7
—¿Qué haces aquí? —preguntó Javier a Mercedes cuando abrió la puerta con intención de seguir a Inés y se la encontró a punto de llamar.
—El crío nos dio el recado.
—Ahora mismo salía para el estudio. Al final se han resuelto las cosas antes de lo que pensaba.
Pero no dio ninguna explicación del supuesto problema que lo había mantenido alejado del trabajo.
—Ya no hace falta. En realidad, no es necesario que regreses.
—¿Cómo que…?
—Ayer vine a decírtelo, pero no estabas.
Javier no movió un solo músculo, nada en su rostro indicó que sabía que ella había llamado a la puerta y que no le había querido abrir.
—¿A decirme qué?
—¿No vas a invitarme a entrar?
Sería la primera vez que Mercedes ponía un pie en su casa. Javier no estaba seguro de si les convenía, ni a él ni a ella.
—¿Vienes sola? —aludió a la matrona que siempre la acompañaba.
—Eusebia ha cogido un enfriamiento.
La seguridad de Mercedes le indicó que nada de lo que dijera iba a hacer marcharse a su novia. La dejó entrar y la condujo hasta la sala.
Javier echó un vistazo rápido para confirmar que todo estaba recogido y que no había ni rastro de lo que se suponía que hacía allí.
—¿A qué has venido? —le preguntó sin rodeos.
Estaba molesto, la aparición de Mercedes en una parte de su vida que él consideraba privada le resultaba un fisgoneo muy peligroso.
—Mi padre esperaba estar mejor esta tarde, pero todavía sigue en cama.
—Entonces, la tienda sigue cerrada. No entiendo por qué me entretienes aquí en vez de apremiarme a marchar al estudio.
—Porque no va a hacer falta que vayas.
—¿Quieres hacer el favor de explicarte? Si tu padre no está y yo tampoco, ¿quién va a atender el negocio?
—Hemos decidido cerrarlo.
Javier se apoyó en la pared, incapaz de asumir la noticia.
—Habéis decidido, ¿quiénes?
—Mi madre y yo. La enfermedad de mi padre ha sido providencial. ¿No te has enterado de lo que ha sucedido esta mañana?
—No.
—El casco de una bomba ha matado a una chica en Bilbao la Vieja. Otra ha caído en el Hospital Civil. Y dicen que han tenido que amputarle un brazo a un joven convaleciente de una granada.
—Estamos en medio de una guerra, Mercedes.
—La señora de Mendieta estuvo ayer en nuestra casa. Me he hecho muy amiga de sus hijas.
Javier reconoció el apellido como el de un conocido carlista que se había presentado a las elecciones del setenta y dos para la Diputación General.
—Y ella os ha sugerido que cerréis el estudio —comentó irónico cuando recordó el débil carácter de su jefe, que no tenía nada que hacer contra su mujer y su hija.
Mercedes bajó la voz:
—Abandonan esta noche la villa. Nos vamos con ellos en calidad de acompañantes.
—¿Con tu padre enfermo?
—Mejora a ojos vista. Ya casi está recuperado.
—¿Te ha mandado él?
—He insistido yo en venir. Tenía que despedirme.
—Ha sido muy amable por tu parte —ironizó de nuevo.
Mercedes le rozó el puño de la chaqueta.
Pero aquel coqueteo no hizo mella en él, porque Javier solo pensaba en una cosa. Si el estudio cerraba, se quedaba únicamente con los ingresos de las postales de las chicas. Por otro lado, significaba libertad para comenzar con su trabajo de reportero. Tenía el permiso de los carlistas. No hacía ni tres días que se lo habían entregado. Al parecer, el reportaje que había elaborado para ellos —aun sin haberlo enviado a ningún periódico todavía— les había convencido y guardaba el documento firmado por González Luna como un tesoro a la espera de poder utilizarlo.
—Yo me encargaré del estudio.
—No creo que…
—Ya sé que últimamente la gente no tiene ánimos para retratarse, pero recuérdale a tu padre la boda. Todavía tenemos pendiente entregar copias a algunos invitados. ¿No querrá agraviarlos?
Mercedes dio un paso atrás.
—¿Crees que tendremos problemas si…?
—Seguro que sí. Yo puedo atender el estudio —repitió—. Sabes que no es necesario que tu padre esté aquí. Cerrar un negocio por una temporada siempre es arriesgado, los clientes habituales podrían cambiar de fotógrafo y, después, será mucho más complicado recuperarlos.
—Vamos corriendo a casa —decidió ella—. Los convenceremos.
—Es la mejor decisión.
Javier se disponía a salir cuando ella le dio un beso en la mejilla.
—Es nuestra despedida.
A él le pareció más un adiós entre amigos que una separación de amantes.
—Que no, que no, señor Francisco, no hace falta que me acompañe usted.
—¡Faltaría más! No voy a dejar que te pase lo de ayer, que tuviste que refugiarte en ese comercio con unos desconocidos. ¿Estás segura de que tu antigua patrona ha solicitado tus servicios de nuevo?
Inés se dijo que, como siguiera acumulando falsedades, iban a terminar pillándola.
—¿No le digo que ayer estaba también en el comercio? —mintió una vez más—. Nos encontraremos en la iglesia para los oficios de la mañana. No es necesario que entre usted al templo —sugirió con la esperanza de que el anciano decidiera que era mejor una tertulia en cualquiera de los pocos cafés que continuaban abiertos que el sermón de un cura.
—Está bien —aceptó el vecino mientras la cogía por el brazo—, pero te acompaño hasta allí. No vaya a ser que tropieces con un grupo de facciosos que se pavonean fusil en alto.
—Señor Francisco, que los carlistas no entran en la villa.
—¿Que no? Estoy seguro de que por la noche recorren nuestras calles. ¡Unos saqueadores, eso es lo que son! ¿No has oído quejarse a los comerciantes de que les desaparecen productos? —Inés asintió—. ¡Ellos son los que los roban! Quieren minar nuestra confianza de esa manera, pero no lo lograrán. Cualquier día nos quedaremos sin harina y empezarán a racionarlo todo. ¡Villanos!
Inés dio unas suaves palmaditas sobre el brazo del anciano para que no se alterara más. El día no había hecho más que empezar.
—Estoy segura de que las autoridades harán todo lo posible para que eso no suceda.
El señor Francisco se puso muy serio y se llevó la mano libre al pecho.
—Confianza ciega en nuestros oficiales —dijo muy solemne, e Inés tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír a pesar de la gravedad del asunto.
—Ya hemos llegado —advirtió ella en cuanto embocaron la calle Ascao. Al fondo ya se veía el pórtico de San Nicolás—. No hace falta que vaya hasta allí, la señora me espera en la esquina.
—Niña, he dicho que te acompaño hasta la iglesia…
—A la señora no le gustará. En cuanto puse un pie en su casa la primera vez me dijo que me despediría si me encontraba con un hombre.
—¿Eso dijo?
—Completamente cierto —le aseguró Inés al tiempo que se santiguaba en su fuero interno y rogaba a Dios que le perdonara por mentir a sus seres queridos—. Será mejor que me deje llegar sola.
—Pero ¿y si arrecian los bombardeos?
—No creo que sean ni más ni menos que los de otros días. Créame, ayer fue un día complicado y supe cuidarme sola —murmuró, se dio cuenta de que la preocupación comenzaba a teñir el rostro del anciano y cambió el tono de voz—. Me protegeré en algún sitio como hice ayer.
—La verdad es que hoy parecen estar de buen humor esos currutacos afeminados.
El viento soplaba aquel día en dirección a la villa y llevaba el sonido de voces alegres desde más allá de la última casa de la ciudad.
—¿Cree usted que esos gritos son suyos?
—¿De quiénes si no? Anda por ahí ese por el que luchan. Dicen que su rey está en Deusto, que busca un sitio donde instalar la corte. Será porque quiere ver cómo nos rendimos. ¡Que espere sentado! Debe de ser por eso que hoy nos han dejado en paz.
—Será mejor que me marche —dijo Inés y se despidió del anciano. Se volvió y agitó la mano con una alegría que no sentía.
Él le devolvió el saludo como lo haría un padre con su hija; después lo vio retroceder y desapareció de su vista.
—¿Quieres hacer el favor de ayudarme? —le gruñó alguien que salía en ese momento del local ante el que se había detenido.
Javier. Sostenía la puerta del estudio fotográfico al tiempo que empujaba, sin conseguirlo, un carrito negro, cubierto por una capota del mismo color.
—¿Qué quieres que haga?
—Sujétalo en alto para salvar el peldaño.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó ella cuando las dos ruedas quedaron asentadas sobre el empedrado de la calle.
—Eso debería preguntar yo.
«Disimular que no me dirigía a tu casa. Mentir a todas horas, engañar a los que quiero».
Inés examinó el cartel y después las letras que estaban pintadas en el carro que acababa de ayudarlo a sacar. No sabía lo que ponía, pero desde luego no eran las mismas que las del papel que había cogido del cajón de la casa de los Allendesalazar.
—«Bustinza fotógrafo» —leyó él—. Yo soy el fotógrafo.
Se quedaron mirándose como si no supieran qué decir.
—Bueno —se decidió ella—, no quiero entretenerte. Veo que no vas a tu casa.
—¿Ibas a mi casa? —Ella asintió avergonzada—. Las fotografías ya no están allí.
Inés se alarmó. Había previsto ser la primera en verlas. Y la única, si consideraba que alguien la podía reconocer. Lo había pensado durante toda la noche, en ese caso le devolvería el dinero a cambio de que las destruyera.
—¿Cómo que no?
—Las tengo en el estudio.
—¡El dueño!
—Nadie las verá. El dueño y su familia han salido de Bilbao esta madrugada. Soy el único que puede acceder a ellas. Ya casi están, pero las he dejado en la prensa, al aire, en el patio interior. El papel a la albúmina funciona así —le explicó.
—¿Seguro que nadie entrará?
—No te fías.
—Me quedaría más tranquila si…
—¿Quieres verlas?
—Si pudiera…
Javier se metió de nuevo en el gabinete y salió con un taco de hojas en la mano.
—¿Ahora, o lo dejamos para luego?
Inés examinó la calle. La idea de que cualquier vecina pudiera acercarse e interesarse por lo que hacían le oprimió el estómago.
—Escóndelas —le urgió.
Javier levantó un poco la tela negra que cubría el carrito y las metió dentro.
—¿Adónde vas con eso?
—A la falda del monte Archanda.
Los ojos de Inés se agrandaron al máximo.
—¿Donde los carlistas?
Lo había decidido al despertarse y oír los cánticos procedentes de los montes. Tenía el permiso del capitán González Luna. No podía esperar eternamente. Si era cierto que el Pretendiente estaba tan cerca de la villa, no podía dejar pasar aquella oportunidad.
—¿Quieres acompañarme?
—¿A una batería carlista?
—No es el frente, solo un campamento. Quiero saber si es cierto que don Carlos ha venido a ver cómo cae Bilbao y de paso a elevar la moral de los soldados.
—No te dejarán pasar. Te dispararán en cuanto te asomes.
—Soy reportero, solo llevo cámaras para retratar su ventaja sobre los enemigos.
No llevaba armas, pero sí un as en la manga que no pensaba desvelar.
—Lo harán igual.
—No, no lo harán. No si me ven llegar con una mujer. Te pagaré.
Nunca hubiera imaginado Inés que visitaría un campamento militar, nunca. Sin embargo, dijo que sí.
Miraba hacia atrás. No habría estado más asombrada si san Pedro les hubiera dejado traspasar las puertas del cielo.
—No lo entiendo, ¿cómo ha sido posible? —le preguntó cuando se habían alejado varios metros de la barrera carlista.
La llamada batería de Santa Mónica fustigaba a la compañía de auxiliares que defendía la villa y que conseguía todavía mantener del lado liberal la basílica de la Virgen de Begoña.
—Soy reportero, ya te lo he dicho, y tengo un pase, aunque no haya tenido que enseñarlo.
—¿Uno que vale para los dos bandos? ¿Qué te impide entonces huir?
Eso mismo se preguntaba él: «¿Mi profesión? ¿Las convicciones políticas? ¿Tú?». Javier se asustó cuando la última pregunta le pasó por la mente; prefirió refugiarse en la seguridad de la primera.
—Voy a hacer un reportaje. ¿Puedo preguntar yo ahora?
Ella se encogió de hombros.
—¿Por qué has aceptado ser mi ayudante hoy? No hay nada que te obligue.
—Me hablaste de dinero. ¿No es fuerza suficiente?
—No siempre.
—Sí en mi caso.
Javier sabía que no era una mujer casada; no había anillo por ningún sitio, ni en el dedo ni colgado en el cuello de una cadena, como mucha gente hacía para ocultarlo a ojos ajenos.
—¿Tienes familia?
—No la mía propia. Vivo con mi abuela y mi hermano menor. Dependen de mí; yo soy el hombre de la casa.
A Javier aquella frase le sonó muy pesada para los hombros de aquella mujer.
—¿Nadie más?
—Te aseguro que tres bocas, aunque no coman mucho, pueden resultar demasiadas en algunas situaciones. Además, tenemos un vecino, el señor Francisco, que es como de la familia. Aunque, por suerte, tiene sus propios recursos. ¿Y tú?
—Bueno… Estoy prometido. —Inés dio un respingo y lo miró con cara de sorpresa—. Con la hija del dueño del estudio.
—Ah, entiendo.
—Si lo que piensas es que la he seducido para quedarme con el estudio, te diré que no es así. No conoces a Mercedes, no es mujer que se deje engañar por…
—No quería decir eso.
—Entonces, ¿qué?
—Que me parece normal que te hayas puesto de novio con ella. Conoces a la familia, ellos te conocen a ti, ¿verdad que te conocen bien?
¿Por qué clavaba los ojos en él como lo haría un cuervo?
—Si lo dices por lo de…, no, no me conocen bien.
—Lo imaginaba.
—Es una manera de sacar dinero extra. Lo necesito para… para… —Iba a decir «cumplir mis sueños», pero le pareció una expresión ridícula.
—¿Para dárselo a tu familia?
—No tengo familia. Bueno sí, imagino que alguien quedará en el caserío.
—¿Caserío? Pensaba que eras de la capital.
—Como si lo fuera. Hace tanto tiempo que me vine que ni recuerdo cómo es la vida fuera de aquí.
Tenía las caras de sus padres y hermanos fijadas en la retina, pero eso era algo que quedaba entre él y Dios.
—Nadie dudará si dices que te has educado toda la vida en Bilbao.
—Es que lo he hecho —contestó Javier molesto ante la insistencia. ¿Por qué demonios había tenido que comentarlo?—. Llevo aquí mucho más de lo que puedo recordar.
—¿Qué edad tenías cuando llegaste?
—Diez años.
—¿Viniste a casa de alguien, un familiar, unos tíos?
—Me vine como ayudante de un fotógrafo. A trabajar.
—Te mandaron tus padres.
—No, fue elección mía —recordó orgulloso de haber tomado aquella decisión siendo tan niño—. Trabajar la tierra no es para todo el mundo. Las propiedades son pequeñas y las familias grandes. No todos daríamos la vida por un trozo de suelo, como hacen muchos.
Inés miró hacia donde señalaba y retrocedió un par de pasos para ponerse a su vera. Y no era para menos, porque en las laderas del monte Archanda, en la zona de Santa Marina donde se habían detenido, se dieron de bruces con varios cientos de efectivos carlistas.
La columna no tenía fin. Los más disciplinados caminaban en filas de a dos, aunque otros avanzaban sin orden. Se paraban, bromeaban con los de atrás y silbaban una canción que Inés conocía muy bien. Cuando estaba contento, Ignacio también canturreaba la Marcha de Oriamendi, el himno de los carlistas dedicado a la tierra vasca, a los fueros y a su tan deseado rey.
Todos, sin excepción, se quedaban callados al pasar a su lado. Las conversaciones se cortaban y los ojos de los muchachos se clavaban en ellos; llenos de inquina los que se posaban en Javier; más dulcificados los que la miraban a ella.
No tardó mucho en aparecer un oficial a caballo. No parecía muy contento de verlos.
—¿Qué hacen aquí?
Javier estaba preparado. Del bolsillo interior del largo gabán sacó el mismo papel que le había visto enseñar un rato antes en la batería de Santa Mónica.
El oficial —las dos filas de botones dorados en la pechera de la levita, el uniforme menos raído que el de la tropa, el sable y el emblema CVII, por Carlos VII, que brillaban en la cepillada boina lo identificaban como tal— cogió el documento y lo leyó con detalle.
—¿Y la señora? —preguntó cuando levantó la vista.
—Es mi mujer. Necesito su ayuda para las fotografías —explicó con tanta seguridad que hasta Inés dudó de cuándo se había casado con aquel hombre—. Retratar a quinientos hombres avanzando en sus posiciones no es algo que se vea todos los días. ¿Adónde se dirigen?
El oficial juntó los talones y se puso firme.
—A Galdácano —informó con orgullo.
—A reservarle un palacio al rey y a su corte —se entrometió uno de los soldados que pasaba por delante de ellos—. En breve, Bilbao se rendirá y el rey no quiere estar lejos cuando suceda.
—¿Va con ustedes?
—Está instalado en el pueblo de Deusto.
—Por ahora —dijo el compañero del soldado.
—Hasta que le busquemos una casa mejor.
La alegría de tener cerca al que ellos veían como su monarca desató la lengua del oficial y se saltó la disciplina:
—¿Ven allí? —Señaló un monte del otro lado de Bilbao, en la zona de Basurto, por encima de la Casa de Misericordia—. Hoy es día de ir hacia delante.
Inés tuvo que esforzarse en identificar lo que indicaba. Intuyó movimiento en la ladera.
—¿Cuál es la intención del Estado Mayor? —se apresuró a preguntar Javier—. Le repito que voy a escribir una crónica para un noticiero de Madrid con el consentimiento de sus superiores, como ha podido leer.
Las palabras de Javier tuvieron el efecto contrario al que esperaba. El oficial dio un paso atrás y se puso alerta.
—Yo no sé más. Nos dirigimos a Galdácano. Las órdenes llegarán cuando estemos allí.
Javier parecía desesperado por conseguir la información.
—¿Con todo este contingente? No espere que me lo crea.
Inés atendía a la discusión, que iba creciendo en intensidad y en enfado, y se preguntaba qué seguridad le brindaría Javier si aquel oficial se molestaba un poco más.
—¿Nos haría una fotografía a este y a mí?
Apartó la mirada del militar y de su supuesto marido y la centró en los dos soldados que se dirigían a ella. Uno sacó unas monedas del bolsillo del pantalón y se las tendió.
Fue al ver aquella mano sucia y callosa ante ella cuando se dio cuenta de quiénes eran aquellos hombres en realidad: padres de familia, trabajadores del campo, hijos de baserritarras, hombres y muchachos que lo único que habían hecho en su vida era cavar, labrar, segar, trabajar para seguir adelante, unidos ahora para matar por otros y para dejarse matar por Dios, por la patria y el rey. «Para dejarse matar por nada».
Los soldados, con las viejas guerreras azules, muchos sin un mísero capote que los protegiera del frío y de la humedad, y de la crueldad de una guerra sobre la que alguien los había convencido de que era la suya, la miraban con una sonrisa. La columna seguía avanzando detrás de ellos como un río imposible de parar. La opresión en el pecho de Inés apenas le dejó contestar:
—Sí, por supuesto.
La mano seguía extendida animándola a quedarse con las monedas.
—No hará falta —decidió—. Mi esposo ha venido a eso, a tomar fotografías, ¿verdad? —Dio un tirón del gabán de Javier para llamar su atención.
Los soldados se cuadraron ante el superior.
—¿Da usted su permiso? —preguntaron sin rastro de la diversión de un momento antes.
—¿No es lo que ha venido a hacer? —repitió las palabras que había dicho Inés—. Hágalo pues. Yo también quiero una.
Javier la miró un instante y enseguida sacó de los soportes laterales del carrito el trípode y una cámara.
Ninguno había contado con el efecto que aquel artefacto tendría sobre aquellos hombres. Inés estuvo segura de que muchos de ellos no habían visto un aparato así en la vida.
Pronto se encontró dentro de un remolino, entre amables «señorita», ansiosos «a mí también» y suaves «por favor».
El oficial tuvo que poner orden, aunque ahora se mostraba de buen humor.
—Hágaselas a estos seis. —Señaló a los dos hombres que le habían pedido la fotografía y a otros cuatro que se habían pegado a ellos—. Y le consigo la información que me pide.
—Tendrá que ser en cinco minutos, es lo que tardo en preparar las placas —le informó Javier mientras sacaba el bote con el colodión y ponía los cristales a empapar antes de meterlos en los chasis de madera.
—Como si son veinte, con que nos dé tiempo a unirnos a la cola de la columna nos basta.
Javier comenzó a verter el líquido sobre el vidrio mientras echaba ojeadas rápidas hacia el camino por el que el oficial había desaparecido. A Inés le quedó claro que aquellas fotografías no eran su prioridad.
—Neskatilla —se dirigió a ella uno de los soldados.
Inés no hablaba vasco, pero había oído rezar a su abuela en esa lengua y conocía algunas palabras; sobre todo, los apodos cariñosos con los que la llamaba alguna vez. De todas maneras, no le hizo falta apelar a los recuerdos, el primer soldado que se había dirigido a ellos dio un codazo al otro.
—Señorita, este y yo queríamos pedirle otro favor.
Inés asintió, incapaz de negar nada a aquellos hombres que, tal vez, no volvieran a ver a los suyos.
El joven sacó un trozo de lienzo del bolsillo y un lapicerín de grafito. Apoyándose en la espalda del amigo, escribió unas letras rápidas y le tendió la tela.
—¿Y esto? —preguntó ella.
—Para que se la mande a la familia. Una a la de este y otra a la mía. Ahí tiene nuestros nombres y las señas.
—¿Puede usted añadir que estábamos bien cuando nos encontró?
Inés no confesó que no sabía leer, y mucho menos escribir. Dobló la tela con todo el cuidado del mundo, sacó fuerzas de donde no las tenía y sonrió.
—Me encargaré de que las reciban —prometió.
Las lágrimas se le agolparon en los párpados, pero no se permitió derramar ni una sola.
Estaban en medio de una guerra, ¿no? Ella formaba parte de aquello. Aunque no quisiera.
Se llamaban Ricardo y Vicente. Ambos eran de Gatica, un pueblo cercano a la costa de Vizcaya. Le hablaron del castillo de Butrón e Inés hizo que sabía dónde estaba, aunque no tenía ni idea. Ella solo había salido del caserío para ir a Bilbao y allí se había quedado.
No eran más que unos muchachos que apenas habían cumplido los veinte. Solo tres años mayores que Ignacio. Se imaginó a su hermano en la piel de uno de ellos y se estremeció.
—¿Tiene frío? —le preguntó Vicente cuando vio el gesto.
El muchacho se quitó el viejo capote y le tapó los hombros con él. Inés le sonrió agradecida.
—Pónganse juntos —gruñó Javier en el instante en que ella se encogía de gusto debajo de la prenda de abrigo.
Los dos chicos se pusieron uno al lado del otro, apoyados en los mosquetes. Sonreían. Inés pensó que guerra y alegría eran dos palabras que no deberían aparecer nunca juntas; la alegría en la guerra era apenas un espejismo para dementes.
—Saque guapo a este —bromeó Vicente—, que la novia lo vea lustroso, como cuando lo despidió a la puerta del caserío.
—¿Tiene novia? —se interesó Inés necesitada de conocerlos un poco más.
—Encarna se llama. La moza más guapa del lugar. ¿Se lo puede usted creer?
—¿Quiere o no quiere retratarse? —se enfadó Javier.
Los dos se quedaron quietos. Aún les duraba aquel entusiasmo cuando Javier tapó de nuevo el objetivo.
El fotógrafo continuó con los siguientes soldados que aguardaban turno. A los seis iniciales se habían unido unos pocos más, pero Inés no les prestó atención y siguió a Ricardo y Vicente. Necesitaba hacerles una pregunta. Temía la respuesta, pero no por eso se la iba a callar; quería comprender a su hermano.
—¿Por qué estáis aquí?
—¿Y dónde íbamos a estar? —Ricardo no podía estar más sorprendido.
—En vuestra casa, con vuestras familias, cuidando de los vuestros y dejándoos cuidar por ellos.
—Eso es lo que estamos haciendo —respondió Vicente con toda naturalidad.
—¿Obedeciendo ciegamente los mandatos de otros que os dirigen a una guerra sin sentido? —se le escapó.
Ambos se quedaron lívidos y miraron a sus compañeros. Ninguno había oído la pregunta de Inés, seguían embelesados por la máquina que hacía el milagro de plasmar en un papel lo que un segundo antes estaba ante los ojos.
Vicente le hizo un gesto para que se apartaran.
—No debería decir esas cosas, señora. La podrían juzgar por instigar a la sedición. Por suerte para usted, no hay ningún oficial cerca. Parece que su marido ha pinchado en hueso con el de Salvatierra.
Era cierto, el oficial con el que había discutido Javier había regresado y seguía sin quitarles el ojo de encima, pero se mantenía lo suficientemente alejado como para no oír lo que decían.
—¿Tan extraño le parece que luchemos por nuestra patria?
«Patria», «luchar», palabras demasiado cortas para dar la vida por ellas.
—Me parece que nadie debería pediros que lo hicierais.
—Estamos aquí porque queremos.
—Nos ofrecimos voluntarios cuando a la zona llegaron noticias de que se luchaba en la bocana del puerto de Santurce.
—¿Por qué? ¿Para qué?
—Por nuestro alimento, por nuestra tierra. ¿Ha visto usted todas esas industrias al borde de la ría? ¿Y los destrozos en el monte? Lo agujerean y se lo comen a trozos. ¿Qué va a suceder con la tierra? Llegarán esos liberales aburguesados a poner miles de fábricas y nos quedaremos sin sustento.
—No queremos que eso suceda.
—Ni tampoco que nos quiten lo que nos pertenece por tradición; pretenden abolir nuestros derechos.
—Nuestras instituciones como pueblo, nos las quieren quitar. Nos quedaremos sin voz en el Estado.
Inés no dijo tampoco ahora lo que tantas veces había callado ante Ignacio, que nadie podía parar lo que ya se había iniciado en Vizcaya, que los hombres de negocios de la capital y de otras zonas de España no permitirían que nadie amenazara sus empresas, y mucho menos su dinero.
—¿Qué hay del rey?
—¿El rey? —preguntó Vicente—. ¿Qué pasa con él?
—Es nuestro monarca, el legítimo, hijo de aquel al que debió de pasar la corona en el treinta y tres.
—Si no llega a ser porque Fernando VII se empeñó en poner a esa mujer en el trono…
Inés sabía que «esa mujer» era la reina Isabel II. Había escuchado aquel argumento muchas veces, aunque siempre dejaba de prestar atención en algún punto de la diatriba y no terminaba de comprender por qué, ahora que se había instaurado la República, proclamada por las Cortes el año anterior, los carlistas no reconocían la decisión popular.
Los comprendía en el resto de los puntos. Ella también compartía el apego a la tierra que la había visto nacer, el valor del esfuerzo para mantener a las familias y el disfrute de pisar los terrones en invierno. También sabía del corazón henchido de satisfacción al ver las flores de los manzanos en primavera, los cestos llenos de tomates y pimientos en verano y de berzas en otoño. Ella, también, a pesar de los pesares, formaba parte de aquella columna de hombres que continuaban pasando.
Y, de repente, saber que había memorizado las caras de aquellos muchachos y que no los olvidaría nunca fue como una punzada en el corazón. El lienzo con sus nombres le quemaba en el bolsillo de la falda. Apartó los ojos de ellos, de su familiaridad y de su alegría. Prefirió clavarlos en la inseguridad que la imagen de Javier le provocaba.