Capítulo 23
Sara avanzaba llorando por la penumbra de las calles solitarias, recriminándose lo ingenua que había sido. Había tenido sus esperanzas puestas en Daniel, sin saber que él ya estaba con otra.
«¡Cómo pudo! ¡Cómo pudo llegar con otra mujer hoy, sabiendo que yo iba a estar ahí ¡Bestia insensible! ¡Y yo esperando a que llegara al bar como una imbécil! ¡Amándolo como una idiota!».
Las lágrimas y la oscuridad de la calle le hacían ver borroso; por eso no se dio cuenta de que un hombre alto y amenazante se aproximaba peligrosamente.
–¡Eh guapa! –el hombre se plantó frente a ella–. ¿Por qué tan triste?
Sara se sobresaltó al notar su presencia. Se secó las lágrimas y miró a su alrededor, rezando porque hubiera alguien cerca. No vio a nadie.
–Na… nada. Todo está bien… con permiso –dijo tratando de esquivarlo, pero él volvió a cortarle el paso.
–A mí no me lo parece –él la sujetó del brazo.
Ella se aterró frente a lo duro de su agarre y a su aliento a alcohol.
–Suéltame –suplicó muerta de miedo–. Tengo algo de dinero y te juro que lo daré todo. Solo déjame ir.
El hombre sonrió maliciosamente.
–¿Para qué soltarte si podemos pasarlo tan bien juntos?
Sara abrió los ojos con pavor. Cruzó como un rayo por su mente que si quería tener la oportunidad de salir viva de ahí, iba a tener que hacer algo pronto. Sin detenerse a pensar, trató de darle un manotazo, pero él fue más rápido y la esquivó.
–¡Perra! –apresó su otra mano con furia y ella se tambaleó–. ¡Esa me la vas a pagar!
Sara gritó y luchó por zafarse de él. De pronto, escuchó la voz amenazante de Daniel.
–¡Suéltala ahora mismo maldito cabrón!
Daniel se abalanzó como un rayo sobre él y estrelló al hombre contra la pared.
–¡Desgraciado, hijo de puta! ¡Si la vuelves a tocar te mato! …¡Corre, Sara! –le gritó poco después.
Ella intentó obedecer, pero sus piernas no le respondían.
–¡Que te largues ahora a casa! ¡Ándate ahora mismo, maldita sea!
Las palabras furiosas de Daniel la sacaron un poco de su aturdimiento y miró la escena que se desarrollaba frente a sus ojos. Él aún tenía agarrado por el cuello al bandido y por estar pendiente de ella, no se había fijado en que el hombre había sacado una navaja.
–¡Tiene un cuchillo, Daniel! –chilló.
Daniel reaccionó de inmediato y azotó la mano del hombre contra el muro. Se oyó el crujido de sus huesos y luego el sonido del arma al caer al piso.
–¡Hijo de puta! –lo amenazó el bandido–. Te vas a arrepentir de lo que acabas de hacer.
Con la mano libre le lanzó un golpe a Daniel; él logró esquivarlo solo a medias y recibió el impacto en la sien, lo que logró desestabilizarlo. Sin embargo, se irguió nuevamente y descargó todo el peso de su cuerpo en un fuerte puñetazo que le estampó al hombre en pleno rostro y que lo estrelló contra el piso.
Daniel se acercó a ver qué tal estaba Sara y el atacante aprovechó ese momento para arrancar y perderse en la noche.
–¡Maldito bastardo! –le gritó Daniel furioso a su espalda ya lejana–. ¡Cobarde de mierda! ¡Te vas antes de que te muela a golpes!
Sara lo miraba completamente aturdida y Daniel comenzó a examinarla.
–Sara, ¿estás bien? ¿Ese infeliz alcanzó a hacerte algo? –le tomó la cara y la inspeccionó angustiado–. ¿Te golpeó? ¿Alcanzó a golpearte?
Ella negó con ojos muy abiertos y Daniel soltó el aire.
–Estás en shock, pero ya pasó; estás segura ahora. Vámonos a casa.
Daniel la estrechó a su costado y la condujo hasta casa en silencio. Cuando al fin llegaron, Sara ya había vuelto un poco a sí misma. Daniel la ayudó a sentarse en una de las sillas de la cocina y después sirvió dos cortos de whisky.
–Toma, bebe –ordenó tendiéndole uno.
Sara se bebió el contenido de golpe. Aunque tosió con asco, el licor le sirvió para despejarse por completo.
–Daniel, gra… gracias –dijo con voz temblorosa.
Él clavó su mirada furiosa en ella. Jamás lo había visto tan enojado.
–¿Me puedes explicar qué demonios pretendías caminando sola a esta hora? ¿Es que no te das cuenta de lo que podría haberte pasado si yo no hubiese llegado?
Sara se daba perfecta cuenta de lo que podría haber ocurrido y la recorrió un escalofrío frente a la idea.
–Lo sé, lo siento… Yo solo… no estaba pensando.
Él abrió los ojos como si eso fuera algo evidente.
–¡Claro que no estabas pensando o si no, no habrías hecho algo tan estúpido como irte caminando sola del bar por una calle desierta y peligrosa! ¿Por qué diablos te fuiste?
Sara se quedó en silencio y bajó su mirada al piso. Comenzaba a recordar por qué se había largado de ahí y sintió que ella también empezaba a enojarse.
Daniel se agachó hasta quedar con su rostro a la altura de ella.
–¿No dices nada? ¡Casi me hago matar por un tipo por ti y tú no dices nada! ¿Por qué demonios saliste?
–¡Por ti! –le gritó furiosa a la cara–. ¿Eso era lo que querías escuchar? ¡Me fui por ti, porque no soportaba verte con esa mujer!
–¡Así que ahora tienes el descaro de decirme que estás celosa! –exclamó con rabia–. ¿Y cómo diablos piensas que me sentí yo la semana pasada, eh? Estabas bailando conmigo y de un minuto a otro me cambiaste por el imbécil ese.
–¡Yo no te cambié! ¡Tú te fuiste! ¡Además Pierre es solo un amigo! Yo no sabía que él iba a ir. Te lo dije, pero como siempre no quisiste escucharme. Jamás me crees, a la más mínima oportunidad siempre te largas corriendo. Nunca te has atrevido a arriesgarte por mí.
–¿Y entonces esto qué demonios es? –señaló colérico su camisa con sangre–. ¿O acaso no es riesgo suficiente para ti?
Sara clavó su vista en la mancha roja. No la había visto y de inmediato se angustió pensando lo peor.
–¡Dios mío, Daniel! ¡Estás herido! –saltó como un resorte de la silla y él también se levantó, mientras Sara humedecía un paño de la cocina–. Déjame ver la herida –comenzó a desabrocharle nerviosamente los botones.
–Sara, no es nada serio, de verdad –dijo algo más tranquilo.
Ella se plantó en jarras frente a él.
–¡Ahora tú eres el que se calla y me escucha! ¿Oíste? Siéntate en la mesa, mientras te saco la camisa.
–Sara, ya te dije que no es nada…
–¡Que te sientes ahora! –exigió echando chispas por los ojos.
Daniel no discutió más y ella le quitó la camisa para dejar su pecho completamente al descubierto. Siguió el rastro de sangre y se dio cuenta de que venía de unas de las sienes de Daniel donde tenía una pequeña herida.
–¿Lo ves? –dijo él–. Te dije que no había nada de qué preocuparse. En rugby he tenido heridas mucho peores.
Sara soltó el aire que no sabía que estaba conteniendo.
–Tenía que estar segura. Quédate quieto mientras te limpio.
Frotó con cuidado el paño sobre su piel, limpiándole la sangre. A medida que lo hacía, iba haciéndose cada vez más consciente del pecho sólido de Daniel. Ella jamás había visto su torso desnudo y se maravilló de lo marcados que eran sus abdominales. Mientras deslizaba lentamente el paño por su cuerpo, notó que la respiración de Daniel se iba tornando más rápida.
–Espérame aquí –ella trajo alcohol del botiquín y empapó un algodón con él–. No te muevas. Va a arder un poco.
Daniel estaba sentado sobre la mesa con las piernas colgando y Sara se situó en medio de ellas para pasarle el algodón suavemente por la sien. Sus rostros estaban tan cerca que podía sentir la respiración agitada de Daniel rozando su frente. Ella tenía miedo de causarle dolor con el alcohol y no se dio cuenta de que se estaba mordiendo el labio mientras lo limpiaba.
–Sara, tranquila, no me duele –le sonrió Daniel tranquilizadoramente–. Parece que tú te lo estás sufriendo más que yo… Mira, ¿ves? –señaló el golpe en su sien– es una herida de nada.
Ella sintió como la emoción le cerraba la garganta.
–¿Estás… estás seguro? ¿De verdad estás bien?
–Sí, de verdad –susurró–. Estoy bien, ya pasó todo.
Ella no pudo contener un sollozo en respuesta al tono tierno de Daniel.
–¡Eh, Sara! ¿Por qué lloras?
–Es solo que me asusté muchísimo –confesó ella bajando la vista.
Daniel le levantó la barbilla con gentileza para mirarla directamente.
–Tranquila; ya pasó todo. Ya estás bien, a salvo en casa.
Ella lo contempló con los ojos anegados en lágrimas y no pudo contener más todo lo que sentía por él.
–Es cierto que me asusté mucho por mí, pero cuando en verdad me aterré fue cuando el tipo trató de lastimarte… Cuando vi el cuchillo… –el llanto se volvió más intenso– pensé… pensé que podías morir… y yo… yo no habría podido soportar que te hubiera pasado algo…
Daniel la miró con emoción y abarcó su rostro con ternura entre las manos.
–Sara, mi dulce Sara… Mírame… Estoy bien de verdad, no me pasó nada.
Ella se refugió llorando en su cuello y lo abrazó con fuerza. Daniel la recibió con un hondo suspiro; la apretó contra sí y le besó cariñosamente el pelo.
–Querida mía, estoy bien, de verdad, no hay nada que temer –él continuó depositando suaves besos en su cabello y hablándole tranquilizadoramente hasta que Sara se fue calmando poco a poco.
Cuando el llanto se detuvo, ella no se separó de su cálido pecho. Ambos permanecieron largo rato abrazados sin decir nada. Fue Daniel el que la tomó con delicadeza para apartarla un poco y poder verla a los ojos.
–¿Te sientes mejor ahora?
Ella movió afirmativamente la cabeza y comenzó a retroceder para ir soltándose de su abrazo. Él la retuvo acariciando su mejilla.
–Por favor, no te vayas. Yo también tengo algo que decirte –exhaló con fuerza como si le costara empezar a hablar–. Yo tampoco habría podido soportar que te hubieran hecho daño… Yo me hubiera muerto si a ti te hubiera pasado algo –confesó mirándola con intensidad.
Una luz de esperanza comenzó a surgir en el interior de Sara.
–¿Lo… lo dices en serio?
Daniel asintió y la miró con ojos llenos de tristeza.
–Sí… siempre has sido tú.
–¿Y qué hay de la rubia de hoy?
–Se llama Kristen y es la novia de uno de mis primos. No quería llegar solo después de lo que pasó la tocata anterior –reconoció como si se avergonzara–. ¿Y qué hay de ti y ese tal Pierre?
–Jamás he sentido por él lo que siento por ti –admitió Sara con el rostro lleno de amor–. Para mí es solo un buen amigo.
–Eso era todo lo que me moría por escuchar –susurró Daniel antes de buscar sus labios con ansias.
Sara respondió de todo corazón al beso y se acercó aún más a él. La delgada tela de su vestido era una débil barrera que no impedía que la envolviera el calor del cuerpo de Daniel. Sus firmes manos comenzaron a amoldarla aún más hacia su cuerpo y Sara sentía que todo su ser iba despertando al deseo a medida que él la tocaba. Él se detuvo en sus caderas, atrayéndola con decisión y en Sara explotó la necesidad de fundirse con él. Presionó sus senos contra el torso de Daniel, arrancándole un jadeo. Él lamió la curva de su cuello y bajó por su piel hasta toparse con el tirante de su vestido.
Daniel se detuvo para mirarla con intensidad a los ojos, solicitándole un urgente y tácito permiso. Sara lo besó con desesperación y esa fue toda la señal que él necesitó para tomar entre sus dientes el tirante y deslizarlo con lentitud sobre el hombro de Sara que se sintió desfallecer de anticipación. Daniel mordió la piel de su hombro, haciéndola gemir de placer. Liberó luego el otro tirante y deslizó el vestido hacia abajo por su cuerpo, dejándola solo en ropa interior.
–Eres perfecta –la contempló con rostro extasiado–. No te imaginas cómo me haces sentir… –dijo antes de volver a besarla con urgencia.
Sara se estremeció con su imperiosa necesidad porque el mismo fuego fluía dentro de ella. Recorrió con sus manos el cuerpo de Daniel, disfrutando de su piel cálida y acariciando con codicia sus músculos. Besó sus pectorales despacio, incitándolo cada vez más. Quería que él perdiera el control por completo y deseaba ser ella la única responsable de eso.
–Sara –él pronunció su nombre como una súplica–. Me vuelves loco… Yo te necesito… necesito estar dentro de ti… por favor no me pidas que me detenga.
Daniel atrapó sus labios en un beso desesperado y ella deslizó sus manos sobre la hebilla de su cinturón, abriéndolo con prisa.
–No te estoy pidiendo que detengas… todo lo contrario –susurró en su boca.
Un gemido de éxtasis ascendió por la garganta de Daniel y se bajó de un salto de la mesa, agarrando con fuerza a Sara por las caderas para subirla a ella. Su apasionada reacción puso a hervir el pulso femenino y más aún cuando él se agachó para acariciar sus piernas, deslizando sus manos por toda su longitud en una exquisita tortura; luego hizo el mismo sensual recorrido con su boca. Ella sintió que podía morir de placer a medida que Daniel se acercaba a su febril centro; se retorció desesperada cuando él mordisqueó con suavidad la parte interna de sus muslos y luego depositó un ligero beso justo en el centro de sus bragas.
–Daniel… por favor –lo llamó ansiosa por sentirlo deslizarse en su interior.
Él reclamó su boca con avidez y acalló sus gemidos en húmedo beso.
–Sara… te necesito… no sabes cómo te necesito… Quiero sentir tu piel rodeándome… húmeda… suave… una y otra vez… –su ronca voz salía entrecortada.
Ella apartó su cinturón y comenzó a desabrochar el botón de su pantalón con manos impacientes. Daniel de pronto se quedó inmóvil y luego puso un dedo en sus labios, silenciándola.
–Shh, escucha… Creo que viene alguien.
Sara prestó atención y oyó la voz de Armando y el tintineo de llaves afuera de la puerta principal.
–¡Llegaron! –exclamó Sara nerviosa al darse cuenta de que estaba en ropa interior y Daniel sin camisa con el cinturón desabrochado. Cualquiera con ojos podría ver lo que de verdad se estaba preparando en esa cocina.
–¡Maldición! –masculló él–. ¡Recoge tu vestido y larguémonos de aquí!
Ella agarró también la camisa de Daniel, antes de que él la tomara de la mano y corriera con ella hacia la escalera. Alcanzaron apenas a quedar ocultos por la oscuridad de los primeros peldaños antes de que Fran entrara junto a Armando.
Sara soltó una risita.
–Me siento como si acabaran de entrar nuestros padres –dijo muy bajito para que solo él la escuchara–. Es como todo un retroceso a mi adolescencia otra vez.
Daniel frunció el ceño.
–Supongo que no te estarás acordando ahora de ninguna experiencia previa, ¿verdad?
–¿Quién podría pensar en alguien más al estar contigo? –respondió besándolo con adoración–. Mírate, eres maravilloso.
Daniel mordisqueó su labio inferior de forma incitante.
–No… tú eres maravillosa… tú... –susurró pegándola contra la muralla.
Sara gimió con el contacto de su dura pelvis y lo apretó ansiosamente hacia sí con una de sus piernas. Daniel soltó un jadeo como si tampoco pudiera contener dentro de sí las exquisitas sensaciones y ascendió con lentitud las manos por el costado de Sara hasta llegar al nacimiento de sus pechos. Mirándola intensamente a los ojos, introdujo con lentitud su mano dentro del sostén y rozó su punto más sensible. Sara se desesperó con ese sensual contacto y se frotó contra él. La temperatura subió varios grados en la escalera.
–Sara –murmuró Daniel enardecido–. Necesito… hacerte el amor… Ahora.
–Sí –gimió llena de anticipación.
–¿Tu pieza o la mía?
–¿Importa? –lo besó desesperada– la que esté primero.
Daniel la tomó en brazos y voló con ella a la pieza de Sara. La soltó en la cama y cerró completamente la puerta a sus espaldas, asegurándola con pestillo. Se abalanzó sobre ella con un beso fiero que ella correspondió de igual forma.
–Sara… no sabes… cuánto… –la besaba una y otra vez– cuánto necesitaba… estar así contigo.
–Daniel –se retorció gimiendo bajo él para que llenara el vacío que solo él podía satisfacer–. Daniel… por favor… ahora.
Él alzó la cabeza y la miró con los ojos oscurecidos, pero después su mirada comenzó a endurecerse y se quedó inmóvil. Sara de inmediato notó que algo iba mal.
–¿Daniel, qué ocurre? ¿Por qué te detienes?
Él se paró de un salto y agarró una flor y un sobre que estaban en la cabecera de la cama. Le lanzó una mirada irritada a los objetos en su mano.
–¿Me puedes explicar qué significa esto?
Sara bajó la vista mortificada. Se había olvidado completamente del maldito regalo.
–¡Contesta! –exigió Daniel– ¿por qué tienes este sobre y esta jodida rosa?
–Fue un regalo –dijo muerta de preocupación.
–Del imbécil del francés, ¿cierto?
Daniel abrió el sobre de inmediato sin atender las súplicas de que no lo hiciera. Cuando leyó el contenido su semblante se volvió de piedra.
–“Espero pronto volver a probar el cielo juntos” –citó Daniel con mordacidad–. “Gracias por una noche fantástica”.
El corazón de Sara se hundió.
–Daniel, te juro que esto no es lo que parece… sé que se ve mal, pero no es más que un malentendido...
–¡Un malentendido! –exclamó furioso–. ¿Esperas que te crea que no te acostaste con él?
–¡No! –gritó desesperada–. ¡Te juro que no lo hice!
–¡Y tiene fecha de ayer! ¿Te acostaste con él anoche y hoy ibas a acostarte conmigo? –la voz de Daniel estaba cargada de desprecio–. ¿Pero qué clase de mujer eres?
–Daniel, cálmate por favor –suplicó al borde de las lágrimas–. No digas cosas de las cuales después te vas a arrepentir.
–¡Claro que me arrepiento! Me arrepiento de estar aquí contigo, de haber sido tan imbécil que casi me engañaste otra vez. Me da rabia conmigo mismo por haber hecho el ridículo nuevamente por ti, alguien que no vale la pena, una mujer que es una…
–¡Alto ahí! –ella lo cortó amenazante–. ¡Te prohíbo que me insultes! Solo porque tú seas incapaz de confiar en los demás, no significa que yo sea la basura que tú piensas.
–¿Ah no? –la taladró con la mirada–. ¿Acaso no fuiste tú la que después de cuatro años se largó del país sin siquiera decirle al novio con quien se iba a casar? ¿La que abandonó a un iluso que estaba enamorado de ti?
Sara no podía creer la crueldad de sus palabras. Nunca se imaginó que Daniel le lanzaría un golpe tan bajo. Lágrimas de frustración se deslizaron por su rostro.
–Las cosas no fueron así… Yo no quería hacerle daño a Antonio.
–No, claro, por supuesto que no; de seguro que esa nunca fue tu intención. De la misma manera que tampoco querías hacerme daño a mí cuando no me contaste que tenías a otro, me engatusaste luego como un tonto y me rompiste el maldito corazón.
–¡Yo no quería lastimarte Daniel! –lloró desconsolada–. Tú a mí me importas… Siempre me has importado.
Él soltó un bufido.
–¡Sí, seguro! Claro que te importo. ¿Y se lo has dicho al desgraciado que te escribió esa nota, por casualidad? ¿Sabe él algo de mí?
Ella bajó la mirada avergonzada.
–¡Ah, por supuesto! –siguió él mordazmente–. Claro que ese tonto no sabe nada. También forma parte de los jueguitos de la inocente Sara… Si no funciona con uno, funcionará con otro… ¿Sabes qué? Eres la mujer más egoísta que he conocido en mi vida.
Las palabras finales de Daniel, prendieron la mecha de toda la furia que ella sentía.
–¡Es una desfachatez que precisamente tú me acuses de ser egoísta a mí! –lo apuntó airadamente con el dedo–. ¡Tú, que no tienes la más mínima consideración por los demás! ¡Tú, que respondes con gruñidos, como un maldito animal cada vez que alguien te habla! ¡Que te has desquitado con Fran, Armando, Colin y quién sabe cuántas personas más sin ellos tener la culpa de nada!
Daniel recibió el impacto de su acusación como si ella lo hubiera abofeteado.
–Sabes perfectamente bien por quién he estado comportándome así –masculló.
–¡Ah claro! ¡Por mí! –dijo irónicamente–. ¡Cómo olvidarlo! Una vez más soy yo quien tiene la culpa de todo, ¿verdad? –lo miró con rabia–. Cuéntame entonces, ¿quién tiene la culpa de que seas un maldito cobarde? Porque de eso no soy yo la culpable, ya lo eras mucho antes de conocerme a mí.
–¡No te atrevas a llamarme cobarde! –sus ojos tenían un brillo de advertencia.
Sara se cruzó de brazos desafiante.
–¿Por qué no? Parece que al fin estamos diciendo lo que pensamos el uno del otro. Pues déjame decirte que eso es exactamente lo que opino sobre ti: eres un completo cobarde. Todo eso de no tener una relación con nadie por tus “viajes” –enfatizó la palabra con sarcasmo– no es más que una maldita excusa porque le tienes terror al amor… Te crees un hombre, pero en realidad no eres más que un gallina.
Daniel se quedó completamente petrificado.
–No… no es cierto –respondió con voz trémula.
–¡Por supuesto que es cierto y lo sabes! –ella se aproximó aún más hacia él y lo encaró–. Quedaste tan traumado con tus experiencias anteriores que por eso siempre piensas lo peor de mí cada vez que surge un problema… ¿O es que acaso eres tan jodidamente inseguro de ti mismo que no crees que a ninguna mujer le puedas importar de verdad?
El rostro de Daniel se desfiguró de rabia.
–Escúchame bien –dijo escupiendo las palabras–. Aquí el problema no soy yo. Yo no soy desconsiderado, ni cobarde, ni inseguro… Solo soy lo suficientemente inteligente para no dejarme engatusar por mujeres egoístas que se meten en la cama del primero que lo pide… porque no veo que hoy me hayas dicho que no, todo lo contrario, me rogabas –agregó asestándole el golpe final.
Las palabras de Daniel atravesaron su corazón como un cuchillo.
–Lárgate de aquí –musitó Sara con voz quebrada, reuniendo toda la dignidad que pudo.
–¡Claro que me voy! ¡Ni que fuera tan imbécil como para quedarme!
Daniel se dio media vuelta y azotó la puerta al salir. Sara en cambio, se derrumbó en la cama, sollozando con fuerza.