17
—¡Señorita! ¡Zeñorita! ¡Senyoreta! ¡Andrecho!
Había acentos de todas las partes de España e Inés se desesperaba por atender a todo el que la llamaba. Lo peor era que nada podía hacer, salvo acercarles un poco de agua o cambiarles el vendaje cuando este se empapaba en sangre. Y ya hasta eso había dejado de hacerlo.
—No merece la pena —le había dicho el médico cuando vio la rapidez con la que bajaba el montón de vendas—. Solo a los que parezca que se pueden recuperar.
¿Recuperar? Buen Dios. En el tiempo que llevaba allí —ni sabía si habían pasado dos horas o dos días— había visto llegar a un centenar de heridos y más de la mitad había salido del templo minutos después con los ojos cerrados y la orden «A la morgue» planeando sobre sus cabezas inertes.
Había intentado no fijarse en ellos, no adivinar sus nombres, no imaginar sus vidas, no quedarse con sus caras. Lo había intentado, pero allí estaban, todos aquellos retratos en su mente. Los había jóvenes y mayores. De nombre Luis, Felipe o Victorino, los castellanos; Antonio, Manuel y Francisco, los andaluces; Antón e Ignacio, los vascos; Javier, los navarros, y otros muchos más que no sabía de dónde procedían.
Pero lo peor no era recordar sus rostros desencajados y sus nombres y apellidos, sus cuerpos mutilados ni aquellos enormes agujeros en los pechos o estómagos.
Lo peor era verlos llorar.
Había empezado a pensar en sus familias desde que salió de la sacristía acompañando al médico militar.
—No se apure, no le pediré grandes esfuerzos, solo que sujete el estómago a pesar de lo que vea y que los trate como si cada uno de ellos fuera su propio hermano, marido o padre. ¿Cree que podrá hacerlo?
Inés imaginó a Ignacio o al señor Francisco en circunstancias similares y no tuvo ninguna duda.
—Ahí tiene el botijo para los que pueden sujetarlo, este cubo de agua y ese cazo para los que no pueden incorporarse. Para el resto, coja un paño, humedézcalo y enjuágueles la cara. Podrá hacerlo, hasta el viejo de ayer podía.
—¿No hay que darles algún tratamiento?
—Mientras lo hace, rece. Un milagro, es todo lo que pueden esperar muchos de ellos.
Aquella había sido la última vez que había hablado con el médico antes de que desapareciera en la estancia donde tenía instalada la mesa de operaciones.
Según pasaba el tiempo y los menos graves parecían recuperarse de las heridas superficiales, el ambiente, que a la llegada le había parecido el de un velatorio, se fue tornando un encuentro de conocidos. Y ella formaba parte de la distracción.
—Venga, muchacha, no te hagas de rogar y di cómo te llamas.
—Déjala en paz, murciano, bastante tiene con atender a los que han tenido menos suerte que tú.
—Pues por eso lo digo, para que se distraiga.
—No es el momento.
—Es que vosotros, los del norte, sois unos siesos. ¡No te digo! Si parece que estáis todo el día enfadados.
—No me jodas, murciano, no me jodas.
Inés miró hacia la zona central del templo. Los heridos graves se movían en los lechos como si la discusión removiera un dolor silencioso.
—¡Todo el mundo fuera de aquí! —farfulló.
—Muchacha, ¿no ves que estamos heridos?
—Si tienes fuerza suficiente como para discutir, también la tienes para recuperar la que te falta en la calle. Salid al pórtico.
—Mira tú a la chiquilla, si al final tenía más sangre de lo que parecía.
Las risas del soldado arrastraron al resto, que lo siguieron en busca de distracción.
Inés esperó a que el último traspasara el umbral y empujó la puerta para entornarla. No podía cerrarla ya que a cada rato llegaban nuevos heridos por oleadas, algunos por su propio pie; otros, apoyados en un compañero; los más, sujetos por hombros y tobillos entre dos soldados con heridas menos graves.
Apenas había vuelto la madera un poco cuando alguien la empujó desde fuera. El movimiento la pilló por sorpresa y a punto estuvo de derramar el agua sobre la hierba que servía de lecho.
—¡Pero ¿quién…?!
Ni tiempo le dio a pensar qué estaba sucediendo cuando unos brazos le rodearon el talle.
—Menos mal que te encuentro.
—¡Javier! ¿Estás bien?
La respuesta fue una boca contra la suya. El ansia con la que Javier la buscó dejó patente el grado de desesperación que traía.
—Todo lo bien que se puede estar cuando te dicen que tu mujer está en el frente.
—¿En el frente?
—¿No oyes los disparos y los rumores de la contienda?
—Sí, pero…
—Podrías verlos a nada que te asomaras. Se lucha por conseguir todas las cimas de alrededor. Te han metido en una madriguera. ¿A quién demonios se le ha ocurrido montar el hospital de sangre a dos pasos de los carlistas? Como avancen un poco más, los van a cazar como conejos. ¡Vámonos de aquí!
—No puedo, Javier.
—Lo que no puedes es quedarte.
—Tengo que hacerlo. Solo estamos el doctor, otro hombre y yo.
—¿Y dónde están los ayudantes?
Inés hizo un gesto en dirección al quirófano improvisado. Como si lo hubiera pactado, en ese mismo instante un alarido animal salió de la estancia. Javier dio un paso atrás impresionado.
—El ayudante dentro, operando junto al médico. No hay nadie más para atender al resto. No puedo abandonarlos. —«Podría ser Ignacio, podría ser el señor Francisco».
Javier la arrastró hasta un rincón, debajo de un vano.
—Vale. Nos quedamos. En realidad, no hay otro remedio. Imposible seguir con los planes que traíamos. —Le acarició la mejilla—. Lo siento, Inés, pero no puedo llevarte con los tuyos, ni tampoco acercarme a los carlistas.
—¿Y eso?
—El general Serrano me ha prohibido pisar otra tierra que no sea la liberal.
—Entonces no podrás realizar tu trabajo.
—Aún no sé cómo, pero lo haré. Tengo el laboratorio, por suerte está intacto.
Hasta ellos llegaron las risas de los soldados que Inés había mandado al pórtico. Se le ocurrió de repente:
—Puedes empezar haciendo retratos a los soldados de ahí fuera.
Javier elevó la vista hacia la ventana desprovista de cristal.
—¿A esos? ¿Los estás oyendo? Se encuentran en medio de una guerra y se ríen —dijo con un deje de incredulidad.
—Déjalos que rían. Quizás sea su última oportunidad para hacerlo.
Javier reconsideró la idea.
—Empezaré por retratarlos a ellos. Me han dicho que hay más periodistas. Me gustaría localizarlos, pero no quiero alejarme demasiado de aquí. Prométeme una cosa.
—Dime.
—Que en el momento en que oigas que los liberales ceden en sus posiciones, saldrás de aquí y me buscarás.
—Lo prometo —aceptó Inés. Lo besó por última vez antes de separarse de nuevo.
Inés se arrodilló junto a uno de los soldados que yacía en el suelo desde que ella había llegado de mañana y cuya respiración se hacía más ligera según pasaban las horas.
Era muy joven, no debía de tener más edad que Ignacio. Se le escapaba un mechón de pelo oscuro por debajo de la venda que le cubría la cabeza. Inés lo retuvo entre los dedos un instante. Después lo incorporó con dificultad y le puso un tazón en los labios. El agua se le escurrió por las comisuras. Probó de nuevo con el mismo resultado. Rezó para que le entrara algo de líquido y pudiera tragarlo. Mantuvo la mano sobre su pecho por si él notaba el contacto y le servía de alivio.
Pensó en que aquel muchacho tendría una madre o una esposa que estarían rezando por él sin conocer su destino. Otras ni siquiera imaginaban que sus hijos o esposos yacían amontonados a la espera de que la batalla finalizara y pudieran trasladarlos al camposanto más cercano.
El soldado realizó una respiración más profunda y a Inés le pareció que se ahogaba. La cabeza del joven se desplomó hacia atrás, sin vida. Su cuidado llegaba tarde. Hacía el número treinta y tres que se le moría entre los brazos.
Inés lo depositó despacio sobre el jergón. Hizo la señal de la cruz y le cerró los ojos con cuidado.
Se volvió hacia los dos encargados de los muertos. Apenas cabeceó y se acercaron hasta ella.
Inés miró de nuevo al joven. El vendaje no podía ocultar la herida de aquel hombre. Era mortal. ¿Cómo había podido soñar que sobreviviría? Le angustió no conocer su nombre.
—¿Señora, está bien?
—Creo…, creo que sí.
—Debería salir un rato, le vendrá bien el aire fresco.
El otro soldado cogió el cubo de agua y el tazón.
—No se preocupe, nosotros nos haremos cargo de esto mientras esté fuera.
Inés apenas pudo esbozar una sonrisa de agradecimiento.
Dio la vuelta a la iglesia, cruzó por delante de los tres arcos del pórtico y siguió la línea de piedras. A la altura del ábside se apoyó en el frío muro. El aire del atardecer le hizo bien. Volvió a ver los resplandores de la pólvora y dejó resbalar la espalda por la pared. Enterró el rostro en las manos y lloró con toda el alma.
Fue peor, inmensamente peor que cuando murió la abuela. De ella, al menos, guardaba los más dulces recuerdos y el consuelo de saber dónde yacía.
—¿Inés?
Reconoció la voz de Javier, pero su respuesta se ahogó en medio de los sollozos incontrolables. Él le ofreció el único consuelo que necesitaba: su abrazo.
Y así, entre besos y susurros de enamorado, se fue tranquilizando.
—Ya estoy mejor —hipó mientras se limpiaba los ojos con las manos—. Ha sido un mal momento. Tengo que entrar, me necesitan.
—Escucha. ¿No oyes que la ofensiva disminuye? Se acerca la noche y, al parecer, a los mandos no les gusta la oscuridad.
—Alguna vez tendrán que dormir los que hayan conseguido salir con vida del día de hoy —murmuró ella.
—Sí, los que lo hayan conseguido. Escúchame bien; voy a acercarme.
—¡Estás loco!
—Me he pasado el día retratando a los soldados heridos que llegaban al hospital. He venido a hacer un reportaje. He encontrado a los otros periodistas debajo de una barraca, en el campamento de La Rigada. Ya va siendo hora de que haga lo que he venido a hacer.
El sonido de un cañón lo contradijo.
—¡Espera al menos a que dejen de luchar!
—Me quedaría sin luz, Inés. Tiene que ser ahora. He venido a decírtelo y a insistir en que no salgas de la iglesia. La zona sigue en poder de los liberales.
—¿Sabes cuál ha sido el resultado? —Le temblaba la voz mientras volvía a imaginar lo que podría haberle sucedido a su hermano pequeño.
—Ha habido tres asaltos. Por lo que me han contado, uno a pocos pasos de aquí, en Abanto, en el barrio de Las Cortes; otro para tomar la Pucheta y otro para tomar Las Carreras, asaltar las baterías carlistas de Murrieta y llegar hasta San Pedro de Abanto.
—¿Y cómo ha terminado?
—Dicen que el general Loma ha conseguido avanzar por Las Carreras, los de Las Cortes han llegado hasta la línea del ferrocarril, pero no está nada claro que hayan conseguido hacer retroceder las posiciones carlistas. La pendiente es muy elevada.
Se quedó unos minutos más allí después de que Javier se fuera. Necesitaba recobrar el ánimo antes de entrar de nuevo. La noche prometía ser muy larga.
El rumor de la corriente del río Barbadún, fluyendo a un costado de la colina donde se encontraba el improvisado hospital, le despejó la mente. Imaginó que el frescor del agua en la piel aligeraría parte de la tensión. Sería un momento, solo bajar, mojarse la cara, subir y retomar la responsabilidad de poner un poco de alivio en la vida de los hombres que agonizaban en el templo.
Dejó resbalar los pies entre los árboles hasta llegar a la orilla. Le llegaban las voces de los heridos del pórtico amortiguadas por la distancia. Metió las manos en el agua. Estaba muy fría. Deseó que lo estuviera aún más, como los témpanos en enero que había visto colgar de las ventanas del caserío, tan fría que le cortara la piel. Prefería mil veces sentir el dolor del cuerpo antes que el del corazón.
—El infierno provocado por los hombres —clamó a media voz—. Provocado por ti, Ignacio, y por el señor Francisco. Ninguno de los dos sois inocentes.
—¿I… Inés?
Se llevó la mano a la boca para ahogar la conmoción. Si hacía un rato había temido por la vida de su hermano, saberlo junto a ella la sobrecogió de espanto.
Era mentira, tenía que serlo. Desear con tanto anhelo encontrar a Ignacio hacía que viera y oyera fantasías que no podían ser ciertas.
Ir hacia la voz fue un arranque sin sentido. Apartó a toda prisa los arbustos de la ribera sin ninguna protección. Fue una imprudencia, un disparate.
Pero la locura se tornó sentimiento cuando se lo encontró, dentro del agua, frente a ella.
Estaba agazapado, detrás de un pequeño roble que inclinaba las ramas hasta meterlas en la corriente, empapado y abrazado a sí mismo.
—¡Hermano! —musitó lo más bajo que pudo—. ¡Ignacio! Estoy aquí.
Hubo un instante de silencio. Después pasos en el agua y lo tuvo en tierra.
Y como hacía como cuando él tenía cinco años, lo cubrió con los brazos para protegerlo.
Inés siguió hablando entre susurros; Ignacio, temblando. Hasta que él se convenció de que estaba a salvo y abandonó su regazo.
Notó su mano en la mejilla. La tenía húmeda de las lágrimas, y fría.
—¿De verdad eres tú? —musitó él.
—¿No me ves, no me sientes?
Pero la alegría del milagro pronto desapareció bajo el peso del espanto más absoluto. Los dedos de Ignacio se clavaron en sus brazos.
—¡Sácame de aquí, Inés! —La súplica se convirtió en sollozo desesperado—. ¡Tienes que sacarme de este infierno!
Ella apenas pudo llevarlo detrás del árbol más grueso del bosquecillo.
—¡Tranquilízate! —farfulló—. ¡Estás en el lado liberal!
—Ya lo sé, ya lo sé. —Se tapó el rostro al tiempo que se bamboleaba adelante y atrás para tranquilizarse como hacía cuando era pequeño.
—¿Cómo has terminado aquí, Ignacio? ¡Eres carlista, el enemigo para esta gente!
—Yo qué sé, no lo sé bien. Estábamos en lo alto de una loma, ellos llegaban desde abajo. Nos reíamos porque no podían alcanzarnos. Nosotros teníamos la ventaja y los recibíamos con fuego y piedras. Entonces alguien gritó «¡A por ellos!» y salimos de las trincheras. El chico que estaba a mi lado dijo que era hora de que los pasáramos a bayoneta. Yo tenía un nudo en el estómago, pero salí, como los otros. Disparábamos cada vez que daban la orden. A distancia, entre el humo, los veía caer y me parecían muñecos de trapo. Los cañones tronaban por encima de nuestras cabezas y dejaban agujeros en la tierra. Me tropecé varias veces, dejé de ver a mis compañeros con la humareda, pero seguí adelante. Oía sus gritos, pero no los veía. Noté una brisa y, de repente, la niebla se abrió. Estábamos en un claro en medio de una marabunta. Soldados de uno y otro bando disparándonos sin cesar. Delante de mí había un chico, un enemigo. Tenía el fusil en la mano. Nos apuntamos a la vez. Casi nos rozábamos con las bayonetas de tan cerca que estábamos. Yo iba a disparar cuando noté algo en sus ojos. Lo vi bajar el arma despacio. Yo no me fiaba y seguí apuntándole al pecho. Pero cuando vi que apoyaba la culata del fusil en el suelo…, quise hacer lo mismo.
—Pero no lo hiciste —adivinó Inés.
—No lo hice. Alguien gritó a mi lado: «¡Dispara, Otaola, dispara a ese negro!». Era un alavés que había conocido en la trinchera. Apreté el gatillo.
—¡Por Dios, Ignacio!
—El muchacho me miró como si no se creyera que lo hubiera hecho. En el pecho le apareció una mancha oscura y lo vi caer ante mí. Se le doblaron las rodillas y se inclinó hacia delante hasta quedar tumbado.
—¿Y qué hiciste?
—El alavés me gritaba que lo rematara con la bayoneta en el estómago.
Inés dio un respingo Y preguntó con temor:
—¿Lo hiciste?
—No fui capaz. —Las lágrimas aparecieron otra vez—. Estaba vivo, ¿sabes? Me miraba desde el suelo. Parecía triste, como si se afligiera por mí y no por él.
—¿Qué hiciste después?
—No lo sé. El humo cubría de nuevo la explanada. Solo oía disparos, gritos y lamentos. Me volví loco. Tenía que alejarme de allí. No soportaba la idea de matar a otro hombre. Solté el arma y empecé a correr hacia delante sin saber adónde. Nada me detuvo, ni los hombres contra los que me choqué ni las veces que me caí ni los cuerpos que pisé. Ni siquiera cuando sentí aquel punzante dolor en la pierna.
—¿Qué dolor?
Inés apartó el vuelo del capote mojado de Ignacio. Encontró un agujero cerca de la rodilla. No había mucha sangre. Después de todo el día en el hospital, sabía que la sangre era un enemigo muy poderoso. No se atrevió a tocársela.
—Atravesaste las líneas liberales.
—Quería llegar al caserío. Me metí en el río para cruzarlo, pero no conseguí nadar corriente arriba. ¡Estaba tan cansado! Al final, me dejé llevar. —Volvió a enterrar la cara entre las manos—. Quiero llegar a nuestra casa y que todo sea como antes.
Aquel desconsuelo infantil le dolió a Inés más que la desapasionada explicación. Conteniendo la emoción, lo atrajo hacia ella. Ignacio se apoyó en su regazo como si fuera un niño.
—No te preocupes —lo tranquilizó mientras dejaba que su corazón llorara por dentro.
Una mujer piadosa hubiera dado gracias al cielo por el milagro de haber encontrado a su hermano, pero Inés solo sentía amargura ante la brutalidad de los hombres.
Eran tres los reporteros que cubrían la contienda desde el campamento de La Rigada. Para encontrarlos, siguió las indicaciones que le habían dado: «Junto al camino, a los pies del monte Janeo». Javier los halló enfrascados en la crónica del día. Se habían fabricado una barraca uniendo unos palos. Las paredes eran unas gruesas lonas que cubrían el techo y colgaban por tres lados. Allá donde el grueso lienzo no llegaba, habían tapado los huecos con finas ramas y brazadas de hierba.
La mesa sobre la que trabajaban era pequeña. Absortos en su trabajo no eran conscientes uno de otro, ni por supuesto se percataron de que se acercaba.
—Buenas tardes —saludó a cierta distancia—. Alguien me ha dicho que encontraría aquí a los periodistas.
Uno de ellos, sin despegar los ojos del papel, alzó la mano.
—Un momento. Una frase más… —Levantó la pluma en alto y la bajó directa al objetivo. Golpeó el papel con la punta. Después se levantó de un salto y le ofreció la mano—. Simón García, de La Gaceta Liberal.
—Javier Garay, fotógrafo.
—¿Un fotógrafo? Le contrato para mi periódico. ¿Cuánto pide?
Los otros dos reporteros despegaron la cabeza de los escritos dejando sus crónicas a medias.
—¿Lo dice usted de verdad? —preguntó uno de ellos.
—¿Dónde tiene la cámara? —añadió el otro.
La agitación que mostraban ante su oficio divirtió a Javier.
—A buen recaudo. Con esta luz ya es imposible hacer nada. Tendrán que esperar a mañana.
Simón García le pasó el brazo por el hombro como si lo conociera de toda la vida. Javier no lo rechazó. Al fin y al cabo, aquellos hombres tenían más de compañeros que de otra cosa. Mucho más, desde luego, que los soldados que los rodeaban o que el médico que organizaba el trabajo de Inés.
—¿Desde cuándo está por aquí?
—Desde esta misma mañana.
No explicó la forma en la que había llegado y mucho menos su intención de colarse en el bando contrario.
—¿Y aparece a estas horas?
—Uno nunca hace las cosas cuando quiere sino cuando puede. Había otros asuntos que resolver.
—Al menos habrá tenido ocasión de analizar la situación.
Javier no sabía a qué se refería, pero hizo como si lo entendiera.
—Por supuesto.
—¿Qué piensa que sucederá mañana? Manuel y Ramón —dijo en referencia a los otros dos— apuestan a que caerán los de Las Cortes. Yo digo que no, los guiris se defenderán con uñas y dientes, como en el monte Montaño o en el pueblo de Las Carreras.
El tal Manuel desplegó una silla, que acomodó junto a las otras tres. Lo hicieron sentarse en ella. Los papeles desaparecieron dentro de las chaquetas; tinteros y plumas se hicieron a un lado, en el suelo.
—Tú, Ramón, saca ese coñac que guardas —soltó Simón.
—Lo dejaba para el día de la victoria.
—¿Y quién te ha dicho que está cerca? Sácalo, anda, esta es una ocasión especial. Nos tomaremos un trago antes de la cena, que parece que la comida se retrasa. —Señaló a un chico que, un poco más allá, daba vueltas al contenido de una olla sobre un fuego improvisado.
—¿Tenéis cocinero?
—Al muchacho le pagamos un pico por hacer la faena. Hay que alimentarse, ya sabes. —Soltó una carcajada—. Anda, ¡que si me viera mi parienta! ¡Con los guisados tan ricos que me prepara! Ya queda menos para regresar. Dos días más y me largo.
—Estabas tardando mucho —le censuró Manuel.
—Los muertos siempre son iguales y las piernas amputadas también. Ahora a esperar hasta el día que se termine esto y cuenten los cadáveres. Ya tengo lo que necesito. Un poco de «las tropas avanzaban en el barro bajo un plomizo cielo», otro poco de «llevando con ellos el ímpetu de la victoria» y otro de «la decisión estaba tomada. La balanza se decantó por el lado de la justicia». Después haces el recuento de víctimas, firmas la crónica y se acabó.
—Cualquier día se enteran en el periódico y te echan —insistió Manuel.
—¿Y quién se lo va a decir? —se defendió Simón. Los otros compañeros agacharon la cabeza—. Lo que pasa es que soy el más práctico. Vosotros os quedáis a mirar, yo me lo imagino. Resultado: el mismo. Todos sabemos ya lo que sucede en las guerras, unos se mueren, otros no y todos se matan entre ellos. Punto final.
Por la mente de Javier pasaron los moribundos del hospital de sangre a los que Inés intentaba paliar el sufrimiento. La insensibilidad de aquel colega le revolvió las entrañas. Esperó que los otros dos fueran más profesionales y tuvieran la dignidad de no engañar a los lectores con crónicas inventadas.
La botella apareció sobre la mesa. Simón la cogió por el cuello. Vertió el líquido en el centro de su boca como si estuviera bebiendo de un porrón.
—¡Eh, que la tenemos que catar todos! —se quejó Ramón.
Simón se la pasó a Javier. Este dio un trago rápido intentando no rozar el vidrio con los labios.
—¿Hasta dónde habéis llegado? —les preguntó.
Los tres periodistas se miraron entre ellos.
—¿Como que hasta dónde?
—Con la ofensiva, me refiero. Porque imagino que iríais detrás de las filas, ¿no?
—¿Detrás? —La carcajada de Simón lo decía todo—. Nos hemos quedado aquí sentados.
—¿Aquí aquí?
—Sí, hombre, ¡parece que no te enteras!
—Pero ¿no habéis estado junto a los soldados en la ofensiva? ¿No habéis visto de primera mano lo que contáis en las crónicas?
—Pues ahora que lo dices, mañana me hago con unos prismáticos. —Simón le palmeó la espalda—. Mira este qué espabilado. Oye, lo de antes de la foto no era broma. ¡Chaval! ¿La comida viene o qué?
El muchacho se cogió el ruedo del blusón, asió las asas de la olla con la tela para no quemarse y la situó en medio de la mesa. Después acercó cuatro cucharas que sacó de algún lugar. Los reporteros se abalanzaron sobre el guiso. Javier no se quedó atrás. Llevaba todo el día sin probar bocado. Pensó en Inés y esperó que alguien tuviera la misma deferencia con ella.
Cuando el ansia por meter algo en el cuerpo hubo pasado, hizo una declaración de intenciones:
—Pues yo mañana estaré en la ofensiva. —Contuvo las ganas de añadir: «Como haría un buen reportero de guerra».
Lo único que ganó fue otra palmada en la espalda.
—Muy bien, chaval, pues ya nos contarás cómo te va.