chillaban.

—Discúlpeme —le dijo Buddy a la camarera que jugaba con la niña—. Tengo que ir a hacer un recado. ¿Podría dejarla con usted un momento?

La camarera no vaciló. Estaba cantando una canción que requería contar los dedos del bebé y sostenía la mano de la niña en la suya, preparada para continuar.

—Está bien —contestó—. Nos lo estamos pasando muy bien.

—Ya lo veo —repuso Buddy. La niña mostraba una sonrisa desdentada. Parecía contenta.

Cogió el paraguas y salió a la calle, bajo la lluvia. No lejos de allí estaba la casa de su madre. Sin embargo, ni siquiera se planteó ir allí. Su hija no iba a vivir en aquel pueblo atrasado sin oportunidades. Ming y él habían trabajado mucho para tener una educación, para conseguir una buena vida para ellos y para su hija. No podía traicionar a su mujer.

Buddy se detuvo en la entrada del patio.

Uno de los niños, uno que tenía una extraña bizquera, lo llamó.

—¿Qué quiere?

—¿Qué es esto? —le preguntó Buddy.

Los niños se miraron unos a otros y luego bajaron la vista al suelo. La pelota estaba en un charco.

—¿Vivís todos aquí? —preguntó Buddy.

Una niña de unos seis años con un brazo torcido respondió:

—Somos los que nadie quiere.

—¿Por qué? —quiso saber el niño bizco—. ¿Está buscando un bebé? Dentro los hay a centenares.

—A centenares no —terció otro niño—. Pero a docenas sí.

Parecía un niño agradable, mayor que los demás pero sin ningún defecto evidente. Buddy se preguntó por qué nadie lo quería.

—¿Qué les pasa a esos bebés? —inquirió Buddy.

El niño bizco contestó:

—Algunos de los más pequeños mueren. Los dañados se quedan. Pero los que tienen suerte se van al paraíso.

—¿Al paraíso? —dijo Buddy.

Una niña pequeña con gruesas trenzas de pelo negro dio un paso adelante. Estaba flaca y pálida.

—A Norteamérica —susurró.

—O a España, o a Suecia, o… —empezó a decir el niño bizco.

Una puerta se abrió de golpe y apareció una mujer canosa con traje de chaqueta amarillo.

—¡Silencio! —ordenó a los niños—. Entrad ahora mismo. —Miró a Buddy entrecerrando los ojos—. ¡Fuera! —exclamó—. ¡Salga de aquí o llamaré a la policía!

Buddy asintió pero no se marchó. Se quedó mirando a los niños que entraban en fila.

Caminaban de forma muy ordenada. Ninguno de ellos volvió siquiera la mirada hacia él.

Al volver al restaurante, Buddy pidió té. Los camareros estaban sentados en la mesa de enfrente y sacaban coles rizadas de unas cajas de cartón. Arrancaban las hojas exteriores más duras y lavaban la parte tierna en un plato de plástico con agua. Buddy los miró un rato y luego miró el edificio del otro lado de la calle.

Estaba anocheciendo. La lluvia amainó y se convirtió en llovizna. La mujer del traje pantalón amarillo salió del edificio y se dirigió con pasos pequeños y rápidos a un coche gris. Llevaba un maletín en una mano y un paraguas en la otra. Cuando se marchó en el coche, Buddy pidió la cuenta. La pagó y le dejó una propina a la joven que había jugado con el bebé.

Ahora la niña estaba dormida.

—Mi hija tiene un largo viaje de vuelta a Changsha —le explicó a uno de los camareros—. ¿Puedo llevarme esta caja de cartón para usarla de camita para ella?

El camarero se encogió de hombros.

—Acabarán tirándola. Llévesela si quiere.

Buddy tomó el paño de la bolsa de pañales y lo colocó en el fondo de la caja. Tendió a su hija encima con delicadeza y luego la tapó con la manta verde pálido que su esposa guardaba en la bolsa. Cuando levantó la caja se sorprendió de lo ligera que era.

Buddy salió del restaurante y cruzó la calle con mucha resolución. Entró en el patio. La pelota azul estaba abandonada en un charco. Dentro del edificio no se oía nada.

Buddy dejó la caja en la puerta. Miró a su hija que dormía. Se parecía tanto a Ming que se le encogió el corazón de dolor y tuvo que apartar la mirada.

Pulsó el botón que había junto a la puerta. Incluso desde fuera oyó el fuerte zumbido. Lo pulsó otra vez, y luego una tercera. Cuando le pareció oír unos pasos que se acercaban, Buddy se alejó a toda prisa. Se quedó al otro lado de la calle, oculto en las sombras, esperando.

Se abrió la puerta y por ella se asomó una mujer con pantalones de chándal color púrpura y una sudadera gris en la que ponía GAP. Miró a su derecha y luego a su izquierda. Buddy no veía la expresión de su cara, si estaba enojada, decepcionada o tal vez incluso feliz al ver al bebé dormido en la caja que hacía unos momentos había contenido coles rizadas.

La mujer se inclinó y levantó la caja. Pareció que miraba dentro. Quizá arrulló al bebé.

Quizá le puso la mano caliente en la mejilla, tal como haría una madre. Quizá le susurró palabras tiernas. Buddy no pudo saber con certeza qué ocurrió en aquel momento antes de que la mujer volviera a entrar con su hija y cerrara la puerta.