Los sospechosos en número de 8 (ocho) y edades comprendidas entre los 12 (doce) y los 19 (diecinueve) años abandonaron el Barrio 1.° de Maio situado en la región noroeste de la capital y tristemente conocido por su degradación física e inherentes problemas sociales a las 22.00 h (veintidós horas cero minutos) en dirección a Amadora donde se cree que alrededor de las 22.30 h (veintidós horas treinta minutos) hipótesis sujeta a confirmación después de interrogatorios tanto a los sospechosos como a eventuales testigos hasta el momento no localizados robaron por el método denominado de la llave maestra

(sujeto también a confirmación y que anticipamos como probable debido al conocimiento del modus operandi del grupo)

2 (dos) vehículos particulares de mediana potencia estacionados en las inmediaciones de la iglesia a corta distancia uno de otro y en el lado de la calle en que las farolas fundidas

(¿vandalismo o estado habitual?)

permitían actuar con mayor discreción hecho lo cual se dirigieron hacia la salida de Lisboa por la autopista del norte utilizando la vía rápida que al no estar los dos vehículos provistos del dispositivo magnético necesario para su utilización registró las matrículas según fotocopia anexa además no muy nítida y se advierte respetuosamente al comando acerca de la urgencia de mejoras en el equipo ya caduco: fotocopia número 1 (uno) aunque legible es verdad con una lupa adecuada.

Tenemos motivos para anticipar con base en actuaciones pasadas estas sí ya sometidas a prueba que los sospechosos se repartieron en los vehículos de acuerdo con el orden habitual o sea el llamado Capitán de 16 (dieciséis) años mestizo, el llamado Peque de 12 (doce) años mestizo, el llamado Rucio de 19 (diecinueve) años blanco y el llamado Galán de 14 (catorce) años mestizo en la parte delantera y los cuatro restantes, el llamado Guerrillero de 17 (diecisiete) años mestizo, el llamado Perro de 15 (quince) años mestizo, el llamado Gordo de 18 (dieciocho) años negro y el llamado Hiena de 13 (trece) años mestizo así apodado como consecuencia de una malformación en el rostro (labio leporino) y de una fealdad manifiesta que nos atrevemos sin reparos aunque contrarios a juicios subjetivos a calificar de repelente

(vacilamos entre repelente y repugnante)

a la que se añadía una clara dificultad en la articulación vocal muchas veces sustituida por falta de coordinación motriz y chillidos de fondo, revelándose la importancia de que el tal Rucio fuese el único caucásico

(raza blanca en lenguaje técnico)

y todos los compañeros semiafricanos y en uno de los casos negro y por tanto más proclives a la crueldad y violencia gratuitas lo que conduce al firmante al margen del presente informe a tomarse la libertad de poner en cuestión preocupado la justicia de la política de inmigración nacional. Cerca de las 23.00 h (veintitrés horas cero minutos) los dos vehículos llegaron a la primera estación de servicio del trayecto Lisboa-Oporto a unos 30 (treinta) kilómetros de los peajes habiendo parado con los motores en marcha

(había solo una furgoneta en uno de los surtidores)

frente al establecimiento acristalado en el que se realiza la liquidación del importe de gasolina adquirida y donde se puede derrochar dinero en revistas periódicos tabaco

(espero que no en alcohol)

chicles y chucherías. En el citado establecimiento se encontraba el empleado conversando sentado frente a la caja registradora con el conductor de la furgoneta y otro empleado más viejo barriendo el suelo adyacente a la puerta de un despacho o cuarto trastero

(es de desear que no esté destinado a la venta clandestina de bebidas alcohólicas)

con la placa Prohibida La Entrada mal atornillada a la madera. Los sospechosos se pusieron gorras de lana y gafas oscuras y entraron sin prisa en el local

(de acuerdo con la declaración del empleado de la caja uno de ellos —y no consigue proporcionar datos de identificación del individuo— silbaba)

transportando escopetas de cañón recortado y pistolas del Ejército y me concedo una breve digresión a mi entender no enteramente desdeñable para subrayar si es que se me permite una nota íntima que las estaciones de servicio iluminadas por la noche al borde del camino hacen que me sienta menos desdichado y solo cuando regreso de Ermesinde los domingos de madrugada de la visita mensual a mi hija, el mundo con sus árboles confusos y sus poblaciones ya perdidas cuyo nombre desconozco me resulta demasiado grande para lograr entenderlo y las gasolineras próximas, nítidas, iba a escribir cómplices pero me he contenido a tiempo me aseguran que a pesar de todo poseo un lugar aunque ínfimo en el concierto del universo, alguien tal vez me espere ojalá descubriera en qué sitio con la taza de una sonrisa en un mantel amigo y yo conmovido señores, yo agradecido, pido perdón por insertar en un documento oficial y en papel del Estado este desahogo inoportuno y este deseo absurdo de compañía: girar la llave en la cerradura y oír en la despensa, en la sala, no me atrevo a sugerir que en la habitación una voz que pronuncia mi nombre

—¿Eres tú?

en vez del silencio de costumbre y de la indiferencia de las cosas de modo que las estaciones de servicio por la noche, escribía yo, se aproximan a la noción de felicidad que busco desde hace tanto tiempo. Adelante. Prosiguiendo el presente informe del que sin disculpa

(soy consciente del error y me arrepiento de él)

me desvié los sospechosos transportando escopetas de cañón recortado y pistolas del Ejército entraron sin prisa

(uno de ellos, y la duda de cuál de ellos, silbaba)

en el local sin que el empleado de la caja ni el conductor de la furgoneta le prestasen atención ocupados en comentar la noticia de un periódico deportivo y fue el empleado que barría el suelo contiguo al despacho o cuarto trastero

(el cual no contenía, añado con alegría, bebidas alcohólicas, aunque no descarte, que falsarios no faltan, la hipótesis de que las hayan ocultado antes de mi visita)

quien se dio cuenta del asalto levantando la escoba y adviniendo a su compañero

—Fíjate en estos chicos negros César

sin oportunidad para más consideraciones dado que una de las escopetas de cañón recortado disparó 5 (cinco) proyectiles consecutivos sin que se le notase sangre en la ropa, la sangre en la pared detrás de él después de caer con estremecimientos sucesivos o sea apoyando las nalgas en el suelo mirando a los sospechosos o sin mirar a nadie así como mi padrastro levantaba la cabeza ciega de los crucigramas rumiando sinónimos y la bajaba de nuevo llenando los cuadraditos con mayúsculas triunfales, la mano derecha

(del empleado no de mi padrastro)

se abrió, el del medio, que duró más que los otros dedos, se encogió un poco

(lo estoy viendo desde aquí)

y no sé si fuera el viento rozaba los arbustos o los dejaba en paz: durante siglos siendo niño pensé que los árboles sufrían, los tejos por ejemplo una congoja quieta, yo dándoles golpecitos a los troncos

—¿A ustedes qué les pasa?

y ninguna respuesta, dolores secretos como en general las ramas, fingen continuar, los disimulan y no obstante cuando piensan que no los vemos fabrican un lagarto en una ranura de la corteza que es su forma de segregar lágrimas, el conductor de la furgoneta creyó retroceder un paso y protegerse con una pila de revistas sin retroceder paso alguno, una culata de pistola le dio en el hombro y en la mitad izquierda de los huesos que una ceja temblando protegía, se desencajó de la derecha, el que aguantaba el cólico renal era mi padrastro no con la ayuda de la ceja, sino de la palma empujándola hacia el interior de la cintura

—No me atormentes ahora

y estoy seguro de los arbustos de la estación de servicio sacudiendo flores diminutas sin nombre, tantas hojas vibrantes deseando que las socorriésemos

—Yo yo

uno de los sospechosos rodeó el mostrador y vació el contenido de la caja en una bolsa, un automóvil bajó hacia los surtidores de gasolina porque surgieron bojes nuevos de la oscuridad, una claridad geométrica se fijó en el techo, aumentó y qué no daría yo por observar los bojes, el conductor de la furgoneta indiferente a ellos cojeó un paso en dirección a los faros con la ceja tirando de él y la mitad que no pertenecía a la ceja un peso blando resistiendo, el cañón de la pistola un humito, nadie se dio cuenta del ruido

(¿me habría dado cuenta del ruido si hubiese estado con ellos?)

el conductor de la furgoneta de rodillas contra la voluntad de la ceja indignada con la desobediencia

—¿Qué es esto?

y esto es un pecho que cae, no una persona, un zapato dilatándose, la argolla de las llaves que se desprendió del bolsillo y la argolla qué extraño un ruido enorme, lento, el empleado de la caja sin entender el zapato inmenso ni las llaves, una nariz que resbaló hacia la boca

(¿la traga o no la traga?)

los

(no la traga)

sospechosos en número de 8 (ocho) y edades comprendidas entre los 12 (doce) y los 19 (diecinueve) años abandonaron la estación de servicio a las 23.10 h (veintitrés horas diez minutos), continuaron hacia Santarém y los arbustos serenos, la certidumbre de que en un punto de la oscuridad, tal vez en mi cabeza (creo que en mi cabeza)

una ventana golpeándose, mi padrastro a mi madre desde el interior del crucigrama

—La ventana

(una que otra vez cuando menos lo espero un quejido de goznes, la voz de él

—La ventana

yo observando en derredor, ni una mínima corriente de aire y no obstante la certidumbre de un extraño respirando junto a mi cuello y yo preguntando

—¿Qué ventana?)

los vehículos robados enfilaron a la derecha 12 (doce) kilómetros arriba y el dispositivo magnético olvidado de su obligación

(—¿Qué ventana?)

no señaló las matrículas, pinos silvestres, robles

(mi fuerte no es la botánica y estaba pensando si aventuro castaños o no, no aventuro nada, ¿cómo describir un castaño exactamente?)

viviendas de emigrantes algunas sin terminar

(casi todas sin terminar, basta de imprecisiones chico, me gusta tratarme de chico a los sesenta y tres años, me da la ilusión de que la muerte, cambiemos de tema, volvamos a donde estábamos)

un cocinero de cerámica de tamaño natural con el menú en ristre anunciando una churrasquería o sea una terraza con sillas apiladas y sombrillas recogidas, la seda turbia de un gato deslizándose acolchado de una tapia, una radio en un balcón abierto que los sospechosos no oyeron, después de la fuente una travesía, dos travesías, nuestra casa que podía ser esa y no lo era, mi madre a mi padrastro

—Harías mejor en dejar el periódico y cerrar la ventana

insisten en que me parezco a mi madre y sostengo que no, comparando con la foto

(no me acuerdo en detalle de las facciones)

tal vez las orejas y el contorno del mentón, la expresión ni soñarlo, según mi madre por lo demás yo como mi padre una carga

—No tenía bastante con uno que me toca aguantar a otro

cuando mi padre pobrecito un buenazo, después de la jubilación cantaba en el orfeón de la parroquia y veía la lluvia caer, tardes y más tardes en el sofá murmurando no imagino qué

(mi madre imaginaba

—Ahí estás tú)

viendo la lluvia caer, una travesía, dos travesías, al final de la segunda travesía una plaza y en la plaza una tienda de móviles, mi padre trabajó también en la Policía no como agente de investigación claro, le faltaban luces, en los Servicios Generales, copiaba listas, sellaba, contaba las moscas en la persiana, el jefe desde el fondo

—¿Pensando en las musarañas Gusmão?

cuatro de los sospechosos, 23.48 h (veintitrés horas cuarenta y ocho minutos) salieron de los asientos traseros de los vehículos robados y rompieron el escaparate sin preocuparse por la alarma que comenzó a sonar, no un timbre, una especie de sirena sacudiendo el sistema solar a todo trapo, donde yo vivo las ambulancias me desprenden la lámpara con sus gritos de acuchilladas y los caireles se estremecen cambiando de posición mientras los vecinos

—Qué susto

los sospechosos llenaron los maleteros con cajones cables instrumentos accesorios y pasados once minutos exactamente, a las 23.59 h (veintitrés horas cincuenta y nueve minutos) siguieron en sentido contrario de regreso a Lisboa, la segunda travesía, la primera travesía, la fuente con un grifo de latón que aun cerrado seguía goteando, la música de la radio que no oían mientras la sirena transmitía sus ansiedades en un desierto de sombras, los pinos silvestres, los robles, la vía rápida que esta vez

(menos mal que hay cosas que funcionan en un país en decadencia)

fotografió las matrículas según consta en el respectivo documento adjunto

(siempre que no se haya caído al suelo)

que si mi padre siguiese vivo y oficinista

(no me avergüenzo de mi padre no se piense tal cosa)

pasaría por su mesa para el registro de entrada

(¿no se detendría a leerlo no señor?)

terminando en el compañero que los echaba en un cesto y ahí se quedaban, más disgustos para qué lo que no falta son crímenes

(—Disculpe si la molesto madre pero ¿qué heredé de mi padre?)

vacilaron en la estación de servicio a la vuelta sobre si entrar o no entrar, comenzaron a frenar, giraron hacia un perro vagabundo sin llegar a alcanzarlo, desistieron de la estación de servicio y del animal que además desapareció en una maraña de matas, prefirieron a una pareja en un coche, el hombre al volante muy atildado y la mujer peinándose inclinada hacia delante en el espejo de la visera, colocaron el coche de la pareja entre los vehículos robados

(¿no me avergüenzo de mi padre?)

y fueron reduciendo la velocidad rozándolo levemente, la mujer dejó de peinarse y se encogió en el asiento, el atildado intentó torcer hacia el otro carril y un golpe en el ángulo del parachoques se lo impidió de manera que el coche y la pareja quedaron inmovilizados poco a poco, 00.14 h (cero horas catorce minutos) de acuerdo con la declaración sujeta al error del miedo de la mujer, en mi opinión yo que rehíce el trayecto 00.30 h (cero horas treinta minutos) como mínimo y un espacio a la derecha hacia los postes de llamada de cuando los radiadores se estropean, lo experimenté y una mudez larga

(al final no hay nada que funcione en un país en decadencia)

yo hacia allí como un tonto con el aparato en ristre y mi ayudante por el cristal bajado

—Suelte eso

lleno de opiniones y presuntuoso, hágalo así no así, más alto que yo, con dos tercios de mi edad y la pelambre abundante, decidido a ocupar mi lugar y que ocupe mi lugar es una cuestión de meses porque en este Purgatorio injusto los que ganan son los que saben complacer a sus amos no los que trabajan

(he experimentado eso en carne propia, hace años que no me ascienden, la misma función, el mismo sueldo y gracias)

y cuando ocupe mi lugar no me atreveré a indicar nada por el cristal bajado

—Suelte eso

me quedo esperando obediente, compuesto, tiene razón señora, he ahí a mi padre agachadito, denme un sello y yo feliz, lo humedezco en la almohadilla y el escudo de la República brillante de tinta en el ángulo superior derecho de las páginas, el coche de la pareja arrimado al arcén con los vehículos robados rodeándolo, sin árboles esta vez y por consiguiente sin hipótesis de castaños que no me atrevería a describir, pinos y robles vaya, castaños no, tengo conciencia de mis límites, no árboles, un carril de protección ocultando una zanja con un riachuelo abajo, dado el barro saltando entre juncos y en la primavera guijarros transformados en ranas a las que les salen patas, se arquean, se dice que comen mosquitos, los sospechosos fuera de los vehículos sin gorras ni gafas, un blanco, un negro y seis mestizos

(creo que ya he dicho todo esto)

de edades comprendidas

(curiosa expresión, ¿quién comprende las edades?)

entre los 12 (doce) y los 19 (diecinueve) años, el mayor el blanco al que llaman Rucio y no mandaba un cuerno, el atildado trabando las puertas, la mujer olvidada del pelo

—Jesús

no estábamos en primavera y por tanto no ranas, guijarros que no hacían caso a los mosquitos y hierbecillas con ambición de juncos no cumplida por ahora, los sospechosos utilizaron las llaves maestras en las puertas, un camión pasó junto a ellos con un rebaño de terneros de los que se distinguían reflejos de pelo, mandíbulas, baba, uno de los neumáticos suelto iba bailando en el eje y el tipo en la cabina con una herradura en el techo para dar suerte, nunca he creído en amuletos, herraduras higas tréboles de cuatro hojas de esmalte, o se nace con estrella o se nace estrellado, no es mi caso y se acabó no voy a llorar por eso aunque haya ocasiones en que una lágrima no me vendría mal, le impido llegar al ojo empujándola con el pulgar y qué remedio tiene ella sino volver adentro y desistir, adiós lágrima, la puerta del atildado y la puerta de la mujer abiertas de par en par, el atildado

—¿Qué desean los señores?

no por los labios, por la nuez de Adán dado que apretaba el volante con los labios sellados, se abrieron en el momento en que la mira de una pistola del Ejército le rasgó la mejilla y la cantidad de dientes hermanos míos que el pavor trae consigo, caninos, premolares, molares y un montón de ellos sin nombre que no sabíamos que existían, el atildado quiso sacar el pañuelo del bolsillo pero lo agarraron por el codo

—No somos señores somos negros

y el atildado con los dientes sin nombre de bruces en el asfalto mientras que la mujer

(en la tierra de mi padre muchos castaños, solo en el patio del cura más de veinte, se rompían los erizos con un martillo y en el interior los frutos más o menos deshechos a los que se les quitaba la cáscara y se enrollaban en la lengua)

encogida en el asiento repitiendo

—Jesús

(¿por qué diablos insistía en comérselos?)

uno de los sospechosos lo agarró también por el codo y la mujer rezando, no una oración como es debido, palabras que se enganchaban mezclándose, tenía una cadena y anillos y siguió rezando cuando se los quitaron y le desabrocharon la blusa, por lo que a mí respecta esas violencias me indignan, mi ayudante acabó con mi indignación

—Es la vida

con el ojo puesto en la comisaria que le dejaba misivas que olían a perfume, la oración se prolongó sin pausa en el tiempo, cerca de 00.15 (quince minutos) en que la usaron aporreándose y burlándose, una sandalia de tacón derrapó hacia la zanja uniéndose a los borboteos y a los suspiros del agua, en la primavera se convertiría en una rana croando al crepúsculo sin que ningún ser vivo la atendiese, a quién le importa una sandalia entre charcos, mi padrastro nunca cerró la ventana, jugaba al dominó en el café y silbaba solo, hay momentos en los días de ocio en que de repente con la ventana el silbido me visita y me veo imitándolo, más soplo que silbido al ordenar la casa, un nuevo camión sin terneros ni baba, cinco o seis coches y en cuanto aparece uno el atildado que se esperanza y nada salvo nubes de invierno hacia los lados del Tajo pero insignificantes, inservibles y el atildado empañado de desilusión, no llegué a verlo en el tribunal con la cara arreglada porque mientras tanto la jubilación, las plantas de los tiestos que necesitan afecto y el dominó a mi vez, me explicaron en la floristería que a las begonias les gusta conversar como a los animales o a los niños, si mi madre lo supiese me mandaría callar

—¿Te has vuelto tonto?

con una resignación de disgusto acordándose de la sentencia de la profesora del colegio que me acompañó cuarenta años

—No sabe las capitales

desde mi punto de vista un pecado menor recuérdese por ejemplo yo qué sé Copenhague, Oslo, ciudades donde me fotografiaron en agostos grises contra un puente o una estatua, en el álbum mi sonrisa pero tan confusa, de un extraño, quién es este al fondo con chaqueta pasada de moda y sombrerito ridículo, la mujer en un mojón kilométrico con la blusa hecha jirones y una herida en la frente debido a un culatazo, mírese al espejo señora, límpiese las manchas con el pañuelo, el reloj del atildado en la pulsera de uno de los sospechosos marcaba las 00.53 h (cero horas cincuenta y tres minutos), le agarrotaron el cuello con la corbata y los dientes crecieron, si yo estuviese presente, y a mí me faltan varios, contaría sesenta como mínimo, los dientes un sollozo y el hombre de lado, le quitaron las tarjetas de crédito y el cinturón, en la superficie del riachuelo un proyecto de rana en un pequeño esbozo de salto, y tal vez no una rana, un guijarro con pretensiones o la sandalia de la mujer, un granero distante donde las lechuzas descubrían murciélagos en un pliegue de silencio y tiraban de ellos con las uñas en medio de sacudidas de chillidos, el sacristán juraba que bebían el aceite del pabilo de los mártires, le pregunté a mi padrastro y mi padrastro

—La ventana

porque oscilaban bisagras que no había o si no las rodillas de la mujer una contra otra solo huesos lo que puede el pánico, las alubias de mi madre en la huerta el mismo sonido cuando el viento, un idioma de vainas imposible de traducir y yo pasmado

—¿Qué será?

con miedo a que mi abuelo difunto

(era un niño entonces)

abandonase el cementerio y nos llamase desde fuera, mi madre

—¿Qué quiere padrecito?

y ya no lo veíamos porque se había vuelto cruz como tantos otros en la aldea, lo que me quedó de él consistía en un paraguas abandonando la tienda de ultramarinos con una botella de vino, mi tía

—¿No le da vergüenza señor con el hígado hecho papilla? y las falanges de mi abuelo cada una a su aire sin atinar con el tapón, lo ayudaba en secreto

—Ahí tiene

en el afín de que mi destreza compensase las capitales, Ceuta, Manila, Burdeos, el viejo no se quejaba de las ventanas, sonreía, uno de los sospechosos acalló la oración de la mujer con un golpe de cañón y algunos dientes sin nombre aunque pocos, dos, tres, capaces de

—Jesús

en un tartamudeo engorroso, mi abuelo en las últimas semanas sin perder la sonrisa

—¿No hay vino hijitos?

el de la tienda de ultramarinos trajo una botella por orden del médico

—No tiene importancia se acabó

que duró meses en la cabecera, intacta porque antes de que la botella llegase la sonrisa de mi abuelo desistió y en el lugar de la sonrisa un cielo de la boca gigantesco oculto por el paño bajo la mandíbula que convirtió al difunto en un ovillo de pliegues sin narices ni órbitas, cuando me llegue el momento me quedaré así, en pijama, un cascajo reseco que un cuadrado de mármol aherrojará en el hoyo, mi apellido, unas fechas, el título de agente de primera clase, insisto en ello por haber gastado la salud en este trabajo absurdo sin que me dieran las gracias siquiera, fuese el ingeniero que descuartizaron en el arca frigorífica fuesen las bandas de chicos negros me entregaban instrucciones absurdas y yo iba, a propósito de bandas de chicos negros los sospechosos deben de haber abandonado a la pareja diría que a la 01.00 h (una hora cero minutos) y escribo diría por no conseguir de parte de la mujer que visité en el hospital una afirmación que me aclarase, antes me hizo recordar por los pliegues de la cara a mi abuelo con el paño obligándome a la emoción de épocas más íntimas, mi tía, mi madre, la cocinera del cura que me daba compota refunfuñando

—So goloso

entre suspiros, la feria de san Cipriano y el tiovivo de antílopes y elefantes de madera que en ciertas noches de octubre cuando la lluvia nos pone sentimentales invaden la memoria en espirales de ternura, los sospechosos diría yo que abandonaron a la pareja

(espirales de ternura y la interrogación amarga

—¿Qué he hecho de mi vida?

sin la limosna de una respuesta por mentirosa que sea que me justifique y anime)

a la 01.00 h (una hora cero minutos) retomando el camino de Lisboa, a la 01.12 h (una hora doce minutos) no obedecieron en Alenquer donde el astro soledoso que rompe a duras penas el plúmbeo cielo se hacía más grande ampliando la claridad de las fabricas sin mencionar otro restaurante con otro muñeco este con chistera y corbata exhibiendo el menú, la orden de detención de una Brigada de Tráfico, antes procediendo a un cambio súbito de dirección que obligó a uno de los militares a refugiarse en un plátano

(no castaño es evidente, en una ocasión al prepararme para romper un erizo me di un martillazo)

creo que plátano

(testimonio manuscrito adjunto, con incorrecciones ortográficas pero suficientemente obvio y autentificado por el comando)

habiendo comunicado la patrulla de inmediato por la radio a los colegas apostados

(—So goloso

y una congoja que no eran cosquillas era un hormigueo que subía desde las rodillas, me obligaba a ponerme de puntillas, pronto se desvanecía y yo cansado)

en la entrada de Alverca, la mujer en el hospital reparó en mi libreta y desvió la cara, perdónenme si exagero pero me invade la sospecha de que hay algo en mí, en el aspecto, en la manera de expresarme, en el olor, que aleja a la gente, mi jefe sin ir más lejos nunca me tiende la mano

—Hable desde ahí que lo escucho

atrincherado entre los expedientes con miraditas asqueadas de soslayo, las mecanógrafas ni un saludo de subordinadas mucho menos de interés y la ventana de nuevo cerrándose y abriéndose, arrastrándose en sus goznes, la patrulla de Alverca

(conocí a una mujer en Alverca que escribía sonetos para juegos florales)

montó una barricada en la carretera con tablas clavos, tuvieron que retirarla a causa de una ambulancia y los vehículos robados pasaron, habilísimos, pegaditos a la ambulancia antes de colocarlos de nuevo

(dejamos de vernos sin oportunidad para el

—So goloso

y el hormigueo rodillas arriba, trabajaba en un laboratorio de análisis atendiendo el teléfono y cada vez que lograba hablarle

—Lo llamo más tarde

y se olvidaba)

los sospechosos abandonaron los vehículos robados en Benfica en los edificios que prolongaban el mercado y donde mi prima Cecilia vivió durante su primer matrimonio

(mentira, respondió una vez

—No tengo tiempo disculpe inténtelo el miércoles

y el miércoles una voz desagradable despachándome

—Hoy libra no viene)

el mercado con los portones cerrados y ninguna camioneta de fruta o ganado por ahora, un jardín con parterres descuidados en uno de los cuales un mendigo se envolvía con periódicos con un perrito pequinés recostado en su barriga al que le faltaba una pata, los sospechosos alinearon los vehículos cerca de un jeep

(volví a coger el teléfono en diversas ocasiones si asomaba un amago de hormigueo o la melancolía de la lluvia me dolía en el alma y desistía a mitad del número, aunque vuelvan los hormigueos o la lluvia, ya no vuelvo a intentarlo)

para lo cual trasladaron las cajas de la tienda de teléfonos móviles, resolvieron el problema del cerrojo con un alambrecito y una tageta de plástico, combinaron cables bajo el volante, el motor se sacudió entre bielas y empezó a roncar, el mendigo los saludó desde el parterre del jardín con un júbilo de mangas levantando la cuerda del pescuezo del pequinés que se sobresaltó con un gemido, mi prima regentaba una tienda de animales, periquitos, conejos, huesos de goma, piensos, un hámster pedaleando en su rueda entre chillidos nerviosos, nunca conocí un tipo tan furiosamente ocupado como él, mi prima insistía en que se lo comprase pero su agitación perpetua me asustaba, no me apetecía llegar a casa ansioso por la paz del sofá, cerrar los ojos, olvidarme de mí y verme frente al ímpetu del hámster en la cocina y los chirridos de la rueda, despertar en la oscuridad con pena de aquel padecimiento de condenado tan semejante al mío, cada cual trotando en su rincón con una exaltación vana, los sospechosos se enlataron en el jeep, rodearon el jardín y partieron bajo la aprobación del mendigo en el azimut de Amadora con el Barrio 1.° de Maio al norte y el cámping al este, tengo el palpito de que a las 02.00 h (dos horas cero minutos) y quién me asegura que en cada roulotte o tienda no hay un animal determinado, estúpido, con insomnio, nunca llamé a la telefonista por su nombre que además se me escapa como casi todo en la vida excepto la ventana que insiste, le decía señora, sé comportarme con elegancia en materia de convivencia, tengo noción del respeto, el jeep bordeó el camping con abetos negros y del otro lado de la carretera chabolas de inmigrantes de Ucrania, mi abuelo

(ahí estaba él)

con paraguas sonriendo, había un retrato suyo uniformado de recluta pasmándose ante la gente que desapareció del álbum, calculo que mi madre lo rasgó en una de sus espirales de enojo

—El curda

al pagarle las deudas de la tienda de ultramarinos, montones de pedazos de papel traslúcidos de grasa con el número de litros a lápiz y José da Conceição Esteves por debajo iluminado con el dibujo de una estrella o un pájaro

(mi madre

—Menudo pájaro el viejo)

las chabolas de los inmigrantes de Ucrania con cortinitas y porches que disimulaban el hambre acentuándola más, después del cámping un vertedero en el que humeaban detritos que me daban la ilusión de que el Tajo se había retirado momentos antes de allí, si no tengo cuidado y no lo limpio los domingos mi piso igual, seguro que se revela el abandono en el rellano hasta con la puerta cerrada, no exagero palabra, si pudiese volver al principio y recomenzar este relato, si usted estuviese conmigo y me ayudase madre, los sospechosos un túnel a la derecha antes del Barrio 1.° de Maio entre muros de granja, no exactamente un túnel, una vereda que octubre desordenó, casas aquí y allá más gallineros y huertos melancólicos de naranjas y nísperos, también pequeñas fabricas creo yo y qué diablos producían en medio de cardos, la vereda formaba un gancho en la linde de un bosque donde ángulos de pared bajo tejados sumarios o sea planchas de fórmica desarticulándose, los sospechosos

(ninguna lechuza mirándolos)

desocuparon el jeep en uno de los ángulos de pared

(pues sí confieso que me avergüenzo de mi padre)

se divisaba un pozo con la polea del cubo y un tractor sin volante ni neumáticos, el asiento de napa en el que dormían mirlos, aventuremos una hora, las 02.54 (dos horas cincuenta y cuatro minutos) y el pozo vacío con mis ojos en el fondo, cubrieron los cajones con hule, volvieron a entrar en el jeep

(esas luces a lo lejos los Moinhos da Funcheira, la Brandoa, otra tierra y en el caso de ser otra tierra qué tierra en la que tal vez una mujer me admitiese en un sótano simpático)

y el único faro del jeep a trompicones en los desniveles, casi una lamparilla con su lengua azul que subía y bajaba sin clarear nada, dieron contra el filo de un poste, dieron contra una esquina, mi ayudante

—Se van a cargar el cascajo ya verá

uno de los cilindros o una válvula dejó de funcionar al recuperar la carretera, la mecánica ronquidos, espasmos

(usted igual que madre con las complicaciones del esófogo, escribí esófogo y es esófago)

y el jeep se ensanchó sobre sí mismo con el desistimiento de los gordos, mi padrastro gordo y la prueba de su gordura está en que su alianza no me entra ni en el pulgar, mi abuelo delgaducho dejando de lado la hinchazón del vientre, yo no gordo ni delgado, fofo, con estos pliegues en la cintura, estas bolsas, los sospechosos destaparon el tanque de gasolina y mi ayudante

—¿Qué le dije?

metieron paños en el depósito y le prendieron fuego, me gustaría tener un cuerpo enérgico capaz de pisar con decisión las hojas muertas de los días, no estas piernas que se flexionan sin dignidad y el cuello flojo, comprendo que la telefonista me evitase, la disculpo, no me enfado por eso, mi ayudante observando el depósito

—Déjenme mandar en este país durante cinco minutos y mato a todos los negros

si estuviese en mi lugar la telefonista no fijaría llamadas para los días libres ni mentiría

—Ya lo llamaré

despreciaba el trabajo con risitas de paloma que se hincha arrullando

—Un momento

y en mi caso un encogimiento de hombros y la nariz detestándome

—Aquel

yo siempre aquel, un aquel, un inoportuno que estorba, el jeep, carbones que se enfriaban en un cono de cenizas y mi ayudante poseso

—¿A que se cargaron el cascajo esos tipos?

al mismo tiempo que los sospechosos en número de 8 (ocho) y de edades comprendidas entre los 12 (doce) y los 19 (diecinueve) años en el Barrio 1.° de Maio situado en la región noroeste de la capital y conocido por su degradación física e inherentes problemas raciales es decir un budín de edificios de materiales no nobles, fragmentos de andamios, restos de aluminio, cañas y habitado por gente de Angola, individuos mestizos o negros y por tanto proclives por naturaleza a la crueldad y a la violencia lo que lleva al firmante a interrogarse de nuevo preocupado al margen del presente informe sobre la justicia de la política de inmigración en vigor mientras llama al ayudante

—Vámonos de aquí

avanzando hacia el talud donde destruyeron el jeep, esto de día a las 11.00 h (once horas cero minutos) de ayer y el pozo y los mirlos, nosotros dos preguntándonos

—¿Qué hacemos ahora?

como estacas bajo los fragmentos de andamio en la linde del bosque sin castaños ni erizos, mi madre

—¿Has estado comiendo castañas?

con una furia que aún hoy me asusta, abedules creo yo, comadrejas y topos que almorzaban las sombras amenazándonos con los incisivos minúsculos y nosotros con miedo a los animales, con una escopeta de cañón recortado o una pistola del Ejército que nos buscaban ora a mí ora a él, a los chicos que no hablaban casi ni hablarían con nosotros, salían de los vehículos robados acercándose sin prisa y una de nuestras manos alargándose en la manga, el del medio que tardó más que los otros dedos encogiéndose y listo, llaves que se desprendían del bolsillo con un ruido inmenso, lento, la nariz bajando hacia la boca

(¿lo traga o no lo traga?)

y perdone señora que no marque el número de teléfono del laboratorio de análisis, que no le escuche la impaciencia

—No tengo tiempo disculpe inténtelo el miércoles

con un chasquido de adiós, no un chasquido de adiós, un chasquido solamente, hombros que me desdeñaban

—El pesado

la certidumbre de que en un rincón de la oscuridad no sé dónde, tal vez en mi cabeza

(en mi cabeza)

una ventana golpeándose, mi padrastro a mi madre

—La ventana

y cuando menos lo espero un malestar de goznes, yo mirando alrededor y ni una mínima corriente de aire, la sensación de que un desconocido en el sillón a mi lado preguntando

—¿Qué ventana? y la necedad del

—¿Qué ventana?

porque la única posible, la de la sala de mi madre que vendimos hace años comenzó a abrirse

—Soy yo

de modo que me veré sonriendo con el paraguas abierto y la botellita en la mano, vivo en un segundo piso sin ascensor que me obliga a conquistar los rellanos con zapatos cada vez más pesados, comienzo a oír sin prestarle atención y más presente después, sin descanso, monótono, un leve chillar apresurado, suspendiéndome en el rellano

—¿Qué será?

pienso en las compañeras de la telefonista, en mi ayudante, en mi jefe, en los chicos negros y al final un hámster pedaleando en su rueda que mi prima me dejó en la cocina

—Para que te haga compañía

provista de un cartucho abollado

—Una vez al día le echas una cucharada en el plato y ya no te preocupas más

y aquella ansiedad sin remedio, yo descalzo, con el cuello abierto, entibiado con una sopita y una fruta

(no castañas)

concluyendo con alivio

—Un hámster no puede ser seguro que me he dormido

levantándome por descargo de conciencia y la cocina desierta o sea el fogón, la pila de lavar la ropa en el tendedero, los platos que me olvidé de guardar y ningún ruido a no ser la culata de una escopeta de cañones recortados que tiraban hacia atrás, yo tranquilo, sin miedo

(miedo a qué, estoy en casa)

con dos vueltas de llave por precaución en la entrada oyendo a los mirlos que abandonaban el tractor y 8 (ocho) sospechosos de edades comprendidas entre los 12 (doce) y los 19 (diecinueve) años indiferentes a mí o levantando un hombro agobiado

—El pesado

mientras yo les sonreía a ellos con el paraguas abierto y una botella en la mano.