Capítulo 3

La escasa luz del studio d’artista de Tintoretto incitaban al deseo. Era de noche. La semipenumbra, cómplice de los pinceles de Il Furioso, reinaba en el taller y le daba la fuerza necesaria para proseguir con su ardua tarea.

Siempre comprometido con su energía interior, Jacopo pintaba sin cesar.

Durante el día, en un momento de sosiego, recorría el huerto para cortar las flores azules y violáceas de la borraja y se las zampaba crudas, allí mismo, de parado, luego de soplar los pequeños insectos que caminaban por el interior. Las masticaba con delectación para que desprendieran el intenso sabor que tanto le gustaba. Un viejo valido del rey Maximiliano I de Austria al que conoció durante la composición de El asedio de Asola había ponderado las propiedades de esta planta traída de Egipto y desde entonces había dejado que invadiera el huerto de modo que pudiera recrear la vista y gozar de ella en abundancia. De abril a noviembre, tras engullir su ración diaria de florecillas de borraja, cortaba una hoja pilosa, la extendía sobre su palma y recogía las flores púrpuras para macerarlas en ajenjo, bebida que ingería todo el año y que le daba el vigor irrefrenable que lo caracterizaba.

Muy pocos sabían que los extraordinarios azules de los cielos celestiales que tanto admiraban en sus lienzos sus benefactores provenían de las flores de la borraja que también lo cuidaban y le infundían valor. Los amarillos venían de los eneldos y los brillantes naranjas, de los botones de las caléndulas de su generoso huerto.

Su padre le había enseñado, como si fuera un alquimista, a preparar los colores a la vieja usanza de las fullonicae y tinctoriare romanas: mezclando la rubia con lacas, el pastel, el quermes y otras tinturas parecidas obtenidas del vitriolo, alumbre, agallas, líquenes y mariscos. Giovanni Robusti y los tintoreros locales habían logrado tal perfección en su oficio que su tintura roja —un enjuague de sangres rubicundas de distintos animales— era reconocida más allá de los límites de la laguna como «escarlata de Venecia».

Desde joven, Jacopo trató con los pillos, truhanes y malhechores que se acercaban al taller para proveerle materiales de dudosa procedencia y orines que recolectaban de los baños públicos y de las hornacinas diseminadas por las calles de la ciudad para que los viandantes aliviaran sus vejigas. Y desde entonces supo cómo agenciarse los implementos para concebir los colores que bañaban su rica paleta.

Incansable, cuando experimentaba, recurría a Maraviglia dell’arte dei tintori, el libro que su padre le había legado y que recogía las distintas técnicas y artificios que utilizaban los tintoreros vernáculos reunidos en la corporazioni. Allí se describía taxativamente la prohibición de adulterar el vermeio —el quermes de Oriente— con sustancias vegetales. Pero en su afán de expandir su gama, no dudó en experimentar con un nuevo granate obtenido a partir de la cochinilla, un producto que llegaba desde las Indias, ese territorio al que todo el mundo mentaba como el Paraíso en la tierra.

En el año 1550, Jacopo se había casado con Faustina Episcopi, hija de un funcionario de la Scuola Grande di San Marco. Con ella tuvo seis hijos. Marietta era fruto de su relación con Cornelia, que ya había muerto.

Durante esa noche de maravillosa semipenumbra, el brillo de la honesta cortesana se derramaba en los colores del cuadro. Las luces y las sombras giraban de un modo mágico.

El pintor pasaba junto a Veronica Franco horas y horas sin dormir. Entre pinceles y sexo. Entre colores y orgasmos, Il Furioso volcaba su pasión en la tela y el cuerpo de la bella mujer.

Amor sagrado y amor profano era un famoso cuadro del maestro Tiziano. Para Tintoretto era la obra más importante realizada por su antiguo maestro porque oponía claramente los mundos posibles que habitan las dos Venus, el terrenal y el celestial. La naturaleza está allí, briosa, pujante, bella, desnuda. Pero si es la obra de Dios, la naturaleza es el camino para acceder a Él. El contraste entre la existencia y la trascendencia lo conmovían.

Era, también, el tema de Veronica. Amor por la belleza que la rodeaba y por la que imaginaba más allá, en ese sitio espléndido que tenía reservado en las alturas. Era lo que en un poema ella llama «los milagros sobrenaturales del amor». Un sabio que había peregrinado hacia Roma y que más tarde visitó Venecia en otra clase de misión, se maravilló con esta honesta cortesana que, tras brindarle contento, memorizó unos versos que la impactaron:

Cuando contemplo el cielo
de innumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado,
el amor y la pena despiertan en mi pecho
un ansia ardiente;
despiden larga vena
los ojos hechos fuente.

Tintoretto le transmitía a su modelo fragmentos de los recuerdos de la obra que atesoraba en su mente, la composición, los magníficos colores de los vestidos de ambas Venus… mientras ella le recitaba retazos de ese poema.

El pintor creyó que los versos de Veronica eran propios.

La honesta cortesana siguió:

Aquí vive el contento, aquí reina la paz;
aquí, asentado en rico y alto asiento,
está el amor sagrado,
de glorias y deleites rodeado.
Inmensa hermosura aquí se muestra toda,
y resplandece clarísima luz pura,
que jamás anochece;
eterna primavera aquí florece.
¡Oh campos verdaderos!
¡Oh prados con verdad frescos y amenos!
¡Riquísimos mineros!
¡Oh deleitosos senos!
¡Repuestos valles, de mil bienes llenos!»

—¡Bravo! —exclamó exultante el pintor—. «¡Oh deleitosos senos!» —repitió el verso y se sumergió en el escote de su modelo.

Uno y otra se dejaban llevar por los estados del alma. Los dos exploraban el miedo que se apodera de los amantes.

Desde la pintura. Desde la literatura. Lo sagrado y lo profano no son conflicto, sino armonía.

Veronica sabía complacerlo. Sus versos volvían una vez más:

Que tu deseo alcanzará a tu esperanza.
Y mi belleza, siendo tal cual es,
y que nunca te cansas de alabar,
la usaré en tu contento,
yaciendo dulcemente a tu izquierda,
te haré probar las delicias del amor.
Cuando las hayas aprendido bien,
y al hacer esto, te podré dar tanto placer…

Ebrios de arte y placer, Veronica y Tintoretto no se daban tregua. La plasticidad de los cuerpos y de la tela les proporcionaba una excitación desbordante. Ella, seducida por su retrato, se dejaba amar por ese hombre que la idolatraba; él, como si practicara sexo con dos mujeres a la vez, alcanzaba la cúspide de un orgasmo desconocido.

«¿Acaso es el sexo la mayor fuente de felicidad humana?», se preguntó Tintoretto, acostumbrado al coito conyugal sólo para engendrar a sus hijos y, ocasionalmente, con una pequeña que lo volvía loco desde que la había desflorado. Pero esta mujer era una delicia poco común y se encontraba en su estudio, entregada a los placeres carnales.

«¿Acaso es este arte sublime la mayor fuente de felicidad humana?», indagó en su interior la cortesana que había aprendido de sus amantes sobre la industria del cristal, de mares y lejanas tierras, de política, razones de Estado y rencillas históricas entre soberanos y papas, de comercio y normas de comportamiento. Pero este hombre la hacía vibrar de un modo nuevo e inexplicable.

El pintor le pidió que se vistiera, que acomodara sus ropas para continuar con el trabajo, tomó una copa de su brebaje tonificante de ajenjo de borraja, le convidó otra de buen mosto del Rhin a Veronica y embebió los pinceles en los colores que le daban forma a la tela.

Ella, fascinada por la pasión del arte, reflexionaba: «No sé, yo tan segura… Ansío descubrirme a través de los ojos del pintor. Porque yo… disfruto con las conversaciones de mis protectores. Comparto la alegría del sexo. Pero cuando quedo sola extraño el amor de Marco. Marco, casado con una insulsa aristócrata. Sin amor, sin intercambio de ideas… ¿Podría soportar yo una relación así? No, de ninguna manera. Porque a mí me gusta ser amiga de mi hombre, leer juntos, conversar de todos los temas. Sin censuras. Compartir el sexo con amor pero libre, sin límites. Una entrega de cuerpo y alma. Esa unión casi mística que pocos se atreven a encontrar. Acompañarlo a las reuniones literarias y políticas y, además, por qué no, ser su esposa. Marco, querido, te extraño. Tintoretto, mi amigo, ¿podrás pintar esta íntima tristeza? ¿Qué debo hacer? ¡Respóndeme con tu cuadro!»

Él continuaba, frenético. Al fin, ella iba a ser un retrato. Agradable, sin nombre, para siempre callada aunque guardaría para sí y por siempre el recuerdo de los intercambios con su modelo.

Por la noche se empezaron a escuchar algunas voces. Llegaban de la calle.

Faustina, la diligente esposa, fue hacia la puerta.

Al abrirla, tres hombres gritaron al unísono:

—Queremos ver al artista —apelaron Domenico Venier y sus sobrinos, Marco y Maffio.

—No, mi marido está trabajando —se excusó la mujer en un vano intentó por impedir que las visitas avanzaran.

Imposible.

Sin pedir permiso, ya se habían sentado en los sillones de la sala.

El senador reía, amable, seguro de sí mismo. Definitivamente seductor.

Como de costumbre, Faustina callaba, sumisa. Sin palabras, se encaminó hacia la cocina.

El mecenas acarició la inocente cabeza de uno de los niños de la casa.

Al rato, apareció un jovencito.

—¿Cómo te llamas? —lo interrogó Venier.

—Domenico, señor.

¡Come io!

—¡Qué honor! —respondió el hijo mayor de Tintoretto mientras estrechaba su mano.

Maffio miraba con no disimulada desfachatez a las hijas del pintor.

Marco contemplaba extasiado el cuadro de la Virgen niña. María, llevada por la fuerza de la luz, sube hacia ella. Conmovido, pensó: «María es para todos los cristianos el mejor ejemplo de fe practicada. ¡Qué extraordinario nuestro artista! Puede pintar tanto el cuerpo de una mujer desnuda como la más elevada imagen mística. Todo conmueve… Tanto el brillo de su Venus como esta luminosidad de la Virgen niña elevándose hacia el suave resplandor del cielo.»

Alguien tocó suavemente el hombro de Marco. Era Faustina, que llegaba con la bebida. Él recibió con una sonrisa la copa de un moscatel de Candía.

—Disculpe, señora, no la vi. Este cuadro de su marido me atrapa.

Ella se sonrojó. Y, silenciosa, volvió a la cocina.

Cuando regresaba con tortas de pichón, carnes saladas y pavipollos guarnecidos de pastel frito, alguien golpeó a la puerta.

Al abrirse, todos enmudecieron ante la madura belleza de una mujer.

—Mi querida señora, ¡qué placer volver a verla! —se adelantó Domenico.

Ella avanzaba altiva. Dueña del lugar y de la situación.

El tío se acercó a Maffio:

—Te presento a…

—Ya la conozco. Catálogo de todas las principales y más honorables cortesanas de Venecia…

Ella lo interrumpió con una sonrisa:

—Paola Franco, a Santa Maria Formosa, pieza lei medema, scudi 2.

Maffio le extendió la mano para saludarla. Enseguida, siguió comiendo con la cabeza gacha. Paola, como si nada, continuó saludando al grupo.

Todos, invitados y dueños de casa, continuaban platicando cuando, desde la escalera, se escucharon unos pasos.

—Amici!

Con las manos vestidas de colores, Il Furioso empezó a abrazar a las visitas.

Con los ojos ebrios de resplandor, Marco Venier giró su cabeza. Dejó el goce del cuadro para contemplar a Veronica.

Veronica Franco. Cabellos revueltos, el colorado de su pelo manchaba la blancura de la túnica. La porcelana de su escote se detenía en el rubí de sus pezones.

Veronica, la cortesana para todos; menos, para él. Veronica, la mujer que le había brindado su virginidad.

Todos hablaban. Ellos, no. No podían contener esa vibración única e irrepetible que los unía sin tocarse. Un indescriptible estremecimiento los envolvía. Se amaban sólo con las miradas porque sus ojos nunca habían olvidado los paseos en góndola, ni los arrumacos que se profesaron bajo el cielo sereno de Venecia.

En un rincón, el mecenas y la madre de la modelo cuchicheaban.

La voz estridente del pintor irrumpió:

—Subo para mostrarles la pintura.

El tiempo junto al dueño de casa era más intenso, más acelerado. El cuadro inconcluso de la joven mujer ya estaba en la sala.

La obra acalló las voces. Inmovilizó a las personas.

La belleza de arte se imponía.

La modelo se miró en el dibujo. Se buscaba en las formas, en los colores…

Risas, suspiros, muebles que crujían por los movimientos de mujeres y hombres, ávidos bocados iban desnudando la blancura de los huesos de corderos y cerdos.

Marco la contemplaba.

Ella sólo miraba.

Maffio la deseaba.

Ella sólo se miraba.

«¿Esta soy yo? ¿Soy esa niña que espía cuando sus hermanos estudian? ¿Por qué me casé? Paolo Panizza, el médico… ¡Qué breve matrimonio! ¿Habrá sido un sueño…? No, mi hijo es la prueba de que mi padre me obligó a casarme contra mi voluntad. Mi pequeño… vive… pero no conmigo. ¿Cómo cuidarlo? Su madre es cortesana. Mi nombre está en el Catálogo, como el de mi madre. Ella, viuda; yo, separada. Las dos queremos leer, ir a la biblioteca. Catálogo“Veronica Franco, a Santa Maria Formosa, pieza so mare, scudi 2”

—Veronica, Veronica… —llamaba la madre—. ¡Esta mujercita! Siempre soñando.

Paola le tocó el hombro izquierdo.

—Sí, mamma.

—Domenico Venier te invita a su salón, a su palazzo.

Arte. Sí, pintura, música, literatura, filosofía…

El hombre la observaba. La visión de sus manos sugería suavidad. Con incontenible sutileza excitaba sus sentidos.

Consciente de su encanto, Veronica abría con inocencia su boca. Al hablar, su lengua comenzaba a aletear dentro y fuera de la boca de Domenico.

—¡Qué honor! ¿Por qué a mí?

La joven se acercó un poco más. El hombre experimentó una sensación de calidez. Luego, un estremecimiento que vivificaba tanto al cuerpo como al alma. Imposible contener el suspiro. Venier se sentía renacer.

Paola tomó de la mano a su hija. Sabía que el poderoso mecenas estaba hechizado.

—Le conté que lees, que escribes poesía, que sabes latín…

Madre e hija se sentaron junto a Domenico.

En un ámbito refinado y erótico saboreaban las comidas. Con exquisita sensualidad, Veronica acariciaba la seda que cubría el gran sillón. Luego, la tela de su bata. El pintor la observaba.

A los postres, Tintoretto invitó:

—Mia cara, yo también disfruto al tocar el tejido que nos llega de Oriente. Hablemos del gran veneciano que caminó la senda de la seda.

Cuando la hija del pintor llegaba con un libro, él le dijo:

—Marietta, aquí está la mujer del cuadro. —Yendo hasta el sillón, le presentó a Veronica. —La Tintoretta estaba ansiosa por conocerte.

Sin poder disimular su turbación, la joven anunció:

—Aquí lo tengo. El libro de Marco Polo. —Después de tocarse nerviosa varias veces su cabellera rubia, se sentó junto a la honesta cortesana para continuar diciendo: —El autor lo dictó en latín a su compañero de cautiverio, Rustichello de Pisa, para que lo escribiera.

Domenico se levantó. Después de besar la mano de Veronica, tomó el volumen entre sus manos, lo sopesó y comentó para los presentes:

—¡Ah, rica impresión de los talleres de Aldo Manuzio! —celebró y, sin quitar la vista de la mujer, agregó—: Es de 1296. Su autor, el gran veneciano Marco Polo. Puedes leer, Veronica. Eres cortesana, mujer que sabe latín. Puedes leer en voz alta.

Ella, triunfante, se levantó con una sonrisa. Se ubicó en el centro de la sala. Su voz brillaba. Apaciguaba y exaltaba envolviendo dulcemente al auditorio.

—Se llama Il Milione. Voy a leerles el capítulo LXIX, «De la hechura del Gran Kan».

Se sentó sobre un exquisito sillón de seda amarillo. Inclinó graciosamente la cabeza para comenzar:

—«El Gran Señor de los señores, que se llama Kubilai Kan, es de hermosa talla: ni pequeño ni grande, sino de hechura mediana. Es de carnes bien puestas; sus miembros están bien proporcionados. Tiene la faz blanca y bermeja como rosa, los ojos negros y hermosos, la nariz bien hecha y bien le cuadra. Tiene siempre cuatro mujeres, a las que considera sus legítimas esposas. Y el hijo primogénito que de estas hubo ha de ser, por derecho, señor del imperio después de la muerte de su padre. Se las llama emperatriz y a cada una por su nombre. Y cada una de estas damas tiene su propia corte, sin que en ninguna haya menos de trescientas doncellas, tiene muchos criados y escuderos y muchos otros hombres y mujeres; de tal guisa que cada una de estas damas tiene holgadamente mil personas en su corte. Y cuando quiere yacer con alguna de ellas la manda acudir a sus aposentos y a veces él va a los suyos.»

Al finalizar, Marietta agregó:

—Cuentan que Cristóbal Colón llevaba una copia de este libro.

—Una lectura de lo más apropiada para quien la Providencia lo enfrentó a una tierra ignota que necesitaba ser descrita —acotó Marco Venier.

—Confieso que me he topado por azar con el libro de Colón y que lo leí en secreto, a espaldas de mis hermanos y de mi padre. El lugar que describe es ideal, un lugar fresco, con agua, fuentes, pajarillos, tierras paradisíacas, ideales para vivir por ser extensas, llanas y fértiles, exuberantes en vegetación y fauna no dañina, con riquezas a la mano del hombre.

—Ah, mujer, tú sí que no has perdido el tiempo en banalidades… —dijo feliz y exultante Domenico Venier—. ¡Prosigue, por favor, que tu voz me trae gratos recuerdos!

—Los habitantes —siguió Veronica con su deslumbrante verba— eran dóciles, sin armas, puesto que no las conocían. —Y recitó de memoria: —«Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban con ignorancia».

Marietta la miraba incrédula. Tintoretto, absorto. Los Venier querían montar esa carne espléndida y erudita.

Su madre, orgullosa, ya escuchaba el tintinear de los ducados que caerían en sus manos tras esa velada. Al apreciar los semblantes embelesados de los hombres, Paola pensó: «No alcanzará el oro que alberga el palacio Della Zecca de Venecia para acuñar las monedas que vale Veronica».

Después de los exquisitos postres, el inquieto grupo decidió leer a Platón.

Mientras Veronica abría la boca para saborear una a una las cerezas y frutillas, su madre leyó el libro VII de La República.

—«Y así la ciudad nuestra y vuestra vivirá a la luz del día y no entre sueños, como viven ahora la mayor parte de ellas por obra de quienes luchan unos con otros por vanas sombras o se disputan el mando como si este fuera algún gran bien. Mas la verdad es, creo yo, lo siguiente: la ciudad en que estén menos ansiosos por ser gobernantes quienes hayan de serlo, esa ha de ser forzosamente la que viva mejor y con menos disensiones que ninguna; y la que tenga otra clase de gobernantes, de modo distinto.»

Época de voracidad intelectual. Rompían las cadenas del Medioevo para saciar el hambre de la cultura clásica. Una vez más, como en la mayoría de las reuniones del Cinquecento veneciano, el inquieto grupo pasó aquella noche con lecturas de fragmentos de La República y otras obras de Platón, como Timeo, donde el griego expone que la matriz femenina era un ser vivo en la que, por obra de la alquimia, el semen le confería el alma al feto mientras que los humores femeninos le forjaban el cuerpo.

Distendidos, los comensales dieron rienda suelta a la risa y Maffio los deleitó con el recitado de un libelo que se atribuía a un gascón que circulaba por esos días por la ciudad:

—«He oído hablar de una grande y bella señora, distinguida —Maffio remarcó esta palabra, enarcó las cejas y dirigió una leve mirada maliciosa hacia Paola—, a quien uno de nuestros reyes había impuesto el mote de “palmo de ficca”, de tan grande y ancho que lo tenía y no por casualidad, puesto que durante su vida ella se lo hizo medir a numerosos tenderos y agrimensores.»

Todos, invariablemente, festejaron la ocurrencia.

—Señor Maffio —lo desafió Paola—, ponga atención en una vulva calva y añeja que, por bien aprendida y catadora, sabrá consolarlo y ya no deseará ninguna otra en su reemplazo.

Las risas pusieron en ridículo a Maffio.

—¡Las que tú conoces, primo, tienen las cerdas tan largas y empinadas que se dirían los bigotes de un sarraceno! —alimentó la pulla Marco.

—¡Más! —exigieron.

Pero con la incipiente luz del día, Tintoretto despidió a sus amigos.

Veronica se iba con su madre cuando el dueño de casa besó el rojo de sus pezones. La labor quedaba inconclusa. La sed de tenerla nuevamente en su studio d’artista era patente.

Domenico, el poderoso senador, el gran poeta, el mecenas, cuchicheaba con Paola. Antes de retirarse, ella le hizo un guiño al hombre. Tomó la mano de su hija para acercarla a él.

—Tienes que venir a mi salón —le susurró al oído. El aliento rozó el cuello de la joven. —Cuanto antes. —Él respiraba obsceno, con una erección creciente, luego del cariz que había tomado el último tramo de la plática. —Te espero. —Le levantó el cabello para pasar la lengua por su oreja. —Esta noche nos has demostrado cuánto te gusta la literatura. Te espero —reiteró ansioso.

—Domenico Venier, político, mecenas… Hasta hace poco tiempo fue el protector de la filósofa Tullia d’Aragona. Tienes que presentarte en su palacio —insistía la madre.

Se despidieron.

Veronica subió a la góndola. Apretada en la oscuridad. Uno al lado del otro. Ella ya no percibía las dimensiones de su cuerpo. Cuerpo acorralado casi como un animal. Quería respirar mejor pero la imprescindible máscara se lo impedía. Ser otra para ser ella misma. Tenía que soportar los malos olores, el sudoroso roce de sus ocasionales compañeros de viaje.

La góndola se deslizaba por el Gran Canal. Veronica se sumergía en el sonido del agua.

Cerró los ojos.

Cuando los abrió, el Sol despuntaba ante ella y los colores volvían a brillar sobre los edificios erigidos sobre la fundamenta. La tibieza de los primeros rayos la hicieron sentir más tranquila. La mansedumbre del agua sólo era alterada por el rítmico remo del gondolero.

Alguien empezó a cantar.

«Si hubiera nacido varón, como mis hermanos», deseó.

Cansada, llegó a la casa.

Con el rojo de su espléndida cabellera sobre el sofá de seda de Oriente y almohadones de encaje, la cortesana entrecerró los ojos.

«Domenico… Venier», pensó.

«Marco… Estás condenado a mí», sentenció.

«Maestro… A ti volveré para que culmines tu obra.»

«Tullia d’Aragona… Madre, te conozco, ¿por qué tenías que mentarla?»

* * *

Estoy a punto de entrar a la sala del piso de mi abuela, en Juncal y Callao. Luces, suntuosas arañas de cristal, voces, cantos, piano… Una vez, el consagrado Arthur Rubinstein; otra, la ascendente Martha Argerich. La emoción envuelve mi pequeño cuerpo de niña. Vestido blanco, almidonado, impecable. Enrulada cabeza castaña. Gente, mucha, mucha gente habla, baila, ríe, se multiplica en los espejos. Todos brillan en los resplandores que contienen las paredes de cristal. Me pierdo en la estridencia del bullicio. Me detengo en una pintura del Renacimiento.

Alguien lleva un antifaz.

Siglo XVI, explosión de vida. Explosión de arte.

Obsesiones que me acompañan desde la infancia. Claroscuro, ser, parecer: temas de mis trabajos de investigación.

La mujer en el Siglo de Oro.

Ahora, Venecia.