25
Stefanía se puso en pie y se dispuso a marcharse. Como si ya hubiese dicho todo lo que tenía que decir. Erlendur tuvo la sensación de que había optado por explicarle solamente lo que quería que él supiese, y que se había guardado lo demás. Él se puso también en pie y estuvo pensando si darse por satisfecho con eso por el momento o continuar el interrogatorio. Decidió dejar que se marchara si quería. Estaba mucho más dispuesta a colaborar que antes, y eso le resultaba suficiente por el momento. Pero no pudo dejar de preguntarle por un misterio que no conseguía solucionar y que ella no le había aclarado.
—Puedo comprender que tu padre estuviera furioso toda la vida aunque fuera un accidente —dijo Erlendur—. Porque se quedó inválido, atado para siempre a una silla de ruedas. Pero no acabo de comprender tu postura. Por qué reaccionaste del mismo modo. Por qué te pusiste del lado de tu padre. Por qué te revolviste contra tu hermano y pasaste tantos años sin tratar de ponerte en contacto con él.
—Creo que ya he colaborado suficientemente —dijo Stefanía—. Su muerte no es asunto de mi padre ni mío. Está relacionada con la otra vida que llevaba mi hermano, y que ni mi padre ni yo conocemos. Espero que sabrás apreciar mi sinceridad y mi espíritu de colaboración, y que no volverás a molestarnos más, ni a aparecer por mi casa para ponerme las esposas.
Extendió la mano como si quisiera sellar así una especie de pacto entre los dos, de que a partir de entonces los dejarían en paz a ella y a su padre. Erlendur le tomó la mano e intentó sonreír. Sabía que aquel pacto tendría que romperse más tarde o más temprano. Demasiadas preguntas, pensó, y muy pocas respuestas creíbles. No estaba dispuesto a soltarla tan pronto. Creía que seguía mintiéndole o que, por lo menos, estaba dando rodeos en torno a la verdad.
—¿Así que no viniste al hotel a ver a tu hermano unos días antes de su muerte? —preguntó.
—No, tenía una cita con una amiga en este mismo salón. Tomamos un café. Puedes ponerte en contacto con ella y preguntarle si es mentira. Ya había olvidado incluso que él trabajaba aquí, y mientras estuve en el hotel ni siquiera lo vi.
—Quizá lo compruebe —dijo Erlendur, tomando nota del nombre de la mujer—. Otra cosa: ¿conoces a un hombre llamado Henry Wapshott? Es inglés y estaba en contacto con tu hermano.
—¿Wapshott?
—Es un coleccionista de discos. Está interesado en los discos de tu hermano. Resulta que colecciona discos de coros y está especializado en niños de coro.
—Nunca había oído ese nombre —dijo Stefanía—. ¿Especialista en niños de coro?
—Ciertamente existen coleccionistas más raros que él —dijo Erlendur, aunque prefirió no contarle lo de las bolsas de vomitar de las líneas aéreas—. Cree que los discos de tu hermano son auténticos tesoros hoy día, ¿sabes algo sobre eso?
—No, ni idea —dijo Stefanía—. ¿A qué se refería? ¿Qué significa eso?
—No sabría decir cuánto —dijo Erlendur—. Pero son lo suficientemente valiosos como para que Wapshott viniera a Islandia a ver a tu hermano. ¿Conservaba Gudlaugur sus discos?
—No creo.
—¿Sabes qué fue de las copias de sus discos que no se vendieron?
—Supongo que se venderían —dijo Stefanía—. ¿Tendrían algún valor si aún existieran?
Erlendur percibió cierta excitación en su voz y pensó si no estaría jugando con él, si sabía todo eso mucho mejor que él y estaba intentando averiguar hasta dónde sabía él.
—Es bastante posible —dijo Erlendur.
—¿Ese inglés sigue en el país ahora? —preguntó ella.
—Lo tenemos bajo custodia, en prisión —dijo Erlendur—. Es posible que sepa más sobre la muerte de tu hermano de lo que nos ha contado.
—¿Creéis que fue él quien lo mató?
—¿No has oído las noticias?
—No.
—Es un sospechoso, eso es todo.
—¿Qué clase de persona es?
Erlendur estuvo a punto de hablarle de los informes de la policía británica, así como de la pornografía infantil encontrada en la habitación de Wapshott, pero se contuvo. Repitió sus palabras de que era un coleccionista de discos interesado en los niños de coro, que se alojaba en el hotel y tenía relación con Gudlaugur, y que era lo bastante sospechoso como para que lo hubieran detenido.
Se despidieron como buenos amigos y Erlendur la miró mientras recorría el comedor y el vestíbulo. En ese momento empezó a sonar su móvil en el bolsillo. Lo cogió y respondió. Para su gran sorpresa, quien llamaba era Valgerdur.
—¿Podría verte esta tarde? —preguntó sin más preámbulo—. ¿Estarás en el hotel?
—Es posible —dijo Erlendur, sin poder ocultar el asombro en su voz—. Creo que…
—¿Digamos que a las ocho? ¿En el bar?
—Perfecto —dijo Erlendur—. Digamos que sí. ¿Qué…?
Se disponía a preguntarle qué era lo que la preocupaba cuando ella colgó y lo único que pudo oír fue el silencio en su oído. Apagó el móvil y se preguntó por qué querría verlo. Había descartado ya la posibilidad de conocer mejor a aquella mujer, y había llegado a la conclusión de que seguramente no tenía ninguna posibilidad de ligar con alguna mujer. Pero entonces llegó aquella llamada telefónica, y no acababa de saber cómo debía tomarla.
Era ya por la tarde y Erlendur estaba muerto de hambre, pero en lugar de comer en el restaurante del hotel, subió a su cuarto e hizo que le subieran un almuerzo decente. Todavía tenía que ver algunas cintas, de modo que puso una en el vídeo y la hizo avanzar mientras esperaba su comida.
Perdió la concentración enseguida, su mente se apartaba constantemente de la pantalla y empezó a darle vueltas a las palabras de Stefanía. ¿Por qué iba Gudlaugur a su casa por las noches? A su hermana le había dicho que echaba de menos su casa. «A veces echo de menos mi casa». ¿Qué había detrás de aquellas palabras? ¿Lo sabía su hermana? ¿Qué significaba la casa en la mente de Gudlaugur? ¿Qué echaba de menos? Él ya no era parte de la familia y quien más cerca había estado de él, su madre, había muerto muchos años atrás. No molestaba a su padre o a su hermana cuando los visitaba. No iba durante el día, como haría cualquier persona normal, si es que existen las personas normales, ni iba para arreglar las cosas entre ellos, para apaciguar la enemistad, la furia e incluso el odio que se había creado entre él y su familia. Iba al amparo de la oscuridad de la noche y tenía la máxima precaución en no despertar a nadie, y luego se marchaba sin que se percataran de su presencia. No parecía buscar la reconciliación ni el perdón, sino algo más importante, algo que solo él sabía y que nunca sería desvelado, algo que estaba oculto en esa palabra.
Su casa.
¿Qué era?
Quizá sensaciones de la infancia en la casa de sus padres, antes de que la vida arrojara contra él la desgracia y un destino incomprensible que solo acarrearon desastres y sufrimientos. Tal vez recuerdos de cuando correteaba por aquella casa, consciente de la presencia de su padre, su madre y su hermana, que entonces aún eran sus compañeros y sus amigos. Probablemente fuera a la casa en busca de recuerdos que no quería perder y que lo mantenían en pie cuando más desdichado se sentía.
Tal vez iba a la casa para enfrentarse al destino que le había tocado vivir. Las exigencias intransigentes de su padre, las burlas de quienes lo consideraban diferente, el amor de su madre, que para él era la persona más querida, y su hermana mayor, que también se ocupaba de él; la decepción, cuando regresaron después del concierto en el Cine Municipal, y su mundo se derrumbó sobre él y las esperanzas de su padre se convirtieron en nada. ¿Qué podía ser peor para un niño como él que no haber podido estar a la altura de las expectativas de su padre? Después de los esfuerzos que había hecho él mismo, de todo lo que había hecho su padre y de todo lo que había hecho su familia. Había sacrificado su infancia para llegar a ser algo que no acababa de entender y sobre lo que no tenía poder alguno… y no sucedió nada. Su padre había jugado con su infancia, en realidad se la había robado.
Erlendur suspiró.
—¿Quién no echa de menos su casa de vez en cuando?
Estaba tumbado en la cama cuando de pronto oyó ruido en la habitación. Al principio no supo de dónde procedía. Pensó que el tocadiscos se había puesto en marcha y la aguja había entrado en un surco del disco.
Se levantó, miró el tocadiscos y comprobó que estaba apagado. Volvió a oír el mismo sonido y miró a su alrededor. La habitación estaba a oscuras y no veía bien. Algo de claridad llegaba de la farola del otro lado de la calle. Iba a encender la luz de la mesilla de noche cuando volvió a oír el sonido, más fuerte que antes. No se atrevía a moverse. De pronto recordó dónde lo había oído antes.
Se sentó en la cama y miró la puerta. En la débil claridad vio una pequeña figura humana acurrucada en un rincón junto a la puerta; lo miraba, con el rostro morado de frío y temblando como la hoja de un árbol, y sorbía por la nariz.
Aquel era el sonido que Erlendur había reconocido.
Se quedó mirando a aquella figura, que también lo miraba e intentaba sonreír, pero sin conseguirlo por culpa del frío.
—¿Eres tú? —preguntó Erlendur.
En ese mismo instante, la figura desapareció del rincón y Erlendur se despertó sobresaltado, casi cayéndose de la cama, y miró fijamente la puerta.
—¿Eras tú? —suspiró, y vio ante sí jirones de su sueño, los guantecillos de lana, el gorro, el anorak y la bufanda. La ropa que llevaban al salir de casa.
La ropa de su hermano.
Que temblaba de frío en aquella habitación tan fría.