33
No detectó ningún cambio en el comportamiento de Ösp. Erlendur miraba como trabajaba, preguntándose si nunca daría señales de arrepentimiento o de sentir algún remordimiento por lo que había hecho.
—¿Ya has encontrado a la Steffí esa? —dijo al verlo en el pasillo. Puso un montón de toallas en el cesto de ropa sucia y cogió otras limpias para la habitación. Erlendur se acercó y se detuvo junto a la puerta de la habitación, con la cabeza en otra parte.
Estaba pensando en su hija. Consiguió hacerle entender quién era Stefanía, y cuando esta se marchó, le pidió a Eva Lind que le esperara. No tardaría mucho, y luego se irían juntos a casa. Eva se sentó en la cama y él se dio cuenta de que había cambiado, que había vuelto a las andadas. Estaba alterada y empezó a acusarlo del caos en que se había convertido su vida, y él se quedó escuchando sin decir nada, sin contradecirla, ni aumentar más su enfado. Sabía por qué estaba enojada. No estaba arremetiendo contra él, sino contra ella misma, porque había recaído en la droga. No había sido capaz de controlarse por más tiempo.
Erlendur no sabía qué era lo que consumía. Miró su reloj.
—¿Tienes prisa por algo? —dijo ella—. ¡Tienes prisa por salvar el mundo!
—¿Puedes esperarme aquí? —dijo él.
—Vete a la mierda —dijo ella con voz dura y desagradable.
—¿Por qué haces esto?
—Cállate.
—¿Me esperarás? No tardaré y nos iremos a casa. ¿De acuerdo?
No le contestó. Se sentó con la cabeza inclinada y la vista vuelta hacia la ventana con la mirada perdida.
—Estaré de vuelta en un momento —dijo él.
—No te vayas —le rogó ella, su voz no era ya tan dura—. ¿Dónde te estás marchando siempre?
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—¡¿Qué pasa?! —exclamó ella—. Pasa todo. ¡Todo! Maldita vida de mierda. Eso es lo que pasa, la vida. ¡Todo va mal en esta vida! No sé para qué sirve. No sé para qué se vive. ¡Para qué! ¿Para qué?
—Eva, será solo…
—¡Dios mío, cómo la echo de menos! —suspiró.
Erlendur la abrazó.
—Todos los días. Al despertar por la mañana y al dormirme por la noche. Pienso en ella cada maldito día, en ella y en lo que le hice.
—Eso es bueno —dijo Erlendur—. Tienes que pensar en ella todos los días.
—Pero es tan difícil, y nunca consigo quitármelo de encima. Nunca. ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué se puede hacer?
—No olvidarla. Piensa en ella. Siempre. Así, ella te ayudará a ti.
—Dios mío, cómo lamento lo que le hice. ¿Qué clase de persona soy? ¿Qué clase de persona puede llegar a hacer algo así? A su propia hija.
—Eva. —La abrazó y apoyó la cabeza en su hombro, y los dos se quedaron sentados en el borde de la cama mientras la nieve caía silenciosa sobre la ciudad.
Al cabo de un buen rato, Erlendur le susurró que lo esperara en la habitación. Se la llevaría a casa y festejaría la Navidad con ella. Se miraron a los ojos. Eva se había tranquilizado y le dijo que sí con la cabeza.
Ahora Erlendur estaba junto a la puerta de un dormitorio del piso inferior, mirando a Ösp trabajar, pero sin poder dejar de pensar en Eva. Sabía que tendría que darse prisa en volver a su lado, llevarla a casa y pasar la Navidad con ella.
—Hemos hablado con Steffí —dijo Erlendur, ya dentro de la habitación—. Se llama Stefanía y es la hermana de Gudlaugur.
Ösp salió del baño.
—¿Y qué, lo niega todo, o…?
—No, no niega nada —dijo Erlendur—. Reconoce su culpa y está intentando comprender qué fue lo que se torció, cuándo sucedió, y por qué. No se siente nada bien, pero está intentando recomponer las cosas consigo misma. Es difícil para ella, porque ya es demasiado tarde para remediar lo que pasó.
—¿Ha confesado?
—Sí —dijo Erlendur—. Casi todo. De verdad. No lo ha expresado con palabras, pero es consciente de su culpa en todo este asunto.
—¿Casi todo? ¿Qué quiere decir eso?
Ösp pasó por delante de él para coger el detergente y una bayeta y volvió a entrar en el baño. Erlendur entró en la habitación y la vio trabajar como otras veces, cuando el caso era todavía un misterio y ella era casi amiga suya.
—En realidad, todo —dijo Erlendur—. Excepto el crimen. Es lo único con lo que no está dispuesta a cargar.
Ösp echó detergente en el espejo del baño sin hacer gesto alguno.
—Pero mi hermano la vio —dijo—. La vio apuñalar a Gudlaugur. No puede negarlo. No puede negar que estuvo allí.
—No —dijo Erlendur—. Estaba en el sótano cuando Gudlaugur murió. Pero no fue ella quien le apuñaló.
—Claro que fue ella, Reynir la vio —dijo Ösp—. Esa mujer no puede negarlo.
—¿Cuánto les debes tú?
—¿Que cuánto les debo?
—Sí, ¿cuánto es?
—¿Que debo a quiénes? ¿De qué me estás hablando?
Ösp frotaba el espejo como si fuera cuestión de vida o muerte, como si parar significara reconocer que todo había acabado: la máscara caería y tendría que rendirse. De modo que siguió echando detergente y frotando, y evitando mirarse a sí misma a los ojos.
Erlendur la miró, y a su mente acudió una frase de un libro que leyó en cierta ocasión sobre una pobre pordiosera de tiempos remotos: «Era una hija ilegítima del mundo».
—Una colaboradora mía, que se llama Elínborg, acaba de comprobar un informe con tu nombre en el servicio de Urgencias —dijo—. En Urgencias para víctimas de violación. Fue hace aproximadamente seis meses. Eran tres hombres. Sucedió en un bungalow, cerca de Raudavatn. No dijiste nada más. Dijiste que ignorabas quiénes eran. Te secuestraron un viernes por la noche cuando paseabas por el centro y te llevaron al bungalow, y allí te violaron, uno tras otro.
Ösp siguió limpiando el espejo, y Erlendur no pudo ver si lo que acababa de decirle le había causado algún efecto.
—Al final te negaste a decir quiénes eran, y tampoco quisiste presentar una denuncia.
Ösp no dijo ni una palabra.
—Trabajas aquí en el hotel, pero el sueldo no es suficiente para pagar la deuda, ni para pagar tu consumo. Has podido mantenerlos a raya a base de pequeños pagos, y entonces te venden más, pero ya te han amenazado, y sabes que cumplen sus amenazas.
Ösp no le miró.
—No hay nadie que esté robando en el hotel, ¿verdad? —continuó Erlendur—. Lo dijiste para despistarnos, para hacernos buscar por otro lado.
Erlendur oyó pasos en el corredor y vio a Elínborg, acompañada por cuatro policías, llegar a la puerta de la habitación. Le hizo una señal para que esperase.
—Tu hermano está en la misma situación que tú. Quizá los dos tenéis cuentas pendientes con ellos, no lo sé. A él le han dado una tremenda paliza. Le han amenazado. Han amenazado también a vuestros padres. No os atrevéis a denunciar a esa gente. La policía no puede hacer nada, porque son solo amenazas, y después, cuando te atacaron en el centro y te violaron en un bungalow de Raudavatn, seguiste sin denunciarlos. Y tu hermano tampoco.
Erlendur calló y la observó.
—Hace un rato me llamó un hombre. Trabaja en la policía, en la brigada de estupefacientes. A veces recibe llamadas de confidentes, personas que le cuentan lo que oyen por las calles y en el mundo de la droga. Ayer noche muy tarde, en realidad ya hoy, recibió una llamada de un hombre que le dijo que había oído hablar de una chica que violaron hace seis meses y que tenía serias dificultades para pagar sus compras de droga, hasta que pagó la deuda entera hace dos días o así. Las suyas y las de su hermano. ¿Te suena algo de eso?
Ösp sacudió la cabeza.
—¿No te suena nada? —preguntó Erlendur otra vez—. El que llamó a la brigada de estupefacientes sabía el nombre de la chica y que trabajaba en el mismo hotel en el que mataron a Papá Noel.
Ösp volvió a sacudir la cabeza.
—Sabemos que en el cuchitril de Gudlaugur había medio millón —continuó Erlendur.
La muchacha dejó de frotar el espejo, dejó caer los brazos lentamente y fijó la mirada en su reflejo.
—Intenté dejarlo.
—¿Dejar la droga?
—No sirve de nada. Y esas personas son absolutamente inhumanas cuando se les debe dinero.
—¿Querrás decirme quiénes son?
—Yo no quería matarlo. Él siempre se había portado bien conmigo. Pero luego…
—¿Viste el dinero?
—Yo necesitaba ese dinero.
—¿Fue por el dinero por lo que lo mataste?
Ella no le contestó.
—¿No sabías nada de la relación de Gudlaugur con tu hermano?
Ösp se mantuvo en silencio.
—¿Fue por el dinero? ¿O fue por tu hermano?
—Quizá por los dos —dijo Ösp en voz baja.
—Querías el dinero. Y él se estaba aprovechando de tu hermano.
—Sí.
Vio a su hermano de rodillas, un fajo de billetes sobre la cama y el cuchillo delante de ella, y sin pensarlo ni un segundo agarró el cuchillo e intentó clavárselo. Él trató de cubrirse con las manos, pero ella ni se dio cuenta, volvió a apuñalarlo una y otra vez hasta que dejó de defenderse y se quedó apoyado contra la pared. La sangre brotaba de una herida en el pecho, en el lugar del corazón.
El cuchillo estaba ensangrentado, y ella tenía las manos y la bata cubiertas de sangre. Su hermano se había levantado como una flecha y salió corriendo por el pasillo hacia las escaleras.
Gudlaugur dejó escapar un profundo suspiro.
Un silencio sepulcral reinaba en el cuchitril. Ösp miraba fijamente a Gudlaugur y al cuchillo que tenía aún en sus manos. De pronto reapareció Reynir.
—Alguien está bajando por las escaleras —dijo en un susurro.
Él cogió el dinero, agarró del brazo a su hermana, que estaba rígida, inmóvil, y la arrastró con él, salieron del cuchitril y se metieron en el rincón del final del pasillo. Apenas se atrevían ni a respirar cuando la mujer se acercó. Miró hacia la oscuridad pero no los vio.
Cuando llegó a la puerta de la habitación soltó un débil grito y oyeron a Gudlaugur.
—¿Steffí? —dijo en un suspiro.
Y no oyeron nada más.
La mujer entró en la habitación, pero la vieron salir enseguida. Retrocedió hasta llegar a la pared del pasillo y se marchó a toda prisa, sin mirar atrás ni una sola vez.
—Tiré la bata y cogí otra. Reynir desapareció. Yo no podía hacer otra cosa que seguir trabajando. Si no, lo descubrirías todo enseguida, o al menos eso pensé. Luego me ordenaron que fuera a buscarlo para la fiesta de Navidad. No podía negarme. No podía hacer nada que pudiera llamar la atención sobre mí. Bajé y esperé en el pasillo. La puerta de su habitación estaba aún abierta, pero no entré. Subí, dije que lo había encontrado en su habitación y que creía que estaba muerto.
Ösp miró al suelo.
—Lo peor es que él nunca me hizo nada malo, siempre se portó bien conmigo. Quizá por eso me enfurecí tanto. Porque él era uno de los pocos que eran amables conmigo en el hotel, y resulta que estaba utilizando de puta a mi hermano. Me puse como loca. Después de todo lo que…
—¿Después de todo lo que te hicieron? —dijo Erlendur.
—No sirve de nada denunciar a esos cerdos. Los que cometen las violaciones más sangrientas, más abominables, se pasan en la cárcel, quizá, un año, o año y medio. Luego están otra vez en la calle. Vosotros no podéis hacer nada. No hay ningún sitio donde acudir en busca de ayuda. No hay más remedio que pagar. Da igual cómo lo hagas. Yo cogí el dinero y pagué. Quizá lo maté por el dinero. Quizá por Reynir. No lo sé. No sé…
Calló.
—Me puse como loca —continuó—. Jamás me había sentido así. Nunca me había ofuscado tanto la furia. En un instante reviví todo lo que sucedió en aquella cabaña. Los vi. Lo vi otra vez todo, como si volviera a comenzar de nuevo. Cogí el cuchillo e intenté clavárselo en donde pudiera. Intenté rajarlo y él intentó defenderse, pero yo se lo clavé una vez y otra, y otra, hasta que dejó de moverse.
Miró a Erlendur.
—Nunca pensé que fuera tan difícil. Que fuera tan difícil matar a una persona.
Elínborg se asomó a la puerta e hizo una señal a Erlendur indicándole que no comprendía lo que pasaba, por qué no habían detenido ya a la muchacha.
—¿Dónde está el cuchillo? —preguntó Erlendur.
—¿El cuchillo? —dijo Ösp, y se acercó a él.
—El que utilizaste.
La muchacha vaciló un instante.
—Lo dejé en su sitio —dijo—. Lo limpié lo mejor que pude en la cantina y me libré de él antes de que llegarais vosotros.
—¿Y dónde está?
—Lo dejé en su sitio.
—¿En la cocina, donde se guardan?
—Sí.
—El hotel tendrá seguramente quinientos cuchillos como ese —dijo Erlendur, con desesperación—. ¿Cómo vamos a encontrarlo?
—Podéis empezar por el bufé —dijo ella.
—¿En el bufé?
—Seguramente, alguien lo estará usando.