31

Cuando Erlendur bajó al vestíbulo vio a Elínborg ante el mostrador de recepción. El recepcionista jefe señaló en su dirección, y ella se dio la vuelta. Estaba buscándolo y se dirigió hacia él con pasos rápidos y un gesto de preocupación que Erlendur casi nunca veía en ella.

—¿Pasa algo? —le preguntó cuando se acercó.

—¿Podemos sentarnos en algún sitio? —dijo ella—. ¿Ya está abierto el bar? ¡Dios mío, qué trabajo más horrible! No sé para qué se dedica una a esto.

—¿Qué pasa? —preguntó Erlendur. La tomó del brazo y la acompañó al bar. La puerta estaba cerrada pero no con llave, y entraron. Aunque se pudiera acceder, el bar en sí estaba cerrado. Erlendur vio en un cartel que no abría hasta una hora más tarde. Se sentaron en un reservado.

—Además, la Navidad va a ser una catástrofe en mi casa —dijo Elínborg—. Nunca había hecho tan pocos pasteles. Y esta noche viene mi familia política y…

—Dime lo que ha pasado —dijo Erlendur.

—¡Menudo caos! —dijo ella—. No le comprendo. No consigo comprenderle.

—¿A quién?

—¡Al niño! —dijo Elínborg—. No comprendo qué pretende.

Le contó a Erlendur que la noche anterior, en vez de marcharse a su casa a cocinar, se había ido a Kleppur. No sabía bien por qué, pero el caso del padre y su hijo no se le iba de la mente. Cuando Erlendur le indicó que a lo mejor ya estaba harta de preparar galletitas para su familia política, no le dedicó ni una sonrisa.

Ya había estado antes en el psiquiátrico para intentar hablar con la madre del muchacho, pero la mujer estaba tan enferma que no consiguió obtener ninguna información útil. Y lo mismo pasó cuando fue a verla esa tarde. La madre estaba sentada, balanceándose hacia delante y atrás sin saber en qué mundo vivía. Elínborg no sabía muy bien lo que pretendía sacar de ella, pero pensaba que podría saber algo sobre la relación entre padre e hijo que no hubiera salido antes a relucir.

Sabía que la madre solo permanecía ingresada en el psiquiátrico durante periodos cortos. La internaban cuando empezaba a tirar los medicamentos por el retrete de su casa. Cuando tomaba la medicación, solía estar perfectamente. Se ocupaba bien del hogar. Cuando Elínborg la mencionó en su charla con los maestros del niño, resultó que al parecer también se ocupaba bastante bien de él.

Elínborg estaba sentada en la sala de estar del servicio de psiquiatría, y una enfermera acompañó a la madre hasta allí. La veía rizándose el pelo con el dedo índice una y otra vez, mientras parecía recitar algo en voz tan baja que Elínborg no oía nada. Intentó hablar con ella pero era como si no estuviese allí. La mujer no mostró ninguna reacción ante sus preguntas. Parecía una sonámbula.

Elínborg pasó un buen rato sentada con ella, hasta que empezó a pensar en todos los tipos de galletitas que aún le quedaban por preparar. Se levantó para buscar a alguien que acompañara a la mujer a su habitación y encontró a un celador en el pasillo. Tendría unos treinta años y parecía practicar la halterofilia. Llevaba pantalones blancos y camiseta de manga corta, también blanca, y los poderosos músculos de sus brazos se hinchaban con cada movimiento. Iba rapado, y su rostro era redondeado y regordete, con unos ojos pequeños y hundidos. Elínborg no le preguntó su nombre.

La acompañó al salón.

—Vaya, si es la buena de Dora —dijo el celador. Se acercó a la mujer y la levantó, tomándola por un brazo—. Estás muy tranquila esta tarde.

La mujer se levantó, igual de abstraída que antes.

—Mira cómo te han drogado, pobrecilla —dijo el celador, y a Elínborg no le gustó el tono que empleó. Era como si estuviera hablándole a una niña de cinco años. ¿Y qué significaba eso de estar tranquila esta tarde? No pudo contenerse.

—Haz el favor de no hablarle como si fuera una niña pequeña —dijo más secamente de lo que pretendía.

El celador la miró.

—¿Es que es asunto tuyo? —dijo.

—Tiene derecho a que se la trate con el mismo respeto que a cualquier otra persona —dijo Elínborg, reprimiéndose para no decir que era policía.

—Es posible —dijo el celador—. Y no creo que yo le esté faltando al respeto. Venga, Dora —dijo luego, llevando a la mujer por el corredor.

Elínborg caminaba justo detrás de ellos.

—¿A qué te referías al decir que esta tarde está tranquila?

—¿Tranquila esta tarde? —la imitó el celador, volviendo la cabeza hacia Elínborg.

—Dijiste que estaba tranquila esta tarde —dijo Elínborg—. ¿Tendría que estar de alguna otra forma?

—A veces llamo a Dora la Fugitiva —dijo el celador—. Está siempre escapándose.

Elínborg no le comprendió.

—¿De qué me hablas?

—¿No has visto la película? —dijo el celador.

—¿Se escapa? —preguntó Elínborg—. ¿Del hospital?

—O cuando vamos de excursión a la ciudad —dijo el celador—. La última vez se escapó durante una excursión. Nos volvimos locos hasta que la encontrasteis en Hlemmur, en la estación de autobuses, y la trajisteis al hospital. Vosotros no fuisteis tan respetuosos con ella.

—¿Nosotros?

—Sé que eres de la policía. Vosotros nos la entregasteis.

—¿Qué día fue eso?

El hombre reflexionó un momento. Él estaba con ella y otros dos pacientes cuando se les perdió. En ese momento estaban en Laekjartorg. Recordaba perfectamente cuándo fue. Fue el mismo día en que superó su récord levantando pesas de banca.

La fecha coincidía con la agresión al niño.

—¿No informasteis a su marido cuando se os escapó? —preguntó Elínborg.

—Íbamos a llamarlo cuando la encontrasteis. Siempre les dejamos un margen de tiempo para que vuelvan. Si no, nos pasaríamos el tiempo en el teléfono.

—¿Sabe su marido que la llamáis La Fugitiva?

—No la llamamos así. Es solo cosa mía. Él no lo sabe.

—¿Sabe que se escapa?

—Yo no le he dicho nada. Siempre regresa.

—No puedo creerlo —suspiró Elínborg.

—Hay que sedarla un montón para que no eche a correr —dijo el celador.

—¡Eso lo cambia todo!

—Ven, Dora —dijo el celador, y la puerta del servicio de psiquiatría se cerró tras él.

Elínborg miró fijamente a Erlendur.

—Estaba tan segura de que había sido él. De que era cosa del padre. Y ahora es posible que ella se escapara a casa, agrediera al niño y volviera a desaparecer. ¡Si la pobre criatura se decidiese a abrir la boca!

—¿Por qué iba a agredir ella a su hijo?

—No tengo ni idea —dijo Elínborg—. A lo mejor oye voces.

—¿Y los dedos rotos y los moretones a lo largo de años? ¿Siempre habría sido ella?

—No lo sé.

—¿Has hablado con el padre?

—Vengo de verlo.

—¿Y?

—Naturalmente, no me tiene especial aprecio. No ha podido ver al niño desde que entramos en su casa y lo dejamos todo patas arriba. Ni te cuento todo lo que me ha llamado…

—¿Qué dijo de su mujer, de la madre? —la interrumpió Erlendur, impaciente—. Tiene que haber sospechado de ella.

—El niño no ha dicho nada.

—Excepto que echa de menos a su padre —dijo Erlendur.

—Sí, excepto eso. Su padre se lo encontró arriba, en su habitación, y creyó que había vuelto del colegio en ese estado.

—Tú fuiste al hospital a ver al niño y le preguntaste si fue su padre quien le pegó, y su reacción te convenció de que había sido el padre.

—Debo de malinterpretar al niño —dijo Elínborg, abatida—. Leí algo en su forma de reaccionar…

—Pero no disponemos de nada que demuestre que haya sido la madre. Ni tenemos nada que demuestre que no fue el padre.

—Le dije al padre que había ido al hospital a hablar con su mujer y que no se sabe adónde fue el día en que se produjo la agresión a su hijo. Se quedó muy sorprendido. Como si nunca se le hubiera ocurrido pensar que su mujer podía escaparse del hospital. Sigue pensando que fueron los otros chicos en el patio del colegio. Dijo que el niño nos lo diría si hubiera sido su madre quien le agredió. Está convencido.

—¿Por qué no la denuncia el niño?

—El pobrecillo está en estado de shock. No sé.

—¿Tal vez por amor? —dijo Erlendur—. Pese a todo lo que le ha hecho.

—O por miedo —dijo Elínborg—. Quizá por un miedo espantoso a que vuelva a hacerlo. O quizás esté protegiendo a su madre con su silencio. Es imposible decirlo.

—¿Qué quieres que hagamos? ¿Retiramos la acusación contra el padre?

—Iré a hablar con la oficina del fiscal a ver qué dicen.

—Empieza por ahí. Dime otra cosa, ¿llamaste a la mujer que estuvo en el hotel con Stefanía unos días antes de que apuñalaran a Gudlaugur?

—Sí —dijo Elínborg distraída—. Le había pedido que mintiera por ella, pero cuando llegó el momento no pudo hacerlo.

—¿Tenía que mentir por Stefanía?

—Empezó contándome que estuvieron aquí en el bar, pero parecía muy nerviosa, no sabía mentir y se echó a llorar por el teléfono cuando le dije que necesitaba citarla en comisaría para que prestara declaración. Me dijo que Stefanía la había llamado, que las dos eran viejas amigas de una sociedad musical, y le había pedido que dijera que estuvo con ella en este hotel si se lo preguntaban. Me dijo que se negó, pero Stefanía sabía ciertas cosas sobre ella, aunque no quiso decirme de qué se trataba.

—Todo esto ha sido una endeble mentira desde el principio —dijo Erlendur—. Los dos lo sabemos desde que empezó a contármelo. No sé por qué intenta alargar las cosas de esta forma, a menos que sepa que es culpable.

—¿Quieres decir que ella mató a su hermano?

—O que sabe quién lo hizo.

Siguieron sentados durante un rato y tomaron café, hablaron del niño, de sus padres y de las difíciles circunstancias familiares, lo que llevó a Elínborg a preguntarle a Erlendur una vez más qué pensaba hacer en Nochebuena. Él dijo que la pasaría con Eva Lind.

Le contó a Elínborg su hallazgo en el pasillo del sótano y las sospechas de que el hermano de Ösp tenía algo que ver con el caso. Era un desarrapado en continuos problemas económicos, con deudas que era incapaz de saldar. Le dio las gracias a Elínborg por su invitación para Nochebuena y le dijo que se tomara libre el tiempo que quedaba hasta Navidad.

—No queda ya nada para Navidad —dijo Elínborg, sonrió y se encogió de hombros como si la Navidad ya no importara, ni la limpieza ni las galletitas ni los parientes políticos.

—¿Te regalarán algo en Navidad? —preguntó.

—Quizás unos calcetines —respondió Erlendur—. Eso espero.

Vaciló.

—No te tomes demasiado a pecho lo del padre —dijo luego—. Son cosas que pueden pasar. Nos convencemos de nuestras hipótesis y luego llegan las dudas cuando surge algún elemento nuevo.

Elínborg asintió con la cabeza.

Erlendur la acompañó al vestíbulo y se despidieron. Él iba a subir a su habitación para recoger sus cosas. Ya estaba harto de vivir fuera de casa. Había empezado a añorar aquel triste agujero, a añorar sus libros, el sillón e incluso a Eva Lind en el sofá.

Estaba esperando el ascensor cuando Ösp apareció de pronto, sin que él se diera cuenta de que se acercaba.

—Lo he encontrado —dijo.

—¿A quién? —dijo Erlendur—. ¿A tu hermano?

—Ven —dijo Ösp, y fue hacia la escalera que llevaba al sótano. Erlendur vaciló. La puerta del ascensor se abrió y miró el interior de la cabina. Estaba sobre la pista del asesino. A lo mejor, el hermano había venido a entregarse, aconsejado por su hermana; el chico del tabaco de mascar. Por eso, Erlendur ya no sentía tensión. No sentía la expectación ni la sensación de triunfo que suelen acompañar al momento en que se empieza a solucionar un caso. Solo sentía cansancio y hastío, porque aquel caso había despertado muchas conexiones en su mente con su propia infancia, y sabía que le quedaban aún tantas cosas por solucionar en su propia vida que no tenía ni idea de por dónde empezar. Lo que más deseaba era poder olvidarse del trabajo y marcharse a casa. Estar con Eva Lind. Ayudarla a superar las dificultades a las que se estaba enfrentando su hija. Quería dejar de pensar en los demás y empezar a ocuparse de sí mismo y de su propia gente.

—¿Vienes? —dijo Ösp en voz baja desde la escalera, donde le esperaba.

—Ya voy —dijo Erlendur.

La acompañó escaleras abajo a la cantina de personal, donde había hablado con ella por primera vez. Todo seguía estando igual de sucio. Cerró la puerta con llave al entrar. Su hermano estaba sentado junto a una de las mesas y se puso en pie de un salto cuando vio entrar a Erlendur.

—Yo no le hice nada —dijo con voz quejumbrosa—. Ösp dice que crees que lo hice yo, pero yo no hice nada. ¡No le hice nada!

Llevaba un anorak sucio. Una raja en uno de los hombros dejaba ver el relleno blanco. Los pantalones vaqueros estaban negros de suciedad y calzaba unas enormes botas negras de esas en las que los cordones se atan hasta el tobillo, pero Erlendur no vio cordones. Sus dedos, largos y ennegrecidos, sostenían un cigarrillo. Aspiró el humo y lo exhaló al momento. La voz delataba nerviosismo, y no hacía más que ir arriba y abajo por la cantina como un animal enjaulado, encerrado con un policía dispuesto a detenerlo.

Erlendur miró a Ösp, que permanecía al lado de la puerta, y de nuevo a su hermano.

—Debes de confiar mucho en tu hermana, ya que has venido aquí.

—No he hecho nada —dijo—. Mi hermana me dijo que eras un buen tipo y que solo querías información.

—Necesito saber qué relación mantenías con Gudlaugur —dijo Erlendur—. No tengo ni idea de si fuiste tú quien lo apuñaló.

—Yo no lo apuñalé —dijo él.

Erlendur lo examinó. Estaba en el límite entre adolescente y adulto, con un rostro curiosamente infantil, pero con una expresión de dureza, rencor e ira contra algo que Erlendur no tenía ni la menor idea de qué podría ser.

—Nadie ha dicho que lo hayas hecho tú —dijo Erlendur para tranquilizarlo, intentando rebajar su excitación—. ¿Cómo conociste a Gudlaugur? ¿Qué tipo de relación era la vuestra?

El chico miró a su hermana, pero Ösp no dijo nada, se mantuvo en silencio junto a la puerta. El joven volvió a mirar a Erlendur.

—A veces le hacía favores, y él me los pagaba —dijo.

—¿Y cómo os conocisteis? ¿Desde cuándo lo conocías?

—Él sabía que yo era hermano de Ösp. Le parecía divertido que fuéramos hermanos, como le pasa a todo el mundo.

—¿Por qué?

—Yo me llamo Reynir, que significa serbal.

—¿Y? ¿Qué tiene eso de divertido?

—Ösp y Reynir, un álamo temblón y un serbal de cazadores. Una broma de nuestros padres. Como si se dedicaran a la arboricultura.

—¿Y qué hay de Gudlaugur?

—Lo conocí aquí en el hotel, cuando vine a ver a Ösp. Hará unos seis meses.

—¿Y?

—Sabía quién era yo. Ösp le había contado algo sobre mí. A veces me dejaba dormir en el hotel. En el pasillo de su habitación.

Erlendur se volvió hacia Ösp.

—Te esmeraste limpiando el rincón aquel —dijo.

Ösp lo miró como si no comprendiera lo que quería decir, y no respondió. Erlendur se volvió otra vez hacia Reynir.

—Él sabía quién eras. Tú dormías en el pasillo, al lado de su habitación. ¿Y qué más?

—Me debía dinero. Dijo que iba a pagarme.

—¿Por qué te debía dinero?

—Porque yo se la chupaba a veces y…

—¿Y?

—A veces le dejaba que me la metiera.

—¿Sabías que era gay?

—¿No era evidente?

—¿Y el preservativo?

—Siempre utilizábamos condón. Una paranoia que tenía. Decía que no quería correr ningún riesgo. Decía que no sabía si yo tenía el sida o no. Pero yo no estoy infectado —dijo con énfasis, mirando a su hermana.

—Y consumes tabaco de mascar.

Miró a Erlendur con curiosidad.

—¿Qué tiene eso que ver? —dijo.

—No importa. ¿Consumes tabaco de mascar?

—Sí.

—¿Estuviste con él el día que lo apuñalaron?

—Sí. Me pidió que fuera a verle porque pensaba pagarme.

—¿Cómo te localizó?

Reynir sacó su móvil del bolsillo y se lo enseñó a Erlendur.

—Cuando llegué estaba poniéndose el disfraz ese de Papá Noel —prosiguió—. Dijo que tenía que darse prisa en subir para la fiesta, me pagó lo que me debía, miró el reloj y vio que aún tenía media hora para divertirse un poco.

—¿Tenía mucho dinero en su cuarto?

—No, que yo supiera. Solo vi el dinero que me pagó. Pero dijo que esperaba un mogollón de dinero.

—¿De dónde?

—Eso no lo sé. Dijo que estaba sentado sobre una mina de oro.

—¿A qué se refería?

—Era algo que pensaba vender. No sé lo que era. No me lo dijo. Solo me dijo que esperaba un mogollón de dinero, o mucho dinero, lo de mogollón no lo dijo. Él no usaba esas palabras. Siempre hablaba de una forma muy culta, utilizaba palabras finas. Era tremendamente educado. Un tío estupendo. Nunca me hizo nada. Siempre pagaba. Conozco a muchos que son peores que él. A veces solo quería charlar conmigo. Se sentía solo, o por lo menos eso decía. Decía que no tenía a nadie más que a mí.

—¿Te contó algo sobre su pasado?

—No.

—¿Nada de que en otros tiempos fue un niño prodigio?

—No. ¿Un niño prodigio? ¿En qué?

—¿Viste por ahí algún cuchillo que pudiera proceder de la cocina del hotel?

—Sí, vi que tenía un cuchillo, pero no sé de dónde lo había sacado. Cuando llegué a su cuarto estaba cortando algo del disfraz de Papá Noel. Dijo que para las próximas navidades tendría que conseguir uno nuevo.

—¿Y no llevaba encima nada más que el dinero que te pagó?

—No, creo que no.

—¿Le robaste?

—No.

—¿Le robaste el medio millón que había en su habitación?

—¿Medio millón? ¿Tenía medio millón?

—Tengo entendido que andas siempre falto de dinero. Es evidente la forma en que lo consigues. Te persiguen unos a los que debes dinero. Han amenazado a tu familia…

Reynir miró de soslayo, con ojos de reproche, a su hermana.

—No la mires a ella, mírame a mí. Gudlaugur tenía dinero en su cuchitril. Más del que te debía a ti. Quizás había vendido ya algo de su mina de oro. Viste el dinero. Le pediste más. Le haces cosas por las que crees que debería pagarte mucho mejor. Él se negó, discutisteis, tú agarraste el cuchillo e intentaste clavárselo, pero él se defendió hasta que conseguiste meterle el cuchillo en el pecho hasta la empuñadura, y lo mataste. Después cogiste el dinero…

—¡Cabrón de mierda! —gritó Reynir—. ¡Eso es una puta mentira!

—… y luego has estado fumando hachís y pinchándote, o cualquier otra cosa que…

—¡Hijoputa, cabrón! —aulló Reynir.

—Continúa con la historia —le gritó Ösp—. Cuéntale lo que me contaste a mí. ¡Díselo todo!

—¿Todo qué? —dijo Erlendur.

—Me preguntó si quería hacerle un favor antes de subir a la fiesta —dijo Reynir—. Dijo que tenía poco tiempo, pero que tenía dinero y me pagaría bien. Y cuando no habíamos hecho más que empezar llegó la tía esa y se nos echó encima.

—¿La tía esa?

—Sí.

—¿Quién era esa tía?

—La que nos interrumpió.

—Díselo —se oyó decir a Ösp detrás de Erlendur—. ¡Dile quién era!

—¿De qué tía me estás hablando?

—Nos habíamos olvidado de echar la llave porque teníamos que darnos prisa, y de repente se abrió la puerta y se nos echó encima.

—¿Quién?

—No tengo ni idea de quién era. Una tía vieja.

—¿Y qué sucedió?

—No lo sé. Yo salí pitando. Ella le gritó algo a Gulli y yo me largué.

—¿Por qué no viniste enseguida a contarnos todo esto?

—Procuro evitar a la policía. Hay toda clase de gentuza detrás de mí, y si se enteran de que hablo con la poli pensarán que estoy delatando a alguien y me lo harán pagar.

—¿Quién era esa mujer que os interrumpió? ¿Qué aspecto tenía?

—No me fije mucho en cómo era. Salí por pies. Él se quedó hecho polvo. Me apartó de un empujón y gritó, muy asustado. Parecía aterrorizado de verla. Aterrorizado.

—¿Qué gritó? —preguntó Erlendur.

—Steffí.

—¿Qué?

—Steffí. Fue lo único que oí. Steffí. La llamó Steffí, y le tenía verdadero pánico.