De manera que no había mucho más que hacer: dejarles el Barrio a los policías, a los cuervos y a las palomas para que se lo repartiesen así como las viejas repartían intestinos pero no existían viejas ni cabritos, existían callejones desiertos y los trastos al azar de las personas que huyen, una cafetera sin tapa que no cabe en la bolsa, un marco goteando desde su clavo y los agentes requisando sombras en las casas, uno de ellos encontró el avión de hojalata, se aseguró de que sus colegas se ocupaban en derramar petróleo en las sombras y en vez de hacer zumbar el juguete se lo guardó en el bolsillo, más allá de las sombras mujeres enfermas y pollos, apriétenlos entre las rodillas en los lugares donde viven quitándoles las plumas, métanlos en una cacerola, pruébenlos con el tenedor y cómanlos mientras los cuervos
—¿De quién somos ahora?
en busca de amos que no tenían en los patios, los policías apuntaban a ellos con la mira
—Los cuervos
y ellos crascitando huérfanos entre los cabrahigos y las hayas
—Ocúpense de nosotros
mientras las chabolas ardían, coman las chabolas así como comieron los pollos, buen provecho, los jergones, los trastos, una toallita por ejemplo
(ha de haber toallas limpias)
aquel jarro de esmalte sin pico al que el lisiado de la muleta no tuvo tiempo de darle alas y no sirve de nada
(ha de haber raíces allí dentro contra el mal de ojo y la ictericia)
y cómannos a nosotros que los observamos de lejos junto con equipajes, fardos, mi esposa anudó los cubiertos con una cuerda y los tenedores patas de palomas amarradas con fuerza, el retrato del mestizo en el cajón a esta hora quemado, se le acabaron los zapatos, el sombrero, la corbata, la cantidad de veces que cogí el retrato con ganas de preguntar
—¿Cómo eras?
de que compartamos recuerdos, conversemos y una mueca en la película que se divertía conmigo
—¿Qué quiere este?
quizá escopetas bajo una tabla también, por qué me casé con tu esposa dime, creí que una negra era diferente de la delgadita pelirroja y me equivoqué, las mismas faldas que se levantan y no la boca de ella, las faldas
—Mira
yo con ganas de huir, yo a mí
—Soy adulto
si al menos supiese hacer cosquillas y risas en el fondo de la camioneta, dientecitos ralos
(no labios, no mejillas, dientecitos ralos)
y un alboroto de mantas, era mi padre quien ordenaba
—Chavala
y ellas obedeciéndolo
—¿Qué te apetece hoy?
si pudiese arrimarme a su olor, no a los cuerpos, al olor que no me daba miedo, al corazón que al dilatarse y encogerse se me dilataba y encogía con usted, redondéenme como se redondea la lágrima en el pañuelo y yo prendido a sus párpados agradecido, un horizonte de pestañas invitándome
—Duerme
mientras mi padre ollas que se entrechocaban, en una ocasión un pie descalzo junto a mí con aquel dedo enorme tanteando, encontrando apoyo en una caja y la mujer
—Para con las cosquillas pillín
en un arquear de bisagras, creía que caían tornillos y no, un búcaro rodando y al detenerse la mano en mi rodilla
—Tienen los cables pelados
o debía de gustarle a usted
(¿yo le gustaba?)
porque yo entero en la mano, soy su paloma o su cuervo señor, añádame lo que me falta, álceme lo más alto que pueda donde están las copas y suélteme, mi esposa desde abajo
—¿Sabes volar?
y sé volar qué duda cabe, subo a los chopos, me detengo en un espacio entre cactus y bajo a pique a los cabrahigos en busca de frutos, mi padre orgulloso de mí
—Es mi hijo
y me abandonó aunque hiciese señas en medio de los tipos de la Guardia con el traje de los domingos, peinado
—Tranquilo que ya vengo
se afeitó en la camioneta después de pedirles a los guardias
—Un momento
y se alisó la ropa con la esperanza de que el juez lo aprobase desde su silla de obispo rodeado de canónigos de abogados
—Un caballero elegante y presentable sí señor
no se les distinguían los ojos, se distinguía la importancia por la dignidad de las gafas, mi padre a los guardias y allí había una flecha que decía Pinhel
—Solo un momento amigos
o decía Gouveia o decía Mangualde, tierras densas, eucaliptos, peñascos, una viuda de lado en un burro con un haz de leña y la aguja de la gasolina en el tracito rojo, la camioneta nos empujaba a uno contra el otro, nos cambiaba de posición y en el instante en que iba a coger el volante me apartaba hacia mi lado
—No sabes conducir
hasta que menos saltos en la carretera
(Mangualde 5 km)
y mi padre palpando el suelo entre los pedales
—¿No está ahí la botella por casualidad?
yo palpando a mi vez encontrando uno de esos tubos con los que las mujeres con los labios en pico
(¿habrán sido cuervos antes?)
se pintan sangre seca en la boca
(Mangualde 5 km y un viejo tosiendo humo en un triciclo de inválido con las piernecitas débiles bailoteando en el aire)
la sangre de la delgadita pelirroja no coagulada, húmeda, mi padre
—Solo un minuto amigos
(una flecha que decía Pinhel, iba uno a ver y Pinhel insignificante, granito, terneros y una niña descalza abrazada a un cántaro)
acomodando las alas del sombrero a fin de que el juez con sus mantos solemnes lo aprobase desde la silla de obispo
—Un caballero elegante y presentable sí señor
aunque me diese la impresión
(Pinhel tan triste en noviembre)
de que una de las mangas iba descosiéndose del hombro, los tipos de la Guardia lo rozaron con la culata
—Va mejor que un marqués el paleto
Pinhel tan triste en noviembre como si el mundo habitado por abuelos enfermos y la niña desaparecida en un portal, el paralítico se cruzó conmigo bailoteando en el sillín, en lugar de la bocina una pera de goma con sus parpares de pato
(—¿No le apetecerían unos patitos amigo?)
cuervos y palomas camino de la noche, si tengo ocasión he de volver a Pinhel con la esperanza de que la niña esté allí con el cántaro y soplos de canalón cerca de ella, la manga descosida incomodó al juez
—No es un caballero me equivoqué
y las gafas de los abogados opacas, ganas de contarles
—No es más que un orfebre ambulante discúlpenlo
volver a Pinhel
(Mangualde a más de 5 km, no sé dónde más allá de las acacias)
y el olor de los negros, no había negros en la Beira, el olor de la sierra, la delgadita pelirroja le arreglaba la manga padre para qué matarla ya ha visto, hay episodios que a lo largo del tiempo no se desprenden de nosotros, en mi caso es Pinhel y la niña ni siquiera rubia o bonita, lo que no falta en esta tierra son chiquillos vulgares, por qué una pequeña sin interés embalsamada en mimosas, allí va ella con el cántaro y los talones sucios
(no sé ni tu nombre)
desapareciendo en el portal y lo que no veo claro de la existencia de pronto aclarado y tan sencillo, una flecha rota que anunciaba Pinhel y ahí está, rota quiere decir con el vértice mostrando el suelo, nuestras manos al mismo tiempo en el cacharro del almuerzo, la de mi padre expulsándome
—Goloso
y por momentos yo una mujer que se marchaba arrastrando la maleta con el paraguas bajo el brazo a pesar de que llovía, el mango del paraguas una cabeza de gato a la que le faltaba una oreja, el mango de otro un chino de marfil que no paraba de reírse
(¿de qué te estás riendo?)
Mercília Alice Antonia Beatriz
(dos Beatrices la que cojeaba y la que no)
Helena, no recuerdo cuál de ellas tenía un alfiler en el cuello en forma de lazo que se prendía con un gancho
(quedaban los agujeritos)
y que mi padre empeñó como empeñó la caja de polvo de arroz de la segunda Beatriz y una sopera reparada con grapas y envuelta en periódicos, en cuanto la camioneta se descoyuntaba en los vallados la dueña la desenvolvía con prisa
—Gracias a Dios no se ha rajado
mi padre le entregó los periódicos sin la vajilla de vuelta del empeño
—Te he librado de motivos para que te asustes, agradécemelo
y la cara de la mujer de pronto desierta salvo los ojos ocupándose solo ora en los periódicos ora en él, mi padre
(lo único importante es la flecha indicando Pinhel medio cubierta de matojo, se piensa en la flecha y se comprende el mundo)
—¿Al menos no estás aliviada?
y una maleta yéndose en la feria bajo la lluvia mientras los periódicos se disolvían en un charco, cuando acabaron de disolverse la mujer no había existido, la vi en la parada del autobús encogida como un árbol, solo ojos porque la sopera su flecha de Pinhel, no más que ojos y ciega, mi padre apretándome la rodilla
—Tiene los cables pelados la ingrata
nubes en Manteigas, en Seia, con el dinero de la sopera mi padre compró una cartera que casi parecía de piel, tenía una parte transparente para las fotos de la familia en la cual una artista en bañador que no llegó a ir con nosotros en las vacaciones, mi padre
—Si supiese de nosotros vendría corriendo te lo aseguro
pasando el pulgar por la artista que se levantaba los rizos de la nuca excitándonos, me pregunto si se levantaría las faldas también
—Mira
cuando se contenían las risas atrás
(un pie descalzo acercándose a mí y partiendo)
el paraguas de ella un gato o un chino, poseería perendengues como las demás
(un broche, una sopera)
chucherías que una madre o una tía
—Te haces rica pequeña
y el calendario de pared con un paisaje sucio testimoniando aquello
(en el caso de la niña de Pinhel creciendo y no crece, no lo permite, se volvería como, no logro imaginarla corriendo en inferno, le impediría a mi padre empeñar nada
—No permito que le robe
me colocaba entre los dos
—Escapa a tu portal niña
y tal vez se escapase con ella, tarde o temprano yo sí crecía, no podía pasarme el resto de la vida a trompicones en una cadeneta mientras mi padre nos comía las mollejas
—Goloso
¿y no era que tenía que ir?)
la sopera con flores estampadas y una moneda para dar suerte en el fondo
(—Te has vuelto millonada muchacha)
si inclino la oreja en el sentido de los años difuntos la oigo de este lado hacia aquel según las grietas del asfalto, el bañador de la artista plateado y el ombligo blanquísimo, no mestizo, les dejamos el Barrio a los policías, a los cuervos y a las palomas para que se lo repartiesen entre sí así como las viejas repartían intestinos de cabrito pero no había viejas ni cabritos, había agentes requisando sombras y lo que quedaba eran personas enfermas, no personas, mestizos, lo que quedaba eran mestizos enfermos y pollos y qué interesan mestizos enfermos sin ninguna utilidad, aprieten la garganta de los mestizos y de los pollos en los lugares donde viven, arránquenles las plumas, métanlos en una cacerola, clávenles el tenedor y coman, acabando de comer derramen petróleo en las cabañas, cojan una cerilla
(como en Africa ¿no?, exactamente como en Africa)
y el Barrio tan negro como los mestizos, fantasmas de aguas de tejado, carbones
(ojalá la flecha continúe)
y los cuervos en busca de amos que no tenían
(el lisiado de la muleta venía como anillo al dedo en este instante)
en los patios, en las chimeneas, en los tejados, los policías apuntándoles las miras
—Los cuervos
que crascitaban entre los cabrahigos y los chopos
—¿De quién somos ahora?
en las lamentaciones de los animales a las que no atendemos, yeguas conejos pavos mientras las mujeres de mi padre se iban calladas, quedaba un envoltorio de periódicos y acabado el envoltorio solo la lluvia, los gitanos recogían a los lechones aguijándolos con varas, en el caso de que hubiera lágrimas en los animales y no estoy seguro de que las haya los lechones las abarcarían todas al paso que mi esposa y mi hijastro
(ese mecanismo que no ha nacido con ellos)
ni una de muestra, aguijándolos con una vara ninguna protesta, se callan como los cabrahigos se callan, hojas de cobre y el viento tañendo entre los frutos, si le dijese a mi esposa
—Nos morimos todos aquí cuando venga la Policía
seguiría a la espera y si la hubiese conocido en Pinhel sería ella quien abrazaría el cántaro mirándome, mi padre la buscó en el espejito y la camioneta desviándose al arcén
—¿No era una mestiza?
(la misma camioneta en que un día me visitará componiéndose en el petillo es decir chapas sueltas, piezas que se desprenden, sofocos
—Tú me matas
y pasos desesperados que se escapaban de la lluvia, no aprobaba que empeñase el cántaro ni la flecha ni Pinhel
—Usted no empeña Pinhel
ni Mangualde a 5 km ni Gouveia ni el nacimiento del Mondego o sea un hilillo entre rocas y un milano en un espacio entre las copas acechando lagartijas y serpientes
—Le prohíbo a usted que empeñe al milano)
mi esposa a la espera y mañana los policías de nuevo, el Mondego ínfimo en la sierra, a veces ni frío, aguachirles separándose del musgo y en Coimbra enorme
(no enorme, pura ilusión que enorme)
con un puente por encima, nunca entramos en Mangualde donde los hermanos de la delgadita pelirroja salieron de la tienda de telas amenazando a mi padre de manera que 5 km siempre, en la hipótesis de una bicicleta en la carretera mi padre desenvainaba la escopeta preguntando
—¿Qué tienen tus hermanos contra mí?
uno de los hermanos delgadito y pelirrojo, el otro bajo y el padre calvo enfrente sacando cartuchos del cinturón sin atinar con los cañones
—Te voy a llenar todo de agujeros malvado
la delgadita pelirroja intentando besarlo
—Señor
más personas asomándose fuera de la tienda de telas, de la del tonelero que limpiaba una cuchara en el delantal
(si lo encontrase lo reconocería)
del café, el calvo empujó a la delgadita pelirroja que no se levantaba las faldas ni ofrecía
—Mira
se sujetaba la blusa rasgada lamentándose, el calvo la apartó con la bota
—No me trate de padre
mi padre, no el de ella, retrocedió hacia la camioneta observándolos con la escopeta uno a uno y los del café en suspenso mientras un perro se acercaba ladrando con el hocico pegado al suelo, la escopeta se detuvo en la delgadita pelirroja ocupada con la blusa
—¿No vienes?
y ella sin uno de los zapatos navegando hacia nosotros, tardó una eternidad repitiendo entre sollozos
—Padre padre padre
subió al estribo
(el tobillo semejante al de los santos en el cuadro de la iglesia solo huesos, tendones)
pasó sobre los asientos y desapareció entre los estuches, al observarla disminuyó en un rincón temerosa de mí toda ángulos, aristas
—Señor
(si se levantase la falda no me asustaría ni un poco, la apartaría con la bota
—No me trate de padre
le daría órdenes
—Cocina
le prohibiría salir de la camioneta en vacaciones condenada a vigilar las tiendas por una rendija de lona
—¿Quién te crees que eres?
puede ser que en momentos de debilidad cosquillas de vez en cuando en un alboroto de mantas, ella complacida y Mangualde no a 5 km, más distante que Holanda que nadie sabe dónde queda, tal vez un puntito en el mapa entre la India y Perú, el nacimiento del Mondego se extinguiría sin mí, ninguna aguachirle separándose de la piedra y ningún ruido en el musgo, cuánto he olvidado con la edad caramba, lugares sentimientos personas, queda Pinhel con la niña, el cántaro y el principio de un adiós en el portal)
mi esposa a la espera y mañana policías de nuevo entrando en nuestra casa maltratándonos
—Negros
derribándonos los trastos
—Que nadie se mueva de aquí
registrando bajo la tabla
—¿Por dónde anda tu hijo?
siete u ocho agentes y un señor de edad con ellos desprendiéndose del cinturón, mi hijastro tan pequeño casi en Pinhel mirándome en un portal donde una buganvilla grisácea
(el olor de Pinhel no me abandona, permanece)
y el caramelo, el avión, en Mangualde 5 km el perro galopó con nosotros hasta enamorarse de un matorral de zarzas donde una ardilla o un mochuelo y rastreando hacia él tal como yo rastrearía hacia la flecha
—Me quedo sin nada si me roban
las viejas en torno a los cabritos entre chabolas difuntas, palomas inacabadas equivocándose en las copas en busca de granos, mirando mejor mi esposa solamente, la delgadita pelirroja
(ayudé a arrastrarla)
junto a la cerca de los lechones
(Mangualde 5 km, ¿me conocerán allí pasados tantos años?)
el señor de edad revolvía el único armario que teníamos en el cual tazas, jerséis, bizcochos
—¿Por dónde anda tu hijo?
tu hijo asaltando surtidores de gasolina, automóviles y viviendas en Sintra con los otros mestizos y la mujer en el porche
—Por favor
hasta que el destornillador, el martillo, la pistola, un gato herido avanzando sobre las patas delanteras pidiendo no sé qué pero a quién, por dónde anda tu hijo que no lo encontramos en el apeadero al que le faltaban pedazos y el reloj y el mostrador y a pesar de eso, juraría, un tren, es decir el vapor de los frenos en la llegada, no lo encontramos en el apeadero con el lisiado de la muleta al cual los cuervos le mostraban una pata o el relleno de la cola
—¿Y nosotros?
el lisiado reprendiendo a los policías por lo que les faltaba a los pájaros
—¿No hay consideración?
y los policías completamos los cuervos o no completamos los cuervos, porciones de nubes sin acabar igualmente enganchándose en un sendero, cabañas que el fuego había olvidado y los negros reparaban con cinc y cartones, los policías a mi esposa
—¿Tu hijo en qué sitio?
enero y la migración de los tordos del norte, ahí están en los solares gritando
(mi esposa no grita, yo no grito, la delgadita pelirroja gritaba
—Señor
y el calvo ahuyentándola
—No me trate de padre)
con los tordos erizos, topos, los inquilinos del cementerio que se desplazan bajo la tierra
(¿la delgadita pelirroja entre ellos?)
convencidos de que nosotros los ayudábamos
—Sobrinos
los policías a mi esposa
—¿Tu hijo en qué sitio?
y mi hijastro no en Pinhel con la niña, mi hijastro con sus compañeros en busca de un automóvil sirviéndose de dos hilos de alambre y una tarjeta, pensé que él en el apeadero o en los cabrahigos, le avisé
—Cuidado
y me equivoqué, se marchó por la calle de la Brandoa en la que no negros pobres, blancos de Rumania llegados con los tordos, qué país este joder, los policías en el sótano pegado al nuestro junto con estruendos de aluminios y antes de los cuerpos que desistían un mestizo
—No
y más aluminios, más cuerpos, un tiro, mi hijastro y sus compañeros por el puente en un automóvil robado hacia el lado de Almada, no ocho como antes, seis, la playa de la Costa da Caparica donde después de macizos de espinos parejas de hombres en los sauces llorones que separan las dunas de la crecida, no voy a referirme a las olas para qué y les ahorro la descripción del mar, silbatos de barcos, esas chorradas, qué interesan los barcos
(me interesa Pinhel)
mi padre con los pantalones remangados llamándome
—No me digas que tienes miedo de ahogarte
lo comprendía no por oírlo, por el desprecio
—No me digas que tienes miedo de ahogarte cuando era él quien tenía miedo de ahogarse sin atreverse a dar un paso y zambullirse, no yo que cavaba hoyos en la arena y en el fondo de la arena más arena y en el fondo de la más arena aún más arena, no acaba qué monótono, anémonas a veces, piedrecitas y un caparazón de cangrejo hueco, no me vengan con la cantilena del mar y en compensación no les contaré que de niño y así y asado etcétera cuando de niño qué mar, ayudaba a mi padre de feria en feria en medio de fruta música borrachos de quienes el suelo se desviaba
—¿Y ahora?
apoyaban el talón con confianza y en cuanto el talón pisaba adiós, los borrachos sin dar crédito
—Qué cosa
intentando comprobar a gatas la solidez con las palmas y las caras perplejas en torno a los borrachos, todo lo que quieran pero no insistan con el mar, las playas de la Costa da Caparica donde las parejas de hombres en los sauces llorones, se veían coches en un talud, un restaurante a caballo en el Atlántico del que se distinguían las mesas, parasoles cuya lona chascaba en los varales
(no tiros por ahora, las escopetas de los policías sí pero la escopeta de mi padre no disparó en Mangualde 5 km)
mi hijastro y sus amigos paseando en las dunas no como pasean las personas, como pasean los animales
(dicen que los negros animales no lo sé, me pregunto si mi esposa un animal, hay momentos en que me parece que quiere hablar y no habla, se para al borde de una frase y se marcha siguiendo conmigo, si me interesase
—¿Adonde has ido?
aun respondiendo no lograría comprenderla desde tan lejos, en Bélgica o en Sudán)
mi hijastro y sus amigos paseando en las dunas y no tordos, arena y en el fondo de la arena más arena y en el fondo de la más arena aún más arena
(—No me digas que tienes miedo de ahogarte)
no se distinguía a mi padre
—No me digas que tienes miedo de ahogarte
ni a la delgadita pelirroja sonándose en la camioneta, en la boca, no en las palabras
—Señor
ni un sonido lo aseguro y sin embargo
—Señor
no solo la boca, el tronco entero
—Señor
y mi padre señalando los robles del arcén
—¿Quieres que te deje allí?
se veía parte del restaurante cerrado con una luz en el interior acompañando a los mestizos de ventana en ventana así como en las casas abandonadas que nos sigue desde una cortina invisible, algún que otro árbol cuyos nombres no sé cavando en la arena con la furia de las raíces, discúlpenme que repita pero más arena y en el fondo de la más arena aún más arena, el árbol solo huesos
—¿No acaba el trabajo?
desesperándose por el viento que los cabrahigos aceptaban y los mestizos hacia arriba y hacia abajo en las dunas, el mar con el que no voy a perder el tiempo en una actitud de escucha y no tengo miedo de ahogarme ni de la delgadita pelirroja
—Mira
tengo miedo de quedarme en el Barrio con los cuervos a los que les falta relleno gritando a mi alrededor, una pareja de hombres cogidos de la mano entre el restaurante y la boya de los náufragos y los mestizos ahuyentándolos despacio, uno de los hombres los vio, dijo no sé qué y se levantó calculando la distancia hasta el restaurante cerrado donde la lámpara los observaba ahora desde la parte de atrás, una ola mayor que las demás subió a lo largo de la playa casi hasta los policías
(casi hasta los mestizos y hasta nosotros)
se detuvo un instante
—¿Sigo o no sigo?
se decidió
—No sigo
comenzó a bajar llevándose el mundo consigo y el hombre que se levantó luchando con la camisa en la que asomó por fin la puntita de los dedos, no todos, uno o dos y el hombre asustado
—¿Mis dedos?
palpándolos con la otra mano, encajándolos en la palma y curvándolos despacio
—¿Serán míos?
dado que sin relación con los de antes, el hombre experimentando el mentón pero demasiada fuerza como los dedos de un extraño y por tanto sacudirlos
—No son míos
(¿lograría repararlos el lisiado de la muleta con cuerdas y cola?)
los mestizos a diez metros observando a la pareja, una ola más pequeña y sin dudas
—No sigo
trajo el universo de vuelta y nadie prestó atención, millares de olas idénticas desde el principio de la Biblia, qué importaba aquella, el segundo hombre se vestía también y el de la camisa a su amigo
—¿Te has fijado en mis dedos?
un rumor de patas y comprobando mejor un papel sin destino de los que el viento ahuyenta una pregunta bajito
(¿de cuál de ellos?)
mientras que el señor de edad girando hacia mí como si cogiese el papel haciéndoles señas a los agentes
—¿En la Costa da Caparica dónde?
y el papel escapándose, los mestizos tres de este lado y tres de ese mudos, cuando mi padre mudo me inquietaba
—¿Se siente mal usted?
y los ojos hacia dentro escrutándose, un suspiro en los párpados que se cerraban
—No
y cuando se abran quién va a aparecer en su lugar padre, las mismas facciones y no él, un tipo que no conozco afirmando
—No me siento mal
parejas de hombres no en las primeras playas, en las últimas donde las dunas se alteraban a merced de las mareas, si estuviese con ellos cavaría un hoyo en la arena y en el fondo de la arena más arena y en el fondo de la más arena aún más arena de la misma forma que en el fondo del miedo más miedo y en el fondo del más miedo una voz
(¿no siendo de mi madre de quién sería?)
—Hace siglos que te estoy esperando
en el caso de que los agentes se vayan en este momento del Barrio encontrarían a los mestizos no hablando entre sí porque aunque juntos daba la impresión de que cada uno solo, una pistola, un destornillador, un martillo o nada de esto, un cigarrillo que disminuía y crecía, al crecer cejas, pelo y después oscuridad otra vez, nunca ha habido cejas ni pelo, el hombre de los dedos
—¿Qué quieren los negros?
los dos confundidos de tan juntos y los dedos que no servían colgantes
—¿Qué hago con ellos?
salvo el pulgar que se encogía y estiraba sin lograr expresarse, se deducía que un consejo pero qué consejo, qué pretende el pulgar, por tanto los mestizos, la pareja de hombres y el que no había perdido falanges un paso en dirección al que él creía el automóvil y ni sombra de automóvil, se equivocó por el pánico, en dirección al restaurante cerrado cuyos parasoles chascaban, chascaban y la lona casi soltándose fíjense, la lámpara cambió de cristal para vigilarlos mejor y se paró, allí estaba ella palideciendo entre mesas, el del pulgar ajustándose la camisa
—¿Ustedes quieren dinero?
(cuando mi padre mudo me inclinaba hacia él no alarmado, curioso
—¿Va a fallecer señor?
una tarde vi morir a una serpiente primero retorciéndose y después toda blanda
—¿Va a fallecer como las serpientes señor?)
y los mestizos ni un gesto, mi hijastro lamiendo el caramelo pensando en el avión de hojalata y uno de sus compañeros trazando círculos con un palo, los agentes llegaron a Lisboa, ninguna estación de servicio, ningunos arbustos, el señor de edad respirando en el cuello del que ocupaba el volante
—Coja este cinturón madrecita
del que ocupaba el volante
—Deprisa
después de la última playa una especie de aldea, casitas en una pendiente donde la lluvia iba ahondando los surcos, un corral de pavos jadeando en su rombo de rejilla y abajo una mancha translúcida, no mar, el de los dedos miró en derredor con una esperanza de gente y su amigo sacando la cartera del bolsillo y escondiendo el anillo en el zapato, el mestizo que rayaba la arena avanzó por favor y el hombre del anillo con una voz que no se sostenía
—¿Ustedes quieren dinero?
no una pregunta, una resignación medrosa, el nudito de la garganta
(¿un pavo?)
dilatándose y menguando, demasiadas trabas en la papada roja, escóndase en la rejilla y tal vez se salve quién sabe, el de los dedos
—João
como si fuese a llorar y no
—João
un sollozo que llamaba
—João
si el lisiado de la muleta en la playa le componía la garganta y un
—João
aceptable, un nombre, le afinaba los clavitos y él de pie, con fuerza
—João
pero el lisiado de la muleta de bruces en el apeadero dejando el universo sin dueño, el nudito de la garganta
—João
esos hálitos de los sueños que no llegan a comenzar, se retraen, un segundo mestizo andando en diagonal, el de la pistola o del martillo
(una pistola de niño que no le hacía daño a nadie)
más despacioso que el primero y no mestizo, blanco, el hombre de los dedos
—¿Usted nos va a hacer daño?
satisfecho por blanco, no hay problemas con los blancos, son lo mismo que nosotros, se les dice una frase y la entienden, se puede argumentar, convencerlos, la duna de la izquierda disminuyó mientras que la de la derecha aumentaba
(¿hacia dónde?)
la lámpara del restaurante apagada y por consiguiente las mesas incapaces de ayudar, el automóvil larguísimo, antes de que lo alcancemos nos pillan y de qué me sirve el pulgar, el hombre con el anillo en el zapato vivía con la madrina en un edificio sin ascensor en medio de muebles de luto y cada año el tercer piso más alto, cómo crecen estos escalones qué misterio, la inquilina del segundo se lo encontraba en el rellano
—¿Cansado?
pensando que el cansancio solo de las piernas y se equivoca, cansancio de mi madrina preocupada por la artrosis, de mí, de las fotografías que me censuran
—¿No tienes juicio niño?
de aquel a quien le gustaba contar a las personas y no soy capaz, yo al blanco no a los mestizos, quién pierde el tiempo con mestizos
—¿Usted quiere dinero?
no ustedes, usted
—¿Usted quiere dinero?
y ninguna respuesta, bocinas distantes, una especie de faros y no faros, una escama de mar que las olas estremecen, llega hasta nosotros, se va, en uno de los retratos mi abuela en el sillón de enferma con el gato en el regazo, me acuerdo de que mi madrina lo alimentaba con una pipeta, el señor de edad se indignaba en el coche ya con el puente a la vista y un remolque en el cual se distinguían cabezas de ganado
—Ni mañana llegamos
uno de los hocicos pardusco y los demás marrones, unas ancas, una cola
—Ni mañana llegamos
y tal vez no llegasen realmente, cuántos sujetos más atraillados, diez, cuarenta, trescientos, cuántas camionetas de mi padre delante de nosotros o sea la delgadita pelirroja, el alboroto de las mantas y un pie tocándome y desapareciendo enseguida
(la delgadita pelirroja no mi madre)
—No me hagas cosquillas que me sofocas
Mangualde 5 km
(y yo a mi madre
—No me trate de hija)
la niña de Pinhel
—Adiós
ella que no había hablado antes y yo suponía que no hablaba
—Adiós
no desapareciendo en el portal, mirándome, y en el instante en que
—Adiós
los mestizos y el blanco en torno a los hombres, mirando mejor los blancos tan salvajes como los demás, pensaba que no y me equivoqué
—¿Usted quiere dinero?
y en vez de hablar conmigo riéndose, no una sonrisa, riéndose, alzando la pistola y riéndose, uno de sus compañeros imitándonos
—João
y riéndose también
—João
con las rodillas también como si fuese a morir, esos hálitos de los sueños que no llegan a comenzar, se retraen, por qué he venido aquí hoy qué estúpido, esta playa, este sitio, este mar que empieza a dolerme
(¿por qué me duele el mar?)
en vez de quedarme entre los muebles de luto y mi abuela en el sillón
—No tienes juicio niño
no un sillón normal, un sillón inmenso y aquel gato horrible
(cuando se desperezaba las patas solo uñas)
hasta difunta me persigue usted y su disgusto
—¿No tienes juicio niño?
y no me agobie, suélteme, de vez en cuando la luna a merced del viento y los relieves del cielo, después no luna, después luna y si luna más niebla, un ritmo confuso en las mareas, flores moribundas allá
(por lo menos parecía que una hilera de flores moribundas pero quizá verdes y ni siquiera flores, un hombre tumbado como yo, no lo sé)
los mestizos no me pidieron el anillo ni dinero ni este abrigo que me costó un ojo de la cara, solo nos rodearon, uno de los agentes al señor de edad
—Diez minutos
aunque no con la trailla de ganado ni la camioneta de mi padre impidiéndolos, la uña en la aguja
—¿Tiene gasolina esto?
Gouveia en medio de la sierra inclinándose, pobre, no pidieron el reloj ni el anillo ni dinero ni el abrigo de antílope con adornos de plata
(de baratijas nada)
cinco mestizos y un blanco y no destornillador ni martillo, una pistola de juguete creo yo y un avión de hojalata, los negros
no pueden hacerme daño qué tonto, unos chiquillos flacuchos, les ordené
—Desaparezcan
y ellos obedeciendo qué remedio, tienen complejos frente a nosotros, todos los dedos conmigo, mi abuela ausente
(después de la pipeta el gato manso, ¿qué ha sido de las uñas?)
mi madrina que se durmió en la sala oscilando en el sofá, su respiración llena de guijarros, de vidrios, el médico jarabes
—Una cucharadita por la mañana y otra por la noche doña Mécia
y el pulso en un cojín temblando, adivinen quién se instala en un rincón recortando las actrices del periódico deseando ser como ellas y pegándolas en un cuaderno con el nombre por debajo, quién observa a los obreros recogiendo tapias sin la limosna de una mirada de soslayo para mí y los mestizos cada vez más próximos riéndose, los mestizos
—¿Ustedes nos van a hacer daño?
—¿Ustedes quieren dinero?
los mestizos
—João
un sollozo de burla al que llamaban
—João
como si el sollozo un nombre, esos hálitos de los sueños que no llegan a comenzar, se retraen así como las olas se retraen, la arena se retrae y no arena, el vacío, nosotros de carne y no obstante la certidumbre de que una tijera nos recorta, nos pega en el suelo y después de pegados nos alisan con la palma así como yo disponía a las actrices en el cuaderno del colegio, el señor de edad al que uno de los agentes llamó
—Una pareja de mariposones fíjese en los adornos de ellos
el señor de edad
—No son mejores que los mestizos tranquilícense
y me dio la impresión de que casi mañana, qué mañana, esa claridad de radiografía que precede a la mañana, me dio la impresión de que uno de los agentes
—¿No hay una manta por ahí para cubrir a esos tontos?
me dio la impresión de que los obreros me miraban no con deseo de mí, no la mirada de soslayo que yo quería, una especie
de rechazo, me dio la impresión de que me acostaban en una parihuela, una camilla
—Ha salido pesado este
mientras mi abuela
—¿No tienes juicio niño?
recorría al gato con la yema de los dedos en una caricia sin fin.