El folleto

A la mañana siguiente, un poco de cordura había vuelto al hogar de la familia Eliot y, aunque David aún no se atrevía a abandonar la seguridad de su dormitorio, sus padres ya estaban sentados en el antecomedor, como si nada hubiera pasado.

—¿Ya te sientes mejor, mi platito de nueces, avena, fruta seca y hojuelitas de trigo integral? —preguntó tiernamente la señora Eliot.

—No somos granola —contestó el señor Eliot, mientras se servía un poco de ella—. ¿Cómo sigues de tu puñalada, mi amor?

—No duele tanto, mi vida. Gracias.

Comieron su cereal en silencio. Como siempre, el señor Eliot leyó la sección financiera del periódico de principio a fin, rechinando los dientes, resoplando y sonriendo nerviosamente cada vez que descubría cuáles de sus clientes habían caído en bancarrota ese día. Del otro lado de la mesa, la señora Eliot, vestida con una bata de color rosa brillante y con tubos en la cabeza del mismo color, oculta tras la sección de sociales vertía un poco de vodka en su plato de cereales. Le gustaban los desayunos con aperitivos, crujientes y refresco.

No fue sino hasta que comenzaron a comer los huevos pasados por agua que se acordaron de David. El señor Eliot cascaba el suyo con la cuchara cuando, de repente, sus ojos centellearon y su bigote se estremeció.

—David… —gruñó.

—¿Quieres que lo llame? —preguntó la señora Eliot.

—¿Qué vamos a hacer con ese muchacho?

El señor Eliot golpeó nuevamente el huevo… demasiado fuerte esta vez; el huevo explotó, salpicando a su mujer con pedazos de cascarón. El señor Eliot suspiró profundamente, tiró la cuchara y ésta perforó el periódico.

—Siempre confié en que seguiría mi carrera y entraría en la banca —dijo—. Por eso le compré una calculadora de bolsillo cuando tenía siete años y un portafolios cuando cumplió ocho. Cada Navidad, desde hace diez años, lo llevo a la bolsa de valores como un regalo muy especial. ¿Y qué he recibido a cambio? ¿Eh?… ¡Expulsado! —El señor Eliot cogió el periódico y lo hizo trizas—. ¡Qué fracaso! ¡Estoy acabado!

Justo en ese momento se oyó un ruido desde la entrada principal: el correo acababa de llegar. La señora Eliot se levantó y fue a ver lo que había llegado, lo cual no impidió que el señor Eliot siguiera hablando.

—Si tan sólo pudiera encontrar una escuela que lo metiera en cintura —murmuró—. No uno de esos institutos modernos sino uno donde todavía se crea en la disciplina. ¡Cuando yo era joven, sabía muy bien lo que significaba disciplina! En estos días, la mayoría de los niños ni siquiera sabe cómo se escribe. ¡Azotes, azotes, azotes! ¡Eso es lo que necesitan! ¡Una probadita de bambú en el trasero…!

La señora Eliot regresó a la mesa del desayuno con el montón de facturas de siempre, además de un sobre grande color café.

—Granja Groosham… —dijo la señora, intrigada.

—¿Qué?

—Eso dice aquí —contestó, al tiempo que le tendía el sobre de color café—. Viene de Norfolk.

El señor Eliot cogió un cuchillo y la señora Eliot de un clavado se metió debajo de la mesa, pensando que nuevamente lo usaría contra ella; pero, en vez de eso, su marido abrió el sobre antes de sacar su contenido.

—¡Qué raro! —murmuró.

—¿De qué se trata, mi amor? —preguntó nerviosa la señora Eliot, asomándose por el borde de la mesa.

—Es un folleto… de una escuela para varones. —El señor Eliot rodó su silla hacia la ventana por donde entraba el sol—. Pero ¿cómo supieron que estamos buscando una nueva escuela para David?

—Quizá les avisaron del Colegio Beton —sugirió su esposa.

—Supongo…

El señor Eliot abrió el folleto y una carta se deslizó de su interior; la desdobló y la leyó en voz alta:

Querido señor Eliot:

¿Se ha preguntado dónde encontrar una escuela que meta en cintura a su hijo? No uno de esos lugares modernos sino un sitio donde todavía se crea en la disciplina. ¿Alguna vez le ha preocupado que en estos días la mayoría de los niños ni siquiera saben escribir la palabra disciplina…?

El señor Eliot bajó la carta.

—¡Cielos! —dijo—. ¡Es asombroso!

—¿Qué pasa? —preguntó la señora Eliot.

—¡Yo estaba diciendo exactamente lo mismo hace un momento! ¡Casi palabra por palabra…!

—¿Qué más dice?

El señor Eliot levantó la carta.

… Permítanos entonces mostrarle la Granja Groosham. Como podrá usted ver en el folleto que anexamos, nuestra escuela es un internado a tiempo completo y ofrece un ambiente único para jóvenes entre doce y dieciséis años que han demostrado no poder adaptarse a los métodos educativos modernos.

La Granja Groosham se encuentra situada en su propia isla frente a las costas de Norfolk. No hay servicio regular de transbordador a la isla, así que tampoco hay vacaciones regulares. De hecho, sólo se permite a los alumnos un día de vacaciones al año. Nunca se invita a los padres a visitar la escuela, excepto en ocasiones especiales —y sólo si pueden nadar—.

Estoy seguro de que las excelentes instalaciones y altos niveles educativos de la Granja Groosham serán sumamente benéficos para su hijo. Espero recibir su respuesta en la próxima media hora.

Atentamente,

Juan Tragacrudo

Subdirector de la Granja Groosham

—¿Media hora? —exclamó la señora Eliot—. ¡Es muy poco tiempo para tomar una decisión!

—¡Mi decisión ya está tomada! —dijo terminante el señor Eliot—. ¡Un solo día de vacaciones al año! Es la cosa más razonable que he oído jamás.

Hojeó el folleto que, curiosamente, no tenía fotos y estaba escrito con tinta roja en una especie de pergamino.

—¡Escucha esto! Enseñan de todo… con un énfasis especial en química, historia antigua y estudios religiosos. Tienen dos laboratorios de idiomas, una sala de cómputo, un gimnasio totalmente equipado y es la única escuela en el país con su propio cementerio. —Golpeó la página emocionado—. Imparten teatro, música, cocina, modelado… y tienen hasta una clase de astronomía.

—¿Para qué querrán dar clases en una abadía? —preguntó la señora Eliot.

—Dije astronomía, el estudio de las estrellas… ¡no seas ridícula! —El señor Eliot enrolló el folleto y con él le dio a su esposa—. Esto es lo mejor que ha sucedido en toda la semana… Pásame el teléfono.

El señor Eliot marcó el número de teléfono que había al final de la carta. Primero se oyó un zumbido, después varios chasquidos. La señora Eliot suspiró. Su marido siempre zumbaba y chasqueaba cuando se exaltaba. Cuando se ponía realmente de buen humor, también silbaba por la nariz.

—¿Bueno? —dijo, una vez logró comunicarse—. ¿Puedo hablar con Juan Tragacrudo?

—Al habla el señor Tragacrudo. —Su voz era suave, casi un susurro—. Supongo que usted es el señor Eliot, ¿no es así?

—Sí, sí, soy yo. ¡Tiene usted toda la razón! —El señor Eliot estaba azorado—. Recibí su folleto esta mañana.

—¿Y ya ha tomado una decisión?

—Por supuesto. Deseo inscribir a mi hijo lo antes posible. Aquí entre nos, señor Tragacrudo, David es una gran desilusión para mí. Una desilusión completa. Durante años tuve la esperanza de que siguiera mis pasos, o por lo menos las huellas de mi silla de ruedas, ya que no puedo andar, pero, aunque ya casi tiene trece años parece totalmente desinteresado por los temas financieros.

—No se preocupe, señor Eliot —la voz al otro lado de la línea carecía de matices—. Después de algunos periodos escolares en la Granja Groosham, estoy seguro de que verá usted a su hijo convertido en… una persona un tanto diferente.

—¿Cuándo puede empezar? —preguntó el señor Eliot.

—¿Qué le parece hoy?

—¿Hoy?

La señora Eliot estiraba el cuello para escuchar por el auricular. El señor Eliot se lo lanzó, golpeándola detrás de la oreja.

—Disculpe, señor Tragacrudo —se excusó mientras su mujer salía volando—. ¿Eso…? Fue sólo la cabeza de mi esposa… ¿Dijo usted hoy?

—Sí. Hay un tren que sale de la calle Liverpool rumbo a King’s Lynn a la una de la tarde. Otros dos alumnos lo tomarán también. David puede viajar con ellos.

—¡Maravilloso! ¿Quiere que vaya yo también?

—¡Oh, no, señor Eliot! —masculló el subdirector de la escuela—. No aprobamos la presencia de los padres aquí en Groosham. Hemos descubierto que nuestros alumnos responden con mayor rapidez si están completamente alejados de su casa y de su familia. Pero, claro, si de verdad quiere usted hacer el largo y tedioso viaje…

—¡No, no! Lo mandaré en un taxi a la estación de trenes. Aunque pensándolo bien, mejor lo mandaré en autobús.

—Entonces, esperamos verlo esta tarde. Adiós, señor Eliot.

El teléfono quedó mudo.

—¡Lo aceptaron! —exclamó entusiasmado el señor Eliot. La señora Eliot le acercó el aparato telefónico y él colgó de golpe el auricular, machacando sin querer tres dedos de la mano de su mujer.

En ese preciso momento la puerta se abrió y David entró vestido con una camiseta y pantalones de mezclilla. Nervioso, ocupó su lugar en la mesa y tomó la caja de cereal, al tiempo que su padre rodó disparado hasta él y de un manotazo le arrebató la caja, lanzando una lluvia de granola sobre sus hombros. La señora Eliot, mientras tanto, sumergía sus dedos lastimados en leche. David suspiró. Al parecer, tendría que olvidarse del desayuno.

—No hay tiempo para comer —sentenció el señor Eliot—, tienes que subir a hacer el equipaje.

—¿A dónde voy? —preguntó David.

—Vas a una escuela maravillosa que he encontrado para ti. Una escuela perfecta. Una escuela gloriosa.

—Pero ahora no hay clases… —dijo David.

—Las clases nunca terminan —contestó su padre—. Eso es lo maravilloso del asunto. Empaca a tu madre y dale un beso de despedida a tu ropa. ¡No! —dijo a la vez que se daba de frente contra la mesa—. Besa a tu madre y empaca tu ropa. Tu tren sale a la una.

David miró a su madre, que había soltado a llorar otra vez —si lo hacía porque se iba, porque le dolían los dedos o porque de algún modo su mano quedó atorada en la jarra de la leche, no lo sabría decir—. Obviamente no tenía ningún caso discutir. La última vez que había intentado hacerlo su padre lo había encerrado en su cuarto y clavado la puerta al marco. Fueron necesarios dos carpinteros, el cuerpo de bomberos y una semana de trabajo para abrirla otra vez. Así que, en silencio, se levantó y salió del cuarto.

Empacar no le tomó mucho tiempo. No tenía uniforme para la nueva escuela ni idea de qué libros llevar. No estaba contento pero tampoco triste. Después de todo, su padre ya había cancelado la Navidad y, como quiera que fuera, la escuela no podría ser peor que su casa en el paseo Wiernotta. Pero mientras doblaba su ropa sintió algo extraño. Alguien lo observaba, lo podría asegurar.

Cerró su maleta, se acercó a la ventana y miró hacia afuera. Desde su cuarto se veía el jardín, que era todo de plástico pues su madre era alérgica a las flores. Y ahí, de pie en medio del pasto de plástico, lo vio. Era un cuervo o tal vez un grajo. Fuera lo que fuera, se trataba del pájaro más grande que había visto nunca. Era negro como boca de lobo, y las plumas colgaban de su cuerpo como un manto andrajoso. Miraba hacia la recamara, con sus ojos brillantes fijos en él.

David se inclinó para abrir la ventana. Al mismo tiempo, el pájaro soltó un graznido agudo y fantasmal, y se elevó por los aires. David lo vio alejarse volando por encima de los tejados de las casas. Luego se dio media vuelta y se preparó para salir.