Capítulo 11

Después de la muerte de Domenico y el alejamiento de Marco por razones políticas, Veronica se sentía muy sola. Por otra parte, tras las acusaciones ante la Santa Inquisición, sus reuniones intelectuales eran infrecuentes y sin el brillo ni la delicadeza de antaño. El granado círculo que la había rodeado y erigido en una figura veneciana poco a poco le retaceaba el contacto a la ilustre cortesana. Para algunos hombres, la juventud de las nuevas beldades tenía más atractivo que la actividad intelectual que les prodigaba Veronica tras el coito.

Una vez más, la literatura era su gran compañía, el refugio ante la soledad en la que vivía. Aquel temor que le había manifestado a Montaigne se había disipado. Libros clásicos y contemporáneos vestían sus alfombras orientales de habitación y biblioteca. Sobre su escritorio la esperaban textos inconclusos. Leer y escribir. Voracidad que no cesaba.

Sin saber muy bien por qué, la mañana del 25 de abril Veronica se despertó temprano. Un intenso perfume la inquietó. Abrió la ventana para permitir que la primavera la acariciara. El rubí intenso de una flor la sorprendió.

Una rosa.

La tomó para besarla. Permitía que su tersura recorriera su cara. Hacía tiempo que no sonreía así. La miraba como preguntándole: «¿Quién te trajo hasta aquí? ¿Quién piensa en mí?».

Soñadora, se desplomó en el sillón de terciopelo rojo. Cerró los ojos para recordar la historia que le contaba su abuela.

«Hoy es día de San Marcos. Cuentan que hace muchos años, Tancredi, un trovador, se enamoró de la hija del dux. Pero como no era noble, no fue aceptado por el padre de la muchacha. Desesperado de amor, se enroló en el ejército de Carlomagno.

»Deseaba sustituir la falta de nobleza por la gloria. El enamorado triunfó pero cayó herido mortalmente sobre un rosal. Mientras agonizaba, le rogó a su amigo Orlando que llevara un capullo de rosa empapado con su sangre a su amada. Ya en Venecia, el paladín cumplió con su promesa y entregó la rosa a la hija del dux. A la mañana siguiente, encontraron muerta a la joven con la flor sobre su pecho.

»Ya ves, pequeña, recordando esta leyenda todos los 25 de abril los hombres regalan un boccolo, un capullo de rosa, a su mujer.»

¡Qué bien le hacía evocar la historia! ¡Qué gozo regresar al instante en que se enamoró de Marco! ¡Cuánta perfección en la ingenuidad juvenil de abrazar a ese hombre que no sería para ella!

Veronica volvió a la cama y recordó la tozudez de su padre al casarla con ese hombre que tan pronto la abandonó. Inútilmente, intentaba dormir.

Cerró los ojos, dio unas cabezadas y su cuerpo se ablandó.

Al rato, sorpresivamente, se despertó. Necesitaba aspirar el perfume de la flor. Fue entonces cuando empezó a recordar. Volvía a estremecerse con la luz de la mirada de Marco. Los furtivos besos. El contoneo de la góndola. El roce de su mano sobre la mejilla. Los cuerpos.

Marco.

El hombre, el amor.

Marco.

El único hombre que le despertaba una desconocida sensación. Allí. Justo a la altura del estómago.

Marco.

El hombre que aceleraba los latidos de su corazón.

Marco.

Sería mejor no pensar.

Marco.

Lo imposible le traía una insoportable angustia. Una y otra vez se atormentaba. Largas noches de insomnio con inútiles interrogantes: «¿Para qué? Alguna vez tuve un sueño de amor… y no pudo ser… ¿Por qué?».

Cuando intentaba cerrar los ojos, el esmeralda de la mirada de Marcos triunfaba sobre el negro de la noche. Su primer hombre en la mística unión del amor y el sexo ya era insoportable y al mismo tiempo placentero recuerdo.

El día no había aún llegado cuando se levantó de la cama para hacer palabras el desorden que le impedía dormir. En un intento desesperado de sentir alivio escribió:

Esta, tu fiel Franca, te escribe,
dulce, gentil, mi valeroso amante;
la cual, lejana de ti, desdichada vive.
No tan duramente, ay, deseo las lágrimas
de la doncella de Adria, donde mi corazón
habita, que yo muté deseo y semblante.
Ay, que yo digo y lo diré siempre:
que el vivir sin vos me es cruel muerte,
y los placeres se vuelven tormentos y dolores.

Marco.

Hombre con quien el hoy y el para siempre se fundían.

Marco.

Gracias a él, el cuerpo era uno. Sin desgarros, sin divisiones. Sin utilitarias disecciones. No era Venecia, islas fragmentadas sin sólidas raíces.

Veronica con Marco era una. Toda ella poseída por el varón. Presa y libre al mismo tiempo.

La obra de Ariosto colgaba de su cuello. Siempre la acompañaba. Un libro como ese era usual entre las cortesanas. El poemario era su más bello collar. La belleza de las palabras custodiaba su garganta. Esta vez, abrió al azar el ejemplar de Orlando furioso para empezar a leer:

Diré de Orlando en este mismo trino
cosa no dicha nunca en prosa o rima,
pues loco y en furor de amor devino
hombre que antes gozó por sabio estima.

Marco.

Cada día se proponía olvidarlo.

«Mejor, reír», se repetía a cada instante.

Imposible. Su recuerdo ya era dulce dolor encallado en su ser.

Tuvo la imperiosa necesidad de releer su Terze rime. Necesitaba reencontrarse con su amor hecho palabras. Caminó hacia su biblioteca.

Tomó el libro para leer el poema que Marco compuso invitándola a escribir:

La pluma y el papel en mano prended, entonces,
y escribid suaves y gratas rimas,
que a los poetas mayores quitarás la gloria.
¡Oh, bella mano, que con bellas artes obtienes
hermosos conceptos y sus formas
dentro de mi corazón felizmente imprimes!

Veronica sonreía mientras las lágrimas dibujaban surcos de nostalgia. Fue entonces cuando se animó a recitar un fragmento del «Poema en respuesta de la señora Veronica Franco»:

—«Abierto el corazón os mostraré en el pecho, ahora que el vuestro no me ocultas, y será el complacerte mi deleite; y si ante Febo tan grata me tienes por la forma, en las obras del amor, más grata a Venus me encontraréis. Ciertas cualidades en mí ocultas, de infinita dulzura os descubriré, que prosa o verso jamás mostrarán. Por esto, dadme la certeza de vuestro amor, no con loas, sino de otro modo, que en el estar desilusionada de ti soy experta.»

Satisfecha por la fidelidad de su memoria, y aliviada, se sentó junto a la ventana. Sus pensamientos se fundían con las golosas nubes. Con antiguo dolor se atrevió a preguntarse:

«¿Y mis hijos?»

La vida fue pasando.

«¿Y mis lejanos hijos?», volvió a preguntarse.

«No tengo tiempo.»

«Ya los veré.»

«Tengo que leer. Quiero escribir.»

«Mañana.»

«El domingo.»

«Te llamarás Eneas, como el héroe de Virgilio.»

«Te llamarás Aquiles —le dice a otro de sus hijos—. Hermoso como el héroe de Homero.»

«Sólo ellos están vivos. Los otros cuatro se los devoró la peste.»

«Tuve seis hijos. Casi todos muertos por la peste. Hoy los hijos de mis hijos están aquí. En mi casa… ¿Abuela?»

Se levantó segura de sí misma y caminó por la habitación.

Al rato, comenzó a peinar la incertidumbre de sus pensamientos. El cepillo de plata y nácar resplandecía en su roja cabellera. Daba luz a sus sentimientos.

«Me gustaría conocerlos. No sé, tal vez, la próxima semana. O la otra… Ya veré. Por ahora, quiero estar sola», se conformó.

Se sentó frente a su espejo.

«¿Y… mi amiga Anetta? —se preguntó súbitamente—. ¿Qué le está ocurriendo? Su marido, muerte violenta. Su hija, sin padre, y, desde hace pocos meses, también sin marido. Lo encontraron ahogado en las aguas del Gran Canal. Hace unos días que recibí una nota pidiéndome que la inicie como honesta cortesana.»

Decidida, se levantó.

«No, por Dios. ¡Qué locura! Tengo que escribirle ya.»

Rápidamente, Veronica fue a su escritorio. Tomó su pluma. La mojó en la tinta para expresar:

Anetta:
Quería asegurarme de escribirte estas líneas para urgirte de nuevo a que te cuides de lo que haces y que no vayas a sacrificar de un golpe tu alma y tu reputación y las de tu hija… Te aseguro que no hay nada en la vida peor para uno que convertirse en juguete de fortuna… Y si la fortuna te fuera fiel, tu vida sería una miseria. Es algo terrible, contrario a la razón humana, abandonar el cuerpo y el trabajo de una misma a una esclavitud que da miedo siquiera imaginar. Convertirse en presa de tantos hombres, a riesgo de verse desnudada, robada, hasta asesinada, de modo que un hombre, algún día, pueda arrebatarte todo lo que has conseguido de muchos a través de muchos años, junto con otros peligros de daño o terribles enfermedades contagiosas. Comer con la boca de otro, dormir con los ojos de otro, moverte según la voluntad de otro, sin duda te llevarán al naufragio de tu cuerpo y de tu alma. ¿Habrá miseria mayor que esa? ¿Qué riquezas, qué lujos, qué delicias pueden pesar más que las desgracias que te he mencionado? Créeme que, entre todas las calamidades del mundo, esta es la peor. Y si a las cosas mundanas le añades las preocupaciones por tu alma, ¿qué destino más horrible y seguro puede haber sino la condenación? No permitas que descuarticen el cuerpo de tu hija, ni te conviertas tú en su carnicera.

Se sintió aliviada. Al releer la misiva comprendió que la escritura era el espejo de su propia vida, de los sucesos que la jalonaron, que la entronizaron como Veronica Venus de Venecia, como el mayor juguete de la Serenissima, para luego dejarla caer por la pendiente de la deshonra pública.

El silencio se apoderó de Veronica. Agachó la cabeza. La pesadez la inmovilizaba. Nunca supo cuánto tiempo permaneció así. Súbitamente, se puso de pie. No quería que llegara un nuevo día y llamó a sus criados para que le llevaran la carta a Anetta.

Esa noche se acostó muy tarde. Veronica no podía dormir. Estaba preocupada por la suerte de muchas mujeres. Daba vueltas y más vueltas en la cama. Se levantaba cansada, con el cuerpo sumamente dolorido. Quería algo pero no podía hacerlo palabra. No sabía qué era lo que le pasaba.

«Dios mío, ¿qué tengo que hacer? ¿Por qué no encuentro paz?», se preguntaba mientras su cuerpo se encogía y sus aposentos parecían más grandes y solitarios.

Hasta que una mañana cualquiera se levantó decidida y salió a la fundamenta. Después de un corto viaje por el Gran Canal, le pidió al gondolero que la dejara bajar en el convento. Después de saludar a las religiosas, mientras tomaban una tisana les propuso crear junto a la iglesia de San Nicolás de Tolentino, la Casa del Socorro. Sus libros se vendían bien. Decidió aportar a esa obra parte de las ventas.

La despidieron con una sonrisa benévola. Fue entonces cuando Veronica empezó a visitarlas todas las tardes. A las pocas semanas ya estaba todo decidido. Prepararían el lugar para dar alojamiento e impartir nuevas enseñanzas a las mujeres que decidieran cambiar de profesión. Las viejas cortesanas, ya muy mayores para ejercerla, tendrían en la Casa del Socorro hogar y sustento. También recibirían a las mujeres separadas de sus maridos, que, ocultas, aguardaban a que se calmasen los ánimos para poder volver a la armonía de la convivencia matrimonial.

Así, Veronica Franco, mujer de noble corazón y desmesurada inteligencia, fue quien propuso la creación de Santa María del Socorro, un hospicio sostenido por los ducados que obtenía por sus libros y las ayudas que recibía de aquellos amigos que no la olvidaban.

Desde entonces, retirada y conforme con la buena acogida que tuvo su obra de caridad, empezó a dormir bien. Plácida, se despertaba con una paz desconocida.

Música de violines la acompañaba casi todo el día. Al caer el sol se dejaba envolver por el nacimiento del calmo crepúsculo. Venecia con sus caminos, que, incesantes, se movían sin rumbo fijo, la enamoraba cada día un poco más. La ausencia de Marco era un dolor inevitable. La soledad ya se instalaba en su vida cotidiana.

Una mañana, cuando se disponía a vestirse, alguien golpeó a su puerta. Al abrirla, Veronica se sobresaltó.

Una niña entró saltando. Tendría alrededor de cinco años. Pelo rojo, ensortijado, muy largo. Sin decirle nada, la abrazó con fuerza. La pequeña permaneció en su regazo. Veronica no salía de su asombro. La criatura se adormilaba, serena, entre sus brazos.

—¡Qué dulce y bella! —le dijo mientras besaba su cabecita.

Con el tañido de las campanas, la niña despertó y Veronica quiso saber:

—¿Quién eres?

—La hija de Aquiles. Soy Beatrice.

Veronica no podía creer lo que escuchaba. Pronto comenzó a reír. Abuela y nieta disfrutaban de ese primer encuentro. La sentó sobre su regazo para decirle:

—Beatrice, Beatrice… Como la del Dante. —Muy seria, Veronica tomó su mano. La miró a los ojos para contarle—: Beatrice está en el Paraíso de la Divina comedia de Dante Alighieri. «Beatus», «beata», la que goza de la felicidad celestial… Bello pero peligroso. Es la mujer ángel para adorar; no para amar. —La nieta no entendía lo que le decía, pero sí la ternura del mensaje. —Ojalá que no seas ni ángel, ni mujer demonio. Sólo una mujer junto a un hombre. Mujer amiga para leer, para conversar, para amar. —La abuela se puso de pie para decirle: —Y ahora, ¿quieres que te enseñe una canción?

Así, entre cantos, cuentos y juegos, Veronica y Beatrice pasaron toda la tarde.

Cuando la niña se quedó dormida, Veronica pidió a una esclava que la llevara a su cama.

Luego, con el silencio que había recuperado la casa, se dispuso a contemplar la calma del final del día. Tenía que reponerse después de tanta emoción. El canto de los gondoleros mecía el crepúsculo.

Una vez más, la soledad de ese instante la invitaba a reflexionar: «O cortesana o esposa, o mujer que lee o esposa iletrada, o amante o madre, o abuela, o… ¡Qué odioso es el “o”! Nos pone frente a la disyuntiva de elegir. ¿Por qué no el “y” para las mujeres? Amante y esposa, cocinera y escritora, abuela y…»

Mujer.

Veronica Franco, mujer que amaba al hombre ausente.

Siempre gozosamente expectante. La espera mordía sus entrañas. La ausencia dolía cada día más.

Se preparaba para dormir cuando inesperadamente sintió una caricia en su espalda. «¿Estoy despierta o dormida?», dudó.

Milagrosamente, la luz plateada de la Luna resplandecía sobre su escote.

Unos varoniles labios abrigaban su cuello. Era el perfume del boccolo y de… Marco.

«¿Por dónde había entrado?», se sobresaltó y de inmediato abandonó cualquier atisbo de raciocinio.

Sin preguntas, sin palabras, ella se entregaba a él. Lentamente, Marco la llevaba hasta la cama. La rosa ya era todo amor recorriendo su cuerpo.

—Veronica, mi amor, por fin llegué.

Ella sólo sonreía y su risa sobrevolaba sobre el desnudo cuerpo de su amado. No había palabra capaz de contener su perfume, su olor cotidiano.

Imposible encontrar fonema que expresara la delicia de su mano viajando gozosa por la geografía del cuerpo de Marco. Imposible combinar vocales y consonantes capaces de contar la certidumbre de llegar a casa. En latín, en griego o en véneto ya no existía un sintagma capaz de gritar la plenitud de la armonía entre espíritu y cuerpo al copular con amor.

Después de la tan ansiada unión de sus cuerpos, se durmieron muy abrazados.

Cerca de la cama colgaba el cuadro de la Venus de Tiziano. En un eterno presente, la diosa del amor se mira en el espejo. Tiene una mano en su pecho como si su propia imagen la perturbara. La pasión sexual es su imagen especular.

A la mañana siguiente, se miraron largamente. Los ojos de ella reían en los ojos de él. El beso resplandecía sobre la almohada.

—¿Qué te parece si leemos juntos? —propuso el hombre.

Los libros griegos, latinos, orientales, venecianos… iban de la biblioteca a la cama y de la cama, al suelo.

Él se acercó con la Ilíada de Homero.

—Escucha: cuando Héctor parte a la guerra, Andrómaca le dice: «Eres mi padre, mi señora madre, mis hermanos, pero sobre todas las cosas, eres el amor que florece».

Ella se acurrucó muy junto a él. Sin abrir los ojos, lo empezó a recorrer. Como ninguna otra mujer, Veronica entendía el movimiento de las manos de Marco, las arrugas alrededor de los ojos… y él, ante cada leve rubor de sus mejillas, ante cada suspiro… él era un libro que ella leía abiertamente y con satisfacción. La sabiduría que irradiaba su mirada era el mayor de los placeres para el hombre que, al fin, había regresado a su amor verdadero.

Felices, volvieron a dormirse.

Al día siguiente, Veronica no escuchó el sonido del metal de los ducados. Sobre el lecho había solamente flores y literatura.

Marco saltó de la cama para regresar con la obra de Veronica publicada el 15 de noviembre de 1575. Abrió su libro al azar. Afanoso, buscaba una estrofa, su preferida. Decía: «De autor incierto».

Era la respuesta a otro poema de la señora Veronica Franco. ¿Título? Los poemas entre ella y los hombres no tenían títulos. Eran duelos poéticos. Voz de mujer, voz de hombre. Contrapunto de versos entre los amantes.

Sentó a su amada sobre sus rodillas para recitarle:

—«Gran mérito en sí tener tan unidas la singular belleza del cuerpo con la virtud perfecta de la mente: de tal modo de doble ardor el alma se inflama…» —leyó, pero fue silenciado.

El ardiente beso de la mujer le impidió continuar recitando. Luego, lo miró intensamente:

—Mi amor —completó ella—. Y el autor incierto eras tú. El único.

Veronica Franco y Marco Venier, juntos. Sin tiempo, sin espacio.

Carpe diem. Toma el día.

La voz del poeta latino Ausonio era vivida con singular intensidad.

La habitación no tenía límites. No había cama, ni cuadros, ni vestidos, ni pelucas ni máscaras…

Todo lo abarcaban una mujer y un hombre envueltos en el amor.

* * *

El final.

Sabía que tenía por delante un capítulo para contentar a mis lectores y no dejarlos con el sabor amargo por las muertes de Domenico y Jorge. Sobre todo a ellas, las que me suelen preguntar: «¿Cuándo vas a escribir un final feliz?». Así que me esforcé para que la novela tuviera otro giro, una frase que supiera distinto, que agradara al paladar, que tuviera el perfume del boccolo y nos permitiera soñar con un amor que batalló a lo largo del tiempo para ser, al fin, perfecto.