Epílogo

Javier no recordaba la cantidad de funerales a los que había asistido, ni la de veces que habían sido los primeros en dar la noticia a los familiares. Contar que un hijo, padre o marido había muerto en medio de la batalla era muy difícil. En la mayoría de los casos, lo sabían; para algunas cosas, la administración del Ejército gubernamental era de lo más eficaz. Sin embargo, había otras en las que la desdicha aún no había llegado a la casa familiar y eran ellos los portadores.

Ver cómo el color desaparecía del rostro de la mujer o de la madre y sentirla tambalearse era un auténtico tormento para Javier. En aquellos momentos, solo el calor de la piel de Inés lo mantenía en pie y le arrancaba palabras de consuelo.

Normalmente los invitaban a sus casas. Les ofrecían todo lo que tenían e insistían en que se quedaran a dormir. Ni Inés ni Javier les negaban nunca la compañía. La sonrisa del ser querido era todo lo que ellos les entregaban a cambio.

El retrato del soldado presidía la estancia, apoyado en la repisa del hogar o clavado en la pared. A Javier le emocionaba verlo, casi tanto como a ellos. Y aquella había sido la última vez.

Dio otro empujón al carrito y terminó de subir la pendiente. Abajo quedaba el caserío de los padres de Julio Urquiza, abajo dejaban la última fotografía.

—Lo echaré de menos —dijo Inés al tiempo que lo enlazaba por la cintura—. Nunca pensé que diría esto, pero es cierto.

—Yo me alegro de que hayamos terminado. Sobre todo por ti, no debería haberte pedido que me acompañaras.

Inés le dio un beso debajo de la oreja.

—No tenías elección. Lo prometí ante el Señor: «En la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad…».

—Nada dijiste de las locuras de tu esposo —bromeó ya liberado del peso de la culpa y del dolor.

—Han sido dos meses que no cambiaría por nada. Has sido muy valiente.

—He sido un insensato. Y tu hermano también.

—Ignacio, ¿qué tiene que ver él en esto?

—Tenía que haberme prohibido casarme con su hermana y llevármela a recorrer los caminos, durmiendo en pajares prestados y comiendo de lo poco que gana su marido con los retratos que hace por los pueblos. No tenía que haberte arrastrado a compartir esto conmigo.

—Tenías que hacerlo, tú mismo me lo dijiste. Sabías que si tú lo hacías, yo venía también.

Javier la besó en la sien sin apartar la mirada del caserío que dejaban atrás. El alivio lo invadió. Habían sido unos meses duros; llenos de tristezas ajenas y amargos pasados, contrapuestos por completo a su alegría interior y a su esperanzador futuro.

Inés se sujetó a la barra del laboratorio portátil y esperó a que él diera el siguiente paso. Javier no dudó. Sus manos se colocaron a continuación de las de Inés; con firmeza, con seguridad, con decisión. Alejó la vista de aquella casa y la posó sobre el camino que se abría ante ellos.

—Ha llegado la hora.

—¿Nervioso?

—Mucho.

Los dedos de Inés se posaron sobre su mano. Él le ofreció la palma y ella la apretó con fuerza.

—Todo saldrá bien. Ya lo verás. ¿Está muy lejos?

—A menos de una hora de aquí.

—¿Crees que nos invitarán a comer?

—Lo averiguaremos enseguida.

Las rodadas del carrito sobre la tierra húmeda y la fotografía de un joven, con una enorme sonrisa y un ros sobre la cabeza, en el comedor del caserío que acababan de abandonar fue lo único que quedó de su paso por aquel lugar. Javier se alegró de que así fuera. Prefería que aquella gente se olvidara de su nombre.

De igual manera que deseaba con toda el alma que en el lugar hacia donde se dirigían lo acogieran como si nunca los hubiera abandonado.

Fue una hora de camino, una hora en la que lo único que hizo fue pensar una y otra vez las palabras que pronunciaría cuando se encontrara delante de los suyos: «Madre, padre, soy Javier, vuestro hijo. He regresado».

Y prefirió no imaginar lo que vendría después. «Cobarde», se dijo a sí mismo. «Precavido», se llamó después. La idea de que sus padres le dieran la espalda era demasiado dolorosa; la sospecha de que lo hubieran olvidado definitivamente, desoladora. Aunque era lo que él mismo había hecho con ellos durante tantos años.

Cuando a lo lejos y por encima de los árboles que lo separaban del caserío familiar divisó la cima del tejado, empezó a jadear. Era puro miedo.

—¿Es ese? —murmuró Inés.

—¿Un fotógrafo por estos lares?

Javier se dio la vuelta de repente y se encontró con dos mozalbetes que, como ellos, descendían la cuesta hacia el caserío y miraban el cartel del carro con interés.

Inés le puso una mano en la espalda para infundirle valor.

Él buscó en sus caras algún rasgo que delatara la familia a la que pertenecían. No encontró ninguno. Uno tenía la piel demasiado morena y el otro, los ojos azules. Ninguno de sus hermanos era así, al menos no los recordaba así. Por primera vez pensó que podría haber nacido algún otro niño después de que él se marchara. «Puedo tener hermanos a los que ni siquiera conozco». Se sintió peor que antes. Se aferró a la mano de Inés, y la puso a su lado.

—¿Vivís en casa Garay? —empezó ella la conversación.

—¿Dónde si no?

—¿Sois de alguno de los hijos? —preguntó Javier.

—De la hija mayor —dijo el moreno.

—De la siguiente —dijo el de los ojos azules.

—Entonces…, ¿la familia sigue en el mismo sitio?

Su sobrino, el moreno —hasta ese momento ni se le había pasado por la imaginación que pudiera tener sobrinos y menos tan mayores como aquellos—, se sacó del hombro el hacha y la apoyó en el suelo.

—Acabamos de decírselo —respondió con desconfianza—. ¿Qué han venido a hacer aquí?

Le fue imposible decir la verdad.

—Hacemos fotografías a las familias.

—Pues no creo que aquí sea bien recibido.

—¿Por qué?

—Los abuelos no tienen aprecio a esas cosas.

—¿Y el resto? ¿Y vuestras madres, vuestros hermanos? —intervino Inés.

—Seguro que les gustaría —dijo el de los ojos azules.

—¡Cállate, que eres un bocazas! ¿No sabes lo que dice el abuelo?

—¿Qué dice?

—Dice que esas máquinas del demonio le llevaron a un hijo. Nunca ha aceptado que nadie le haga un retrato.

—¡Cállate, Javier, y vámonos!

Javier abrió los ojos como platos al tiempo que el muchacho moreno se marchaba.

—¿Te llamas Javier? —Detuvo al de los ojos azules.

El chico miró por un momento al primo que se alejaba, pero enseguida regresó junto a ellos.

—Así se llamaba mi tío, ese que se marchó detrás de un fotógrafo como usted y abandonó a padres y hermanos. Mi madre no quería ponérmelo, decía que solo me traería tristezas, pero la abuela se empeñó. Dice que le recuerdo a él, que somos igual de soñadores. —El chico echó un vistazo rápido al camino y añadió—: Yo creo que todavía espera que aparezca cualquier día por ahí.

Javier se quedó clavado en el suelo mientras se desataba una tormenta en su interior.

—¿Crees que se alegrarían?

—¿La abuela? Saltaría de alegría si pudiera. Mira que se le han ido otros hijos, pero ese… Yo creo que es porque se marchó siendo niño. Es como si en vez de irse por propia voluntad, se les hubiera perdido a ellos en el monte.

—¿Y el abuelo? —preguntó Inés al ver que Javier se quedaba sin habla.

—El abuelo lo miraría como si fuera lo más natural, como si acabara de verlo salir de la casa con la guadaña para segar el prado de abajo.

—Exageras, seguro que ya lo han olvidado, después de tantos años como dices… —tanteó ella.

—¿El abuelo olvidarse de algo? —Se carcajeó el sobrino—. Cómo se nota que no lo conocen. Aún recuerda los reales que pagó por la primera chapela que se puso en la cabeza: dos reales le costó.

El recuerdo de aquella anécdota le atravesó a Javier con la fuerza de un rayo. Sonaron en sus oídos las risas de sus hermanos mientras comían castañas ante la lumbre cada vez que su padre lo repetía.

Muchos eran los sentimientos que lo habían inundado durante el camino hacia el caserío familiar. Los nervios, el miedo, el desasosiego y la cobardía habían sido duros compañeros de viaje. Pero nunca imaginó que la boina de su padre fuera lo que lo ayudara a apartarlos para dar paso al regocijo por volver a encontrar a los suyos, por volver a abrazar a sus padres, a sus hermanos y a los sobrinos que nunca supo que tuviera, y que ahora le hacían tan feliz aun sin conocerlos.

Javier tuvo que sentarse en el suelo, a punto de marearse. Inés se arrodilló a su lado.

—¿Te encuentras bien?

—Solo necesito unos momentos, unos momentos y estaré bien.

—¿Puedes llegarte hasta el caserío y darle un recado a tus abuelos y a tu madre, muchacho? —le preguntó Inés. El sobrino se quedó esperando el mandado—. Diles que ha venido alguien que piensa sacarles muchos retratos. ¡Uno por cada año que faltó!

El chico se encogió de hombros. Javier e Inés se quedaron en silencio mientras lo miraban bajar la cuesta.

—¿Crees que entenderán tus palabras?

—Perfectamente.

Todavía esperaron un buen rato. Hasta que Javier se puso en pie y se sacudió las hierbas del pantalón.

—Creo que ha llegado el momento.

—¿Estás seguro?

—No, no lo estoy en absoluto.

Ella le dio un suave beso en los labios.

—Pues entonces, adelante.

—Hacia mi casa.

—Tu casa, tu gente.

—Mi gente. —Bajó el rostro hasta atrapar sus labios—. Mi mujer, mi gente —susurró después—. Me gusta cómo suena.

Terminaron el camino agarrados por la cintura. Javier buscaba la seguridad que emanaba de ella con toda generosidad.

A la puerta del caserío había alguien. Respiró cuando descubrió que era su sobrino Javier. El chico partía leña sobre el duro tronco de un roble. Se irguió al notar que se acercaban. Del bolsillo del pantalón parduzco sacó un pañuelo, que usó para secarse el sudor de la frente y del cuello.

Inés se separó en cuanto la mirada del chico se posó en ella. Javier la retuvo hasta que se aproximaron a la casa.

—Me alegro de volver a verles.

—Inés, mi mujer —la presentó, ya que no lo había hecho antes—, acabamos de casarnos.

—Encantado, señora.

—Igualmente —contestó ella—. Nos gustaría conocer a la familia. A tu madre, a los abuelos, al resto de los…

—Javier —llamó una mujer desde el portal—. ¿Con quién hablas?

—El fotógrafo del que les he hablado, madre, ya ha llegado —contestó el chico en alto.

La mujer salió de la casa a toda prisa. Vestía una falda gris oscuro y una toquilla sobre los hombros; el moño recogido bajo el pañuelo.

Javier la habría reconocido al instante, incluso sin haber sabido de antemano que era la madre de su sobrino. Sintió que el tiempo se detenía. Era una réplica exacta a su madre cuando él se marchó.

Su hermana mayor lo miró con cara de espanto, con las dos manos sobre la boca y los ojos muy abiertos. De su boca apenas salía un gemido amortiguado.

—¿Qué os sucede? —se asustó el sobrino cuando la vio en ese estado.

—¡Madre! —consiguió decir la mujer—. ¡Madre! Su…, su hijo…, su hijo Javier ha regresado. ¡Javier ha regresado! —gritó hacia dentro de la vivienda—. ¡Ha regresado!

Él no pudo hacer más que apretar la mano de Inés y soportar la angustia con los ojos clavados en la puerta del caserío. No fue una sino dos las personas que aparecieron por ella. Un hombre y una mujer, con la piel llena de arrugas y la emoción en la cara.

Ninguno se movió. Tuvo que ser Inés la que tiró de Javier y lo obligó a acercarse a las tres figuras que los esperaban en la puerta.

—Yo… soy Inés Otaola, la mujer de su hijo Javier. Él…

Javier tenía un nudo en la garganta. Imposible decir nada. El hombre mayor lo hizo por él:

—… él ha regresado —completó con los ojos vidriosos.

A Javier nunca le había parecido tan maravilloso ver llorar a alguien.