capítulo

Cuando vivíamos juntos, me acostaban en el colchón guardado debajo de la cama, lo desenrollaban en la cocina explicando

—Es de noche, Paulo

y me quedaba a oscuras sintiendo lo que llamábamos el mar allí abajo y no era más que el río, la desembocadura del río, el sitio donde el Tajo a la altura del puente, cansado de tropezar con montañas, represas, castillos, molinos, planicies

creía yo

desoladas llega finalmente al océano y se disuelve en él en una especie de suspiro o algo así, cuando vivíamos juntos y me quedaba a oscuras viendo la puerta del patio que surgía en el halo del muro, pensaba siempre que las lágrimas, las discusiones y las preguntas acababan, mis padres

ustedes

se acostaban también, en paz uno con otro en la armonía de cenizas de los viejos a pesar de no haber cumplido treinta años en aquella época, y si ustedes serenos yo sereno, yendo y viniendo en el colchón al encuentro del sueño, paja o trapo o fragmento de cesto que las olas cogen y sueltan, dejan en la última playa en la cual un triciclo y un automóvil con ruedas de madera yacían hundidos, y entonces, en el silencio, al verme en la cocina bajo una manta a rayas me parecía

no me parecía, tenía la certeza de que ustedes bien, no ocurría nada si me ausentaba porque éramos

palabra de honor

una familia, nadie

ni yo mismo

pedía

—Ocúpense de nosotros

y por tanto me despedía de nosotros, seguía sin remordimientos por las copas camino del día, acababa tal como acabo mi historia, padre, y después nunca existimos así como ninguno de nosotros existía en mi sueño, la playa, de acuerdo, el automóvil con ruedas de madera, de acuerdo, el triciclo, de acuerdo, ese niño en un colchón

¿qué niño?

cuyo nombre ya no sabemos y a quien no miramos, falta decir que es febrero, viernes veintitrés de febrero, que llueve, no me acuerdo de que lloviese en aquella época salvo en una ocasión o dos, lágrimas en el cristal y el olor al bosque más cercano

¿febrero igualmente?

nubes desde Trafaria que agobiaban a las gaviotas, las margaritas murmurando de hambre

—Déles de comer, padre

usted con el paquete de abono, las muecas de disgusto, el teatro

—Deje de hacer teatro, señor

y una mirada de soslayo no de enfado, de ofensa, mi madre sí, enfadada

—Paulo

yo al mismo tiempo grande y pequeño qué extraño, adónde fui a buscar las margaritas, díganmelo si nunca pienso en ellas, no volví a verlas, los tallos de mi altura en aquella época

enormes

¿Te gustan las margaritas, Paulo?

avispas en los pétalos y mi padre

Una avispa, no te muevas, cuidado

los ladrillos por debajo del cemento en el muro, es en las junturas de los ladrillos donde las avispas

decir que es febrero, viernes veinti

formaban rosas de papel de los nidos en cuyos pétalos se escondían temblando

trés de febrero, que llueve, como no recogí la ropa del tendedero una camisa revoloteando en las pinzas, si mi padre estuviese aquí el cuello hacia la derecha y hacia la izquierda, el faldón suelto, brazos que bailan sin destino, abro la ventana para impedir que caiga a la calle y las personas alrededor mirando hacia el suelo, mirando hacia mi quinto piso

—Un payaso

van a pensar que lo he empujado

la tela mojada que aprieto contra mí y al darme cuenta de que la aprieto contra mí la suelto enfadado

—No me agarre, padre

deje de molestarme, desaparezca, una tarde tocó el timbre de Anjos, doña Helena acechaba alzándose en puntas de pies por la mirilla, me miraba, se limpiaba en el borde de la falda, gritaba

—Un momento

me miraba otra vez, se arreglaba el pelo, enderezaba la gabardina en el perchero

quedó igual

muchas avispas en los estambres ya no negros, quemados, su zumbido aumentaba durante el verano en el estanque, descalzarme y aplastar las rosas de papel con el zapato, alguien que tiraba de mí

No te muevas, cuidado

al principio el rellano a oscuras, la claraboya, obviamente, pero de qué servía la claraboya toda sucia por las palomas y con hojas y basura, doña Helena abrió la puerta irritada con el perchero en el que la gabardina

después de que sonase el timbre

se llenaba de arrugas y mi padre sin peluca, sin vestido, modesto, una rosa de avispas avergonzándose con miedo  

—Si usted, señora, me permite, querría ver a mi hijo

yo a mí escondiéndome en el sofá

—No te muevas, cuidado

ni un pétalo de papel en diciembre, sólo musgo, el cemento disgregándose y más ladrillos en el muro, un barrote del puente que se despega de las tablas, giró en una ola y partió despacio, mi madre con la nariz roja sonándose

Esto no me gusta, Carlos, ¿no quedaste en que conseguirías una casa en Lisboa?

no había Lisboa, había la niebla que subía del agua, las garzas transidas, el dueño de la terraza masticando el cigarrillo

estoy en el final de mi historia, padre

usted igual a los otros padres, sin pinturas ni abanicos, si lo pudiese ver mi madre orgullosa, mostrándoselo a sus amigas

—Carlos

después de que mi padre se marchó la encontré en la cocina con la alianza en la palma, al notar que yo estaba allí la echó en el cajón de los cubiertos y cerró el cajón con un impulso de la cadera, al día siguiente no la encontré en el cajón ni en su dedo, busqué entre los tenedores, entre las cucharillas de té, junto al cuchillo de escamar pescado siempre púrpura de sangre, encontré monedas viejas, un capuchón de estilográfica, la alianza no y comencé a llorar

nubes de Trafaria, nubes de Alto do Galo, no notaba tejados ni paredes, notaba la cortina de los párpados, recogía las lágrimas con la lengua y sabían a congrio crudo, a óxido

—¿Su alianza, madre?

al paso que la de mi padre en el rellano de Anjos, reparé en la alianza antes de reparar en él, mi madre exhibiéndolo ante sus amigas

—¿No os dije que os equivocabais?

Asegúreme que no van a discutir, madre

las amigas que yo veía y doña Helena no, vea a las amigas de mi madre, doña Helena, las profesoras asentían, en bata, e interrumpían el dictado

—Es verdad, Judite

mi padre que iba a llevarme a Bico da Areia y entonces vivir los tres sin discusiones ni preguntas, acostarse por la noche en el colchón sintiendo allí abajo lo que llamábamos mar y no era más que el río, la desembocadura del río, el sitio donde el Tajo, cansado de tropezar con montañas, represas, castillos, molinos, planicies

creía yo

desoladas, llegaba finalmente al océano y se disolvía en él en una especie de suspiro o algo así, un movimiento de hombros, un sacudirse de melenas de espuma, yo a oscuras viendo la puerta del patio que surgía en el halo del muro, un brillo de aluminio, un ángulo oxidado, el cristal en el que los troncos negros del bosque, ayúdeme a meter mi ropa en una bolsa

doña Helena le deja una

cójame la chaqueta de la percha que no llego ahí arriba, ésa con el cuello de terciopelo no me sirve hace más de un año, la otra, la azul, por qué estamos aquí perdiendo tiempo mientras doña Helena se aflige por mí, por qué razón mi padre, convencido de que no lo veo, se afana haciendo señas, qué señas son ésas, debe de haber un autobús directo hasta casa, ¿no?, se coge en la Avenida Almirante Reis, adiós, doña Helena, se cruza el Tajo, la Costa da Caparica y justo después, pumba, un segundo autobús casi siempre vacío, se gira a la derecha en el cámping a la altura de la farmacia

por la noche sólo el escaparate iluminado, ni fachadas ni árboles

mi madre a nuestra espera, mi colchón en la cocina, las cejas de la tía de Dália

—¿Has vuelto?

las personas sólo hablan con un trocito de ellas, el resto indiferente, cuando mi madre se irritaba con mi padre sólo la mitad de la cara discutía, las manos seguían cociendo el arroz y los ojos vigilaban las manos, de vez en cuando los ojos se juntaban a la boca enfadándose también, los hombros, hasta entonces distraídos, se agitaban furiosos, sabía que la profesora me reñía debido al muslo que asomaba bajo la falda, los dedos distraídos sujetaban la tiza, los zapatos sin preocuparse por nosotros, me pareció que doña Helena afligida por mí preguntaba a mi padre ¿va a trabajar en España?

—No puedo ir a Bico da Areia, Paulo

correr al tendedero, no aceptar comida, quedarme despierto boca arriba hasta el día siguiente, doña Helena rezongando en las tinieblas

—No te preocupes, Paulo

con ganas de consolarme y no me consolaba, si por casualidad intentaba acomodarme las sábanas

—Vaya a tranquilizar a su hija, no me agobie

el señor Couceiro, ahí está lo que yo le decía, únicamente el bastón, quedarme despierto, coger mi ropa

—¿Va a trabajar en España?

y huir, a través de la persiana la iglesia no parecida a la iglesia, otra cosa que me esperaba, me amenazaba

—No bajes las escaleras, Paulo

¿cuánto tiempo hace que las iglesias no conversan conmigo?

farolas que disminuían hasta Martim Moniz, dentro de unas horas el camión de la basura, si me pillasen en la calle los hombres que vaciaban los cubos dentro me amordazarían y adiós, los pasos del señor Couceiro en el corredor y doña Helena más distante, atenta al ganchillo porque las sílabas corregían un punto

—No lo atormentes ahora

dejando la frase por la mitad, completándola después, posando la aguja y el ovillo en el regazo, la frase, libre del ganchillo

—No lo atormentes ahora

¿Dónde está España?

no igual a doña Helena de día una vez que la oscuridad modifica a las personas volviéndolas más importantes, más serias, hasta el mar, por ejemplo, hasta el crujir de muebles del pinar, montones y montones de sillas, canapés, mesas, la foto de Noémia

o mi padre

—No puedo ir a Bico da Areia, Paulo

y el mundo en pedazos, pedazos de caballos galopando en el bosque, mi madre con el dueño de la terraza, con el electricista, con los perros

—No me gustaría quedarme sin vosotros

volviéndose hacia ellos, sonriéndoles, ordenándome que jugase en la trasera

—Hasta que yo te llame, Paulo

o sea que quedase a la espera, pasé cuatro quintos de la vida como un tonto, en un escalón o en el banco del cedro, a la espera de ustedes, me harté, mi padre buscando ayuda alrededor, estrangulándose

—Aflójese la corbata, padre

usted comprende, ¿no, doña Helena?, y doña Helena enderezaba la gabardina, un mes en Mérida en el teatro, por lo menos junto algún dinero, se acaban los atrasos del alquiler, le pago la manutención de mi hijo, doña Helena mintiendo, ocupada con la gabardina, no necesitamos nada, señor Carlos, escondían billetes en una lata, hacían sumas a lápiz, el señor Couceiro pedía una prórroga en las facturas de la luz

—Qué cosa

colocaban una vela en un plato y la sala se ponía a temblar, nuestros cuerpos ora gordos ora delgados, por la mañana una aureola de humo en el techo, el señor Couceiro envolvía los objetos de alpaca en el periódico, se iba con ellos y unas horas después los interruptores funcionaban, mi padre mintiendo también

—Pago la manutención de mi hijo

si al menos le entregasen una colcha para arrugar y alisar, Alcides en el automóvil a la espera y bultos y maletas, un mes es un instante, Paulo, todo tan rápido, ¿no es verdad, doña Helena?, hace apenas un instante era verano y ya estamos en el verano

yo en el tendedero observando al periquito del edificio color naranja

cuando quieras darte cuenta me tienes por aquí otra vez

dos periquitos al principio, comían pipas de un cartucho, no volaban, no cantaban, no servían para nada, el que debía de ser la hembra se murió

—Cuando quieras darte cuenta me tienes por aquí otra vez

viernes veintitrés de febrero y llueve, no me acuerdo de que lloviese en aquella época, me acuerdo de mi madre a un hombre que no era el electricista ni el dueño de la terraza

—Delante del niño no

eran unos pantalones blancos con una mancha de aceite en el bajo, un tintinear de llaves

o una risa

y el tintinear de llaves recorría a mi madre, la blusa, el cuello

—Él no se entera

mi madre se masajeaba el cuello, comprobaba la blusa, sacaba la botella de la cocina, secaba dos vasos y los

Hace apenas un instante era verano y ya estamos en

colocaba

verano

en el mantel, si yo quisiese humedecería el índice y probaría, el tintinear de las llaves bebiendo el vino

—¿Qué le hacemos, lo matamos, lo tiramos al río?

los pantalones blancos pegados a las piernas de mi madre y mi madre apoyada en el fregadero respirando deprisa

—Espera

buscaba monedas en el bolso y no había monedas, un billete de autobús usado, en el fregadero cacerolas, hormigas, mi madre abandonaba el gollete

—¿Tienes una moneda al menos?

los pantalones blancos se agitaron disgustados

—Si hubiese sabido que estaba el niño no habría venido

el río, la desembocadura del río, el sitio donde el Tajo a la altura del puente cansado de tropezar con montañas, castillos, represas, molinos, planicies

creía yo

desoladas, llega finalmente al océano y se disuelve en él entre gritos de garzas en una especie de suspiro o algo así

entregaron una moneda a mi madre que me la entregó a mí

Para su manutención

me levantó del suelo, me sentó junto a la pila, me ofreció un jarro y una cuchara de madera, me advirtió desde la ventana imitando la cuchara en el jarro

—Puedes golpear todo lo que quieras

para complacerla probé un golpe y no me apetecía, me apetecía hacer pis, me apetecía comer y tenía miedo a las garzas, al puente que cambiaba de color, a un animal que suspiraba y hablaba devorándose a sí mismo en la cocina, no era mi madre ni los pantalones blancos, era una forma con dos espaldas y ningún pecho, dos nucas y ningún rostro del que salían y volvían a entrar brazos, dientes y pies, el electricista rondaba recogiendo sobras de las olas, supongo que me detestaba y no obstante si los perros me tiraban piñas él al que yo suponía mudo insultaba a los perros, nos dejaba conchas en el muro, la esposa del dueño de la terraza limpiaba las mesas y se me antojó que el marido, con las manos en la cintura, hablaba mal de mi madre o de mí

de mi madre

las mujeres de los gitanos regresaban con cubos de la playa y en los cubos cangrejos, almejas, si un delfín llegaba a la arena se hablaban en gallego, los pantalones blancos se marcharon, junto con el animal, en una moto que hacía estallar palomitas, mi madre rascaba levemente el jarro con la cuchara  

—La moneda

rascando con más fuerza el jarro con la cuchara

—La moneda, Paulo

furiosa conmigo

creo que conmigo

conmigo

furiosa conmigo

—La moneda

la moneda en mi palma, una pequeñita con la que no se puede comprar casi nada, cinco o seis caramelos, un chicle, ni siquiera un chocolate barato, mi madre no creyendo en mí

—¿Esto fue lo que te dio ese idiota?

falta decir que es febrero, viernes veintitrés de febrero, que llueve, por el rasgón de la cortina los edificios densos, opacos, escribir una carta a la camarera del comedor y en la carta Paulo y Gabriela

decir que al sonreír tu boca

dejó caer la moneda en el jarro y regresó a la cocina, después de la cuchara en el jarro la cuchara en el gollete, después de la cuchara en el gollete un estruendo, dos estruendos y abollaba la cocina con la botella primero y después con la tranca, quise pedir

—Madre

y mi voz se negaba a llamarla, una de las esquirlas de la botella le lastimó el mentón, mi madre mostrándome el jarro

—Una moneda, canalla

me cogía de los pelos y me empujaba contra la cocina a la que le faltaba esmalte y tenía uno de los quemadores torcido

—Una moneda por media hora, ¿crees que sólo merezco una moneda por media hora, Paulo?

decir que no llovía en aquella época salvo en una ocasión o dos, el crepúsculo a las tres de la tarde y los caballos de los gitanos sollozando de pavor, la mujer del dueño de la terraza recogía los platos con una boina de su marido en la cabeza, gotas que saltaban en el patio

lágrimas que descendían por el cristal

el olor del bosque más cercano, la enredadera expandiéndose

La enredadera, padre

antes de mudarse a Lisboa la guiaba con cañas y cuerdas, formaba un cobertizo colgando la capa, regresaba a casa y mi madre

¿Y yo, Carlos?

lágrimas igualmente

Usted no es un cristal, no llueva

y ella sin oírme

¿Y yo, Carlos?

no es mi madre, nunca la vi, quién es usted de bruces sobre la cama, desaparecida en la almohada repitiendo

¿Y yo, Carlos?

la mano de mi padre no llegó a alcanzarla, se quedó en suspenso, desistió, mi padre era mi padre, ella no

mi padre acabó por abrir la puerta y caminar bajo la lluvia

la moneda

—¿Crees que sólo merezco una moneda por media hora, Paulo?

cayó del jarro y rodó por el suelo, no en línea recta, en un arco vacilante, largo, tropezó en el frigorífico, se calló, el enano de Blancanieves severo a mí, pasábamos tardes seguidas sin nadie más en casa

—Cuiden el uno del otro

si me apoderaba de la tijera el enano enseguida

—Deja eso

me prohibía cortar vestidos, probar los envases de las medicinas, hacer un lago en la bañera

—No se te ocurra

si dependiese de él no dejaría a Gabriela, estoy viéndolo con nosotros mientras me recrimina

—Cuántas burradas, Paulo

la camarera del comedor sorprendida mirando las contraventanas

—¿Con quién hablabas?

mi padre llegó de España menos exuberante, más delgado

—Me engañaron

la iglesia repicaba horas imposibles de contar, quince, diecisiete, seiscientas y el señor Couceiro envejecía por cada una de ellas, ni bultos ni maletas en el coche de Alcides, un frutero con manzanas sobre la peluca rubia, la foto de Noémia se interesó un momento y partió, es decir, el marco seguía pero el búcaro, Noémia no

—Ni siquiera un teatro, doña Helena, querían que yo

ni siquiera un teatro, una nave a la salida de Mérida y nosotras presas allí dentro, Alcides comía con ellos, jugaba a las cartas con ellos, perdía mi dinero, nosotras las artistas en otra mesa, cuatro españolas, una rumana bajita y yo, los clientes elegían en la sala donde nos pintábamos las uñas y escuchábamos música, si yo

Alcides

Alcides disgustado con la baraja, comprobando los triunfos

Si no tienes nada que te divierta, ¿quieres que te parta un brazo?

la rumana bajita intentó huir, la encontraron en el vagón del correo, nos llamaron mientras le sujetaban la cabeza y le taladraban una muela, un grito largo, un desmayo, levántate, marica

Cuidado con los dientes, señoritas

y yo pensaba en columpios, ayudaba con el cuerpo, estiraba la punta de los pies y no me cogían porque entraba en el cielo

la esposa del dueño de la terraza enrollaba el toldo y una o dos garzas en el parapeto, el marido sujetando a mi madre

—¿Qué es eso?

que batallaba en la cocina con la tranca, dejó de batallar buscando el banco de la cocina donde se desplomó en silencio, no mi madre, solamente una pantufla, labios que susurraban no se entendía qué, me acerqué a ella y

—Disculpa

dedos que me apretaban el hombro, los labios contra mi oreja

—Disculpa

por la ventana se veía al electricista que sacaba algo del bolsillo

una concha

y depositaba la concha en el muro, cuando llegué a las margaritas la muleta en la playa, creo que gesticulaba pero tal vez me equivoqué, basta un cambio de luz o un desvío de los pinos para que creamos que las personas, una piña rodó por el tejado y el dueño de la terraza

—Bandidos

mi padre en Príncipe Real, con peluca rubia, sepultaba joyas en un paquete de harina

gargantillas, diademas, el medallón de mi madre, una caja de carey con engastes de plata

unicornios, dragones

al calzarse creció diez centímetros y tardé en encontrarlo debajo de las pestañas, cuando llegamos a la calle y doña Auroriña

—Qué bonito

se defendió de la luz con un paraguas papal que los árboles encomiaron en latín, mi madre al dueño de la terraza disculpe, el enano de Blancanieves haciéndose cargo de todos

—Me duele la cabeza, señor

usaba una piqueta y una linterna que no iluminaba a nadie, sólo en el caso de que yo cogiese la tijera se asustaba entre lamentos

—Cuidado

el tiempo lo desgastaba como desgastaba a las paredes, más de una vez mi madre estuvo a punto de arrojarlo a la basura

—Tenemos que comprar otro muñeco, Paulo

levantaba la tapa del cubo, episodios antiguos pasaban por su memoria, se arrepentía, le explicaba al enano

—Esta vez te salvas

hacía ademán de besarlo

¿Y yo, Carlos?

lágrimas igualmente

Usted no es un cristal, no llueva

y ella sin oírme, minúscula en un rincón

¿Y yo, Carlos?

reparaba en mí, lo colocaba en el frigorífico

la mano de mi padre no llegó a alcanzarla, se quedó en suspenso, desistió, acabó por abrir la puerta y caminar bajo la lluvia

se ocupaba del almuerzo con demasiados gestos y demasiados ruidos, indignada conmigo en el suelo con el jarro y la cuchara

—No sirves para nada tú

yo no en Bico da Areia, yo con mi padre en la tienda, se salía de Príncipe Real y la tercera travesía después de un anticuario y una casa de comidas, en el anticuario una señora hojeando un álbum, en la casa de comidas el camarero silbando entre moscas, en la vitrina de la tienda

porcelanas, relojes, animalitos de marfil, candelabros

Ni un teatro para muestra, doña Helena, querían que yo

un tipo comiendo de un cazo, no se reparaba en nada que no fuese el paraguas papal, el tipo masticando

no me acuerdo de que lloviese en aquella época

—¿Qué me traes hoy, Soraia?

las margaritas murmurando de hambre desilusionaban a las gaviotas, usted con el delantal de mi madre y el abono, sus meneos de artista, su cabecita preocupada, basta ya con el teatro, padre

mi padre vació el envase de harina en el mostrador y un brillo agudo de piedras, el tipo del cazo se acercó cojeando, una de las piernas igual a las mías, la otra floja, más lenta, uno de esos rollos de cubrir ventanas que el uso ha raído

cogí la concha del electricista y el mar de la concha

Hola, Paulo

y mientras mi madre explicaba al enano

—Esta vez te salvas

el tipo separaba diademas, medallones y hebillas con el canto del cuchillo, observaba un alfiler contra la luz, empujaba todo hacia el envase de harina y se dividía entre mi padre y el cazo

—¿Te gustan las bromas, Soraia?

bromas en una planta baja a la salida de Mérida, robles, chopos, le sujetaban la frente, Alcides le sostenía el mentón con un hierro

—Esa boquita preciosa

al alcanzar el nervio ni un dolor, el látigo de un relámpago, todos los huesos ardían, se achicharraban y ardían de nuevo, un grito tal vez, no sé, padre, ¿quién grita sin darse cuenta de que grita?

piense en los columpios, estire la puntita de los pies, entre en el cielo, ¿se acuerda de cuando tajaban a los cerdos, les desgarraban las tripas, de los lebrillos de sangre, su sangre?, estire la puntita de los pies porque usted no grita, no existe, existe la esperanza de morir, flores escarlatas, la esposa de su tío lo desviste, una única flor escarlata que solloza, los mugidos en que usted se ha convertido, no existe Alcides, no existe la broca, no existe usted, existe el dolor, ¿comprende?, existe el dolor

—El imbécil se ha desmayado, dale agua

existe el dolor, no me he desmayado

—Dale agua

existe el dolor, un erizo de fuego que usted no entiende, su mujer en la almohada repitiendo

—¿Y yo, Carlos?

existe el dolor y en el centro del dolor el sujeto le empuja el pecho con el cazo

—¿Te gustan las bromas, Soraia?

dentro del cazo aceitunas, pollo, legumbres, existe el dolor, cómo mostrarle al tipo, cómo hacerle ver

—No tengo ni una moneda, doña Odete, ha de haber por ahí una esmeralda que sirva

el cazo del cuchillo haciéndole burla

—¿Esmeraldas?

el cazo del cuchillo distraído conmigo

—¿Ése es tu hijo?

cómo hacerle ver que existe el dolor, se quedaron con el cuello de zorro, los pendientes de oro

—Se quedaron con mi cuello de zorro y los pendientes de oro, ha de haber por ahí una esmeralda que sirva

cómo hacerle ver que existe el dolor y ningún columpio para huir del dolor, imposible tocar el cielo con la puntita de los pies, encontrar un vagón de correos que nos lleve consigo, un electricista que nos deje una concha en el muro, robles, chopos, Alcides que registra su habitación palpando la almohada, el colchón y usted apoyado en la pared, padre, usted un payaso, usted una flor escarlata que solloza

—Aquí falta dinero, Soraia

sin acordarse de mi madre ni de mí, se acordaba del alquiler sin pagar, de la música que se ponía a un volumen más alto en el momento en que la broca

—Quieta

yo golpeaba el jarro con la cuchara cuando le sostenían la boca con el hierro

existe el dolor

viernes veintitrés de febrero, para no oír sus quejas de cochinillo, no oír las tripas rasgadas, los lebrillos de sangre, su esperanza de que haya por ahí una esmeralda que sirva y el cazo

—¿Esmeraldas?

el cazo con pollo y legumbre o la pierna que cojeaba

—Llévame estas zarandajas, Soraia

golpear el jarro, no parar de golpear el jarro, encontré la moneda debajo del frigorífico, la entregué a mi madre y mi madre a los pantalones blancos, al dueño de la terraza, a mí

—¿Crees realmente que sólo merezco una moneda?

no una mujer mayor, una niña hablando en su sueño, en casa de mi abuela me encontré con una foto suya en un cajón y una caligrafía lenta en la que se adivinaban garabatos, y una nariz en su hombro

—A ver con qué letra escribes

líneas a lápiz para no equivocarse y que la goma borró, la pluma se enganchaba en el papel, la nariz amenazándola

—Ay, ay

A mis tíos de Judite y una fecha en letras

—¿No sabes escribir números, Judite?

no me pregunte si sólo merece una moneda, no me obligue a hablar, leí

A mis tíos de Judite una vez, dos veces, ocho veces y no era usted, una muchacha más joven que yo, morena, delgaducha, A mis tíos de Judite, usted nunca fue ésta, madre, no tuvo tíos, era profesora, se casó con mi padre y listo, usted observaba la cocina advirtiendo el quemador roto y el esmalte que arrancó, abrochándose el vestido sin acertar con el vestido

—Disculpe

tropezando consigo misma en el ropero, una niña pasmada ante la concha en el muro, pasmada ante nosotros, un racimo de la genciana se desprendió de la rama, flores escarlatas, las únicas flores escarlatas que gritan, mi abuela recorría la foto con el dedo

—Tu madre

una niña morena, delgaducha, cohibida por la timidez

—Disculpe

lágrimas en los cristales y el olor del bosque más cercano, cabrahígos, acacias, abetos, las olas de la bajamar que lamían los caballos, el sitio donde el Tajo cansado de tropezar con montañas, castillos, represas, molinos, planicies

creía yo

desoladas llega finalmente al océano y se disuelve en él en una especie de suspiro o algo así, estoy acabando mi historia y poco queda por decir, decir que mi padre en Príncipe Real con el envase de harina y conmigo, acabe de una vez con el teatro, padre, Alcides a nuestra espera en el sillón de la sala entre los baúles abiertos, mostrando la billetera y no había monedas

—Aquí falta dinero, Soraia

no sólo Alcides, un compinche de pantalones blancos con él, no reparé en el compinche, sólo reparé en los pantalones, en la mancha de aceite en el bajo, en el tintinear de llaves y el tintinear de llaves

—¿Lo matamos, lo tiramos al río, lo encerramos en el armario?

Alcides comprobaba el cerrojo de la habitación, del lavabo, de la despensa, mirándome a mí, a mi padre, encerrándome en la despensa

—Vamos a jugar al escondite y tú te escondes aquí

mi padre

—Paulo

yo deseando que mi padre

—Paulo

que el señor Couceiro

—Paulo

que doña Helena

—Paulo

yo deseando que mi madre a Alcides

—Un momento

que mi madre a los pantalones blancos

—Espera

depositándome junto al estanque, entregándome un jarro y una cuchara de madera, las mujeres de los gitanos regresaban con cubos de la playa y en los cubos cangrejos, almejas, si un delfín llegaba a la playa se hablaban en gallego, cuando mi padre llegue a la playa, calculando por los robles y los chopos de Mérida, la rumana bajita ha de trepar al balcón del primer piso y un

un tiesto

se despeñará con ella, la estación de trenes que nos llamaban por la noche, más lejos de lo que yo imaginaba por el sonido de los vagones

el sonido muy cerca

todo próximo en las tinieblas, las personas, los perros, la luna o el reloj de la estación en los tejados, resbalar en una mata, equilibrarse, correr, este zapato, ese zapato, creyó que voces buscándolo y ahora los pies descalzos, correr, tal vez ni siquiera voces, los robles, los chopos, los pulmones, el arcén en el que se lastima, correr, detenerse y nadie, la cuchara en el jarro y la moneda

—Paulo

correr, el silencio de la despensa, el silencio de la casa, el silencio de Príncipe Real, doña Auroriña en el rellano y correr, alcanzar la estación por los almacenes en un talud, mi abuela que dibuja el retrato con el dedo

—Tu madre

y correr, una niña morena, delgaducha. A mis tíos de Judite, la pluma que se engancha, la nariz encima de su hombro a ver con qué letra escribes

correr

trajeron al cerdo en una tabla, las patas atadas, un desperdicio en la garganta, párpados descoloridos, no párpados con maquillaje, la piel sin afeitar, los ojitos que no veían

correr

Alcides y los pantalones blancos lo colgaron del gancho, ¿le apetece mi concha, padre?, y correr, los lebrillos vidriados, la esposa de mi tío que lo desviste, hora de bañarse, Carlos, la bomba del agua hacia delante y hacia atrás, las rosas de papel de las avispas, se acabaron las discusiones, las preguntas, veintitrés de febrero viernes, no sentirme molesto con la lluvia

correr

doña Helena enderezaba la gabardina en el rellano de Anjos, intentaba ayudarnos, por qué razón mi padre le hacía señas pensando que yo no lo veía, el cámping, la farmacia, mi madre a nuestra espera, mi colchón en la cocina, la tía de Dália

—¿Has vuelto?

de modo que me trajeron de la estación y yo obediente, callado, me sujetaron la frente y permití que me sujetasen la frente, me ordenaron quedarme quieto y yo quieto, me ordenaron abrir la boca y abrí la boca, la mantuvieron abierta con un pedazo de hierro, me ataron los tobillos en el travesaño de la silla, me doblaron los brazos, me colocaron un segundo hierro en los riñones, adelantaron una lámpara y no me desvié de la lámpara, acepté porque no era la broca, eran avispas, mi padre no te muevas, cuidado, y de repente, gracias a Dios, a la altura del puente, llegué al océano y me disolví en él en una especie de suspiro o algo así, yo solo a oscuras en el halo del muro viendo el frigorífico, la cocina

—Judite

los escalones del patio aparecer palmo a palmo, mi mujer

—¿Y yo, Carlos?

y aunque mi mano no llegase a alcanzarla

se quedó en suspenso, desistió

tengo la certeza de que me reconoció, me vio, se apartó hacia un lado, de que en el ropero los dos, mi hijo caminando hacia nosotros, sentándose en el suelo con un jarro y una cuchara de madera, rascando levemente el jarro con la cuchara y debo de haberme dormido

no desmayado, dormido

debo de haberme dormido porque Alcides no estaba así como no estaban las diademas, los medallones, las hebillas, estaba el cedro de Príncipe Real conversando conmigo en latín, montones de garzas en el barrote del puente y Judite que me ofrecía una moneda en el huequito de la mano.