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Erlendur dejó a Ösp en manos de Elínborg y los policías, y se dirigió a toda prisa a su habitación, donde Eva Lind lo estaba esperando. Introdujo la tarjeta de plástico en la ranura de la cerradura, abrió la puerta y vio a Eva Lind sentada en el alféizar de la gran ventana, abierta de par en par, mirando caer la nieve sobre el pavimento, varias plantas más abajo.
—Eva —dijo Erlendur en un tono tranquilo.
Eva dijo algo que él no oyó.
—Venga, cariño —dijo él, acercándose a ella con mucho cuidado.
—Parece tan sencillo —dijo Eva Lind.
—Ven, Eva —dijo Erlendur en voz baja—. Vámonos a casa.
Ella se dio la vuelta. Lo miró un largo instante y luego asintió con la cabeza.
—Vamos —dijo en voz muy baja, bajó al suelo y cerró la ventana.
Erlendur se acercó a ella y la besó en la frente.
—¿Te robé yo tu infancia, Eva? —dijo él en voz baja.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—Nada —dijo él.
Erlendur la miró largamente a los ojos. A veces veía en ellos un cisne blanco. Ahora eran negros.
El móvil de Erlendur sonó en el ascensor, cuando estaban bajando al vestíbulo. Enseguida reconoció la voz.
—Solo quería desearte una feliz Navidad —dijo Valgerdur. Parecía como si susurrase al teléfono.
—Igualmente —dijo Erlendur—. Feliz Navidad.
Cuando llegaron al vestíbulo, Erlendur entró en el comedor, que estaba atiborrado de extranjeros regalándose con las exquisiteces navideñas del bufé y parloteando en todos los idiomas posibles, de forma que un alegre murmullo se extendía por toda la planta baja. No pudo evitar pensar que alguno de ellos tenía en las manos el arma del crimen.
Le contó al jefe de recepción que era bastante posible que fuera Rósant quien le envió a aquella mujer que se acostó con él para exigirle luego que le pagara. El recepcionista dijo que ya sospechaba algo por el estilo. Ya había dado cuenta a los propietarios del hotel del tráfico que se llevaba a cabo en el establecimiento con la complicidad del director y el maître, pero no sabía qué decisión tomarían.
Erlendur vio de lejos al director del hotel que miraba con expresión de asombro a Eva Lind. Erlendur intentó fingir que no lo veía, pero el director tenía rápidos reflejos y le cortó el paso.
—Tan solo quería darte las gracias, ¡naturalmente, no tienes que pagar por tu estancia!
—Ya he pagado mi cuenta —dijo Erlendur—. Adiós.
—¿Qué hay de Henry Wapshott? —preguntó el director, ya casi pegado a Erlendur—. ¿Qué pensáis hacer con él?
Erlendur se detuvo. Cogió de la mano a Eva Lind, que dirigió la vista al director del hotel con la mirada perdida.
—Lo enviaremos a Inglaterra. ¿Algo más?
El director estaba inquieto.
—¿Piensas hacer algo sobre las mentiras que te contó la chica aquella sobre los congresistas?
Erlendur sonrió para sí.
—¿Te preocupa el asunto? —dijo.
—Es una sarta de mentiras.
Erlendur tomó del brazo a Eva Lind y se dirigieron hacia la puerta de salida.
—Ya veremos —dijo.
Cuando cruzaron la puerta, Erlendur se percató de que la gente se detenía donde estaba y miraba a su alrededor. Las empalagosas canciones navideñas americanas habían callado y Erlendur sonrió para sí al comprobar que el jefe de recepción había cumplido sus deseos acerca de cambiar la música de los altavoces. Pensó en los discos no vendidos. Le había preguntado a Stefanía dónde creía que podrían estar, pero ella no lo sabía. No tenía ni idea de dónde los tenía guardados su hermano, y consideraba bastante improbable que pudieran encontrarlos algún día.
Poco a poco se fue acallando el bullicio del comedor. Los huéspedes del hotel se miraban unos a otros con gesto de asombro y miraban al techo en busca del origen de aquella voz extraña y bellísima que llegaba a sus oídos. Los empleados escuchaban en silencio, inmóviles. Era como si el tiempo se hubiera detenido por un instante.
Salieron del hotel y Erlendur cantó el bello salmo en voz baja, acompañando a Gudlaugur niño, y percibió de nuevo la profunda añoranza en la voz del muchacho.
Oh, Padre, haz de mí una débil llama en mi breve existencia…