Capítulo 1
«¡Tan… tan… tan…!»
Oh, Venecia,
en mi memoria regreso
a ti constantemente.
La voz de una mujer atraviesa los tiempos.
El «¡Tan… tan… tan…!» de una campana rasgaba la negrura de la Venecia del siglo XVI.
Las aguas se movían lentas como venas que surcaban el desmembrado cuerpo, seccionado por innumerables canales. San Marcos, mártir que fue traído desde Alejandría con embustes por unos mercaderes locales que desconfiaban de los oficios del patrono griego San Teodoro, la seguía protegiendo de los ataques del Imperio otomano y de todos los reyes y señores que la reclamaban desde Génova a Francia.
En la ciudad de tan laberíntica anatomía, asentada sobre una laguna natural, ya se erigían portentosos edificios fruto del apogeo económico que vivía la Serenísima República de Venecia, principal acuñadora de monedas de oro dentro del sacro Imperio romano germánico. A la vera de sus canales, se multiplicaban los notables palazzi de la nobleza vernácula —como el Palacio Ducal, sede del dux, el Ca’ d’Oro o el palacio Contarini del Bovolo—, las capillas, las iglesias y las basílicas diseminadas por la azarosa fe que imponía la traza irregular y la Torre del Reloj, rematada con el feroz León de San Marcos.
Su estampa era objeto del deseo de propios y extraños. La cadencia del movimiento de sus aguas, una ilusión de sensualidad permanente. La genialidad de sus artistas, motivo suficiente para reunir un granado cosmopolitismo. Sus once mil sesenta y cuatro prostitutas censadas para principios del XVI, un llamado a la fornicación y la lujuria. La presión del mar, una amenaza tan oculta como las verdaderas intenciones de los rostros cubiertos por las máscaras del carnaval.
Entre las bellezas de los espléndidos decorados deambulaba una pequeña figura. Vestía de negro. Llevaba un antifaz. Lo necesitaba.
Con artificio, podía caminar tranquilamente por las callejuelas sin llamar la atención de los viandantes.
En ese momento, Venecia no sufría el acqua alta.
No era ni otoño ni primavera.
Un nuevo «¡Tan… tan… tan…!» detuvo su marcha.
Desde el violeta crepuscular se anunciaba la muerte.
El caminante de la pequeña silueta avanzaba envuelto en rojo y negro. En un inesperado silencio estallaron gritos, llantos e insultos.
—¡Basta, Dios mío! ¿Hasta cuándo?
—Señor, no saben lo que hacen.
Nuestro encapuchado se detuvo. Permaneció paralizado por la desesperación que emanaba de las mazmorras.
En el ambiente se empezaba a oler el miedo.
Más allá, un grupo de hombres con los rostros cubiertos impedía el paso.
El gentío se abrió cual abanico.
—En nombre de Dios, por favor… ¡Nooooo! —gemían dos hombres y una mujer.
Ante el horror, unos rezaban. Mientras que otros, los más enardecidos, condenaban al trío acusado de herejía, blasfemia y pecado nefando.
Se elevaron las manos que se juntaban para implorar misericordia al Señor.
Manos que se agitaban para acusar. Cientos de dedos los señalaban.
En la desesperación, el corro se unía como una argamasa irascible, exaltada e indolente, capaz de cometer atrocidades.
Un vez más, entre el bullicio, se volvió a escuchar el «¡Tan… tan… tan…!» de la persistente campana.
La muchedumbre se silenció.
El desgarro del «¡Nooooo!» emergió desde las condenadas gargantas.
Los prisioneros, como animales heridos, se debatían para no avanzar. Los inquisidores tiraban con fuerza de las implacables cadenas. Sangrantes, encorvados, sus caras estaban sucias de tierra y llanto.
Las palabras de la multitud se tornaban en incomprensible estridencia.
—¡Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos! —gritó un hombre que tenía los días contados por la sífilis contraída en un lupanar del Rialto Carampane.
El «¡Nooooo!» era convulsión en los condenados cuerpos.
El griterío era algarabía y estupefacción entre la turba.
Fue entonces cuando los inquisidores levantaron sus instrumentos de tortura: eran las peras oral, rectal y vaginal, con sus segmentos de bronce y sus respectivas llaves. Arriba, lucían la cabeza de Satanás.
—¡Herejes! —vociferaba la enardecida multitud.
—¡Bruja! —le espetó una señora que sabía de qué hablaba—. Extasiada por pócimas mágicas, abjuraste de la fe cristiana para adorar al mismísimo diablo en noches orgiásticas.
Los cabellos largos de la mujer le cubrían la cara. Ante la inminente muerte que le causaría el desgarramiento de la carne, en un último reclamo por la vida, toda ella se tensó para increpar a los difamadores:
—¡Dios sabe que no soy culpable! Sólo soy una mujer que quiere ser libre para leer… para pensar… para amar.
Ya sin fuerzas, la cortigiana di lume, una barragana de clase baja que había aprendido a leer con la ayuda de un benefactor, se desplomó. Sus dos amigos quisieron levantarla pero los inquisidores no se lo permitieron.
Fue entonces cuando los tres extendieron sus brazos. El acercamiento era imprescindible. Necesitaban tocarse, protegerse, saberse unidos en la desgracia que compartían. Pero, sin piedad, los celosos inquisidores los separaron. Sin esperar más y para satisfacción de los espectadores, les arrancaron los vestidos. Instintivamente, ellos se agacharon y se cubrieron con las dolientes manos para ocultar el desamparo de la vergüenza. Los huesos les rasgaban la piel. Sin las telas, eran desolados animales. Su dolor era más dolor.
—¡En nombre de la cruz! —gritaron los verdugos y procedieron a dar cumplimiento a la sentencia del tribunal que los había investigado.
—¡Por sus pecados los conoceréis! —gritó el viejo sifilítico.
Uno fue obligado a abrir la boca. Otro, a ponerse en cuatro patas. La mujer, a acostarse boca arriba y abrir las piernas.
Sin piedad, la pera mortal se introducía en el cuerpo de los condenados.
Lentamente, a la fuerza del tornillo, la garganta, el recto y la vagina se abrían.
Un poco más, un poco más, un poco más… hasta que llegaron sin conmiseración a su apertura máxima.
De repente, se escuchó el gemido de una mujer embarazada. Enseguida cayó desvanecida. Una señora que rezaba en silencio por las almas de los pobres torturados la sostuvo para que no se partiera la crisma contra un bordillo. Airada, cuando logró poner a salvo a la joven, desembozó el desasosiego contenido ante la sesión de los torvos inquisidores:
—¡Salvajes! Desde allí, desde la vagina, toda la humanidad sale por primera vez al mundo. ¡Es un lugar sagrado al que deberían venerar! Es la puerta hacia…
Un cruel y artero golpe la tumbó.
Ya eran dos las mujeres que estaban desmayadas.
Los hombres seguían mutilando los órganos.
—¡En nombre de la cruz! —reiteraron, convencidos de que la faena purificaría a la Serenísima República de Venecia y, más importante aún, promocionaría sus ansiados ascensos.
Fue así como llegaron a cortar garganta, intestinos y matriz.
La sangre salpicaba al son de los desaforados gemidos. Todo empezaba a convertirse en una inmunda mezcla de vísceras, heces, lengua, dientes y útero.
Inadvertida, sorpresiva, se vislumbró una figura espectral. Silenciosa, con el cabello revuelto, caminaba una vieja. Venía de entrevistarse con su viejo amigo, el astrónomo, filósofo y matemático Giordano Bruno, quien había regresado a la ciudad para impartir clases particulares durante el protectorado del noble Giovanni Mocenigo. El rostro lo tenía cubierto. Los ojos le brillaban de odio. Detrás de ella iba su gato negro. En aquellos tiempos, el orbe era más redondo e infinito que unos pocos años atrás, pero un gato como compañía era signo de posesión diabólica. Los vecinos que solían verla en las proximidades de la iglesia Santa Maria Formosa habían denunciado que la anciana le hablaba a su mascota, a su máscara del diablo.
Ella vivía con su gato. A nadie le cabía la menor duda: Odín Bonadea era una bruja.
—¡Que la quemen con su gato negro! —clamaban algunos.
—¡Fornica con los espíritus animales!
—¡Celebra aquelarres con las ninfas de las aguas! —la acusó otro.
—¡La leprosa… al Lazzaretto Nuovo…!
—¡Que la lleven! —arengaron otros, encendidos por el efecto narcótico que les causó la muerte agónica que acababan de presenciar.
La gente, espantada ante su temida presencia, quiso huir. La anciana mujer caminaba con lentitud, desgarbada. Iba harapienta. Detrás, la seguía su gato negro.
Poco a poco, la mujer y su felino desaparecieron en la negrura de una calle sin salida cierta.
Después del mortal silencio, un nuevo «¡Tan… tan… tan…!» acompañaba el grito de triunfo de la feroz multitud.
El joven oscuro y de rostro cubierto sintió que iba a vomitar. Con desesperación, empujaba hacia adelante a gente y animales. Ya ni siquiera sentía el frío y la nieve del invierno.
Con el nuevo «¡Tan… tan… tan…!» elevó los ojos hacia la magnífica Basílica de San Marcos.
Fue entonces cuando el tiempo se detuvo. El mártir, patrono de Venecia, fue torturado en Alejandría. Se dice que los asesinos quisieron quemar su cuerpo. Los cristianos lograron rescatarlo, lo envolvieron y le dieron santa sepultura. Desde el siglo IX, los restos mortales se veneran en su basílica.
Con el insistente «¡Tan… tan… tan…!» avanzaba por la tenue luz. Inesperadamente, se detuvo ante el antiguo atrio. Se dejó cautivar por el oro de los mosaicos y la belleza de sus columnas. Desde el remoto pasado lo envolvía la cultura bizantina.
El pavimento y las paredes exhibían la suavidad de sus colores. Estaba ante la vida terrena.
Sin pensarlo, alzó la cabeza.
El techo resplandecía de oro y de los vivos colores de las teselas de vidrio.
El mundo celeste lo fascinó.
Se dejó sacudir ante el contraste de las esferas cristalina y terrenal.
El mundo de los hombres estaba afuera.
El joven volvió a debatirse entre el dolor y el miedo.
Quiso llorar pero no pudo. La mortificación pública a la que había asistido lo interrogaba sobre la dualidad que lo aquejaba: «¿Hombre y ángel? ¿Materia y espíritu? ¿La muerte nos purifica?».
Por fin, cayó de rodillas ante la imagen del mártir San Marcos.
Le faltaba el aire.
El templo estaba vacío.
Sorpresivamente, se empezó a oír una música. Respiró hondo. Sintió el benéfico clima. Los acordes ejecutados por el organista reconfortaban su alma y sanaban su mente de imágenes atroces.
Desde 1527 y hasta su muerte en 1562, Adrian Willaert fue Maestro de Capilla de la Basílica y mentor de la Escuela Veneciana de Música. La melodía compuesta por este flamenco de Brujas lo elevaba hasta la armonía divina.
Por fin estalló la plegaria:
—Señor, no saben lo que hacen.
El llanto se confundía con los ruegos.
Después, el silencio.
Sin pensar más, se levantó. Decidió salir.
Dentro, quedó retumbando el sonido polifónico compuesto por quien en su día fuera llamado «el nuevo Pitágoras», mote propuesto por su alumno y luego crítico Gioseffo Zarlino.
El oscuro joven cruzó la negrura de la incipiente noche. Apresuraba el paso. Rápidamente atravesó la piazza. El olor a muerte, sangre, heces y vómitos iban quedando atrás. Los habituales y malolientes vahos de Venecia, ese tufo húmedo del agua salitrosa que ahora respiraba, le dieron cierta calma.
De repente, tropezó.
Alguien lo sostuvo.
Al levantar la cabeza, se enfrentó a la inexpresiva blancura de una máscara. Apariencia. Engaño. Seducción. La despreciable carcajada lo aturdía.
La Serenissima seguía danzando el carnaval de la peste bubónica importada de Asia en 1347. Sus brotes se habían llevado a un tercio de la población y, en la desesperación, los hombres buscaban chivos expiatorios.
Mujeres y judíos, culpables.
Se empezó a escuchar el llanto de un inesperado grupo. Los enmascarados gritaban:
—¡Tiziano ha muerto!
Corría el año 1576 y la peste negra que azotaba a Venecia se llevó al gran pintor y a su hijo Horacio. «El sol entre las estrellas» —como lo llamaban sus contemporáneos— fue el autor, entre tantas otras obras, de la enigmática alegoría Amor sagrado y amor profano.
Había nacido en los dominios fronterizos de la República y su llegada a Venecia se produjo cuando su padre comprendió que debía alentar su formación como pintor. Cumplió con encargos públicos hasta que la peste lo obligó a refugiarse en Padua, donde consolidó su trazo y dio rienda suelta a su versátil paleta para asombro de sus contemporáneos, quienes admiraban sus composiciones y prosopopeyas religiosas. Más tarde, el mismo año en que rechazó una invitación de León XIII para instalarse en Roma, el Consejo de los Diez de Venecia lo aceptó como pintor oficial. Desde entonces, su ligazón con la ciudad de la laguna fue sólida, duradera y muy fecunda. Pero la fama de su diestra mano trascendió los límites de Venecia y sus servicios de artista fueron requeridos también por la nobleza europea. Dogos venecianos como Francisco y Sebastián Venier, reyes y emperadores de distintas latitudes lo tuvieron entre sus artistas preferidos. Recibió encargos de Carlos I y de su hijo Felipe II de España y de Francisco I de Francia.
El primero lo nombró pintor de la Corte y su portentosa figura montada a caballo quedó retratada para la posteridad cuando se convirtió en el gran emperador Carlos V, vencedor de la batalla de Mühlberg que puso de rodillas a Alemania. Tiziano fue convocado a Trento para observar y captar el espíritu de las sesiones del concilio que se llevó a cabo para conservar y propagar la fe cristiana.
Nunca la vida de un hombre fue tan completa como la de él. Trabajador infatigable, vivió frente a la isla de Murano en un palacio rodeado de jardines. En sus pinturas, nada delata la fiebre ni el tormento interior que lo aquejaron desde la muerte de su esposa Cecilia.
Tiziano deslumbró con sus retratos y sus paisajes de fondo, sus cielos diáfanos para escenas bucólicas e impactó con su luminosa Venus, pintura solicitada por el duque de Urbino.
En Venecia, mientras sus acólitos homenajeaban al artista con reverente silencio y lo trasladaban a la iglesia de Santa Maria Gloriosa dei Frari para darle santa sepultura —una prebenda otorgada por el Senado veneciano, pues los cuerpos eran quemados para combatir la peste—, su mansión era saqueada por la turba.
El joven siguió caminando por callejuelas angostas, oscuras, cortísimas.
Las aguas parecían moverse con mansedumbre por efecto de la onda lunga que provocaba el soplo del viento que entraba desde el levante.
Uno y otro puente. No era fácil andar entre tanta gente que iba y venía.
Al bajar, miró hacia la izquierda. No muy lejos, sobre una tarima, vio a varias mujeres desnudas.
—¡Carnosas, fuertes, buenas para todo servicio! —gritaba un hombre.
—Las trajeron de los Balcanes y del Cáucaso —comentó otro señor.
Aunque en declive, en Venecia todavía funcionaba un próspero mercado de mamelucos que llegaban al puerto como pequeños trofeos de guerra de la flota marina y se vendían por algunos ducados al mejor postor.
—Vamos a la subasta de esclavas —dijo un aristócrata necesitado de suplir a la sirvienta que se había llevado la epidemia.
—Las más caras son las circasianas y las georgianas —reconoció otro dispuesto a pujar por la que aparentaba ser la más robusta.
El lloriqueo y los lamentos de una de las mujeres más jóvenes lo ensordecieron. No entendía su idioma pero comprendía que sería separada de su hijo. Prefirió irse de allí.
Continuaba la marcha errante cuando lo detuvo el horror de la negrura de dos hombres.
Uno, encorvado, lo miraba a través de sus ojos de cristal. La máscara lo aterrorizó. Una enorme nariz con larguísimo pico denunciaba que era médico. Lo reconoció, también, por el inconfundible perfume de las bayas de enebro y por el aparatoso ropaje con el que imponía distancia y se alejaba del aliento de los infectados. El magistrato alla sanità vestía traje de tela cerada hasta los pies, las manos estaban protegidas por guantes de cuero y la cabeza, por un sombrero tricornio de ala ancha.
Se asustó por la prominencia de la nariz. Nariz horrible pero necesaria. Allí llevaba los antídotos aromáticos.
Siguió avanzando.
Nuevos gritos lo detuvieron. Pasaba el pizzacamorti, el sepulturero, en su barquichuelo. Lo miró con los ojos desorbitados. Cuando iba a retroceder para salir corriendo, lo interceptó. Su mirada lo obligaba a observar la tela embetunada y los espesos guantes. El traje estaba preparado para la ingrata tarea de transportar a los cadáveres de los apestados para incinerarlos en la isla de Poveglia. Acababa de recogerlos de una zanja, descompuestos, tapados apenas con un poco de tierra.
Por fin, el sepulturero continuó su camino. Con la mano en alto, a modo de saludo, soltó un bramido que al muchacho le pareció un indulto:
—¡No temas! ¡No hay lugar para ti, ragazzo!
Sintió algo de alivio porque si sospechaban de que su cuerpo estaba infecto podían subirlo a la fuerza y llevarlo para pasar los quaranta giorni de confinamiento en la isla a la que los vénetos tanto le temían. Al son de un nuevo «¡Tan… tan… tan…!», contuvo la respiración para no inhalar el olor fétido que emanaba de la barcaza del sepulturero y reanudó su andar.
Al rato, se tropezó con dos chicos travestidos de ninfas.
Luces rojas los iluminaban.
Al pasar por el Ponte di Rialto, la sexual agitación lo obligó a elevar la mirada.
Reminiscencias moriscas daban forma a las ventanas de las casas. Las celosías estaban abiertas para mostrar el insinuante desenfado de los pezones fuera de los escotes. En Venecia, era obligación mostrarlos para no ocultar el sexo. La sodomía era castigada severamente. El joven lo sabía; había observado el cruento espectáculo en la plaza.
—Bambino, vieni qui!
—Te vamos a enseñar los deleites del cuerpo.
—¡Del derecho y del revés!
Una, otra y otra mujer lo invitaban a sus lúbricas camas con exultantes promesas, a sabiendas de que podían ser disfrutadas como manjares.
Alguien dijo riendo:
—Míralas. Sólo pueden salir los sábados.
—Es por eso que se las ve ese día en los restaurantes y paseando —agregó otro.
Envueltos en sus capas negras y ocultando sus rostros se alejaron.
El joven los siguió mirando.
Para su sorpresa, la vieja y su gato reaparecieron por el empedrado, bordeando el canal, como dos redivivos. Estaban cerca. Ella, como si todos la escucharan, expresó con su vozarrón de ultratumba:
—Sí, y si las cortesanas meretrices desobedecen, las azotan. Pero ganan tanto como el capitán del buque y el doble del salario de un maestro comerciante. Vamos, Beppo.
El gato no se movía. Su mirada era intensamente amarilla. Desafiante en su mansedumbre, el animal era sólo ojos. La negrura de su pelaje se confundía con el misterio de la noche.
—Beppo… Beppobeppobeppo… —lo seguía llamando su dueña.
Él la escuchaba pero permanecía quieto, señorial, envuelto en su tupida cola.
El joven se acercó para acariciarlo. El gato se refregaba contra sus piernas.
Elevó el lomo. Sin permiso, se brindaba mimos.
De pronto, se erizó. Las orejas, hacia atrás. Fue entonces cuando maulló.
Inmediatamente, unos gritos desaforados paralizaron a la muchedumbre. La gente miraba azorada a los homosexuales que eran arrastrados hacia la Plaza San Marcos.
Uno tenía un traje de colombina; otro, de cortesana. Los dos lucían pelucas y llamativo maquillaje.
—¡A la hoguera! El consejo de diputados los condena por sodomía.
Ellos clamaban por la vida.
Todo era inútil.
Silenciosos, la vieja Odín Bonadea y su gato reanudaron su marcha.
En el siglo XVI estallaba la vida.
Carpe diem.
Vivamos hoy.
«Cogito virgo rosas.» Los versos del poeta latino Ausonio teñían la filosofía de ese tiempo.
«¡Tan… tan… tan…!»
La negrura de la noche se iluminó. El griterío anunciaba el Campo dei Mori.
El joven presenciaba el movimiento de los comerciantes negociando con los venecianos.
Especias de Oriente, sedas… Las monedas iban de mano en mano. Los comerciantes eran cristianos, judíos y musulmanes. Los galeotes llegaban desde el Mediterráneo y el Adriático para comerciar.
En el juego del comprar y el vender las voces se elevaban, se entrecruzaban, ensordecían.
Un nuevo «¡Tan… tan… tan…!» imponía una tregua.
Los cristianos elevaron la mirada hacia la cúpula de la Madonna dell’Orto.
Rezaban en silencio. Los árabes levantaban y agachaban la cabeza. De rodillas, oraban. Los judíos también imploraron al Señor.
Unidos, hombres, razas e idiomas eran una misma súplica.
Cristo los había expulsado del templo por cambistas y mercaderes. Pero el poder del dinero era ecuménico y, al rato, reanudaron el comercio. La música de los ducados que iban y venían. El azafrán, el encaje y el vidrio venecianos pasaban a manos de musulmanes y judíos.
El joven caminaba entre los puestos cubiertos con telas de colores. Las góndolas que llegaban desde la vecina Chioggia descargaban en el Gran Canal la pesca del día, los sacos de sal y, con especial cuidado, las erguidas rosas. Los vendedores ofrecían sus preciosos productos a viva voz.
Frente a la iglesia vio pasar a las cortesanas con velos amarillos y libros clásicos en las manos. Alguien dijo:
—¡Ellas leen a Horacio, Ovidio, Virgilio, Petrarca…!
Una señora, en voz muy baja, agregó:
—Las esposas no sabemos leer ni escribir. Las puttane conocen el latín, pintan, hablan con gracia, cantan lo que escriben y ejecutan el laúd y la tiorba para deleite de nuestros maridos.
Sus palabras fueron tragadas por el ensordecedor gentío. Niños y adultos… Señores y criados… Nobles y artistas… Clérigos y… Todo se confundía.
Puertas que se cerraban. Puertas que se abrían. Sombras como brumas en la peligrosa oscuridad rasgada por telas rojas. Tal vez fueran las largas togas del Consejo de los Diez. Desde 1310 operaba de manera secreta para evitar la corrupción política o el espionaje de potencias extranjeras. Muy cerca se vislumbró una «boca de león» o «Boca de denuncias sobre la verdad». Allí, anónimamente, se depositaban por escrito las maniobras contra la estabilidad de la Serenísima República de Venecia.
Manos enguantadas. Sofisticadas pelucas. Las voces cambiaban sus sonidos detrás de las máscaras sin boca.
Una endiablada multitud se unió para gritar:
—¡Matemos a la puttana!
El «¡Tan… tan… tan…!» de otra campana obligó al joven a elevar los ojos. Se encontró con la cúpula de la Madonna dell’Orto. Su mirada era un desesperado ruego a la Virgen.
Las encerradas voces sentenciaron:
—¡A la Inquisición, por embrujar a los hombres!
—¡Que la quemen por comer carne en los días prohibidos!
El joven se preguntó:
—¿De quién se trata? ¿Será alguna modelo que posa para mi padre?
La Serenissima vivía entre guerras.
La peste azotaba Venecia.
—La puttana la infectó. ¡A la hoguera!
Alguien anunciaba:
—¡Que la maten! En su casa se juega mucho dinero.
—¡Veronica, a la hoguera por hacer pactos con el diablo!
—¡Que la quemen!
—¡Afrodita era más casta que esta adoradora del demonio!
—¡Ella, no! —gritó un hombre. Era alto, distinguido, de cabello oscuro y ojos verdes. Seguro de sí mismo, se abría paso entre la multitud.
—Es un aristócrata… Es Marco Venier —comentaba un enmascarado.
—Venier, familia de políticos y poetas —completó otro.
En medio de la multitud, un hombre gritó:
—Yo también soy un Venier. Pero no pienso lo mismo. —Enardecido, comenzó a leer un soneto que había escrito—: «Veronica, ver unica puttana…».
Marco le arrancó los papeles de la mano.
—No eres digno de portar el apellido Venier. —La cara ardiente, el enrulado pelo pegado de sudor sobre la frente—. ¡Maldito primo! ¿Por qué te ensañas con ella? ¿De dónde ha brotado tu rabia?
Lo empujó con fuerza. Maffio salió corriendo.
Marco insistía ante el gentío:
—¡Ella, no! Nos regala poesía, pinta con los sonidos de la lengua. ¡Ella es nuestra donna…!
—Madonna? —lo increpó con sorna un patricio que estaba convencido de que la acusada debía morir por herejía.
—¡Nuestra Laura! —repuso Marco para recordarle que él también había venerado a esa criatura y hasta gozado de sus mieles.
Se lo veía desesperado. Corría, caminaba, clamaba por la inmediata liberación de Veronica.
Finalmente, dos amigos se lo llevaron.
El confundido muchacho necesitaba llegar. El altisonante coro le impedía caminar. Su furia lo empujaba hacia adelante. Faltaba poco.
En la Fundamenta dei Mori estaba todo.
Avanzaba con dificultad. Se lastimó la pierna poco antes de bajar el último puente.
Su cara denunciaba algunos rasguños.
Negro y rojo.
Noche y fuego.
El insistente «¡Tan… tan… tan…!».
La nueva campanada lo calmó. Estaba cerca.
Miró a su alrededor. La incógnita del negro que vestía escondía sexo, edad y ocupación.
Todo se confundía en la desaforada noche.
Unos ruidos lo invitaron a mirar hacia el costado izquierdo.
Peligrosamente, sentados en la fundamenta, los hombres estaban jugando.
Unos, al silencioso ajedrez; otros, en cambio, hablaban mientras barajaban los naipes; otros, más allá, buscando respuestas en el mazo del tarot veneciano…
Ya estaban borrachos. Con sus tripas rellenas con la bazofia, el vino les había encendido la verba y el ingenio. Las voces iban subiendo hasta el grito unísono.
Dinero, azar, ilusión de poder.
Exalta y desvanece.
Eleva y denigra.
Rojo y negro.
Corazones de tréboles de la suerte con cara de rey. Aparecían y desaparecían con el poder de ordenar las ganancias y las pérdidas.
El plateado de un arma hirió la noche. La sangre derramada imponía silencio.
¿Tregua?
El joven miró azorado. Se sobresaltó con el tintinear de los dados que caían.
La ruleta seguía girando.
Se levantó para continuar hacia su destino.
Su meta eran las telas, los pinceles…
El maestro, su padre.
El único, su universo.
Tenía que llegar. Si no lo hacía a tiempo, los personajes estallarían dentro de su cabeza.
Necesitaban nacer en formas y colores. Era el inevitable dolor del parto creativo.
«¡Tan… tan… tan…!», insistía una lejana campana.
Por fin, alcanzó la puerta.
—Jacopo, padre. ¡Abre la puerta! —pidió y se pasó la mano por la sudorosa frente—. Soy yo.
Fue entonces cuando se quitó el sombrero con plumas y el negro antifaz. El rubio de la hermosura de su cabellera iluminó la fundamenta.
Un gondolero se detuvo ante la belleza.
El canto de otro calló para mirarla.
—Soy mujer —afirmó.
El gondolero estaba asombrado.
—Soy Marietta Robusti —dijo ella.
El otro gesticuló. No comprendía.
—Soy la primogénita de Jacopo Robusti, a quien llaman Tintoretto.
Sus palabras fueron ahogadas por la estridencia de la música y los gritos.
Los gondoleros debían continuar su viaje hasta desembocar en el Gran Canal para conducirlos hasta el desenfrenado sexo.
Un hombre adormilado por el opio cayó a las aguas atestadas de repugnantes ratas. Al rato, otro era empujado para que el Gran Canal ahogara su traición. Todos sabían que este era uno de los métodos que empleaba el Consejo de los Diez para desprenderse de los felones e ingratos.
Entre la vida y la muerte, nadie escuchó la voz de Marietta al declarar:
—Ya me llaman la Tintoretta.
* * *
La Tintoretta.
Sigo aferrada al libro de Melania Mazzucco. Estoy en la fundamenta ante la casa de Tintoretto.
—Aquí vivió, aquí pintó, el gran Jacopo Robusti —me dijo Vittorio Buset.
A pocos metros, el Campo dei Mori. Frente a él, la Madonna dell’Orto. Temblaba de emoción. Ante mí, la casa donde por las noches creaba el maestro veneciano.
Tintoretto y su hija, la Tintoretta.
Ella tuvo que vestirse de varón para aprender a pintar. El nombre de su padre figura en los estudios de arte; el de ella, apenas si aparece en un apéndice, como un reconocimiento tardío otorgado por los cultores del Renacimiento que a veces buscan —y descubren— una perla entre los deliciosos pintores menores.
Ella estuvo acallada. Vivió poco; apenas treinta años y ni siquiera sobrevivió a su padre. ¿Cuántos cuadros habrá pintado?
Vida de mujer; silencio de la historia.
Quise traerla a través de la escritura, recuperar los escasos vestigios que dejó plasmados en los escorzos de Tintoretto. Sentí su pasión por el arte. Sus ansias de plasmar colores. Así se me apareció…
¿Ante mí?
O…
¿Dentro de mí?