El tren fantasma

David atravesó corriendo el campo, la hierba alta le llegaba al pecho. Atrás quedaba el bote en el embarcadero, no amarrado sino incrustado en él. El trayecto había sido de todo menos tranquilo.

Era la mañana del día siguiente. Debido a la niebla, las corrientes y los controles del bote que le eran desconocidos, a David le había llevado más tiempo del que había pensado atravesar las aguas y ya había oscurecido cuando se estrelló contra la costa de Norfolk. Debió pasar la noche en la cabina destrozada y no fue sino hasta que alumbraron los primeros rayos del día cuando se dio cuenta de que había llegado exactamente al mismo lugar de donde había salido.

El campo subía en una suave declive hasta el blanco y brillante molino de viento que David había visto por primera vez desde la carroza fúnebre. De cerca, el molino resultaba ser una construcción semiderruida y abandonada, destrozada por el viento y la lluvia. Las aspas no eran más que armazones de madera torcida que más bien parecían las alas esqueléticas de un insecto. Si David esperaba encontrar un teléfono, pronto se desilusionó. El molino de viento estaba abandonado desde hacía cien años y las líneas de teléfono habían pasado de largo.

Pero del otro lado encontró una carretera y se paró ahí, tambaleándose, muerto de cansancio y frío. Un coche pasó a toda velocidad y David parpadeó. Fue casi como si hubiera olvidado lo que era un automóvil común y corriente. Miró con nerviosismo por encima de su hombro. No había forma de que alguien de la escuela lo hubiera seguido. Pero tratándose de la Granja Groosham no se podía estar seguro de nada, así que se sintió perdido y desamparado en medio del aplastante silencio de aquel páramo.

Tenía que llegar al pueblo más cercano y a la civilización. No traía dinero. Eso significaba pedir que lo llevaran de aventón. David extendió la mano y puso el pulgar en posición. Seguramente alguien se detendría. Alguien tenía que detenerse.

Setenta y siete coches pasaron. David los contó. No solamente se negaron a detenerse, algunos de hecho aceleraron como si estuvieran ansiosos por evitarlo. ¿Qué había de malo en él? Era sólo un muchacho de trece años común y corriente, y cansado, en medio de ninguna parte, tratando de conseguir un aventón. ¡Trece años! «¡Feliz cumpleaños!», se dijo a sí mismo. De mala gana, levantó el pulgar y lo intentó de nuevo.

El coche número setenta y nueve se detuvo. Era un Ford de color rojo brillante, conducido por un hombre alegre y gordo llamado Horacio Revago. El señor Revago resultó ser agente viajero. Según le explicó, se dedicaba a vender trucos de magia y bromas. No había necesidad de explicar nada. Cuando David se sentó, del asiento escapó un ruido sordo; el chicle que le ofreció era de jabón, y había dos palomas, un conejo y una tira de salchichas de plástico dentro de la guantera.

—¿De dónde vienes? —preguntó Horacio al tiempo que levantaba la barbilla para hacer girar su corbata de moño.

—De la escuela —susurró David.

—¿Te estás escapando? —Horacio levantó una ceja, luego la otra, y movió las aletas de la nariz.

—Sí. —David respiró hondo—. Tengo que llegar a una estación de policía.

—¿Por qué?

—Estoy en peligro, señor Revago. La escuela es una locura. Está en una isla y todos son vampiros y brujas y fantasmas… y quieren convertirme en uno de ellos. ¡Tengo que detenerlos!

Ja, ja, jaaarg. —La risa de Horacio Revago sonó como el mugido de una vaca a la que estuvieran estrangulando. Su cara se puso roja y la flor que llevaba en el ojal comenzó a escupir un chorro de agua sobre el tablero—. Así que también eres medio bromista, ¿eh? —dijo por fin—. ¿Te quieres divertir? Te puedo vender una bomba apestosa o mierda de plástico…

—Le estoy diciendo la verdad —protestó David, ofendido.

—¡Claro, claro! ¡Y yo soy el conde Drácula! ¿No? —El vendedor de bromas volvió a carcajearse—. ¡Vampiros y brujas! ¡Qué buen chiste, amigo! ¡Qué buen chiste!

David se bajó en Hunstanton, el primer pueblo. El señor Revago se había reído tanto durante el camino que las lágrimas chorreaban por sus mejillas y una verruga de mentira que tenía en la barbilla se le despegó. Todavía chillaba de risa cuando arrancó; al saludar con la mano de sus mangas salieron naipes. David esperó a que el coche se alejara. Luego echó a andar.

Hunstanton era un pueblo turístico. Durante el verano debía de llenarse de vida y color, pero fuera de temporada no se paraban ni las moscas en esa aburrida mezcla de techos grises y torres, tiendas y plazas que bajaban zigzagueantes por una colina hasta la orilla del mar frío y picado. Había un muelle con un montón de botes de pesca medio envueltos en sus propias redes; se parecían a los peces que debían atrapar. A lo lejos algunas carpas grises y una cerca de madera rodeaban lo que durante el verano debía ser un parque de diversiones. En ese nublado día de primavera no se veía ni una pizca de diversión por ningún lado.

David tenía que encontrar la estación de policía. Pero en cuanto empezó a buscarla, lo asaltó un pensamiento perturbador. Horacio Revago no había creído una sola palabra de lo que le había dicho. ¿Por qué habrían de creerle los demás? Si hablaba de magia negra y brujería, probablemente lo meterían en el manicomio de la localidad. O peor aún, podrían detenerlo y llamar a la escuela. Tenía sólo trece años. Y era un hecho comprobado que los adultos nunca les creían a los niños de trece años.

Se detuvo y miró a su alrededor. Estaba delante de una biblioteca y, movido por un impulso, dirigió sus pasos hacia ella. Por fin había algo que podía hacer: informarse más. Cuanto más supiera, mejor podría defender su caso. Y los libros parecían el mejor lugar para empezar.

Por desgracia, la biblioteca de Hunstanton no tenía una sección de brujería muy amplia. De hecho, sólo había tres libros en el estante; dos de ellos habían sido colocados ahí por equivocación (en realidad correspondían a la sección de brújulas e instrumentos de precisión), pero el tercero parecía prometedor. Se llamaba Magia negra en Bretaña y su autora era una tal Beti Rinaria. David lo hojeó y luego se lo llevó a la mesa para leerlo con cuidado.

COFRADÍA: Reunión de brujos, por lo general en número de trece o de un múltiplo de trece. La razón principal de ello es que con frecuencia se considera que doce es un número perfecto, de modo que la figura trece viene a significar muerte. Trece es también la edad a la que un novicio se integra a la cofradía.

INICIACIÓN: Por lo general al nuevo brujo o la nueva bruja se le obliga a escribir su nombre en un libro negro, el cual es guardado por el maestro de la cofradía. Es costumbre que el nombre se escriba con la propia sangre del novicio. Una vez que ha firmado, él o ella recibirá un nuevo nombre. Éste será un nombre de poder y puede tomarse de un brujo anterior como signo de respeto.

BRUJOS: Entre los brujos famosos de Bretaña se encuentran Roger Bacon, cuya fama se debe a que caminó entre dos torres de Oxford; Besi Dunlop, quien fue quemada viva en Ayrshire, y William Rufus, un gran maestro satánico que vivió en el siglo XII.

SABBAT: El sabbat de las brujas tiene lugar a medianoche. Antes de prepararse para el sabbat, las brujas se frotan en la piel un ungüento de cicuta y acónito. El ungüento provoca un estado similar al sueño, el cual, se cree, ayuda a liberar poderes mágicos.

MAGIA: La magia más conocida que los brujos usan es la llamada «ley de la similitud». En ella, un muñeco de cera representa a la víctima de la furia del brujo. Cualquier cosa que se haga al muñeco lo sufrirá la víctima humana.

La herramienta mágica más poderosa de los brujos es el «familiar», una criatura que actúa como una especie de sirviente diabólico. El gato es la clase de familiar más común, pero se han usado otros animales, como cerdos e, incluso, cuervos.

Sentado ahí, leyendo aquel libro, David perdió la noción del tiempo. Al atardecer ya había leído todo lo que quería saber sobre la Granja Groosham, así como otras cosas que hubiera querido no saber. El libro le deparaba otra sorpresa. David estaba a punto de levantarlo y llevarlo a su lugar, cuando éste se abrió por otra página y sus ojos tropezaron con una entrada que llamó poderosamente su atención:

GRANJA GROOSHAM. Véase nota del editor.

Con curiosidad, David buscó al final del volumen. En la última página había una breve nota escrita por el editor:

Mientras estaba escribiendo este libro, la señorita Beti Rinaria emprendió un viaje al condado de Norfolk con el propósito de hacer una investigación sobre la Granja Groosham, la legendaria Academia de Brujería donde alguna vez los jóvenes novicios fueron adiestrados en el arte de la Magia Negra.

Desafortunadamente, la señorita Beti Rinaria nunca regresó de ese viaje. Su máquina de escribir fue devuelta por las aguas del mar varios meses después. Por respeto a su memoria, los editores decidieron dejar esta sección en blanco.

¡Una academia de brujería! Las palabras seguían dando vueltas en su cabeza cuando salió de la biblioteca. ¿Qué otra cosa podría ser la Granja Groosham? Latín fluido, modelado en cera, clases de cocina un tanto extrañas y estudios religiosos muy poco cristianos…

Todo encajaba. Pero David nunca había querido ser brujo. ¿Por qué entonces lo habían escogido a él?

Caminaba por la calle principal junto a las tiendas que ya se preparaban para cerrar, cuando un movimiento captado con el rabillo del ojo lo hizo detenerse y darse la vuelta. Por un momento pensó que se lo había imaginado. Pero entonces, una figura contrahecha salió disparada de atrás de un coche.

Era Gregor.

De alguna manera el enano había llegado a Hunstanton y David supo de inmediato que lo buscaba. Sin pensarlo, echó a correr colina abajo en dirección al mar. Sabía lo que le pasaría si lo encontraban. La escuela lo mataría antes de permitirle contar su historia. Era un hecho que ya habían asesinado a dos personas. ¿Cuántos más habían terminado en el cementerio de la Isla Cadavera prematuramente?

No fue sino hasta que estuvo frente al mar que se detuvo para tomar aliento y tratar de calmarse. Era una coincidencia, tenía que serlo. Gregor estaba ahí de compras o visitando un amigo. Nadie en la escuela podía saber que todavía se encontraba en Hunstanton.

A unos metros de él, Gregor soltó una risita. El jorobado estaba sentado en un muro de ladrillo de poca altura, viéndolo con su único ojo, redondo como una cuenta. Sacó algo de su cinturón. Era una navaja de por lo menos veinte centímetros de largo que brillaba malignamente. David se dio la vuelta y echó a correr otra vez.

No tenía idea de hacia dónde se dirigía. El mundo entero se inclinaba y se estremecía cada vez que sus pies golpeaban contra el frío pavimento de hormigón. Lo único que podía escuchar era su propia respiración angustiada. Cuando volteó nuevamente hacia atrás, el enano ya no estaba ahí. Hunstanton se veía en la distancia. Había llegado al final del camino. De pronto, se vio rodeado por unas carpas hinchadas y unos quioscos de madera torcidos. ¡El parque de diversiones! Se encontraba justo en el centro de él.

—¿Te gustaría dar una vuelta, hijo?

El que había hablado era un hombre viejo con un abrigo raído y un cigarro colgado de la comisura de la boca. Estaba detrás del tren fantasma. Había tres carros —uno azul, otro verde y el tercero amarillo— sobre una vía curva que se perdía detrás de un par de puertas.

—¿Una vuelta? —David recorrió con la mirada desde el tren fantasma hasta la orilla del mar. No había señales de Gregor.

—Sí, tengo que hacer una prueba —el viejo aplastó su cigarro y tosió—. ¡Qué suerte que hayas aparecido! Te puedes dar una vuelta gratis.

—No, gracias… —En cuanto David pronunció estas palabras vio otra vez a Gregor que entraba en el terreno de la feria. No había visto a David aún, pero lo estaba buscando. Todavía llevaba el cuchillo en la mano, con la punta hacia arriba.

David saltó dentro del carro. Tenía que desaparecer de su vista. Un par de minutos dentro del tren fantasma podrían ser suficientes. Por lo menos, Gregor no podría seguirlo ahí dentro.

—Sujétate fuerte. —El viejo presionó un botón.

El carro avanzó jaloneándose.

Un segundo después chocó con las puertas. Éstas se abrieron y luego se cerraron de un golpe detrás de él. David fue tragado por la oscuridad. Sintió que se asfixiaba. Entonces una luz roja brilló detrás de una calavera de plástico y David volvió a respirar. Si la calavera tenía el propósito de asustarlo, el efecto había sido el contrario. Le recordó que se trataba sólo de un entretenimiento, una vuelta en un juego de feria, con máscaras de plástico y focos de colores. Un altavoz rompió el silencio con un «¡buuu!» grabado, y David esbozó una sonrisa. Una luz verde parpadeó. Una araña de goma se balanceó hacia arriba y hacia abajo en un alambre muy visible. David sonrió nuevamente.

Entonces el carro se precipitó por un abismo.

La caída en la oscuridad fue tan larga que David sintió el aire correr entre sus cabellos y la espalda pegada al respaldo del asiento. En el último momento, cuando creyó que se estrellaría haciéndose pedazos al final de la vía, el carro frenó suavemente como si hubiera sido detenido por un colchón de aire.

—¡Vaya paseo…! —se dijo. Era un alivio escuchar el sonido de su propia voz.

Otra luz se encendió; una luz que en cierto modo resultaba menos eléctrica que las otras que había visto antes. El sonido de un suave burbujeo salía de los altavoces, sólo que de pronto David se preguntó si ahí habría altavoces. El sonido era muy real. También percibió un olor; un olor a humedad como el de un pantano. Antes de la caída, había podido sentir las vías debajo del carro. Ahora parecía que iba flotando.

Una figura apareció en la oscuridad —un muñeco de plástico cubierto por con un manto negro—. Pero luego aquella figura levantó la cabeza y David se dio cuenta de que se trataba de un hombre, un hombre al que David conocía muy bien.

—¿Realmente creías que podrías escapar de nosotros? —preguntó el señor Tragacrudo.

El tren fantasma reptó hacia adelante. La señora Windergast estaba frente a él.

—No pensé que fueras tan tonto —trinó la mujer.

David se replegó en su asiento cuando vio que el carro se lanzaba contra ella, pero en el último momento una fuerza invisible tiró el vehículo hacia un lado y David se encontró frente al señor Escualo y al señor Falcón, ambos iluminados por un pálido resplandor azul.

—¡Qué desilusión, señor Escualo!

—¡Qué desastre, señor Falcón!

El tren fantasma se echó en reversa dando tumbos. La señorita Pedicure agitó su dedo índice y chasqueó la lengua. Monsieur Leloup, mitad hombre, mitad lobo, aulló. El señor Oxisso, pálido y semitransparente, abrió la boca para decir algo pero, en lugar de palabras, de ella salió una bocanada de agua de mar.

David se quedó donde estaba, agarrado al filo del asiento y respirando apenas, mientras todos los miembros del personal de la Granja Groosham iban apareciendo, uno tras otro, delante de él. Un humo negro comenzó a retorcerse alrededor de sus pies y pudo distinguir un resplandor rojo a la distancia que se hacía más brillante conforme se acercaba a él. De pronto algo se enganchó a la parte trasera del carro, justo encima de su cabeza. David miró hacia arriba. Dos manos de dedos retorcidos se habían aferrado al metal. Pero las manos no estaban unidas a brazo alguno.

David gritó.

El tren fantasma atravesó como rayo un segundo par de puertas. El resplandor rojizo del inmenso sol del atardecer estalló hiriendo sus ojos. Un viento frío agitó sus cabellos. Abajo, a lo lejos, las olas chocaban contra las rocas.

El tren fantasma lo había llevado de regreso a la Isla Cadavera. El carro amarillo descansaba sobre la hierba en la cima del acantilado. No había vías, ni muñecos, ni feria.

Era la tarde de su decimotercer cumpleaños y las sombras de la noche comenzaban a extenderse sobre la Tierra.