Hunan, China
CHEN CHEN
—Es mala suerte —dijo su suegra.
Su cara redonda se inclinaba demasiado cerca de la de Chen Chen, tanto que ésta pudo oler la col en vinagre en el rostro de la anciana. Arrugar la nariz hubiera sido una falta de respeto, de modo que Chen Chen intentó mantener una expresión vaga. Respiró por la boca en lugar de hacerlo por la nariz, tal como hacía cuando el hedor de la fábrica de neumáticos inundaba la atmósfera y le provocaba arcadas.
Chen Chen permanecía acostada tan quieta como le era posible. Así le mostraba calma a su suegra, pero también conseguía estar más cómoda. Hasta unos cuantos días atrás, su embarazo había ido como una seda. No había tenido vómitos matutinos, ni siquiera cuando en la fábrica de neumáticos hacían horas extras y el humo y la peste enrarecían el aire de Changsha. Su amiga Ming, que trabajaba a su lado en la fábrica, vomitaba en una pequeña bolsa de papel, tenía el rostro pálido y los ojos hundidos.
Pero Chen Chen había conservado su fortaleza. Tenía antojo de la comida más picante que su suegra pudiera cocinar, a la que luego añadía más guindillas y salsa picante. Tenía la tez clara; los vecinos susurraban que rebosaba de salud como la que va a tener un hijo. Por la noche buscaba a su marido con un deseo casi desesperado, se ponía encima de él y lo montaba con un abandono que no había sentido en los cuatro años que llevaban casados.
—¿Quién es esta loca? —le susurraba él después mientras le acariciaba el pelo sudoroso, ambos atónitos por aquella pasión recién descubierta.
—A Chen Chen le sienta bien el embarazo —anunciaba su suegra a la menor oportunidad y con regocijo.
—Sí —asentía su marido, incapaz de mirar a Chen Chen a los ojos. La libido que se le había despertado últimamente lo avergonzaba y lo aturdía.
Antes de quedarse embarazada, Chen Chen estaba satisfecha con su manera de hacer el amor, metódica y tranquila. Le gustaba la familiaridad del acto, la forma en que su esposo movía las manos por su cuerpo igual que movía su lápiz por una columna de cifras. Él era contable en la fábrica de neumáticos; cargaba con unos grandes libros negros adondequiera que fuera y escudriñaba columnas y cifras a través de sus gafas redondas de montura metálica. Era así como hacían el amor: él la escudriñaba, pasaba de la boca al cuello y a los pechos con sus dedos largos y gráciles. Luego, como si estuviera calculando los totales, sus dedos la pulsaban, comprobando si estaba lista. Entonces se ponía encima de ella y terminaba los cálculos. De algún modo, Chen Chen estaba satisfecha con eso, con hacer feliz a su esposo de esa manera, consiguiendo que todas las cifras cuadraran.
Enseguida comenzó a sentir un deseo intenso por algo que no sabía definir. Era como si quisiera engullir a su marido. Como si necesitara hacerlo. Tenía un apetito enorme por todo: comida y calor, cierta música muy alta, aire fresco y sexo. Chen Chen devoraba, sudaba, bailaba, inhalaba y hacía el amor. Su suegra le dijo que debía tener todo lo que se le antojara. Si se le antojaban judías verdes con salsa picante y no se las comía, su hijo podía ser demasiado flaco y desganado. Si se le antojaba la música muy alta y no la escuchaba, su hijo podía ser ruidoso y distraído.
Cuando una noche su marido se quejó de que su vida sexual le daba miedo, que le asustaba la forma en que ella ponía los ojos en blanco durante sus recién descubiertos orgasmos, la forma en que se agarraba a él y le dejaba pequeños moretones, Chen Chen había entrecerrado los ojos. «Si no me das lo que ansío, nuestro hijo será homosexual.» Su esposo veneraba a su madre más que a nada, un rasgo que Chen Chen despreciaba. Pero ahora ella lo utilizaba en beneficio propio. Su marido suspiró y dejó que volviera a ponerse a horcajadas sobre él. «¿Cuántos meses quedan de esto antes de poder volver a la normalidad?», le susurró después. Chen Chen le dio unas palmaditas en la mano. No tuvo valor para decirle que no podía ni imaginarse volver a su vida de libro mayor sexual. Revisar. Revisar. Revisar.
Pero la semana anterior algo había cambiado. Hasta entonces el vientre de Chen Chen había sido una protuberancia hermosa, dura y redonda como un balón. «Cuando es un niño siempre es así —le había dicho su suegra—. Todo hacia adelante.» La mujer había sonreído y le había dado unas leves palmaditas en el vientre. Las confianzas de su suegra la molestaban. Ahora que estaba embarazada siempre le estaba tocando la barriga e hincándole el dedo en los tobillos, en las mejillas y en los brazos.
Sin embargo, el martes, cuando regresaba a casa del trabajo masticando un dumpling de carne de cerdo, Chen Chen se dio cuenta de que estaba sin aliento. Y lo que era peor, estaba llena. Estaba tan llena que no solamente tuvo que guardarse el dumpling en el bolsillo, sino que además tenía la sensación de que sus órganos estaban apiñados. Le costaba andar. Chen Chen siguió adelante anadeando un poco, con las caderas hacia afuera de forma extraña y las piernas combadas.
Aquella noche, en la cena, no quiso comer la ternera con cinco pimientas que había cocinado su suegra, ni el cerdo asado lentamente ni el brócoli caliente. En lugar de eso, tomó unos sorbos de sopa. Pero dio la impresión de que eso la llenaba aún más. Su suegra la miró con el ceño fruncido.
—¿Qué te pasa? —le preguntó. Antes del embarazo siempre hablaba a Chen Chen con un tono despectivo, como si fuera una mosca que revoloteara zumbando por la casa. En aquellos momentos volvió a emplear ese mismo tono.
Chen Chen se encogió de hombros. Ella también estaba desconcertada por el cambio.
—Estoy llena —dijo.
A su lado, su esposo masticaba la comida ruidosamente. Chen Chen se dio cuenta por primera vez de que él también había echado barriga.
—El tercer trimestre —dijo su suegra—. Ahora es cuando el bebé crece.
Incluso las palabras aplastaban a Chen Chen. Notó un pie o una mano en las costillas y otro que la presionaba por debajo del ombligo. Se retorció, incómoda, y se apretó el vientre con suavidad, como para reajustar al bebé.
—Es el momento dorado —continuó diciendo su suegra. Sonrió ampliamente—. Aunque no tengas hambre, debes comer y hacer fuerte a tu hijo.
—Pero si como sin tener hambre, ¿no tendré un bebé gordo? —preguntó Chen Chen.
—¿Por qué?
—Me dijiste que tenía que satisfacer mis antojos. Que si quiero judías verdes y no las como…
Por primera vez en toda la noche su marido pareció darse cuenta de que ella estaba allí.
—¡Ya basta de charla! —exclamó. Sujetaba los palillos en el aire—. Mi madre dice que comas. Queremos que nuestro hijo esté fuerte.
—Sólo estaba señalando la contradicción —replicó Chen Chen. Intentó decirlo con voz dulce y contrita, pero su suegra le lanzó una mirada fulminante.
—Unos cuantos sorbos de sopa son suficientes para la madre —dijo—, pero no bastan para el bebé.
De modo que Chen Chen comió. Cada bocado que daba parecía quedársele en el pecho, incapaz de seguir bajando más allá del bebé. Al terminar la cena cruzó los brazos sobre el vientre y se dio cuenta de que se había agrandado mucho en unos pocos días. Se estaba poniendo enorme. Su suegra le acarició el vientre, como si también se hubiera apercibido de ello.
—Un bebé grande y hermoso —dijo—. Quizá estés un poco equivocada con las fechas. Tal vez este bebé llegue un poco antes.
Chen Chen asintió, aunque sabía con exactitud cuándo había sido concebido el bebé. Su marido había trabajado demasiado y tuvo la gripe, con fiebre alta y una tos bronca. La mañana en que se despertó recuperado, había tocado a Chen Chen como un hombre hambriento, le había tirado de los pechos y sus dedos la toquetearon con brusquedad. Terminó con más rapidez de lo habitual, y Chen Chen recordaba lo cetrina que se le veía la piel con la primera luz de la mañana, lo acentuado de sus pómulos en ella. Con los ojos fuertemente apretados y la espalda arqueada, su marido había tenido el aspecto de un flaco desconocido.
Al principio, cuando Chen Chen supo que estaba embarazada, se preocupó. Hacían el amor de un modo muy predecible, era algo con lo que podía contar. La única vez que había cambiado un poco, después de diez días sin haber tenido ningún contacto, con su esposo tosiendo y con fiebre a su lado, se quedó embarazada. ¿Podría ser que fuera una buena señal?
—Estoy segura de que tienes razón —le había dicho Chen Chen a su suegra—. Puede que falte menos de lo que pensaba.
La mujer le dio unas palmaditas en la mano.
—Descansa. Lo vas a necesitar para el parto. Es un trabajo duro, te lo aseguro.
Chen Chen se puso de pie con torpeza. Decidió que, definitivamente, le costaba andar.
Más tarde, cuando su esposo se metió en la cama, el calor de su cuerpo aún le provocó hambre de sexo. Chen Chen se tumbó boca arriba y se maravilló del tamaño de su vientre. Lo que antes había sido una protuberancia pequeña y redonda ahora se alzaba majestuosamente. Chen Chen se frotó la barriga, disfrutando de su tacto en las manos. Se dio la vuelta de cara a su esposo y alargó las manos hacia él.
—Mi madre me advirtió que ahora debemos tener cuidado con el bebé —dijo.
—Ajá —respondió Chen Chen mientras se colocaba encima de él.
—No podemos hacer esto —le decía su marido.
Chen Chen empezó a moverse tal como lo había hecho durante aquellos últimos seis meses, sentada sobre su marido, erguida y ligeramente inclinada hacia atrás. Pero aquella noche tenía la sensación de que lo que tenía dentro era demasiado grande. Estaba muy llena. Demasiado llena. Llegó al orgasmo, pero casi fue doloroso. Soltó un gruñido y se separó de él rodando en la cama, aún insatisfecha de algún modo. Su marido la agarró de la muñeca.
—El hombre soy yo —le dijo con aspereza—. Yo diré cuándo he terminado.
Hizo que se tumbara, pero cuando intentó montarla, su vientre se interpuso. Chen Chen trató de ayudarlo, pero a él le resultó imposible penetrarla. La respiración de su esposo era cada vez más agitada. La necesidad que tenía de ella la excitaba. Chen Chen intentó recordar cuándo la había deseado tanto, pero no le vino a la cabeza ninguna otra vez.
Él le dio la vuelta, pero Chen Chen no podía quedarse tumbada boca abajo. Se puso de rodillas de forma instintiva. Su esposo, jadeando como un perro, la penetró por detrás. Sus movimientos eran frenéticos, y la nueva posición, sumada a la excitación de su esposo, hicieron que Chen Chen también se excitara. Se movían el uno contra el otro de una manera que ella nunca había imaginado; las manos de su marido le agarraban los pechos llenos y pesados y sus gemidos se fueron intensificando hasta que ambos alcanzaron el clímax, su marido primero, después ella. Más tarde Chen Chen se preguntó qué era lo que tenía aquel embarazo que les reportaba aquel despertar sexual tras seis años juntos. Después de aquella noche, su marido dio la impresión de cobrar vida. La hacía girar a un lado y a otro, la penetraba en todas las direcciones posibles. La besaba, la chupaba, la acariciaba… Su vientre ensanchado los separaba y los unía al mismo tiempo. Después de cenar no podían esperar para irse a la cama.
—Estoy muy cansada —afirmaba Chen Chen, bostezando—. Falta tan poco para que llegue el bebé…
Cuando su esposo se reunía con ella al cabo de unos momentos, le susurraba:
—Mi madre dijo que no lo hiciéramos. —Y él empezaba otra vez.
Durante aquellas noches Chen Chen y su esposo tuvieron unos gloriosos momentos íntimos, rebosantes de sexo. Hasta la mañana en la que a ella le resultó casi imposible levantarse de la cama.
—Estoy demasiado llena —le dijo a su marido—. O algo.
Ambos miraron su vientre desnudo. Se había agrandado de una manera extraña, hacia la izquierda y la derecha, pero también hacia adelante.
Chen Chen tocó el pie que tenía bajo las costillas, el del costado. Vio otro pie que empujaba y otro más abajo, que le daba patadas en la ingle.
—Será mejor que traiga a mi madre.
Chen Chen asintió. Se puso un camisón azul pálido por la cabeza pero no separó las manos del vientre, contando.
Cuando su suegra entró, tiró de la sábana hacia abajo y del camisón hacia arriba con brusquedad. Presionó el vientre de Chen Chen con sus manos frías y con demasiada fuerza.
Al fin, dijo:
—Esto es mala suerte.
Y todo el placer que Chen Chen había encontrado durante aquellos últimos meses la abandonó, así, sin más.
—¿Cómo puede ser? —dijo la suegra de Chen Chen más tarde aquel mismo día.
Estaba sentada en una silla cerca de la cama, sorbiendo té con el ceño fruncido. Su rostro, que tenía un aspecto sorprendentemente joven, estaba arrugado de preocupación y le daba una apariencia de manzana seca.
Aquella mañana, con la ayuda de su marido, Chen Chen se había levantado de la cama y se había vestido. Se había ido a trabajar lenta y torpemente. Pero cuando estuvo allí tuvo la misma sensación que si le hubieran echado encima una gasa tupida y mojada. Sus movimientos eran cada vez más lentos y seguía teniendo la cabeza confusa. Chen Chen se esforzó por estar más atenta y trató de concentrar sus pensamientos en cosas animadas: las calles llenas de gente y los concurridos mercados de la ciudad, las relaciones sexuales de las que ella y su marido habían disfrutado la última semana, los intensos placeres de la comida y las especias.
Pero todo ello parecía pertenecer a otra persona, a otra época. Aquellos placeres se hicieron borrosos, superados por una sensación de plenitud. «Como una sandía», pensó Chen Chen mientras atisbaba por encima de su vientre enorme. Como un lirio de agua a punto de florecer. Por la tarde tenía los pies y los tobillos tan hinchados que no podía mantenerse erguida. Una médico de la empresa fue a verla, se los apretó y sus dedos desaparecieron en la carne demasiado rosada de Chen Chen, como si estuviera comprobando el estado de una masa.
La doctora meneó la cabeza.
—Nada de trabajar hasta que llegue el bebé.
Garabateó algo en un bloc y escribió en el expediente de Chen Chen.
—Vete a casa hasta que nazca el bebé.
Le dijo a Chen Chen que bebiera un té determinado durante el día y que descansara en la cama.
—Debe de ser un problema de tu familia —le estaba diciendo su suegra—. En nuestra familia nunca ha ocurrido.
Chen Chen miraba la luz del sol que entraba por la ventana pequeña del dormitorio. Cayó en la cuenta de que en toda su vida nunca había estado en la cama por la tarde y se sintió rara, como si eso no estuviera bien.
—Creo que tu familia nos lo ocultó —dijo su suegra.
La mención de su familia hizo que Chen Chen rompiera a llorar inexplicablemente. Pensó en su madre, más menuda y más dulce que la de su marido. Una vez, cuando era pequeña, Chen Chen se puso muy enferma. Pasó días con fiebre muy alta, y su madre se metía en la cama con ella y la abrazaba, la obligaba a beber té y le ponía paños fríos en la frente.
—Quizá podríamos llamar a mi madre —sugirió Chen Chen.
—Ya lo he hecho. Tiene que explicarme esto. —Su suegra miró el vientre de Chen Chen con expresión de asco—. Los gemelos siempre implican mala suerte para una familia. Siempre.
La madre de Chen Chen llegó al día siguiente. Trajo un cesto lleno de la comida favorita de Chen Chen: las delicadas flores de calabaza que tanto le gustaban, los bollos con carne de cerdo ligeramente endulzados con salsa hoisin. A diferencia de su suegra, su madre no estaba disgustada. Sonrió a su hija, complacida, y puso sus manos pequeñas en la enorme barriga de Chen Chen.
—¡Qué abundancia! —comentó en voz baja—. Estás muy guapa, hija mía.
Por un instante Chen Chen imaginó que volvía a casa. Imaginó que se marchaba de allí con su madre, que se llevaba a sus bebés a su pequeña ciudad y que comía bollos de carne de cerdo endulzados junto al río.
—Es mala suerte —dijo Chen Chen.
Su madre se mordió el labio, un gesto que hizo que Chen Chen la quisiera aún más en esos momentos. Su madre siempre tenía los labios cortados por culpa de ese hábito.
—Ahora no hace falta que pienses en la suerte. Dar a luz es algo muy difícil. Necesitas buenos pensamientos y mucha fortaleza para hacer que nazcan estos bebés. —Le ofreció un plato de comida—. Come y conserva las fuerzas. Cuando hayan llegado los bebés podemos hablar. Aliviada, Chen Chen se comió las flores de calabaza, los bollos de cerdo, las ciruelas en escabeche y el arroz frito con gambas diminutas. Fuera del dormitorio, las voces de las dos madres subían y bajaban de tono. Chen Chen sabía que estaban discutiendo. Pero su madre había venido para protegerla a ella y a sus hijos, para darle de comer y que conservara las fuerzas. Con la sensación de estar a salvo y llena por la comida de su madre, Chen Chen se durmió.
Chen Chen escuchaba desde su cama. Oía las voces de las madres discutiendo en la cocina. Discutían sobre cuánto ajo añadir a un plato, o cuánta pimienta. Discutían sobre si barrer la suciedad por la puerta daba buena suerte, si poner una taza de té vacía al revés daba mala suerte.
También discutían sobre los bebés.
—Es culpa tuya —decía la suegra de Chen Chen—. Esto podría considerarse un incumplimiento de contrato. Podríamos echar a la calle a tu hija y a sus bebés aciagos si quisiéramos.
—Mi trabajo —replicó su madre sin alterarse— es ayudar a Chen Chen a dar a luz unos bebés sanos. Darle fuerzas.
—¡Esos bebés nos traerán mala suerte! —insistió su suegra.
La madre de Chen Chen gritaba con voz aguda y continua. Aunque no la veía, Chen Chen se imaginaba a su madre con las manos en los oídos, los ojos cerrados con fuerza y agitando la lengua. Chilló hasta que su suegra dejó de hablar. Luego Chen Chen escuchó el silencio enojado. Su vientre se alzaba y extendía como la arcilla con la que jugaba de pequeña. Le salieron espirales en la piel, como huellas dactilares gigantescas. La forma de la barriga ya no era redonda, sino oblonga a los lados y puntiaguda en el centro.
Cuando entró su marido para cambiarse de ropa, apenas la miró. Pero ella sí lo miró a él. Su barriga también seguía creciendo. La pequeña panza que tenía antes había crecido y le colgaba por encima de los pantalones. Los botones de la camisa la cubrían con tirantez. Chen Chen se dio cuenta de que si bien ella estaba embarazada de gemelos, su marido estaba gordo. «Como un pingüino», pensó.
—¿Ya no le hablas a tu mujer? —le preguntó Chen Chen una mañana. Fue un mes después de la llegada de su madre.
Él respondió sin mirarla, en voz baja:
—Ni siquiera te pareces a mi mujer. Tienes la cara redonda como una col.
Chen Chen, herida, le dijo:
—Pero pronto tendré a nuestros hijos y entonces podremos estar juntos. ¿Recuerdas las cosas que hacíamos? ¿Recuerdas cómo era correrse por detrás de mí?
Se volvió rápidamente a mirarla, enojado.
—¡Chsssst! —le dijo—. Nuestras madres están en la habitación de al lado.
—¿Recuerdas cuando me pusiste en tu regazo y…?
—¡Cerdos! —exclamó su esposo con voz áspera. Se plantó allí sólo con los pantalones, descalzo, y con la barriga gorda bamboleándose ligeramente mientras hablaba—. Éramos animales y hemos acarreado esta desgracia a nuestra familia.
—No —replicó Chen Chen—. Éramos humanos, Estábamos vivos, por fin.
Le costaba respirar cuando hablaba. Los bebés ocupaban tanto espacio que le oprimían los pulmones y se quedaba sin aliento fácilmente.
—Me das asco —le dijo su marido en voz tan baja que Chen Chen pensó que quizá lo había oído mal—. Me hechizaste y me convertiste en un animal. ¿No naciste en el año del cerdo?
Ella sintió un ardor de estómago que le fue subiendo dolorosamente por el cuerpo, que le llenó el pecho y la garganta. Quería decirle algo, algo sobre el amor y el deseo. Pero ¿cuáles eran las palabras adecuadas para expresar estas cosas?
Las madres discutían en la cocina.
—¿No tenemos bastante mala suerte ya? —gritó su suegra—. ¿Ahora vas tú y pones la taza de té boca abajo para atrapar nuestra suerte?
—Estás gordo —le dijo Chen Chen a su marido.
A él se le ensombreció el semblante.
—Has engordado y has perdido el atractivo —dijo. Y entonces añadió como si nada—: Te odio.
Él abrió y cerró la boca unas cuantas veces, como un pez moribundo. Luego se puso la camisa y fue abrochando los botones minúsculos uno a uno, con lentitud. Cogió sus libros de contabilidad y salió de la habitación.
—No te odio —dijo Chen Chen dirigiéndose a la puerta vacía—. Te quiero. Tú me despertaste.
—Estáis cocinando demasiada comida —oyó que les decía su marido a las madres—. ¿Queréis que nos pongamos todos gordos como mi mujer?
—¡Tu mujer va a tener bebés! —repuso la madre de Chen Chen—. ¡Está engordando de vida!
—¡Nos está trayendo mala suerte! —gritó su suegra.
Chen Chen cerró los ojos. Se tapó los oídos. Empezó a gritar, con fuerza y sin parar.
Chen Chen se despertó con una idea: levantarse y moverse.
El corazón le latía con fuerza y era incapaz de recuperar el aliento.
«¡Levántate y muévete!», le ordenaba su mente.
Puso las manos en el colchón y se impulsó para ponerse de lado. ¿No le había dicho su madre que durmiera sobre el costado izquierdo para bombear así más sangre a los bebés? Sin embargo su suegra había dicho que dormir de costado les aplanaría la cabeza. De modo que allí estaba Chen Chen, tendida de espaldas e intentando darse la vuelta como una tortuga vuelta del revés sobre su concha. Tras varios intentos agotadores logró ponerse de lado.
«¡Levántate! —le decía una voz en su cabeza—. ¡Muévete!»
Estiró una pierna y la sacó de la cama, tanteando el suelo con el pie. Cuando lo notó debajo, Chen Chen levantó su enormidad y se incorporó. Ya tenía los dos pies en el suelo y respiraba con rápidos jadeos.
Alguien gemía. El gemido llenaba la atmósfera cargada. Pero Chen Chen sólo podía pensar en moverse. Se apoyó en la pared y fue dando vueltas a la pequeña habitación, una y otra vez. Los gemidos eran aterradores, eran muy fuertes y estaban llenos de dolor.
«¡Ponte en cuclillas!», le dijo su mente.
Chen Chen se agachó y avanzó con torpeza hacia el centro de la habitación, donde no pudo hacer nada más que dar leves saltitos. El olor metálico a sangre la envolvió. Quizá su suegra había matado a su madre. Quizá su marido las había matado a las dos.
¡Los gemidos!
Entonces hubo un alboroto, sonido de pasos apresurados, voces sobrecogidas de pánico. Por encima de ella aparecieron las madres y su esposo. Las madres parecían preocupadas, pero su esposo sólo tenía cara de estar confuso y soñoliento. Tenía el pelo de punta de una forma graciosa y la panza le asomaba por entre el pijama y la camiseta.
—Chen Chen —le decía su madre con voz suave pero con tono de urgencia—. Hija, ya vienen los bebés. El dolor pasará. Apriétame la mano, Chen Chen.
Fue entonces cuando comprendió que los gemidos salían de ella. Intentó hacer unos cálculos.
Su esposo había tenido la gripe. Estuvo enfermo diez días. Luego la había tomado con su estilo de contable, revisando todas las partes del cuerpo, y la había fecundado. Eso fue en febrero. Había hielo en la ventana. Chen Chen pensó que sólo estaban en septiembre. Era demasiado pronto.
—Es otoño —logró decir.
Las madres se sonrieron.
—Ya vienen los bebés. Dice cosas sin sentido —dijeron.
Justo cuando creía que la cosa no podía empeorar, todo cambió y Chen Chen tuvo ganas de moverse otra vez. Sentarse. Ponerse de pie. Notaba la mano de su madre sobre los hombros como si hubiera mosquitos que la estuvieran picando. Chen Chen se la quitó de encima de un manotazo. A su esposo, que se había arrodillado a su lado, le dijo:
—Dije que te odiaba, ¿te acuerdas?
Él miró a las madres, avergonzado. Pero ellas le respondieron con una amplia sonrisa.
—Ya vienen los bebés. Las mujeres dicen cosas descabelladas justo antes del parto —le explicaron.
Él asintió y le dijo a Chen Chen:
—Me acuerdo.
Chen Chen agarró a su madre del brazo.
—Necesito algo —anunció frenéticamente.
Intentó levantarse, pero las madres la instaron a quedarse en cuclillas.
—Empuja —le susurró su madre—. Empuja.
Chen Chen empujó.
Empujó durante una eternidad.
En un momento dado le dijo a su marido:
—Te quiero, ya lo sabes.
Las madres se rieron al oírlo.
—Empuja —le ordenó su madre.
Su suegra tomó al primer bebé. Hizo una mueca y cortó el cordón umbilical, le dio unas palmaditas en la cara hasta que el bebé abrió la boca y empezó a berrear.
Chen Chen se puso de pie, cosa que sorprendió a todo el mundo, incluso a sí misma.
—Dámelo —dijo con los brazos extendidos.
—Éste es una niña —anunció su madre—. Tienes mucha suerte, hija. El otro será un niño y tendrás dos hijos sanos.
Aunque estaba agotada, Chen Chen lo comprendió. La ley de su provincia determinaba que si tu primer hijo era una niña, podías tener otro. Un niño.
Sonrió y tomó al bebé, que ya estaba envuelto en un paño limpio a cuadros.
Su marido miraba a Chen Chen y a su hija con expresión radiante.
Pero antes de que Chen Chen pudiera decir nada, su cuerpo volvió a tomar el control.
—Ay —dijo—. Está ocurriendo algo.
Se puso a cuatro patas y empezó a gatear, como si pudiera escapar de los dolores que la sacudían.
—¡Ay! —repitió.
Las madres la agarraron de los hombros y la obligaron a acuclillarse de nuevo. La instaron a que empujara.
«¿Y si esto no termina nunca?», pensó Chen Chen en un momento dado. En cuanto lo pensó, notó que el bebé salía de ella.
Su suegra quitó a su madre de en medio de un empujón y agarró al bebé. Chen Chen vio la decepción en su cara.
—He aquí nuestra mala suerte —dijo su suegra. Escupió en el suelo para alejar de ella el mal agüero. Luego entregó la segunda hija a la madre de Chen Chen—. Haz lo que debas —le dijo.
Más tarde, cuando sostenía a las dos niñas en brazos en la cama, Chen Chen pensó que la segunda no parecía estar del todo bien. La primera tenía una mirada fija, buen color en las mejillas y un llanto fuerte. La segunda era mucho más pequeña, con unos brazos y unas piernas que parecían ramitas. Tenía un mechón de pelo oscuro justo en mitad de la cabeza. Apenas lloraba. Por el contrario, tomaba el pecho de Chen Chen cuando se le ofrecía y succionaba con un movimiento lento y continuo.
Todos entraban en la habitación con cautela y evitaban la mirada de Chen Chen. Hasta el tercer día, cuando su madre fue a sentarse a su lado en la cama. Un bebé dormía en su regazo y el otro apoyado a su lado. Su madre le trajo aloe para los pezones agrietados. Y té para que recuperara fuerzas.
—La segunda —dijo su madre eligiendo las palabras con cuidado— es pequeña y lenta.
Chen Chen replicó:
—Come bien. No tardará en recuperarse.
—¡Es tan callada! —continuó diciendo su madre—. Los bebés deberían ser robustos y escandalosos. Eso significa que tienen los pulmones sanos.
A Chen Chen se le puso algo en la garganta que la obligó a tragar saliva.
—Quizá esté satisfecha, nada más.
—No es tan hermosa como su hermana —comentó su madre con la vista clavada en el rostro de Chen Chen—. ¿Lo entiendes?
—Yo creo que es hermosa —logró decir Chen Chen antes de que las lágrimas acudieran a sus ojos.
—La madre de tu marido es terrible. No me fío de lo que pueda hacerte. A ti y al bebé. No puedo quedarme más tiempo para protegerte. Tu padre, tu hermano y su mujer están esperando a que vuelva. La mujer de tu hermano también está embarazada y tengo que cuidar de ella.
Chen Chen continuó llorando.
—La segunda es más débil, Chen Chen. De las dos, es de ella de la que hay que deshacerse.
Chen Chen miró a su madre con ojos de loca.
—¡No! ¡No! —se apresuró a decir su madre—. Yo misma me la llevaré. De camino a casa me detendré en Loudi. Es una pequeña ciudad a unas tres horas de aquí. Me aseguraré de que vaya al lugar adecuado. A un lugar en el que cuiden de ella.
El bebé se movió junto a Chen Chen.
—He oído —le explicó su madre bajando la voz— que viene gente de todas partes, de España, de Norteamérica y de Holanda, y se llevan a casa a estos bebés. Les dan una buena vida. Una buena educación. Quizá esta niña vaya a una elegante escuela norteamericana. A la Universidad de Harvard. Todo es posible. Tienes una hija perfecta. Y otra que no lo es tanto. Es muy sencillo arreglarlo.
Chen Chen no podía responder. No podía dejar de llorar. Pensó que algo le ocurría a su corazón. Se le estaba rompiendo en docenas de pedazos, pedazos que irían a Loudi, a Norteamérica, a la Universidad de Harvard.
Tomó a su segunda hija y la estrechó entre sus brazos.
—Mei Mei —susurró.
Era el nombre con el que siempre la llamaría, incluso mucho después de que se la llevaran de entre sus brazos.
Mei Mei. «Hermana pequeña.»