Capítulo 2

Marietta reía. La hija de Tintoretto había nacido en Venecia en el año 1554. Cuentan que seguía a su padre a todas partes vestida de muchacho para poder pintar. Era mujer; y, como todas las de su condición, víctima de su época, que la condenaba a contraer matrimonio con un hombre o con Dios. Monja, casada o viuda, estados dignos de la mujer.

O pública. La mujer pública no es de nadie. Y es de todos.

«¿Cuál será mi destino?», se preguntaba Marietta. «¿Qué tendrá dispuesto mi padre?» Bien sabía ella cómo habían acabado las jóvenes del vecindario: matrimonios disfrazados de convenientes celebrados con hombres mayores, débiles quincuagenarios, próximos a expirar que las encadenarían al negro eterno del luto.

Como tantas veces, aquel día la joven entró saltando a la casa de Tintoretto, el hijo de Giovanni, tintorero de telas. De allí el apodo Tintoretto, hijo del tintorero. Marietta sabía que desde mucho tiempo atrás los colores reinaban en el hogar de la familia.

Rojo, verde, amarillo, violeta.

Ella sabía que era la hija predilecta del artista Jacopo Robusti. Su padre había nacido el 29 de septiembre de 1512, el mismo año en que Tiziano regresó y se estableció definitivamente en Venecia.

Marietta conocía la historia que se contaba por allí, que su abuelo Giovanni, sorprendido por la destreza de Jacopo, lo había llevado al taller del gran Tiziano para que aprendiera el oficio. Pero que el viejo, algo envidioso del talento innato que mostró enseguida el aprendiz, lo apartó de su lado a los pocos días de recibirlo bajo su tutela. Sin desanimarse por el rechazo del maestro, Tintoretto se entregó con ardor al estudio. Pasaba horas dibujando modelos de Miguel Ángel, probando con los colores que componía para las tinturas que emplearía más tarde Giovanni Robusti, el modesto tintorero de Venecia.

Su hermano varón, al que apenas le lleva algo más de un año, le relataba las proezas de su padre. Él mismo, con sus propios ojos, lo había visto treparse a los techos sobre los que pintaba y lanzarse al aire con artificios para observar los efectos de la perspectiva. El suave movimiento pendular le ofrecía nuevos puntos de vista que le permitían retocar y realzar zonas de la pintura.

En tono confidente, reprodujo lo que decían las malas lenguas: que, siendo muy joven, su padre había estudiado los cadáveres de hombres, mujeres y animales para recrear las figuras según proporciones exactas.

Marietta lo escuchaba con curiosidad. Comprendió por qué esos cuerpos que admiraba eran perfectos. Comprendió, también, por qué su padre observaba con tanta atención el paso de los hombres, las miradas iridiscentes de las mujeres, las sombras que proyectan los objetos a distintas horas del día, el vaivén de las aguas y los colores del crepúsculo.

Quería tomar el pincel y ser tan osada como su padre. ¿Se lo permitiría? ¿Tendría las mismas condiciones que él? Sus paseos tenían un propósito instructivo: apreciar la ciudad en todas sus dimensiones: su arquitectura, su movimiento, su luminosidad, su olor, su sonido, su fauna.

Tintoretto hacía gala de profundos atrevimientos del claroscuro y un nuevo concepto de la forma y del color. En el 1539, con sólo veintitrés años, firmó su primer cuadro. Para 1541, su desenfreno y su osadía para codearse con los poderosos le valieron un encargo decisivo: la restauración del palacio Pisani, frente al Gran Canal, propiedad de los Gritti, una de las grandes familias de la nobleza veneciana.

Marietta admiraba su entrega al espíritu creativo y la fidelidad a los estímulos de su inspiración. Tintoretto se integraba a su obra y hacía participar al espectador. Ella tenía el poder en su mano; sentía cómo la inspiración le recorría el cuerpo y llegaba a sus extremidades como un calor abrasador que pedía ser conducido hacia el lienzo.

Delinear la forma y atiborrarla de colores.

Sentía la pulsión, la excitación por estampar sus visiones.

Bermellón, verde, amarillo, violeta, naranja… colores que se convertían en el espectáculo donde las luces y las sombras giraban de un modo casi mágico.

Blanco y hueso, transparencias y plúmbeos… Cuando ella nació, su padre había concebido Susana y los viejos, una obra que la acompañó durante su infancia, que la vio crecer y de la que se enamoró. Susana, joven, inconmensurablemente bella, ataviada de ricas joyas, acechada por dos hombres, no parece inmutarse ante la propuesta indecente. Ese cuerpo desnudo que se contempla en el espejo transmite paz. Esa figura es el remanso que Marietta necesita para crear aunque a su alrededor los hombres quieran que sea hombre para tomar los pinceles, aunque su padre le recomiende que vista con capa y antifaz para pasar inadvertida por las calles de Venecia.

Sin despintar la alegría de su cara, la joven se asomó al balcón que daba a un patio interno de la casa donde se enroscaban los brazos rampantes de una parra. Se balanceaba juguetona.

Ya estaba en su paraíso.

Con entusiasmo, subió los escalones que la conducirían al piso más alto. Voces, caballetes, olor a pintura, pigmentos, lienzos, óleos.

—¡Por fin! —se decía en el cuerpo y en su espíritu.

Con las manos vestidas de colores, su rojo pelo revuelto y una dominante sonrisa llegó hasta Tintoretto. Su padre, su maestro, con los brazos abiertos, iba al encuentro de su hija:

Mia bambina, mia cara.

Marietta se quedó un buen rato con la cabeza apoyada sobre el pecho de su padre. Él, en silencio, no dejaba de acariciar la cabellera de su bella hija.

La paz del taller era un alivio reparador. Un refugio en el caótico ruido de Venecia.

La muchacha ya estaba donde tenía que estar. Ya no necesitaba de nadie. Ya nada podía inquietarla. Ni el moho, ni la bilis, ni el estiércol, ni las heces, ni el sepulturero, ni las pieles desgarradas, ni el cielo que amagaba con desplomarse.

Detrás de ellos, un hombre avanzaba. No era alto; ni siquiera buenmozo, pero lo envolvía un halo de indiscutida fortaleza. Caminaba con dificultad a causa de los agudos dolores que le causaba la gota, achaque que lo aquejaba como a Erasmo de Rotterdam, Carlos V y tantos hombres y señores de la realeza europea. A pesar de su enfermedad, que a veces no le permitía firmar con su mano y ya no lo dejaba calzarse de acuerdo a su abolengo, se movía como si el lugar le perteneciera, porque allí donde se hiciera presente nunca pasaba inadvertido.

Sorpresivamente, el pintor soltó a Marietta. Giró sobre sus talones para acercarse a su amigo.

Mia figlia, te presento a Domenico Venier, gran poeta, político y mecenas.

Ella inclinó su cabeza.

Los hombres comenzaron a conversar. Marietta los observaba desde un rincón. Eufórico, su padre le mostraba las pinturas a Venier. Venier, apellido ilustre de la Serenissima. Dux, senadores, poetas, grandes políticos conformaban esta poderosa familia vernácula.

Era un verdadero placer para la inquieta inteligencia de la joven escuchar las últimas noticias de la agitada vida comercial y artística de Venecia. Venecia, la más opulenta, variada y extraña de toda Europa. Codiciada por sus telas y sus vidrios, por los productos que llegan a su puerto y por los que se fabrican en su interior y los que se cosechan en terraferma. Umbral entre el esplendor Oriental y el apetito Occidental, se dedicaba con ahínco a los placeres mundanos.

Cada tanto, la inconfundible risa del paron de casa, el anfitrión, infundía nuevas fuerzas.

Al cabo de un rato, Tintoretto invitó a su huésped a sentarse a la mesa de nogal.

—Más vino. Abran la malvasía de Chipre que trajo Domenico —pidió el pintor a la servidumbre.

El esclavo, que había llegado de la España musulmana, bajó la cabeza para decir:

Ciao.

Marietta escuchaba azorada a cada uno de los criados, hombres y mujeres de Egipto y de Asia Menor, asentir con un «ciao».

Ya no pudo más con su curiosidad. No le importó interrumpir la conversación entre los hombres para indagar.

—Padre, ¿qué significa «ciao»?

Tintoretto sacudió su cabeza. Con una sonrisa se dio vuelta para contestar:

«S-ciào» para el pueblo veneciano significa «soy tu esclavo». —Y como si rebuscara en su interior, reconoció: —No, no quiero que me digan «ciao». No… porque significa «esclavo». Son mis ayudantes, nada más. ¿Has visto, hija mía, la escena en que San Marcos libera a un esclavo, aquella que realicé hace un tiempo? —La joven asintió. —Bien, eso espero del mártir, que nos libere a todos nuestros hermanos de los grilletes que nos amarran a la vida.

Después del suspiro de Marietta ante la sentencia paterna, Jacopo y Domenico continuaron la charla.

—El dux apoya mi salón. Así, tal como es… libre, informal, con las puertas abiertas a las ansias de la belleza del arte, para la pintura, la música y la literatura.

Domenico estaba feliz.

—Soy testigo —contestó el artista. Después de tomar más vino, con las barbas húmedas, agregó—: Es un derroche de buen gusto, pintura, literatura, música… salones regiamente ornados con telas y espejos, excelente comida, vinos perfumados, vajilla de oro, mujeres hermosas… —Siempre inquieto, Tintoretto se balanceaba en la silla.

—Bailes, banquetes y fiestas para los nuestros y los ilustres diplomáticos extranjeros que nos honran con sus visitas —afirmó Venier— para mercar con nuestra Venecia, potencia entre Oriente y Occidente desde el siglo pasado.

—Una perla en la vulva que forman las tierras que bañan el Adriático, húmeda, untuosa, carnosa y deseada por amigos y extraños… Potencia sin igual e independiente desde el siglo IX. La Serenísima República de Venecia…

Domenico Venier asintió. Sus antepasados formaban parte de la casta de acaudalados comerciantes —a la postre, sabios y gobernantes— que había luchado y trabajado duro para conformar la flota insigne que dominaba los mares y enriquecía las arcas del Imperio veneciano.

Mia Venezia… —repitió Jacopo con nostalgia, como si le hablara a una enamorada.

La Serenissima era su lugar en el mundo.

Venecia.

Allí había nacido. No como los contendientes de su gremio Giorgone, Paolo Veronese o el mismo Tiziano, todos, oriundos de ciudades lejanas. Él podía reclamar para sí el honor de ser el pintor véneto por antonomasia.

En silencio, mientras ellos conversaban, Faustina, la señora de la casa, empezó a servir la comida, un civiro de liebre preparado con carne troceada, hervida y mezclada con migas de pan tostado, cebolla especiada, vinagre, miel y una pizca de sal de Chioggia.

Después de alabar la rica mesa, con buenos modales, los presentes no pudieron dejar de hablar sobre la suerte corrida por Basio, el dueño del restaurante que había sido colgado en la horca por utilizar niños en sus tan afamadas salsas de carne.

—Macabra composición —opinó el maestro, acostumbrado a experimentar con las flores, las plantas y las hierbas silvestres y todo lo que Natura pusiera a su disposición en el huerto para alcanzar tintes y colores desconocidos, como lo hacía su padre con los pigmentos que utilizaba para teñir las sedas y los terciopelos.

—De sabrosa factura, mi querido maestro. Delicias de la carne blanda y prohibida que demuestra cuán peligroso es galantear con nuestras locuras, pues muchos hemos probado los caldos de Bosio y de su ilustre maestro Scappi, quien nos diera a probar mollejas, ojos y testículos, y nadie lo había censurado hasta que un diminuto meñique apareció en un plato.

—Con la vista se aprecia la belleza divina…

—Y las criaturas de Dios también se horrorizan ante lo que ven, pues en sus bocas sólo han sentido placer al probar los manjares de Bosio.

—¡Vicios y virtudes de los hombres! ¡Cuántos habrán dado por ahogados a sus inocentes pequeños! —exclamó espantado el pintor, padre de una numerosa prole de la que Marietta era la mayor y la más tierna.

—No más que los que perdieron a los suyos con la peste —dijo Venier.

Al nombrar la palabra indeseada, sobrevino un levísimo silencio que cada uno sorteó como pudo.

Tintoretto daba gracias por el buen tino de haber aceptado en su juventud el encargo de la Escuela Grande de San Roque, fraternidad creada a fines del siglo XV para brindarles protección y amparo a los leprosos, enfermos y desamparados de la laguna. Después de componer «La curación del paralítico», asumió el compromiso de pintar escenas de la Pasión de Jesucristo, obras que fueron destinadas a ornamentar la iglesia. En 1564, para saldar una disputa suscitada entre colegas, quienes protestaron porque no se ajustó al concurso al que los habían convocado, entregó —sin percibir un ducado a cambio— Glorificación de San Roque, lienzo que fue ubicado en un óvalo central del techo de la sala del albergue. Durante los años posteriores, Tintoretto continuó recibiendo encargos de la cofradía y el patrono siguió corporizándose a través de su pincel. Quizá por ese motivo, ante el brote de peste que asolaba a Venecia y que se había cargado a Tiziano y a su hijo, se sabía protegido y bajo el amparo de San Roque.

En tanto, para sortear el incómodo silencio en el que había caído la conversación, Domenico se levantó de su asiento para dirigirse a la hija del maestro. La joven no lo vio acercarse ni percibió su presencia. Estaba extasiada contemplando el cuadro de una mujer que exudaba una belleza delicada y un sereno aplomo. «¿Quién es esta beldad que me mira, que me pregunta quién soy, que me interroga, que me obliga a levantar el pincel para completar la figura?» No lo sabía. En nada se parecía a Susana, otrora mujer objeto de sus divagaciones. Pero lo cierto era que no podía dejar de mirar la obra inconclusa de su padre con el embeleso que provoca el atractivo de lo desconocido.

Venier le pidió:

—Me han dicho que cantas muy bien. ¿Me complacerías con un madrigal?

Marietta, absorta, no contestaba.

Tintoretto le tocó el hombro. Ella sacudió la cabeza. Le sonrió. Fue entonces cuando se levantó para consentir el pedido del gentilhombre Venier. Tomó el instrumento para sentarse junto a su padre. El pintor empezó a tañer el laúd de dos cuerdas mientras su hija lo seguía con la viola.

Marietta entonó un madrigal, una conocida obra compuesta por Luca Marenzio que tenía giros melódicos, semitonos dramáticos y coloridos acordes para describir la sensación de estupefacción ante el desamor. A falta de más voces que se sumaran, la joven se reconcentró y cantó sola cada una de las partes.

El canto la elevaba hacia la armonía. El madrigal presagiaba su efímero futuro. Pero ella no lo sabía. Aún era joven.

He de partir con pesar
pero te dejo mi ansioso corazón encogido.
Y si me voy sin corazón
será feliz milagro del amor,
mas tanta es la pena que me invade
que de cierto la vida no tarde se me irá.

Cuando repitió el último verso por cuarta vez y cesó la música, abrió los ojos. Frente a ella, el inquietante cuadro.

Y las mismas preguntas.

Sentía su fascinación. No podía dejar de contemplarlo.

Cuerpo y alma se estremecían ante él.

El retrato.

En él, una mujer.

Su padre… el autor.

Venier… ¿el cliente?

¿La modelo?

Su sensual rostro sereno. Pelirroja, penetrante mirada de ojos negros. Luce un pezón carmesí. El otro se esconde debajo del escote. La modelo juega con la mirada. Su vestido provoca un sutil erotismo. No está completamente desnuda como Susana y, sin embargo, la insinuación prevalece sobre la exhibición de la blanca piel.

«¿Quién es? ¿Cómo se llama?», la joven se preguntaba una y otra vez. Se dejaba arrastrar por la visión del pecho que era contrarrestada por un rostro de perfil. Afuera había apreciado muchos senos descubiertos; confundiéndola con un varón, mientras recorría las calles, las mujeres le habían ofrecido jugar al placer de la carne. Pero el semblante en el que trabajaba su padre tenía otra vida.

La protagonista de la pintura emanaba un aura de brillante misterio.

«¿Quién es?», se repetía. «¿Cómo se llama?»

Empujada por esas preguntas, Marietta estaba decidida a colaborar con su padre en la conclusión de la obra. Estaba dispuesta a quedarse sin dormir y sin comer para terminar de pintar el retrato. Insistía. El padre hacía como que no la escuchaba. Cada tanto, daba vuelta la cara para regalarle una sonrisa con la clara intención de que acallara su curiosidad.

Los hombres no cesaban de conversar.

Marietta, agotada, vencida, se tragó las preguntas.

«No puedo dejar de mirarla. Siento que está a punto de decirme algo», pensaba.

Ella comenzó a tocar la tela mientras los hombres continuaban la plática. Con la punta de la yema del índice recorrió el trazo de su padre, como si imitara el movimiento del pintor. Deslizó su dedo por cada pliegue de la pintura para vibrar con la rugosidad del relieve.

Una vez más, la joven agudizó su observación.

«Ese halo de misterio me habla de dignidad, del orgullo de ser quien es. Esta donna no es como la esposa de mi padre. Faustina es práctica, realista. No es ni primitiva ni fuerte como Cornelia, mi madre ya muerta. En cambio, la mujer del retrato brilla. No es sólo por su belleza…»

La Tintoretta quería desentrañar el desconocido, el diferente mensaje que transmitía la mujer del cuadro.

No esperó más.

Sin pensar, nuevamente interrumpió el diálogo entre su padre y el huésped.

—¿Quién es ella, padre? ¿Puedo conocerla?

Tintoretto la miró.

—Todavía, no.

—Pero ¿por qué? —reclamó la hija.

—Porque esta modelo es mía —afirmó con determinación—. Este cuadro es mi obra. No te entrometas.

—Pero, ¿por qué? —insistió la hija.

Tintoretto —Il Furioso, como ya muchos lo llamaban por la desbordante pasión por la pintura y la vida— respondió:

—Porque es una cortesana.

Marietta, mientras retorcía un trozo de tela roja, insistió:

—Padre, tú me has dicho que las honestas cortesanas son muy cultas. ¿Por qué no puedo conocerla?

Domenico Venier, que no había podido desentenderse de las preguntas de la joven y la parquedad con la que las contestó el maestro, declaró:

—Si Veronica Franco es una honesta cortesana, yo también quiero conocerla.

El pintor accedió al pedido del ilustre Venier, quien se marchó de la casa con la promesa de que pronto conocería a esa mujer inquietante.

—Gracias, maestro. Aguardo ese día con ansias —Domenico se despidió de Il Furioso con la certeza de que la hija también saciaría su irrefrenable deseo de conocer personalmente a la cortesana del cuadro.

Marietta se fue a dormir.

Imposible conciliar el sueño. Con febril curiosidad se seguía preguntando: «¿Qué es una “honesta cortesana”?».

* * *

«¿Qué es una “honesta cortesana”?», se preguntaba Veronica. Curiosa, la niña caminaba por los largos pasillos de la casa. Escuchaba. Indagaba rincones.

Por las noches, desde el salón escuchaba risas y conversaciones. Su madre, Paola Fracassa, era bella, risueña, llena de energía. Amaba la literatura, la música y la pintura. Su padre, Francesco Franco, la miraba embelesado. El hombre pertenecía a la aristocracia veneciana. De la vida anterior de su madre nunca se hablaba.

La música del piano que llegaba desde la sala iluminada la arrastró tanto que estuvo a punto de caerse de la escalera.

Veronica se sostuvo de la baranda. Desde allí escuchó la reiterada tos de su padre. Se escondió cuando él se fue a descansar. Ella se quedó un buen rato con los ojos cerrados. Aún estaba con los puños apretados por temor a que su padre la sorprendiera despierta. Aun así, su sonrisa resplandecía en la oscuridad. Cuando el sueño la venció, se fue a su habitación en puntitas de pie. Con el recuerdo de la melodía, se durmió feliz.

Al día siguiente, por la tarde, su paso fue interrumpido por una pregunta: «¿A dónde va la niña?». La esclava detuvo a la inquieta Veronica. Los negros ojos enfrentaron a su «carcelera». Brillaban ante la impotencia de participar de las clases de sus hermanos. Sacudía el rojo de su pelo frente a la puerta cerrada para la única hija mujer. ¿Por qué? Detrás, el conocimiento. El mundo que se abría a distintas posibilidades. De este lado, sólo los límites. El mundo de las mujeres: cocina para alimentar, sala para dibujar fingidas sonrisas, dormitorio para concebir e iglesias para rezar.

Veronica giró sobre sus talones y, altanera, se encerró en sus aposentos. No quiso que vieran sus lágrimas. Tenía tan sólo nueve años. Le hubiera gustado nacer varón. Hombre para leer, hombre para viajar, hombre para esgrimir una espada, hombre para la libertad.

Lloraba a solas toda la impotencia femenina. Pero no se daba por vencida.

Se enjugó sus lágrimas y salió de la habitación. Atravesó los pasillos hasta detenerse en la habitación de sus hermanos. Levantó su abundante cabellera enrulada para acercar su oreja contra la puerta. Muy entusiasmados, ellos cuchicheaban:

—Dicen que Colón era español —comentó uno.

—¡Qué dices! Es nuestro —afirmó el otro.

Veronica sabía que esa tarde, como todos los miércoles, iba el instructor de historia y geografía. Sin más, golpeó a la puerta. Gino, su hermano mayor, le abrió.

—Pero, ¿qué haces aquí, niña? Si te viera nuestro padre…

Gino tenía quince años. Alto, pelo oscuro y ojos azules. No tardó en aparecer Luigi, quien ya no se asombraba de las intromisiones de la pequeña hermana mujer. Con sus autoritarios modales increpó a la chiquilla:

—Pero ¿quién te crees que eres? Sólo una mujercita que debe quedarse bordando, cepillando su cabello y pensando que dentro de pocos años un hombre te desposará. Te poseerá bajo su dominio.

Furiosa, la niña lo empujó. Gino tuvo que separarlos.

—¡Déjala! Es sólo una irritada fémina. Ya lo decía Aristóteles: son seres sin alma.

Con esa irrefutable sentencia, los varones Franco le cerraron la puerta en la cara a su hermana.

Veronica caminaba lentamente mientras revolvía sus cabellos con una mano. Parecía querer ordenar sus ideas. Ojos abiertos, automatizada, sin rumbo fijo. Descalza, con larguísima bata de dormir. Blanca, blanquísima seda y piel contrastaban con el rojo de su cabeza.

Daba vueltas y más vueltas por la casa hasta que ocurrió lo inesperado. Sus pies se chocaron contra unos papeles. Se inquietó. Rápidamente los levantó. Con triunfante sonrisa fue hacia una luz. Por fin pudo leer: «Diario de Cristóbal Colón, día 12 de octubre de 1492».

La niña se sumergió en la lectura. Entonces supo que los españoles habían tomado una isla habitada por seres diferentes. Iban desnudos y hablaban otra lengua. Los recién llegados, dadivosos, les regalaban collares de vidrio que colgaban a sus cuellos y bonetes para cubrir sus cabezas. Ellos, bien predispuestos, les daban papagayos, ovillos de lana y otras cosas para cambiarlas por cuentas de vidrios y cascabeles. Eran jóvenes y hermosos. Vivían en una bella isla de frondosos árboles, en la que abundaban plantas y frutas nunca holladas antes por los rudos hombres que formaban la tripulación de las carabelas. Los nativos parecían buenos, hospitalarios. Tenían el cuerpo pintado y…

Y siguió leyendo a Colón y soñando con viajes a esas tierras sorprendentes. Se hacía amiga de los indígenas. Seres inocentes en un paraíso nuevo y lejano.

La madre se admiraba del brillo de la mirada de su hija mujer cada vez que preguntaba. Notaba su alegría al acariciar un libro. Reconocía su talento para entonar. Su filosa lengua para responder. Sus pechos cada día más turgentes.

El padre, Francesco Franco, estaba muy enfermo. Así escuchó que decían los médicos al entrar y salir de su habitación durante los días y las noches. En aquel tiempo, confinado en la habitación por las dolencias que lo aquejaban, no se enteró de que su hija empezaba a estudiar junto a sus hermanos.

Al principio, ellos se molestaron por su insistencia. Pero el entusiasmo de Veronica los convenció y le franquearon la entrada a la biblioteca, ese mundo vedado para los «seres sin alma».

Mientras Gino y Luigi, atacados por la duda, se preguntaban si la afirmación de Aristóteles no estaría perimida, la joven devoraba con alegre avidez textos de historia, geografía, aritmética… Sabía que los venecianos tenían cátedras de matemáticas aplicadas a las ciencias de la navegación. También supo, gracias a sus clases, que fueron los primeros en enseñar públicamente el álgebra.

Tenía inclinación por la literatura italiana. Los relatos de la quinta jornada del Decamerón de Boccaccio, dedicados al amor, los sabía de memoria. Bajo la tutela de Fiameta se dejaba subyugar por las historias de las felices novelas que narran los personajes. Una, en particular, le causaba solemne gracia, pues tenía como protagonista al cocinero veneciano Chichibio, quien mintió por amor acerca de un muslo faltante en la grulla que le sirvió a su señor Currado. Conminado por Brunetta, la mujer de la que estaba perdidamente enamorado, Chichibio le convidó un muslo y luego sirvió el ave sin una de las presas. Extrañado, Currado le consultó por el faltante y el cocinero, muy suelto, le contestó que las grullas sólo tienen uno, que bastaba con ver las vivas para saberlo. Al día siguiente, para enrostrarle la mentira, Currado lo llevó a la ribera del río, donde sólo había grullas sostenidas por sus dos patas. Desesperado y vencido, en el punto de la ignominiosa confesión, Chichibio dio con un grupo de grullas que dormían apoyadas en una pata. «¡Allí las tenéis!», gritó para su contento. «¡Hohó!», las espantó Currado y las grullas extendieron sus patas. «¿Qué te parece, truhán? ¡A que tienen dos!» «Señor, si anoche le hubieras gritado “¡Hohó!”, habría extendido la pata y el muslo, como hacen estas.» Divertido por la ocurrencia del cocinero, Currado no le cortó el pellejo y le perdonó la falta.

«¡Hohó!», solía decir Veronica cuando alguien pretendía embaucarla con una mentira.

Con el tiempo, la salud del padre mejoró. Volvió a estar ocupado en sus negocios. Viajaba. E ignoraba la transformación que habían operado las lecturas en su interior. Apenas si advirtió las inquietudes de su hija. Ni quería mencionar ni aún recordar la vida de Paola antes de casarse con ella. Tanto lo había cautivado con su belleza e inteligencia que no le importó pedir en matrimonio a una honesta cortesana.

Pasaron algunos años. Veronica, ya mujer, empezó a salir en góndola con sus amigas. Por las tardes, reían y cantaban rodeadas de flores.

Desde muy niña admiraba esas poéticas embarcaciones. Hasta que un día, una góndola de proa dorada, hierros cincelados y terciopelo púrpura le regaló el esmeralda de una mirada masculina.

Se llamaba Marco Venier. Ojos verdes, tez mate, pelo ensortijado.

Varios días se miraron desde lejos. Hasta que cierto atardecer, al cruzar la Plaza de San Marcos, se descubrieron. Empezaron a conversar. Ella lo deslumbraba con su inteligente belleza. Él tomó su mano.

Una tarde la invitó a pasear. Cuando el terciopelo del cielo cubrió la barca que los contenía, sus labios se unieron.

Veronica sonreía al saborear el primer beso. Los labios se acariciaban, las lenguas se iban descubriendo, serpenteando en el interior de sus bocas.

Ya en la soledad de su dormitorio, con todo su cuerpo vibrando por Marco, escribió el amor:

Esta es la amistad que se hace presente
desde afuera siento acalorarse mi pecho y mis ropas,
sin que el corazón dentro se mueva.
En esto, el alma un cierto afecto prueba,
que yo no sé cuál pueda ser.

Con el poema sobre su pecho, se durmió atravesada por el esmeralda de la mirada de su amor.

Se sucedían los furtivos encuentros.

Cierta noche, las caricias se quedaron insaciables en sus pezones.

Ella suspiraba. Un escozor la sacudió en incontenible deseo. Ya no pensaba. Su cuerpo le pertenecía al hombre. Las piernas se abrieron. Su hambrienta cadera empezó a moverse al ritmo de la urgente excitación. El gondolero seguía cantando. El agua los mecía suavemente. Por primera vez, Veronica recibía dentro de sí el miembro viril. Reía. Comenzaba a conocer el placer del sexo. Los dos se recostaron para unirse al canto del barquero. La Luna les hizo un guiño.

Era mujer pero no sentía culpa. Feliz, regresó a su casa. Como el hombre, ella también descubría el goce del cuerpo.

Sin esperar, lo hizo palabra. Su vocación literaria se manifestaba sin dobleces ni misticismos. El fermento producido en su inquieta cabeza se volcaba al papel como un desahogo, como una forma de atemperar su instinto, su natural inclinación hacia la palabra.

Así de ti me han sido mostrados los frutos
del amor que me trajiste, que por la selva
del placer son los hombres vanos inducidos.

En cada encuentro vibraba algo nuevo. Desde el palpitar de su corazón hasta el deseo incontenible de ser besada la envolvían en una desconocida magia. Veronica sintió que se perdía en el encuentro. Se fundía en Marco. Y él, en ella. Eran sólo uno. Sin tiempo. Sin espacio. La conjunción del amor y el sexo se tornaba místico. Plenitud del instante. Lo religioso y lo profano eran uno.

Las aguas del Gran Canal reflejaban los destellos de ese amor espontáneo prodigado entre los jóvenes amantes.

Hasta que una noche él le confesó:

—Soy Marco Venier, de familia de políticos y duxes. Pronto me casarán con una muchacha de la nobleza.

Y ella huyó.

Olvidó las noches de llanto y furia refugiada bajo el protectorado que le brindaban los libros. «Por Dios, sin literatura la vida sería insoportable», aseveró.

Conoció los dolores del amor. Quiso releer a Tullia d’Aragona, la cortesana poetisa de los Médici que había vivido en Venecia durante sus años de esplendor y que había cautivado a potentados y dialogado con los poetas de su tiempo, como Bernardo Tasso.

Ahora sí que empezaba a entenderla:

No tienen oídos, pero oyen.
Pueden gritar sin tener una lengua.
Los amantes se regodean con el miedo y la esperanza.
Sienten al mismo tiempo un calor intenso y un
frío excesivo.
Se quieren y se rechazan en la misma medida,
tomando constantemente cosas
que no pueden retener en sus puños.
Son capaces de ver sin ojos.
Vuelan sin moverse.
Están vivos mientras agonizan.

«Se quieren y se rechazan en la misma medida», repitió la línea. «Como Marco —trazó un paralelismo—, que se me escapa, que no puedo retener, que se me escurre como el agua entre las manos.»

Nunca más. Nunca más ese amor imposible. Infranqueables barreras sociales se lo impedían. Tenía que seguir su camino.

Fue entonces cuando desde su lecho de muerte la autoridad patriarcal impuso las cadenas del matrimonio. La obligó a casarse con un médico, el doctor Paolo Panizza.

Un matrimonio amarrado o una vida monacal, ascética y predecible. Poca era la dote; mucha la necesidad de que alguien en la Tierra rezara por el alma del padre, que ya expiraba. Sin embargo, Francesco Franco impuso su deseo.

—Para sosegar la mente díscola de la muchacha. Es mujer y no deja de preguntar, de curiosear. ¡Ya va a saber lo que es bueno!

Veronica conoció el sexo sin alegría. Y la convivencia sin poder compartir ideas. Sexo sucio y violento. Nunca dijo ni se confesó las humillaciones vividas junto a su marido. Demasiado dolor para hacerlo palabras. Mejor no recordar. Ni la separación del hombre elegido por su padre ni el hijo que él le sacó.

Finalmente, el padre murió. Gino se fue en busca de aventuras al Nuevo Mundo. Luigi se embarcó en una de las galeazas de guerra de la flota veneciana. Paola y su hija Veronica quedaron solas.

No sabían qué hacer. Ni cómo sobrevivir al desamparo. La madre apenas dormía. La hija debía velar por su progenitora, como mandaba la ley. ¿Cómo continuarían la vida?

Hasta que una noche, después de conversar todo el día, finalmente se decidieron. Fue entonces cuando se mudaron a Santa Maria Formosa. La madre quería hacer de su hija una perfecta cortesana, una cortigiana onesta de la misma estirpe que ella había sido hasta que Francesco la desposó y la obligó a desistir de recibir en su lecho a más hombres. Veronica era cultísima, bella, plena de alegre energía, ingeniosa. A pesar de su juventud, ya había conocido el dolor por la pérdida de su primer y gran amor. Así como también la violencia de un olvidable matrimonio.

Paola comenzó a iniciar a su hija en la profesión de honesta cortesana. Día a día le enseñaba a reconocer las piedras preciosas, a caminar sobre altísimos calzados, los secretos de los afeites, a comportarse como una princesa y a hacer brillar el encanto del sexo.

Distinguió para Veronica las clases sociales, departió sin tapujos acerca de la nobleza, del clero y de las razones de Estado, le habló del poder de los hombres y detalló cómo birlárselo para su propio beneficio, de sus gustos, de ciertas debilidades y retorcidas manías, del hedonismo que generaban el sexo, la comida y el vino.

—Bien, verdad y belleza. Tú, hija, eres el sol de esa trinidad indisoluble. Pero ten cuidado porque eres como la criatura con la que Zeus castigó a Prometeo. Tú eres la más bella entre las mujeres del orbe y contienes las pasiones, la locura y los vicios con los que los hombres pueden arder al contemplar tu natural hermosura. Enciende la pira, pero no te quemes. Brilla, pero no ardas con ellos.

Paola sabía cómo guiar a Veronica para provocar entre los hombres la excitación festiva a su paso, para que la reclamaran en su lecho o la visitaran regularmente. Ella, por su cuenta, aprendió los trucos verbales del encantamiento arrullador del sexo.

Fue Paola quien la inscribió en el Catálogo de todas las principales y más honorables cortesanas de Venecia, un libélulo que se imprimía en forma clandestina. 204, ese fue el número asignado.

Al poco tiempo, la vida de Veronica cambió. Cada noche, un hombre. Se tocaban, se lamían, se pellizcaban… Poco a poco la joven mujer iba recuperando la risa. Su cuerpo era una fiesta. ¡Qué placer el orgasmo! Y otro y otro y otro… Una y otra vez su piel resplandecía, cobraba vigor. No importaba la edad del amante; sabía cómo contentarlos. Ella recorría los más secretos rincones del cuerpo. Día a día, noche tras noche, se liberaba un poco más. Sin límites, exploraba la piel de los hombres para complacerlos más allá de lo imaginado. Ellos, felices, vestían de dinero, perlas, rubíes y exquisitas sedas la exultante cama de la cortesana. Y volvían. Una y otra vez. Imposible olvidarla.

Veronica estaba familiarizada con la brillantez. Tenía una belleza espléndida. Su inteligencia era deslumbrante. Vivía la simple alegría del aprendizaje. La desvelaba el deseo de entender, de delinear, de ver por debajo de la superficie.

Al poco tiempo la honesta cortesana conoció a Tintoretto. Los dos amaban Venecia. Venecia, ciudad imposible, alzada sobre estacas de madera por encima de las aguas. Algún día volverá irremediablemente al mar.

Ellos amaban esas tierras insalubres que, sepultadas en las sombras, navegan en el misterio.

Los dos amaban el arte.

Los dos reían con el cuerpo y el alma.

Los dos eran incansables en el goce de la vida.

Il Furioso, el gran pintor véneto, no tardó en eternizarla en un cuadro.

* * *

El misterio de la pintura. El recuerdo de mi tío, Héctor Cabrera, vuelve a mí. Tendría seis o siete años. Me estaba haciendo un retrato.

Horas y más horas sin moverme.

Difícil tarea para una niña.

Respetuoso cansancio.

Extrañeza y embeleso ante la novedad de constituirme en su pequeña modelo.

Por fin, terminó. Y en lugar de verme ante un espejo, estaba allí, retratada en un lienzo.

Estábamos en su dormitorio, cerca de la puerta de salida del piso de mi abuela, en Callao y Juncal. Me mostró sus libros de arte.

—Héctor, no me gusta pintar. No sé —le confesé.

Me miró con amoroso respeto y dijo:

—No importa. Aunque nunca pintes, es importante que aprendas a mirar un cuadro.

Después, se fue. Como casi todas las noches.

Detrás de la puerta estaba el misterio. Movía mi imaginación.

Crecía en situaciones y personajes.

¿A dónde va? ¿Qué hace? ¿Con quiénes se encuentra?

Desde muy niña pasaba temporadas en la casa de mi abuela.

Dormía con mi tía Alcira. En esa casa había piano de cola, música de Chopin, Debussy, Bach…

Yo me quedaba horas y horas… escuchando a Héctor. Nunca había estudiado música; jamás, pintura; pero tocaba el piano, restauraba cuadros antiguos, pintaba.

Yo era muy feliz.

Me fui a dormir.

Al día siguiente, me desperté sobresaltada.

—Alcira, no sé… Tengo una sensación rara. Anoche soñé que salía del cuarto. Pasaba por el comedor. Corría las sillas. Allí estaban los gallos de madera. Me asustaban pero seguía. Entraba al dormitorio de Héctor a mirar libros de pintura.

Al mediodía nos reunimos mi abuela Adela y mis tíos Alcira y Héctor para almorzar.

—No sé qué pasó, no lo entiendo… Aún siento que sucedió algo notable, extraño —comentó Héctor—. Cuando regresé, a la madrugada, me encontré con las luces del salón encendidas, los libros abiertos… Pero no pudo haber sido un ladrón… Hay obras de arte muy valiosas… No falta nada.

Alcira me miró. Yo palidecí. No había dudas. ¡Me había levantado sonámbula!

«¡Ay, qué miedo! —pensé—. ¿Y si la próxima vez se me ocurría ir al balcón y tirarme?»

Mis amenazantes pensamientos fueron interrumpidos por Héctor.

Me dio la mano para conducirme a su dormitorio.

Allí, numerosos libros de pintura desparramados sobre el piso, sobre la cómoda.

Entre ellos, uno de Tintoretto.