19

Debería estar contenta ahora que habían construido un cubículo en el pajar para que Ignacio se escondiera. Habían aprovechado la puerta en altura, desde la que se tiraba la hierba una vez seca. Bajar desde el piso primero hasta el suelo trepando por los huecos de las piedras de la pared del caserío era fácil. Debería estar tranquila. Su hermano estaba a salvo, su cuñada parecía aliviada y hasta los niños los habían acogido con menos recelo del que Inés esperaba. Sin embargo, la angustia ocupaba todo su ser.

Dos días llevaban en el caserío, dos días de congoja. A cada rato, dejaba el puesto en la cocina, daba la vuelta a la casa, cruzaba el prado, se asomaba al monte y miraba hacia abajo. A los pies: humo, tiros, bombas y el estruendo del vocerío humano, mezclado con los relinchos de los caballos. El día 25 en el pueblo de Las Cortes, el día 26 en el de Pucheta y en Las Carreras. Aquellos eran los puntos donde se centraba la batalla. Inés, desde el privilegiado balcón, podía ver, a poco que se esforzara, lo que sucedía en el valle.

Y cada vez que miraba, se le desgajaba un pedazo del alma.

Esta vez se llevó la mano al estómago por ver si de esa manera paliaba el vacío que sentía no solo por no probar bocado.

Se volvió hacia la casa al oír las voces alegres de sus sobrinos. Ángel y Ascen se llamaban. Tener a los niños alrededor provocaba en ella la obligación de sentirse animada. Echó un último vistazo al valle, encomendó las almas de los caídos a la Señora de los Dolores y se santiguó dos veces, a pesar de saber que todo ello estaba de más.

Retrocedió hacia la vivienda al tiempo que Mónica entraba en el prado con la ropa recién lavada. El sol no sabía de guerras y brillaba en el cielo; los niños también eran ajenos a ella y reían pegados a las faldas de la madre.

Mónica había dejado el barreño en el suelo y se llevaba la mano a la espalda. Estaba claro que el embarazo le pesaba más de lo que quería aparentar. Era un par de años mayor que Ignacio, pero con apenas diecinueve años la vida la había tratado peor que a él. Se comportaba como una matrona en toda regla. Su cuñada sacudió al aire la camisa del uniforme de Ignacio y la extendió sobre la hierba para que el sol la secara.

—Te ayudo —se ofreció. Cogió el lienzo que habían usado para asearse y lo colocó al lado de la otra prenda.

—Puedo apañármelas —rechazó Mónica.

—No hemos venido aquí a ser una carga para nadie.

—Este es mi trabajo. Lo estaría haciendo yo sola si no estuvierais.

—Pero estamos y lo hacemos entre las dos.

—¿También vais a cavar la huerta?

—Y a coger la borona para el ganado. Y a limpiar la cuadra de las bestias y a dar de comer a las gallinas. Ya te lo dije cuando llegamos.

—¡El puchero! —gritó Ignacio desde la casa.

Inés salió corriendo antes de que se le quemaran las alubias que llevaba cuidando con mimo desde primera hora.

—Echa una mano a Mónica —soltó cuando pasó a su lado.

—¿Yo?

—¿No ves que está encinta?

A pesar del riesgo de terminar comiendo judías negras cuando eran blancas, esperó hasta que su hermano arrancó hacia el tendedero. Y no tardó en volver, después de apartar la olla del fuego. Se cruzó con Mónica de regreso a la casa. El barreño estaba vacío y la ropa tendida. Los niños jugaban a rodar monte abajo. Buscó a Ignacio con la mirada. Lo encontró en el mismo punto en el que se solía instalar ella.

—Debería estar allí —dijo cuando la sintió llegar—. No soy más que un cobarde.

—No es más cobarde el que huye sino el que no toma decisiones.

—Ya oíste a Mónica, Ricardo está luchando.

—No desde luego por su familia, bien que la ha abandonado. ¿Llamas a eso valor?

—Él hizo lo mismo que yo, ¿verdad? Me marché sin pensar en lo que dejaba. No me has contado cómo murió la abuela.

—Cayó una bomba sobre la casa. Se desplomó el tejado y la buhardilla.

—¿Sufrió?

Inés le dijo lo mismo que se había repetido ella miles de veces.

—No tuvo tiempo.

—¿Y el señor Francisco?

—Se marchó.

No le dio más explicaciones. Si lo hacía, tendría que mencionar también a Javier y contar que estaba en el infierno que ambos miraban a salvo desde las alturas.

—¿Murió con la abuela?

—No, él sobrevivió. ¿Por qué piensas eso?

—Porque no estarías aquí, sin ella ni el vecino, si algo no les hubiera sucedido. Tú no eres como yo, nunca abandonarías a la gente que amas.


No, no era de las que se desentendía de la gente que quería. Por eso había decidido marcharse y caminaba de nuevo junto al río, deshaciendo el trayecto recorrido con Ignacio dos días antes.

A punto había estado de irse sin avisar, por si su hermano intentaba impedírselo. Pero después recordó la agonía al saberlo desaparecido y pensó que no podía hacerle lo mismo. Pasó por el pajar. Ignacio dormía apaciblemente medio tapado por la hierba seca. Parecía el niño que un día fue. Se permitió el deleite de apartarle el pelo de la frente. Después le sacudió un hombro levemente. La rapidez con la que se incorporó le aclaró que su descanso no era tan profundo como ella había supuesto.

—¿Qué sucede?

—Me marcho.

—¿Cómo…, qué…?

—No tengo tiempo de explicártelo. Me voy al valle, a buscar a una persona.

—¿Al frente?

—Sí.

—¿Estás loca? ¡No puedes meterte allí!

—Tú mismo lo dijiste, no puedo abandonarlo porque lo amo.

Notó el momento en que Ignacio comprendió a qué se refería porque los rasgos se le relajaron.

—Hay un hombre.

—Lo hay y está allí abajo.

—¿En qué bando?

—¿No da igual?

—En el liberal —comprendió él—. Por eso estabas con ellos. Lo detendrán como lo pillen desertando.

—No es soldado, sino reportero. Por eso tenía el carro con…, con todo aquello.

No intentó detenerla. Tal vez porque se le dibujaba la determinación en el rostro.

—Mejor, mucho mejor. Ve con cuidado. —Echó un vistazo a la puerta—. No te preocupes, yo me quedo con ellos. Nada les sucederá.

Inés se permitió el gesto de darle un beso y, para su sorpresa, fue la primera vez desde hacía mucho tiempo que él no lo rechazó.

San Juan de Somorrostro seguía siendo liberal. Lo atestiguó tras ver al primer soldado en las calles. No supo por qué, pero la alivió saberlo. Probablemente porque se había hecho la vana ilusión de que las cosas siguieran igual a cuando ella se marchó y que encontraría a Javier en los lugares que ya conocía.

No le gustó la forma en que el muchacho le sonrió, como si acabara de encontrar una moneda de oro. Decidió que lo mejor sería llegar al hospital por el mismo camino por el que había salido, dando un rodeo. Aprovechó la aparición de un compañero del soldado para darse media vuelta y salir corriendo. Aún no había perdido de vista los tejados del pueblo cuando los cañones volvieron a sonar.

Acababa de ver la espadaña de la iglesia cuando volvió a oír el atronador rugido de las huestes cargando una contra la otra. Después de los gritos, la voz de los fusiles.

Los muertos volverían a tapizar la tierra que tanto amaba.

Su frustración fue en aumento, creció al mismo tiempo que la duda sobre qué hacer si no encontraba a Javier. Marcharse sin él y volver a caer en la incertidumbre de lo que le habría sucedido se le antojaba la mayor de las agonías, por eso se dirigió directa al sitio donde el carro había quedado escondido.

Buscó y rebuscó, sin éxito. A punto estuvo de meterse en el río por si había resbalado colina abajo y terminado en el agua. No quería llegarse hasta el hospital, pero terminó dándose de bruces con él. Si el día 25 de marzo había heridos en el pórtico de la iglesia, el 27 formaban un círculo trágico alrededor del templo. Se vio en medio de los heridos graves que yacían tumbados sobre la tierra. Ni tiempo ni brazos había para extender unas brazadas de hierba debajo de cada cuerpo.

Había ido a buscar a Javier, pero no tuvo estómago para marcharse sin hacer nada. Encontró al doctor apoyado en el marco de la puerta con una pipa en la mano.

—Ha regresado.

—Tuve que marcharme.

—Vino a buscarla.

—¿Quién?

—Su esposo —añadió y se llevó la boquilla a la boca—, al menos eso dijo. Anteayer se pasó medio día sacando fotos por aquí. Ayer apareció otra vez.

La palabra «ayer» le sonó a Inés mejor que cualquier música que tocara la orquesta del quiosco del Arenal.

—¿A qué hora? —preguntó ansiosa.

—Por la noche seguía vivo.

Tuvo que arrimarse a la pared; las piernas le flaqueaban de puro alivio.

—He venido por él —se sinceró—. Le parecerá absurdo.

—Dice bien. Absurdamente absurdo: una mujer en medio de una guerra en busca de su marido. —El médico inspiró de nuevo el humo.

—¿Dijo si volvería?

—Tiene una disparatada costumbre: sacar fotografías a estos desgraciados. —Señaló al montón de heridos esparcidos entre los árboles—. Ayer lo hizo, anteayer también, ¿por qué no iba a hacerlo hoy?

—¿Puedo quedarme?

El médico militar se encogió de hombros. Inés intuyó que la incapacidad de hacer algo por aquellos hombres lo había vuelto insensible.

—Si es lo que desea, ya sabe lo que hay que hacer.

—¿No le han traído nuevos ayudantes?

—Alguno. —Torció el gesto—. El hombre viejo del que le hablé.

Entró en el templo sin el temor de la primera vez. La hierba, que el primer día cubría todo el suelo, había ido desapareciendo. Los heridos se tumbaban directamente sobre las irregulares losas. Se apretó el pañuelo para que el pelo no la molestara y se volvió hacia el médico.

—¿Por dónde empiezo?

Este señaló a un anciano arrodillado en una esquina.

—Remplace a aquel, es más un estorbo que una ayuda.

Según se aproximaba al hombre que le había señalado, la sensación de alarma creció en su interior. Poco a poco fue acortando los pasos hasta que fue incapaz de continuar.

No. No podía ser. Pero si…

El hombre levantó la cabeza e Inés no supo si lo que veían sus ojos era un sueño o una pesadilla.


—¡Detrás, detrás! —les gritaban cada vez que se aproximaban a los primeros de la columna.

Ramón con el cuaderno y él con la cámara intentaban plasmar el horror en el que estaban inmersos.

Los habían asignado a un capitán de una de las compañías del Cuarto Batallón de Castilla. Lo único que habían averiguado de él era que había nacido en Cáceres y que «le hacía maldita gracia tener a dos intrusos merodeando entre sus hombres».

Apenas los dejaba acercarse a la línea de combate. Estaban limitados a acompañar a las piezas de artillería, dispuestas para ocupar los lugares que tomaban las tropas liberales. Avanzaban por la carretera, junto a los cañones que habían salido del campamento de La Rigada.

A falta de otra cosa, Javier fotografiaba los cañones y a los artilleros que los trasladaban. Junto a las piezas de calibre 12, estaban las de los cañones Krupp y las de los Plasencia. Por lo que pudo enterarse, el objetivo era llegar hasta el estribo derecho del monte Montaño, situarse entre este y los montes de Triano, y montar tres baterías justo enfrente de los carlistas, instalados en los pueblos de Santa Juliana y San Pedro de Abanto.

La batalla se desencadenaba mucho más adelante. Javier se desesperaba porque estaba lejos de alcanzar lo que había venido a hacer. A punto estuvo varias veces de dejarlo todo y marcharse en busca de Inés. Sin embargo, la presencia de Ramón ratificaba a todas horas su objetivo y le contenía las ganas de buscarla.

«Está bien, ella está bien», se repetía de vez en cuando. Porque si no era así, se moriría.

Y fue precisamente el deseo de estar a su lado lo que acabó con su paciencia. Tenía que acabar cuanto antes con el trabajo.

—No pienso quedarme aquí —le susurró a su compañero cuando vio alejarse al extremeño.

—¿Y qué vas a hacer?

—Tengo que subir hasta allí.

El periodista siguió con la mirada el trazado de la vía del ferrocarril minero entre el bosque de castaños. Era la línea que separaba los dos bandos en aquella zona; por debajo, el avance liberal; por encima, la defensa carlista.

—Simón tenía razón, estás completamente loco.

—Somos reporteros; no se atreverán a hacernos nada.

—¿Y cómo vas a librarte de él? —dijo refiriéndose al capitán que tenían asignado.

—No hay nada como desear una cosa para conseguirla.

La oportunidad les llegó antes de lo esperado. A los cañones acompañaban carros, llenos de municiones y pólvora, tirados por mulas y caballerías. En una ocasión, Javier había visto a un caballo desbocarse en medio del Arenal, aquella fue la segunda.

Solo necesitó un pedazo de vidrio de una placa rota y apretarlo con fuerza contra la grupa como imaginó que se haría con una espuela.

El revuelo que se organizó cuando el animal se irguió sobre los cuartos traseros fue monumental. Las cajas de pólvora y los proyectiles de los cañones rodaron hasta el suelo cuando el carro se elevó por la parte delantera. Decenas de soldados y oficiales se arremolinaron en torno a él mientras dos de ellos intentaban tranquilizar al animal. El extremeño era uno de ellos.

Fue entonces cuando los dos periodistas echaron a correr. No necesitaron más que una mirada y las piernas para internarse entre los árboles colina arriba.

A pesar de que Javier empujaba el laboratorio fotográfico, no se quedó atrás. Cuando alcanzaron la línea del ferrocarril, se preguntó cómo los liberales llevaban más de un mes intentando conseguir lo que a ellos les había costado menos de una hora.

—¿Y ahora qué? —lo interrogó Ramón cuando saltaron sobre los raíles y pisaron las traviesas del tren minero.

Las balas silbaban a la derecha, en la ladera del pico Ventana.

—Ahora, a lo que hemos venido a hacer. —Javier colocó el carro en aquella dirección.

Se encontraron con el primer muerto doscientos metros después. Estaba boca abajo y solo, con los brazos en cruz entre los raíles de la vía. El fusil a escasa distancia de la mano derecha. La bayoneta guarnecida en el cañón. Lo habían matado a distancia.

No había rastro de soldados. Ramón expresó su sospecha:

—Ha llegado caminando.

—Es lo más probable.

—¿Crees que buscaba un sitio donde refugiarse?

—¿En un lugar desprotegido como este? Más bien pienso que quería largarse de este infierno.

—Y regresar a su casa.

—¿Sería de la zona?

—¿Aldeano y liberal? No lo creo; en todo caso, uno de ciudad.

—¿Bilbaino?

A Javier le entró una necesidad rabiosa de saber quién era aquel hombre. Le dio la vuelta con mucho cuidado.

—¿Lo conoces?

Maldijo el momento en que lo reconoció.

—Sí, no directamente, pero sé quién es.

Ramón sacó la libreta y el lápiz y empezó a garabatear en el papel. A Javier le costó reaccionar y siguió en cuclillas, con los codos apoyados en las rodillas y las manos colgando entre las piernas, sin poder apartar la mirada.

Se llamaba Luis Goirigoizarri y lo conocía de las tertulias del café Suizo. Tenía un comercio de telas en la calle Somera, mujer y cuatro hijos. Lo había visto por el paseo del Arenal a la salida de misa los domingos. Se preguntó qué fuerza habría hecho que abandonara lo que más quería para enrolarse en aquel barco a la deriva.

Parpadeó un par de veces y la cara del muerto se confundió con la de su padre, después con la de su hermano mayor y, poco a poco, con la del resto de su familia. Volvió a escuchar la pregunta que le había hecho Inés la última noche que pasaron juntos: «¿Piensas alguna vez en ellos?».

No había sido sincero. Hacía semanas que los recordaba. Mucho, demasiado. Desde que conoció a Inés y se dio cuenta de lo que significaba la familia para ella. Al principio rememoró solo situaciones vividas, pero pronto empezaron a aparecer las caras de los compañeros de juegos, de su madre dando vueltas al puchero sobre el fuego, de su padre con la azada en la mano e intentando arrancar a la tierra algo con lo que dar de comer a sus vástagos. Y por primera vez, echó de menos una fotografía de su familia a sabiendas de que la memoria de un niño de diez años no era suficiente.

Parpadeó una vez más mientras apelaba a las fuerzas para sacar la cámara del carro y atornillarla al trípode, para abrir los frascos de colodión y humedecer las placas, para colocar el chasis en la máquina y apretar el disparador. Para inmortalizar la muerte de un hombre como quizás nunca lo hizo nadie en vida.

—¿Vas a quedarte ahí?

Ramón se guardaba ya la libreta en el bolsillo del gabán.

—No, desde luego que no.

Goirigoizarri fue el primer muerto del día; en las siguientes horas llegaron muchos más. Algunos tuvieron la fortuna o la desgracia de estar en las imágenes que Javier tomó. De otros, solo apareció su nombre en la lista de bajas. Sin embargo, todos los rostros se le quedaron impresos, a fuego, en la memoria.