Capítulo 11

Antes de presentar los argumentos de la defensa, Rathbone se entrevistó con sir Herbert a fin de darle las instrucciones pertinentes para cuando lo llamara al estrado.

No era una visita que le apeteciera hacer. Sir Herbert poseía inteligencia más que suficiente para darse cuenta de las pocas posibilidades que tenía y de lo mucho que el resultado del juicio dependía de las emociones, los prejuicios y las simpatías de los miembros del jurado. Sin duda se trataba de sentimientos que Rathbone sabía manejar a la perfección, pero no dejaban de ser elementos frágiles, de los que dependía la vida de un hombre. Las pruebas eran irrefutables. Ni el jurado más contumaz iría contra ellas.

Sin embargo, encontró a sir Herbert mucho más optimista de lo que esperaba. Iba recién lavado y afeitado y lucía ropa limpia. De no haber sido por las ojeras y cierta tendencia a retorcerse los dedos, podría haberse pensado que se disponía a ir al hospital para atender a sus pacientes.

—Buenos días, Rathbone —saludó en cuanto se cerró la puerta de la celda—. Ha llegado nuestro turno. ¿Cómo propone que empecemos? A mí me parece que Lovat-Smith no ha presentado una argumentación perfecta. No ha demostrado que fuera yo, ni podrá hacerlo. Lo cierto es que tampoco ha demostrado que no fuesen Taunton, Beck o incluso la señorita Cuthbertson, o alguna otra persona. ¿Cuál es su plan de acción? —Habría parecido que hablaba de una interesante intervención quirúrgica en la que no se jugaba nada personal, de no ser por cierta tensión en los músculos del cuello.

Rathbone no le contradijo, aunque dudaba que esos hechos tuvieran la importancia que sir Herbert les otorgaba. No le movía tanto la compasión como la necesidad de que su cliente se mantuviera tranquilo y seguro. Si se sentía amedrentado, los miembros del jurado lo percibirían y era muy fácil que identificaran el miedo con la culpabilidad. ¿Por qué debía temer su veredicto un hombre inocente?

—Primero lo llamaré a declarar —explicó, obligándose a sonreír con optimismo—. Le brindaré la oportunidad de negar que mantuvo una relación íntima con Prudence y, por supuesto, que la asesinó. También me gustaría que mencionara un par de incidentes específicos que quizás ella interpretara mal. —Observó a sir Herbert con atención—. Decir que era soñadora o tergiversaba la realidad no servirá.

—He intentado recordar —declaró sir Herbert sin apartar la mirada de Rathbone—, pero, ¡por el amor de Dios!, no recuerdo los comentarios banales que se hacen durante el día. No recuerdo que fuera algo más que cortés con ella. Por supuesto que la elogié, se lo merecía con creces, ¡pero es que era muy buena enfermera!

Rathbone permaneció en silencio, con expresión ceñuda.

—¡Por todos los santos! —exclamó sir Herbert girando sobre sus talones como si quisiera andar, pero estaba recluido en esas cuatro paredes, lo que le sacaba de quicio—. ¿Usted sería capaz de recordar todos y cada uno de los comentarios triviales que dirige a sus ayudantes y subordinados? Para mi desgracia, trabajo principalmente con mujeres. Tal vez no debería hacerlo —añadió con furia—, pero el de enfermera es un trabajo de mujeres y me atrevería a decir que resultaría muy difícil encontrar a hombres capaces y que además quisieran dedicarse a él.

Había elevado su tono paulatinamente, y Rathbone, dada su larga experiencia, dedujo que se debía al pánico, que en cualquier momento podía brotar a la superficie. Había sido testigo de ese estado de ánimo en numerosas ocasiones y, como siempre, sentía una punzada de lástima y todo el peso de la responsabilidad sobre sus espaldas. Introdujo las manos en los bolsillos y adoptó una postura más relajada.

—Le recomiendo encarecidamente que no diga nada por el estilo en el estrado. Recuerde que los miembros del jurado son personas normales y corrientes, que casi con certeza se sienten algo intimidadas y desorientadas ante el mundo de la medicina. Además, gracias a la señorita Nightingale, que se ha convertido en una heroína nacional, independientemente de lo que usted piense de ella, sus enfermeras también son muy queridas. No se le ocurra criticar a Prudence, ni siquiera de forma indirecta. Ése es el mejor consejo que puedo darle. Si habla mal de ella, firmará su condena.

Sir Herbert lo observó.

—Descuide —susurró—. Sí, por supuesto que lo entiendo.

—Responda sólo a lo que le pregunte, no se extienda. ¿Está claro?

—Sí, por supuesto, usted manda.

—No infravalore a Lovat-Smith. A veces parece un actor ambulante, pero es uno de los mejores abogados de Inglaterra. No permita que lo provoque para que diga más de lo necesario al contestar a sus preguntas. Lo halagará, lo enfurecerá, lo retará intelectualmente si considera que así conseguirá que pierda el control. La impresión que va a causar al jurado es su arma más importante. Él lo sabe tan bien como yo.

Sir Herbert estaba pálido y fruncía el entrecejo en una expresión de angustia. Observó a Rathbone como si quisiera adivinar qué pensaba.

—Seré prudente —aseguró—. Gracias por su consejo.

—No se preocupe. Éste es el momento más difícil. A partir de ahora llega nuestro turno y, a no ser que cometamos algún error estúpido, saldremos adelante.

Sir Herbert le tomó la mano y se la estrechó con fuerza.

—Gracias. Confío plenamente en usted y obedeceré sus instrucciones al pie de la letra. —Le soltó la mano y retrocedió un paso con una tímida sonrisa en los labios.

Como cada día, la sala del tribunal estaba atestada de espectadores y periodistas. Aquella mañana se respiraba un ambiente de expectación y de algo parecido a la esperanza. La defensa estaba a punto de presentar sus argumentos, y tal vez por fin hubiera revelaciones, dramatismo o incluso pruebas que inculparan a otra persona. Todo el mundo miraba al frente, los únicos sonidos que se oían no eran los comentarios de los asistentes, sino los roces y crujidos de los tejidos, las ballenas de los corsés y las suelas de cuero de los zapatos contra el suelo.

Rathbone no estaba tan bien preparado como hubiese deseado, pero no disponía de más tiempo. Tenía que dar la impresión de que no sólo sabía que sir Herbert era inocente, sino también quién había cometido el crimen en su lugar. Era plenamente consciente de que los miembros del jurado estaban pendientes de él, que observaban todos y cada uno de sus movimientos y reparaban en cada inflexión de su voz.

—Su Señoría, miembros del jurado —dijo con una leve sonrisa—, estoy convencido de que considerarán que resulta mucho más fácil para la acusación demostrar que un hombre es culpable de un delito que para la defensa probar su inocencia. Desgraciadamente no puedo hacerlo, por el momento, aunque siempre es posible que surja algo durante la presentación de las pruebas.

Los susurros de excitación fueron audibles, incluso el garabateo rápido de los lápices sobre el papel.

—No obstante —prosiguió—, la acusación no ha demostrado que sir Herbert Stanhope matara a Prudence Barrymore, sólo que pudo haberlo hecho… igual que muchas otras personas, entre las que podríamos incluir a Geoffrey Taunton, Nanette Cuthbertson o el doctor Beck. La idea central de su argumento —añadió al tiempo que señalaba a Lovat-Smith con un gesto despreocupado— es que sir Herbert poseía un buen motivo, tal como ponen de manifiesto las cartas que Prudence escribió a su hermana, Faith Barker. —Miró a los miembros del jurado y su sonrisa se hizo más amplia—. Sin embargo, demostraré que esas cartas pueden interpretarse de manera muy distinta, de forma que sir Herbert no parezca más culpable que cualquier otro hombre en su posición y con su talento, su modestia personal y con obligaciones más urgentes e importantes que atender.

Los asistentes estaban inquietos. Una mujer rolliza se inclinó para observar al acusado.

Antes de que Hardie se impacientara, Rathbone abordó su defensa de forma directa.

—Llamo a declarar a mi primer testigo, sir Herbert Stanhope.

Pasaron varios minutos desde que sir Herbert bajó del banco de los acusados hasta que reapareció en la sala. Dejó atrás a sus ujieres y recorrió el espacio que lo separaba del estrado andando bien erguido, vestido de forma impecable y con un porte majestuoso. Se produjo un silencio tan absoluto que parecía que todos contenían la respiración. El único sonido audible era el rasgueo de los lápices sobre el papel mientras los periodistas intentaban reflejar en palabras el ambiente que se vivía.

En cuanto sir Herbert llegó a lo alto de la escalera y se volvió, se percibió un pequeño revuelo cuando cientos de cabezas se inclinaron para observarlo y todos los presentes cambiaron de posición en el asiento. Permaneció bien erguido, con la cabeza alta, y Rathbone pensó que era una cuestión de seguridad, no de arrogancia. Observó el rostro de los miembros del jurado y advirtió su interés y un destello de respeto renuente.

El secretario del tribunal hizo que pronunciara su juramento, y Rathbone se acercó al estrado.

—Sir Herbert, hace unos siete años que es usted el cirujano jefe del Royal Free Hospital. Durante ese tiempo ha recibido la ayuda de numerosas enfermeras, probablemente de cientos, ¿no es así?

Sir Herbert enarcó sus finas cejas en señal de sorpresa.

—La verdad es que nunca se me ha ocurrido contarlas, pero sí, supongo que sí.

—¿Puede decirse que eran muy distintas en lo que a sus conocimientos y entrega se refiere?

—Me temo que sí —respondió sir Herbert con un gesto irónico casi imperceptible.

—¿Cuándo conoció a Prudence Barrymore? Sir Herbert meditó unos segundos. Reinaba un silencio absoluto en la sala, todas las miradas estaban fijas en su rostro. La atención total de los miembros del jurado no era una muestra de hostilidad, sino de interés y expectación.

—Debió de ser en julio de 1856 —contestó—. No puedo dar una fecha más precisa. —Tomó aire como si quisiera añadir algo, pero cambió de parecer.

Rathbone lo advirtió y se sintió satisfecho. Su cliente obedecía sus instrucciones. ¡Gracias a Dios!

—¿Recuerda la llegada de todas las enfermeras nuevas, sir Herbert?

—No, por supuesto. Hay muchas. Eh… —Se interrumpió.

Rathbone se divertía en parte. Sir Herbert seguía al pie de la letra sus consejos, lo que ponía de manifiesto cuan asustado estaba. Rathbone se figuró que no era un hombre acostumbrado a obedecer.

—¿Y por qué se fijó especialmente en la señorita Barrymore? —preguntó.

—Porque había estado en la guerra de Crimea —respondió—; era una joven de buena familia que había dedicado su vida al cuidado de los enfermos, con un coste personal considerable y a riesgo de su propia vida. No trabajaba porque necesitara el dinero para vivir, sino porque deseaba ser enfermera.

Rathbone percibió el débil murmullo de reconocimiento del público y la expresión de aprobación de los miembros del jurado.

—¿Estaba tan preparada y se entregaba a su trabajo tanto como usted esperaba?

—Más de lo que imaginé —contestó sir Herbert sin apartar la mirada de Rathbone. Se inclinó ligeramente en el estrado, con las manos sobre la barandilla y los brazos estirados. Su actitud reflejaba cierta humildad. Rathbone no podía haberlo instruido mejor—. Se mostraba infatigable en su trabajo —añadió—. Nunca llegaba tarde, jamás faltaba sin causa justificada. Poseía una memoria prodigiosa y aprendía con una rapidez considerable. Además, nadie tuvo nunca motivos para poner en duda su moralidad, en ningún sentido. Era una mujer excelente en todos los aspectos.

—¿Y hermosa? —preguntó Rathbone con una sonrisa.

Sir Herbert abrió los ojos como platos. Estaba claro que no esperaba aquella pregunta ni había pensado en una respuesta.

—Sí… supongo que sí. Me temo que me fijo en ese aspecto menos que la mayoría de los hombres. En esas circunstancias, me intereso más por las aptitudes de la mujer. —Lanzó una mirada al jurado, como si quisiera disculparse—. Las caras bonitas sirven de poco cuando hay que curar a los más enfermos. Sin embargo sí recuerdo que tenía unas manos muy hermosas. —No bajó la vista hacia las suyas, que tenía apoyadas en la barandilla.

—¿Estaba muy preparada como enfermera?

—Sí, eso he dicho.

—¿Lo suficiente para realizar una intervención quirúrgica? —inquirió Rathbone.

Sir Herbert pareció de nuevo sorprendido. Abrió la boca como si fuera a hablar, pero no articuló palabra.

—¿Sir Herbert? —insistió Rathbone.

—Era una enfermera excelente, ¡pero no era médico! Hay que comprender que existe una diferencia considerable, un abismo insalvable, de hecho. —Negó con la cabeza—. No había recibido formación académica. Sólo sabía lo que había aprendido con la práctica y la observación en el campo de batalla y en el hospital de Scutari. —Se inclinó con expresión concentrada—. Debe entender la diferencia entre esos conocimientos obtenidos al azar, de forma desordenada, sin referencias de causa y efecto, de opciones, de posibles complicaciones, sin conocimientos de anatomía ni farmacología, sin la experiencia y los historiales clínicos de otros médicos, los años de formación académica y práctica y el resto de conocimientos colaterales y suplementarios que ofrecen los estudios oficiales. —Volvió a sacudir la cabeza, esta vez con mayor vehemencia—. No, señor Rathbone, era una enfermera excelente, no he conocido a otra mejor, pero sin lugar a dudas no era médico. A decir verdad —agregó mientras miraba a Rathbone con los ojos brillantes—, creo que esas historias que hemos oído de que realizaba intervenciones en el campo de batalla no procedían de ella. No era una mujer arrogante ni mentirosa. Sospecho que interpretaron mal sus palabras, o incluso que las tergiversaron.

Se oyeron murmullos de aprobación entre el público, varias personas asintieron y miraron a quienes se sentaban a su lado. Dos miembros del jurado incluso sonrieron.

Había sido una jugada brillante desde el punto de vista emocional, pero tácticamente hacía que a Rathbone le resultara más difícil formular la siguiente pregunta. Se planteó dejarla para después; sin embargo, decidió que quizá fuese interpretado como una evasiva.

—Sir Herbert… —Dio un par de pasos hacia el estrado y alzó la vista—. Las pruebas que la acusación ha presentado contra usted consisten en unas cartas de Prudence Barrymore dirigidas a su hermana, en las que escribe a ésta sobre sus sentimientos hacia usted, la convicción de que usted la correspondía y, en un futuro muy próximo, la haría la más feliz de las mujeres. ¿Es una visión realista y sincera? Eran sus propias palabras, por lo que no hay posibilidad de tergiversación.

Sir Herbert negó con la cabeza, con expresión de desconcierto.

—Yo no les encuentro ninguna explicación —afirmó compungido—. Juro por Dios que nunca le di el menor motivo para que pensara que sentía algo por ella. He pasado horas, días, intentando recordar qué pude hacer o decir que le diera tal impresión y, sinceramente, no se me ocurre nada. —Volvió a negar con la cabeza mientras se mordía el labio inferior—. Tal vez sea porque soy un hombre de trato fácil y quizá me haya tomado la libertad de hablar de manera informal con las personas con quienes trabajo, pero no entiendo cómo alguien pudo interpretar mis palabras como declaraciones de afecto personal. Sencillamente hablaba con una colega leal en quien había depositado mi confianza.

Vaciló.

Varios miembros del jurado asintieron en señal de comprensión. De sus rostros se deducía que también ellos habían pasado por la misma experiencia. Aquella situación parecía razonable.

—¿Quizá fui descuidado? —se preguntó sir Herbert con gravedad—. No soy un hombre romántico. Llevo más de veinte años felizmente casado con la única mujer a quien he amado. —Sonrió con timidez.

Las mujeres del público se propinaron leves codazos.

—Ella podría decirles que tengo poca imaginación en ese aspecto de la vida —continuó sir Herbert—. Como habrán observado, no soy un hombre apuesto ni gallardo. Las mujeres nunca me han obsequiado con sus atenciones en ese sentido. Hay hombres más… —Titubeó mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas—. Hay hombres más seductores y dispuestos para ese papel. Contamos con un buen número de médicos en prácticas con talento, jóvenes, con buena presencia y un futuro prometedor por delante. Por supuesto, también hay otros doctores mucho más encantadores y atractivos que yo. Si he de ser sincero, jamás se me ocurrió que nadie pudiera contemplarme con esos ojos.

Rathbone adoptó una expresión comprensiva, aunque sir Herbert lo hacía tan bien que no necesitaba su ayuda.

—¿En alguna ocasión la señorita Barrymore le dijo algo que lo sorprendiera porque demostrara una admiración inusual, más personal que profesional? —preguntó—. Supongo que está acostumbrado a las muestras de respeto por parte de sus colaboradores y a la gratitud de sus pacientes pero, por favor, trate de recordar.

Sir Herbert se encogió de hombros y esbozó una sonrisa de disculpa.

—Créame, señor Rathbone, lo he intentado, pero las horas que pasé en compañía de la enfermera Barrymore, que reconozco fueron muchas, yo tenía en mente el caso médico de que nos ocupábamos. Nunca la vi en relación con ningún otro asunto. —Juntó las cejas en gesto de concentración—. Pensaba en ella con respeto y confianza, convencido de su entrega y capacidades, pero no como mujer. —Bajó la mirada—. Por lo visto me equivoqué de medio a medio, lo que lamento profundamente. Soy padre, como sin duda saben, pero mi profesión me ha obligado a dejar la educación de mis hijas en manos de mi esposa. No conozco demasiado bien las costumbres de las jóvenes, no tanto como debería, o al menos como otros hombres cuya vida profesional les permite pasar más tiempo en su casa, con su familia, que a mí.

Se oyeron susurros de apoyo entre el público.

—Es un precio que no pago de buen grado —prosiguió sir Herbert—. Parece que tal vez pudo dar pie a un trágico malentendido por parte de la enfermera Barrymore. A mí… no se me ocurre ningún comentario concreto que pudiera haberla alentado. Yo sólo pensaba en nuestros pacientes, y eso lo sé con certeza. —Bajó la voz y con severidad y vehemencia, añadió—: En ningún momento pretendí mantener una relación amorosa con la señorita Barrymore, ni hice ni dije nada que fuera indecoroso o que una persona objetiva pudiera considerar una insinuación o expresión de interés personal. De eso estoy tan seguro como de que ahora me encuentro ante este tribunal.

Fue magnífico. Ni Rathbone hubiera escrito un guión mejor.

—Gracias, sir Herbert. Ha explicado esta situación trágica de un modo que creo todos comprendemos. —El abogado miró al jurado con expresión compungida—. Yo también he tenido encuentros embarazosos, al igual, me atrevería a decir, que los caballeros del jurado. Las prioridades en la vida y los sueños de las mujeres jóvenes son a veces distintos de los nuestros y quizá nos mostramos insensibles hacia ellas, lo que puede comportar consecuencias peligrosas e incluso dramáticas. —Volvió la cabeza hacia el testigo—. Permanezca donde está, sir Herbert. Sin duda mi distinguido colega tendrá preguntas que hacerle.

Sonrió a Lovat-Smith cuando regresó a su mesa.

Lovat-Smith se levantó y se alisó la toga antes de dirigirse hacia el centro de la sala. No miró ni a derecha ni a izquierda, sino directamente al acusado.

—Según ha dicho, sir Herbert, usted no se considera un donjuán; ¿es eso cierto? —preguntó con cortesía, incluso con amabilidad. No transmitía ninguna sensación de pánico o derrota, sólo deferencia hacia un hombre que gozaba de la estima del público.

Rathbone sabía que estaba interpretando un papel. Lovat-Smith era tan consciente como él de lo fabulosa que había sido la declaración de sir Herbert. No obstante, esa seguridad incomodaba un poco a Rathbone.

—Sí —respondió sir Herbert con cierto recelo—, eso es.

Rathbone cerró los ojos. Ojalá sir Herbert recordara sus consejos. «¡Qué no diga nada más! —se repetía el abogado una y otra vez—. Que no añada nada. Que no le dé más pistas. Que no se deje llevar por él. Es nuestro enemigo.»

—Sin embargo debe de conocer el carácter de las mujeres… —aventuró Lovat-Smith.

Sir Herbert no dijo nada.

Rathbone exhaló un suspiro de alivio.

—Lleva muchos años casado —recordó Lovat-Smith—. Ha tenido tres hijas. No sea injusto con usted mismo, caballero. Sé de fuentes fiables que su vida familiar es satisfactoria y ordenada, y que es usted un esposo y un padre excelentes.

—Gracias —dijo sir Herbert.

Lovat-Smith tensó los músculos de la cara. Entre el público se oyó una débil risita que se apagó de inmediato.

—No pretendía halagarlo, caballero —dijo Lovat-Smith con cierta aspereza. Se apresuró a continuar para evitar que hubiera más risas—. Trataba de demostrar que la forma de ser de las mujeres no le resulta tan desconocida como quiere que creamos. Ha dicho que mantiene una relación excelente con su esposa y no tengo razones para dudarlo. Por lo menos es innegable que es larga y estrecha.

Volvieron a oírse risas ahogadas, pero fueron breves. El público estaba del lado de sir Herbert; Lovat-Smith lo advirtió y se propuso no volver a cometer ese error.

—Supongo que no pretende que crea que desconoce la naturaleza y los sentimientos de las mujeres, cómo reaccionan ante los halagos o atenciones…

En aquel momento sir Herbert no tenía quien lo guiara. Estaba solo frente al enemigo. Rathbone apretó los dientes.

Sir Herbert permaneció callado unos minutos. Hardie lo miró con expresión inquisitiva. Lovat-Smith sonrió.

—No creo —repuso por fin sir Herbert mirando de hito en hito a Lovat-Smith— que pueda compararse la relación que me une a mi esposa con la que mantengo con las enfermeras, ni siquiera con las mejores, entre las cuales, sin duda, se encontraba la señorita Barrymore. Mi esposa me conoce y no malinterpreta mis palabras. No tengo que preocuparme de que me entienda. Por otro lado, mi relación con mis hijas no tiene nada que ver con el tema que nos ocupa. Insisto en que no existe comparación posible. —Se calló bruscamente sin apartar la vista de Lovat-Smith.

Los miembros del jurado asintieron en señal de aquiescencia.

Lovat-Smith decidió cambiar de táctica.

—¿La señorita Barrymore era la única joven de buena familia con quien ha trabajado, sir Herbert?

El acusado sonrió.

—Esta clase de mujeres ha empezado a interesarse por la enfermería en época muy reciente. De hecho, desde que la labor realizada por la señorita Nightingale en la guerra de Crimea se ha popularizado tanto, muchas jóvenes desean emularla. Por supuesto, están las que trabajaron con ella, como la señorita Barrymore, y mi enfermera más destacada en estos momentos, la señorita Latterly. Con anterioridad, las únicas damas de buena familia que tenían algo que ver con el hospital, sin desempeñar un trabajo propiamente dicho, eran las que formaban parte del consejo rector, como lady Ross Gilbert y lady Callandra Daviot, y no son fáciles de impresionar desde un punto de vista romántico.

Rathbone exhaló un suspiro de alivio. Sir Herbert había salido airoso. Incluso había evitado decir que Berenice y Callandra ya no eran jóvenes.

Lovat-Smith encajó bien el golpe y probó suerte de nuevo.

—Sir Herbert, ¿me equivoco si digo que está acostumbrado a que lo admiren?

Sir Herbert vaciló.

—Preferiría hablar de respeto —declaró con la intención de no parecer vanidoso.

—Lo supongo. —Lovat-Smith esbozó una amplia sonrisa—. Sin embargo, me refería a admiración. ¿Sus pupilos no lo admiran?

—Sería mejor que se lo preguntara a ellos.

—¡Oh, vamos! —Lovat-Smith desplegó una sonrisa aún más amplia—. Deje esa falsa modestia, por favor. No nos encontramos en una sala de estar donde imperan los buenos modales. —De repente endureció el tono de voz—. Usted está acostumbrado a que le profesen una admiración excesiva, a que quienes lo rodean estén pendientes de cada una de sus palabras. Al tribunal le resultará difícil creer que no sabe distinguir entre el entusiasmo excesivo, la adulación y un aprecio personal y, por consiguiente, sumamente peligroso.

—Todos los médicos en prácticas son hombres jóvenes —repuso sir Herbert con cierta perplejidad—. Uno no se plantea la posibilidad de mantener un romance con ellos.

Dos o tres miembros del jurado sonrieron.

—¿Y las enfermeras? —insistió Lovat-Smith.

—Disculpe si soy un tanto categórico —dijo sir Herbert con paciencia—, pero creo que ya hemos hablado de ese tema. Hasta época muy reciente no pertenecían a una clase social con la que fuera posible entablar una relación personal.

Lovat-Smith no mostró el menor desconcierto. Se limitó a sonreír ligeramente.

—¿Y sus pacientes, sir Herbert? ¿También eran todos hombres, todos viejos o todos de una clase social demasiado baja para tenerlos en consideración?

Sir Herbert se ruborizó.

—Por supuesto que no —respondió con voz queda—, pero la gratitud y la confianza de un paciente son muy distintas. Yo las acepto como parte de mi labor profesional, del temor y el dolor naturales de los enfermos; no las considero una cuestión personal. Su intensidad es pasajera, aunque la gratitud permanezca. Muchos médicos son objeto de tales sentimientos y los aceptan como lo que son. Confundirlos con amor sería una estupidez.

Bien, pensó Rathbone. Ahora ya puede callarse, por el amor de Dios. Que no lo estropee añadiendo algo más.

Sir Herbert abrió la boca y acto seguido, como si hubiera leído los pensamientos de Rathbone, la cerró.

Lovat-Smith, que seguía en el centro de la sala, miraba hacia el estrado con la cabeza un tanto ladeada.

—Así pues, a pesar de su experiencia con su esposa, sus hijas, sus pacientes agradecidos y confiados, ¿le sorprendió que Prudence Barrymore expresara su amor y entrega hacia usted? ¡Debió de resultarle una experiencia alarmante y bochornosa, puesto que es un hombre felizmente casado!

Sir Herbert no se dejaba confundir.

—Es que no lo expresó. Nunca dijo ni hizo nada que me indujera a suponer que su consideración por mí fuera algo más que profesional. Me enteré por primera vez cuando se leyeron sus cartas aquí.

—¿De veras? —preguntó Lovat-Smith con incredulidad al tiempo que meneaba la cabeza—. ¿De verdad espera que el jurado le crea? —Señaló a sus miembros con la mano—. Son hombres inteligentes y experimentados. Dudo que los considere tan… ingenuos. —Dio media vuelta y se dirigió a su mesa.

—En efecto, espero que me crean —afirmó sir Herbert, que se había inclinado para agarrarse a la barandilla—. Es la verdad. Tal vez fuera descuidado, o quizá no la viera como a una mujer joven y romántica, sino como a una profesional digna de confianza. Quizá sea pecado, y es algo que lamentaré eternamente, ¡pero no es un motivo para cometer un asesinato!

Se oyó un breve murmuro de elogios entre el público. Alguien exclamó: «¡Bien dicho!», y el juez Hardie le lanzó una mirada. Un miembro del jurado sonrió y asintió.

—¿Desea volver a interrogar a su testigo, señor Rathbone? —preguntó el juez.

—No, gracias, Su Señoría —contestó Rathbone. Hardie indicó a sir Herbert que podía retirarse, y éste se dirigió con dignidad y la cabeza alta al banco de los acusados.

Rathbone llamó a declarar a varios colegas de profesión de su cliente. No les formuló todas las preguntas que había planeado porque la impresión que sir Herbert había causado al tribunal había sido tan buena que no deseaba mermarla con declaraciones que parecerían superfluas en su mayor parte. Se limitó a pedirles su opinión sobre sir Herbert como colega, y todos dieron fe de su gran calidad y entrega profesionales. Asimismo les preguntó por su reputación moral, que coincidieron en calificar de irreprochable.

Lovat-Smith no se molestó en interrogarlos. Aparentó aburrirse profundamente mientras Rathbone hablaba y, cuando le llegó el turno, esperó varios segundos antes de hablar. No llegó a afirmar que la lealtad de esos testigos era predecible, pero lo dio a entender. Rathbone sabía que se trataba de un ardid para aburrir al jurado y hacerle olvidar la impresión que sir Herbert les había causado. De la expresión de sus rostros se deducía que el acusado se había granjeado su simpatía, pero si insistía más en ello corría el riesgo de perder su atención. Tras dar las gracias al médico que se sentaba en el estrado en esos momentos, anunció que no interrogaría a más doctores, con la excepción de Kristian Beck.

No llamarlo a declarar habría constituido una omisión grave; además, deseaba sembrar en la mente de los miembros del jurado la posibilidad de que Beck hubiera asesinado a Prudence.

Kristian subió al estrado sin tener idea de lo que le aguardaba. Rathbone sólo le había comentado que debía testificar sobre la personalidad de sir Herbert.

—Doctor Beck, usted es médico y cirujano, ¿no es así?

—En efecto —respondió Kristian algo sorprendido, pues ese hecho carecía de relevancia.

—Según tengo entendido, ha ejercido en distintos países, entre ellos su Bohemia natal. —Deseaba dejar claro a los miembros del jurado que Beck era extranjero, así como su diferencia con respecto al carácter esencialmente inglés y previsible de sir Herbert. Era una tarea que le desagradaba, pero la sombra de una soga al cuello hace que la mente tome derroteros extraños.

—Sí —afirmó Kristian.

—Ha trabajado con sir Herbert Stanhope durante diez u once años, ¿no es así?

—Sí, aproximadamente —convino Kristian. Su acento extranjero era apenas perceptible; sólo se notaba por el modo en que pronunciaba ciertas vocales—. Sin embargo, pocas veces colaboramos porque nos dedicamos al mismo campo, pero conozco su fama, tanto personal como profesional, y nos vemos con frecuencia. —Su expresión era abierta y sincera, y su intención de ayudar, evidente.

—Entiendo —dijo Rathbone—. ¿Qué reputación personal tiene sir Herbert, doctor Beck?

A Kristian pareció divertirle la pregunta.

—Se le considera presuntuoso, un tanto autoritario, orgulloso, con razón, de sus habilidades y logros, un maestro excelente y un hombre de una integridad moral sin fisuras. —Dedicó una sonrisa a Rathbone—. Como es natural, sus subalternos hacen bromas sobre él y lo ridiculizan de vez en cuando, como nos ocurre a todos, pero nunca he oído sugerir, ni siquiera a su pupilo más irresponsable, que su comportamiento con las mujeres no fuera totalmente correcto.

—Se ha insinuado que es un tanto ingenuo con respecto a las mujeres. —Rathbone elevó el tono de voz—. Sobre todo con las jóvenes. ¿Comparte usted esa opinión, señor Beck?

—Yo emplearía la palabra «indiferente» —respondió el testigo—, pero supongo que «ingenuo» no se aleja demasiado de la realidad. Es algo que antes ni siquiera me había planteado pero, si quiere que diga que me resulta muy difícil creer que tuviera un interés sentimental por la enfermera Barrymore o que no se diera cuenta de que ella sí podía sentir algo por él, no me cuesta nada hacerlo. Sin embargo me resulta increíble que la enfermera Barrymore estuviera enamorada en secreto de sir Herbert. —Una pausa de duda cruzó por su rostro, y miró a Rathbone fijamente.

—¿Le resulta increíble, doctor Beck? —preguntó Rathbone.

—Sí.

—¿Se considera usted un hombre ingenuo o poco mundano?

Kristian adoptó una expresión burlona.

—No, no, de ninguna manera.

—Entonces, si le resulta sorprendente y difícil de aceptar, ¿le cuesta creer que sir Herbert no se diera cuenta? —Rathbone no podía evitar transmitir una sensación de triunfo, aunque lo intentaba.

Kristian parecía compungido y quizás un tanto asombrado.

—No, no, eso sería lo más normal.

Rathbone pensó en todas las sospechas que Monk había levantado con respecto a Kristian Beck: la discusión que sostuvo con Prudence y que alguien oyó, las posibilidades de que existiera un chantaje, la presencia de Kristian Beck en el hospital la noche anterior al asesinato, el fallecimiento de su paciente cuando él esperaba que se recuperase; pero sólo eran eso, sospechas. No había pruebas concluyentes al respecto. Si exponía todos esos hechos en el tribunal, tal vez los miembros del jurado se plantearan que Beck también podía ser sospechoso. Por otro lado, quizás eso sólo sirviera para perder su apoyo y poner de manifiesto su propia desesperación. Resultaría desagradable. Por el momento contaba con su respaldo y quizá fuera suficiente para que emitieran un veredicto favorable. La vida de sir Herbert podía depender de esa decisión.

¿Debía acusar a Beck? Observó su rostro, de rasgos extranjeros, boca sensual y ojos hermosos. Transmitía demasiada inteligencia, demasiada perspicacia; tal vez corriera un riesgo innecesario. Tal como estaba la situación, la balanza se inclinaba de su lado. Rathbone lo sabía, y Lovat-Smith también.

—Gracias, doctor Beck. Eso es todo. Lovat-Smith se levantó de inmediato y se dirigió hacia el estrado.

—Doctor Beck, su trabajo de médico y cirujano ocupa la mayor parte de su tiempo, ¿verdad?

—Sí —reconoció Kristian con el entrecejo fruncido.

—¿Dedica muchos ratos a pensar en los posibles romances que se producen en el hospital y en si una persona percibe los sentimientos que inspira en otra?

—No —respondió Kristian.

—¿Dedica siquiera algo de tiempo a esos pensamientos? —insistió Lovat-Smith.

Kristian, sin embargo, no era tan fácil de dominar.

—No hace falta pensar en exceso, señor Lovat-Smith. Es una cuestión de simple observación. Estoy convencido de que usted se fija en sus colegas, aunque se concentre al máximo en su profesión.

Era una verdad tan evidente que Lovat-Smith no podía negarla. Vaciló un momento antes de hablar.

—Ninguno de mis compañeros ha sido acusado de asesinato, doctor Beck —afirmó con un gesto de resignación y cierto divertimiento velado—. Es todo cuanto deseaba preguntarle, gracias.

Hardie lanzó una mirada a Rathbone, quien negó con la cabeza.

Kristian Beck bajó del estrado y desapareció entre el público. Rathbone no sabía si debía considerarse afortunado por no haberse puesto en ridículo o si había dejado escapar una magnífica oportunidad que no volvería a presentársele.

Lovat-Smith lo miró, pero la luz le daba de lleno en el rostro y era imposible observar su expresión.

Al día siguiente Rathbone llamó a declarar a lady Stanhope, aunque no esperaba que su testimonio añadiera nada sustancial. Estaba claro que no conocía datos que guardaran relación con el caso, pero su presencia contrarrestaría el impacto emocional que había causado la señora Barrymore. Lady Stanhope no sólo corría el peligro de que su esposo muriera de forma espantosa, sino de que su familia cayese en desgracia y, con toda probabilidad, perdiera su fortuna.

Subió al estrado casi sin ayuda del secretario y miró a Rathbone con evidente nerviosismo. Estaba muy pálida y daba la impresión de que le costaba conservar la calma. No obstante se tranquilizó y levantó la vista hacia su esposo, a quien dedicó una sonrisa.

Sir Herbert parpadeó, le sonrió a su vez y luego apartó la mirada. Estaba a todas luces emocionado.

Rathbone esperó para que los miembros del jurado tuvieran tiempo de observar y recordar. Acto seguido, avanzó un paso y se dirigió a la testigo con cortesía y suma delicadeza.

—Lady Stanhope, le ruego que me disculpe por haberla citado a declarar en el que debe de ser uno de los peores momentos de su vida, pero estoy convencido de que desea hacer todo lo posible para demostrar la inocencia de su esposo.

Lady Stanhope tragó saliva sin apartar la mirada de él.

—Por supuesto. Cualquier cosa que… —Se interrumpió al acordarse de las instrucciones que había recibido; debía contestar de forma sucinta.

Rathbone sonrió.

—Gracias. No tengo demasiadas preguntas que hacerle, sólo quisiera formularle algunas sobre sir Herbert.

Lady Stanhope lo observó como si no le entendiera, sin saber qué decir.

La situación era sumamente complicada, pensó Rathbone. Debía encontrar el punto medio entre demostrar una amabilidad exagerada, con lo que no descubriría nada, y tratarla con tanta severidad que la intimidase y forzara a hablar de forma incoherente. La primera vez que había conversado con la señora Stanhope consideró que sería una testigo extraordinaria, pero en ese momento se preguntaba si no había cometido un error al convocarla. De todos modos, su ausencia habría resultado extraña y, en cierto modo, sospechosa.

—Lady Stanhope, ¿cuánto tiempo lleva casada con sir Herbert?

—Veintitrés años —respondió.

—¿Y tienen hijos?

—Sí; tres hijas y cuatro hijos. —Lady Stanhope empezaba a cobrar seguridad en sí misma. Estaba hablando de algo que le resultaba familiar.

—Recuerde que ha prestado juramento, lady Stanhope —le advirtió Rathbone con tacto, no por ella, sino para llamar la atención del jurado—, y que debe contestar con sinceridad, por doloroso que le resulte. ¿En alguna ocasión ha tenido motivos para dudar de la fidelidad de sir Herbert durante su matrimonio?

Ella se mostró sorprendida, aunque el abogado ya se había asegurado de que su respuesta sería negativa, porque de lo contrarío no la habría formulado.

—¡No, jamás! —Se ruborizó y se miró las manos—. Le ruego que me perdone por mi vehemencia. Soy consciente de que muchas mujeres no son tan afortunadas, pero lo cierto es que nunca me ha dado motivos para que me angustiase en ese sentido. —Respiró hondo y esbozó una sonrisa mientras miraba a Rathbone—. Debe comprender que está muy entregado a su profesión. No se interesa demasiado por los sentimientos de esa índole. Adora a su familia, le gusta sentirse cómodo con la gente, saber que puede contar con ella. —Sonrió como si quisiera disculparse, sin apartar la vista de Rathbone—. Supongo que, en cierto modo, podría considerarse una actitud perezosa, pero dedica toda su energía a su trabajo. Ha salvado la vida de muchas personas y, sin lugar a dudas, eso es más importante que conversar, halagar a la gente y cumplir con las normas sociales establecidas, ¿no? —Buscaba la aprobación de Rathbone, que ya había advertido los comentarios de apoyo de los presentes: discretos murmullos, asentimientos, afirmaciones susurradas.

—Sí, lady Stanhope, estoy de acuerdo con usted —convino cortésmente—, y estoy seguro de que miles de personas compartirían su opinión. Creo que no tengo más preguntas que hacerle, pero mi distinguido colega quizá sí. Tenga la amabilidad de permanecer en el estrado.

Al regresar a su asiento intercambió una mirada con Lovat-Smith. Sabía que su adversario sopesaba la conveniencia de interrogar a lady Stanhope. La dama gozaba de la simpatía del jurado. Si daba la impresión de que la presionaba, quizás hiciese peligrar su propia posición, aun cuando lograra poner en tela de juicio su testimonio. ¿En qué medida el veredicto del jurado se basaría en los hechos, en sus expectativas, emociones y prejuicios?

Lovat-Smith se levantó y se acercó al banco de los testigos con una sonrisa en los labios. Le resultaba imposible aparentar humildad, pero sin duda sabía mostrarse encantador.

—Lady Stanhope, yo también tengo muy poco que preguntarle, de modo que seré breve. ¿Ha estado alguna vez en el Royal Free Hospital? Ella se sorprendió.

—No… nunca he tenido necesidad, por fortuna. Di a luz a todos mis hijos en casa y nunca he precisado una intervención quirúrgica.

—Me refería más bien a una visita de carácter social, señora, no como paciente.

—Oh, no, no; no creo que sea necesario y no resultaría muy adecuado, ¿no cree? —Negó con la cabeza al tiempo que se mordía el labio—. Mi sitio está en casa, con mi familia. El lugar de trabajo de mi esposo no es… apropiado… —Se interrumpió porque no sabía muy bien qué decir.

En la galería dos mujeres de cierta edad intercambiaron una mirada y asintieron en señal de aprobación.

—Entiendo. —Lovat-Smith desvió la vista hacia el jurado y luego la posó en lady Stanhope de nuevo—. ¿Conocía a la enfermera Prudence Barrymore?

—No —contestó con visible asombro—. No, por supuesto que no.

—¿Está familiarizada con la forma en que una enfermera colabora con un cirujano en el cuidado de un paciente?

—No —lady Stanhope negó con la cabeza, perpleja—. Lo ignoro. Yo cuido de mi casa y de mis hijos.

—Por supuesto, y es muy loable —convino Lovat-Smith, asintiendo con la cabeza—. Ésa es su vocación y su don.

—Sí.

—Por lo tanto, no se encuentra en posición de decidir si la relación de su esposo con la señorita Barrymore era inusual… o personal, ¿no es así?

—Pues… yo… —La pregunta la incomodó visiblemente—. Pues… no lo sé.

—Bien. Tampoco tiene motivos para saberlo, señora —afirmó Lovat-Smith con voz queda—. Ninguna mujer de su posición podría. Gracias, es todo cuanto deseaba preguntarle.

Con evidente alivio, lady Stanhope alzó la vista hacia sir Herbert, que esbozó una breve sonrisa.

Rathbone se levantó de nuevo.

—Lady Stanhope, tal como ha señalado mi distinguido colega, usted no sabe nada del hospital ni de sus costumbres y prácticas, pero sí conoce a su esposo desde hace casi un cuarto de siglo, ¿no es cierto?

—Sí, es cierto.

—Y es un buen esposo y padre, fiel y cariñoso, pero entregado a su profesión, poco amigo de la vida social, en absoluto un seductor, ni conocedor de los sentimientos y sueños de las mujeres jóvenes, ¿verdad?

La testigo sonrió con tristeza y miró hacia el banco de los acusados con expresión de disculpa.

—Me temo que tiene toda la razón.

Sir Herbert pareció aliviado, casi satisfecho. Su rostro reflejaba una emoción difícil de desentrañar, pero el jurado la interpretó de forma positiva.

—Gracias, lady Stanhope —dijo Rathbone con mayor seguridad—. Muchas gracias, eso es todo.

El último testigo de Rathbone era Faith Barker, la hermana de Prudence, que volvía a declarar, ahora para la defensa. La primera vez que habían hablado, Faith estaba absolutamente convencida de que sir Herbert era culpable; había asesinado a su hermana y, en su opinión, ese crimen no merecía perdón alguno. Sin embargo Rathbone había conversado con ella posteriormente y al final había hecho concesiones considerables. Estaba insegura, y seguía sin apiadarse de sir Herbert, pero por lo menos en un aspecto se mantenía firme. Rathbone era consciente del riesgo que corría al llamarla a declarar.

Subió al estrado con expresión de profunda pena en el rostro demacrado. Incapaz de reprimir la ira, miró a sir Herbert con odio incontenible. El jurado lo advirtió y se mostró incómodo; uno de sus miembros tosió y se tapó la boca en un gesto de contrariedad. Rathbone lo percibió y se sintió optimista; creían a sir Herbert, y la pesadumbre de Faith Barker les resultaba inoportuna. Lovat-Smith también se percató; tensó la mandíbula y apretó los labios.

—Señora Barker —dijo Rathbone—, sé que está aquí contra su voluntad, al menos en parte. No obstante, debo rogarle que sea lo más imparcial posible, que ponga en práctica esa integridad que seguramente comparte con su hermana, y se limite a responder a mis preguntas, sin emitir juicios ni dejarse arrastrar por los sentimientos. Comprendemos su dolor, al igual que el de lady Stanhope y su familia, y el del resto de personas que se han visto afectadas por esta tragedia.

—Lo entiendo, señor Rathbone —repuso ella con frialdad—. No hablaré con mala intención, se lo juro.

—Gracias, no me cabe duda de que así será. Ahora, si es tan amable, le agradecería que nos comentara el afecto que su hermana profesaba a sir Herbert y lo que conozca de su carácter. Varios testigos, que la conocieron en distintas circunstancias, han hablado de ella, por lo que nos hemos formado la imagen de una mujer compasiva e íntegra. Nadie ha mencionado un solo acto egoísta o cruel por su parte. ¿Era así su hermana?

—Sin duda —respondió Faith sin vacilar.

—¿Una mujer excelente?

—Sí.

—¿Sin defectos? —Rathbone enarcó las cejas.

—No, por supuesto que no. —Faith desechó la idea con una sonrisa—. Todos tenemos defectos.

—Sin ser injusta con ella, estoy seguro de que puede decirnos qué defectos tenía.

Lovat-Smith se puso en pie.

—Sinceramente, Su Señoría, esto resulta muy poco esclarecedor y en absoluto relevante. Dejemos descansar en paz a esa pobre mujer, y más habida cuenta de cómo encontró la muerte.

Hardie miró a Rathbone.

—¿Es su pregunta gratuita y de tan mal gusto como parece, señor Rathbone? —inquirió el juez sin disimular su desaprobación.

—No, Su Señoría —aseguró Rathbone—. Tengo un motivo muy concreto para formularla a la señora Barker. La acusación contra sir Herbert se basa en ciertas suposiciones sobre el carácter de la señorita Barrymore. Debo tener la libertad de analizarlas para defender a mi cliente.

—Entonces adelante, señor Rathbone —ordenó Hardie con expresión más relajada.

Rathbone se volvió hacia el estrado.

—¿Señora Barker?

La testigo tomó aire antes de hablar.

—A veces era un tanto brusca —declaró—. No soportaba a los tontos y, como poseía una inteligencia extraordinaria, para ella la mayoría de las personas se hallaba dentro de esa categoría. ¿Necesita saber más?

—¿Hay algo más?

—Era muy valiente, tanto en el aspecto físico como en el moral. No toleraba la cobardía. A veces se precipitaba en sus juicios.

—¿Era ambiciosa?

—Eso no lo considero un defecto. —Faith miró al abogado sin disimular su desagrado.

—Yo tampoco, señora. No era más que una pregunta. ¿Luchaba por conseguir sus ambiciones, sin importarle el coste o las consecuencias que sus actos pudieran ocasionar a los demás?

—Si se refiere a si era cruel o artera, no, nunca. No esperaba ni deseaba cumplir sus deseos a expensas de otros.

—¿Supo de algún caso en que obligara o coaccionara a alguien a hacer algo contra su voluntad?

—¡No, jamás!

—¿O que utilizara sus conocimientos privilegiados para presionar a otros?

Faith Barker dedicó una mirada airada a Rathbone.

—Eso sería chantaje, señor, una maniobra de lo más despreciable. Me ofende sobremanera que mencione un acto tan ruin en relación con el nombre de Prudence. Si la hubiera conocido, comprendería cuan detestable y ridícula es esa sugerencia. —Lanzó una mirada implacable y llena de odio a sir Herbert y acto seguido se volvió hacia el jurado—. No. Aborrecía la cobardía moral, el engaño o cualquier actitud de ese tipo —añadió—. Habría considerado deshonroso obtener algo de esa manera, por valioso que fuera. —Miró a Rathbone y luego de nuevo al jurado—. Si sospecha que chantajeó a sir Herbert para obligarle a que se casara con ella, le aseguro que es una estupidez. ¿Qué mujer honrada e íntegra desearía conseguir un marido por esos medios? La vida con él resultaría insoportable. Sería un infierno.

—Sí, señora Barker —convino Rathbone esbozando una sonrisa de satisfacción—. Supongo que sí. Y estoy seguro de que Prudence no sólo era demasiado honrada para emplear tal artimaña, sino también lo bastante inteligente para barruntar que ese acto sólo le reportaría sufrimiento. Gracias por su sinceridad. No tengo más preguntas. Quizá mi distinguido colega tenga alguna. —Miró a Lovat-Smith con una sonrisa.

Lovat-Smith le correspondió con una sonrisa radiante. Sin embargo, probablemente Rathbone fuera el único que supiera que no era sincera.

—Oh, por supuesto que sí. —Lovat-Smith se puso en pie y se acercó al estrado—. Señora Barker, ¿su hermana le escribió para relatarle sus aventuras y experiencias mientras se encontraba en la guerra de Crimea?

—Sí, por supuesto que sí, aunque no las recibí todas. Lo sé porque a veces mencionaba hechos que había referido en misivas anteriores que no habían llegado a mis manos. —Estaba sorprendida, como si no comprendiera el motivo de la pregunta. Incluso Hardie se mostró receloso.

—El caso es que recibió una cantidad considerable de cartas, ¿verdad? —insistió Lovat-Smith.

—Sí.

—¿Suficientes para que se formara una idea de sus experiencias, sus actividades como enfermera y cómo le afectaron?

—Creo que sí. —Faith Barker seguía sin entender qué pretendía el abogado.

—¿Afirmaría, pues, que conocía su personalidad de forma bastante acertada?

—Creo que ya se lo he dicho al señor Rathbone —contestó ella con el entrecejo fruncido.

—Cierto. —Lovat-Smith avanzó un par de pasos y se detuvo ante la testigo—. Debía de ser una mujer extraordinaria; sin duda no resultaría fácil llegar a Crimea en tiempos de guerra, y menos aún tomar la decisión de partir hacia allí. ¿No encontró dificultades en su camino?

—Por supuesto —respondió Faith reprimiendo la risa.

—¿Le divierte, señora Barker? —inquirió el abogado—. ¿Le parece absurda mi pregunta?

—Francamente, sí. No pretendo ofenderlo, pero demuestra desconocer por completo los obstáculos con que se encuentra una mujer soltera de buena familia que viaja sola a Crimea en un buque militar para cuidar de los soldados. Todos nos opusimos a su decisión, excepto papá, pero ni siquiera él estaba muy convencido. De habérselo planteado otra persona que no fuera Prudence, creo que se lo habría prohibido terminantemente.

Rathbone se puso tenso. Una parte de su cerebro le envió un aviso, como un pinchazo de aguja. Se levantó.

—Su Señoría, ya hemos dejado claro que Prudence Barrymore era una mujer extraordinaria. Opino que estas preguntas son irrelevantes y hacen perder tiempo al tribunal. Si mi distinguido colega deseaba que la señora Barker declarara sobre este tema, tuvo sobradas oportunidades para hacerlo cuando la llamó a declarar para la acusación.

Hardie se dirigió a Lovat-Smith.

—Estoy de acuerdo, señor Lovat-Smith. Está perdiendo el tiempo y esto no conduce a nada. Si tiene preguntas que hacer a esta testigo, adelante. De lo contrario, permita que siga la defensa.

Lovat-Smith sonrió, esta vez con verdadero placer.

—Oh, sí que es relevante, Su Señoría. Guarda relación con las últimas preguntas que mi distinguido colega ha planteado a la señora Barker con respecto al carácter de su hermana y a la remota posibilidad de que recurriera a las coacciones… o no —añadió ensanchando su sonrisa.

—Entonces limítese a esa cuestión, señor Lovat-Smith —ordenó Hardie.

—Sí, Su Señoría.

A Rathbone se le encogió el corazón. En ese momento adivinó qué se proponía Lovat-Smith.

No se equivocó. El abogado de la acusación alzó la vista hacia Faith Barker.

—Señora Barker, su hermana debió de ser una mujer capaz de superar grandes obstáculos, de desoír las objeciones de los demás cuando estaba convencida de algo; al parecer nada se interponía en su camino cuando decidía conseguir algo que deseaba en grado sumo.

Se oyeron varios suspiros en la sala. Alguien rompió un lápiz.

Faith Barker estaba pálida; también había intuido qué perseguía Lovat-Smith.

—Sí… pero…

—Basta con un sí —la interrumpió el abogado—. Y su madre, ¿aprobó esa aventura? ¿No le preocupaba su seguridad? Debió de correr graves peligros; un naufragio, heridas por el cargamento, caballos, por no hablar de los soldados, asustados y posiblemente groseros, separados de sus mujeres, que iban a una guerra de la que tal vez no regresarían… ¡Y todo eso antes de llegar a Crimea!

—No necesariamente…

—No estoy hablando de la realidad, señora Barker —la atajó Lovat-Smith—, sino de los temores que pudo albergar su madre. ¿No estaba alarmada por Prudence? ¿Incluso aterrorizada?

—Temía por ella… sí.

—¿Le asustaba también lo que pudiera ocurrirle cuando estuviera cerca del campo de batalla, o en el mismo hospital? ¿Y si hubieran ganado los rusos? ¿Qué habría sido de Prudence?

Faith Barker esbozó una sonrisa tímida.

—Me figuro que mamá nunca se planteó la posibilidad de que los rusos ganaran —respondió con voz queda—. Cree que somos invencibles.

Se oyeron risas ahogadas en la sala, incluso Hardie esbozó una sonrisa fugaz.

Lovat-Smith se mordió el labio inferior.

—Puede ser —afirmó al tiempo que asentía con la cabeza—. Puede ser. Es un pensamiento agradable pero tal vez no demasiado realista.

—Me ha preguntado por sus sentimientos, señor, no por la realidad —le recordó Faith.

Escaparon más risitas ahogadas, pero enseguida se hundieron en el silencio, como una piedra arrojada en aguas tranquilas.

—Sin embargo, ¿su madre no estaba muy preocupada por ella, incluso asustada?

—Sí —respondió la testigo.

—¿Y usted? ¿No temía por ella? ¿No le costaba conciliar el sueño pensando en lo que podría ocurrirle?

—Sí.

—La angustia de su familia ¿no la disuadió?

—No —respondió. Por primera vez habló a regañadientes.

Lovat-Smith abrió los ojos como platos.

—Así pues, los obstáculos físicos, el peligro personal, incluso los riesgos extremos, las objeciones y las dificultades confirmadas, el temor, la ansiedad y el dolor de su familia, ¿nada consiguió disuadirla? Por lo visto era una mujer obstinada e inflexible, ¿no es así?

Faith vaciló.

En la sala se respiraba cierta inquietud, una impaciencia teñida de tristeza.

—¿Señora Barker? —insistió Lovat-Smith.

—No me gusta la palabra «inflexible».

—No siempre es una cualidad positiva, señora Barker —convino Lovat-Smith—. Ese coraje y empuje que la llevaron a la guerra de Crimea, a pesar de tenerlo todo en contra, y que la hicieron sobrevivir en medio de tal carnicería, mientras veía morir a diario a hombres valientes, quizás en tiempos de paz se convirtieran en algo más difícil de entender o admirar.

—Pero yo…

—Por supuesto —la interrumpió el abogado una vez más—. Era su hermana y no quiere pensar esas cosas de ella. No obstante, a mí me parece irrefutable. Gracias. No tengo más preguntas.

Rathbone se levantó de nuevo. En la sala reinaba un silencio absoluto. Nadie se movía, ni siquiera en los bancos del público. No se oían el roce de los tejidos, el crujido de las botas, ni el garabateo de los lápices.

—Señora Barker, Prudence fue a la guerra de Crimea sin importarle la angustia que causaba a su madre, o a usted. No nos ha dejado claro si las coaccionó de algún modo, o sencillamente les dijo, de la forma más agradable posible, que deseaba marcharse y nada se lo impediría.

—Lo último, sin duda, señor —se apresuró a señalar Faith—. De todos modos, no podíamos impedírselo.

—¿Intentó explicarles sus razones?

—Sí, por supuesto que sí. Creía que era su obligación. Deseaba dedicar su vida a los enfermos y heridos. Le traía sin cuidado lo que eso supusiera para ella. —De repente su rostro se llenó de pesar—. Solía decir que prefería morir haciendo algo útil que llegar a los ochenta años sin haber hecho nada de provecho y acabar muriendo de inutilidad.

—Esa actitud no me parece inflexible —manifestó Rathbone con mucho tacto—. Dígame, señora Barker, ¿considera que hubiera sido propio de su hermana (e incluso mi distinguido colega está de acuerdo en que usted la conocía bien) hacer chantaje a un hombre para que se casara con ella?

—Lo juzgo harto improbable —respondió Faith con vehemencia—. No es sólo una mezquindad contraria a su personalidad, sino una estupidez y, al margen de lo que usted piense de ella, nadie la ha tachado de necia.

—Cierto, nadie —convino Rathbone—. Gracias, señora Barker. Eso es todo.

El juez Hardie se inclinó.

—Se ha hecho tarde, señor Rathbone. Escucharemos sus conclusiones el lunes. Se levanta la sesión.

En la sala se dio rienda suelta a la tensión contenida, volvió a oírse el roce de los tejidos a medida que los asistentes se relajaban y se produjo un revuelo cuando los periodistas se abrieron camino para salir los primeros, llegar a la calle y procurarse un medio de transporte a fin de dirigirse a las redacciones de sus periódicos.

Oliver Rathbone no se había percatado de que Hester había estado en la sala durante las últimas tres horas de la tarde, por lo que había oído el testimonio de Faith Barker tanto con respecto a las cartas que había recibido como con relación al carácter y personalidad de Prudence. Confiaba en hablar con él, pero tan pronto como el juez Hardie levantó la sesión, Rathbone entró en un despacho y, como no tenía nada en concreto que decirle, pensó que no valía la pena esperar.

Mientras se dirigía a la salida reflexionaba sobre lo que había escuchado, sus propias impresiones sobre la reacción del jurado, sir Herbert Stanhope y Lovat-Smith. Se sentía eufórica. Por supuesto, nada era seguro hasta que se emitiera el veredicto, pero estaba prácticamente convencida de que Rathbone había ganado. El único problema era que todavía no habían descubierto quién había asesinado a Prudence. Ese pensamiento le causaba una angustia enfermiza porque la obligaba a plantearse que tal vez fuera Kristian Beck. No había investigado a conciencia lo que había ocurrido la noche anterior a la muerte de Prudence. El paciente de Kristian había fallecido de forma inesperada, era cuanto sabía. Kristian se había mostrado consternado; ¿era culpable de alguna negligencia, o de algo peor? ¿Lo había sabido Prudence? Y lo que resultaba incluso más doloroso, ¿lo sabía Callandra en esos momentos?

Se encontraba en la amplia escalinata de piedra que conducía a la calle cuando vio a Faith Barker. Parecía absorta en sus pensamientos, y exhibía una expresión perpleja y triste.

Hester la abordó.

—Señora Barker…

Faith quedó paralizada.

—No tengo nada que decir. Por favor, déjeme sola.

Hester comprendió enseguida la clase de persona que Faith Barker había supuesto que era.

—Fui enfermera en Crimea —explicó—. Conocí a Prudence, no muy bien, pero trabajé con ella en el campo de batalla.

Observó que Faith Barker se sorprendía y, de repente, se emocionaba; se sentía embargada por el dolor y la esperanza al mismo tiempo.

—Sin embargo la conocía lo suficiente para tener la certeza de que nunca habría chantajeado a sir Herbert, ni a ningún otro hombre, para que se casara con ella —se apresuró a añadir Hester—. En realidad, lo que más me cuesta creer es que quisiera contraer matrimonio. A mí me parecía que estaba entregada por completo a la medicina y que casarse y formar una familia era lo último que deseaba en esta vida. Rechazó a Geoffrey Taunton, a quien creo que apreciaba de verdad.

Faith la observó.

—¿La conoció? —preguntó por fin con los ojos nublados por la concentración, como si tuviera que deshacer un nudo gordiano de ideas—. ¿De veras?

—¿En la guerra de Crimea?

—Sí.

Faith se mostró perpleja. La gente que las rodeaba bajo el sol de la tarde charlaba, intercambiaba noticias y expresaba sus opiniones con vehemencia. Los vendedores de periódicos gritaban las últimas informaciones del Parlamento, la India, China, la monarquía, la alta sociedad, el críquet y los asuntos internacionales. Dos hombres se peleaban por un coche de caballos, un vendedor de pasteles anunciaba sus productos y una mujer llamaba a gritos a un niño descarriado.

Faith seguía observando a Hester como si deseara asimilar y memorizar todos sus rasgos.

—¿Por qué fue a la guerra de Crimea? —inquirió—. Oh, soy consciente de que se trata de una pregunta impertinente y le pido disculpas. Creo que no sabría explicárselo, pero necesito saberlo desesperadamente, porque necesito entender a Prudence y no lo consigo. Siempre la quise. Era magnífica, tan llena de energía y de ideas. —Sonrió. Estaba a punto de llorar—. Era tres años mayor que yo. De pequeña la adoraba. Era como una criatura mágica para mí, tan apasionada y noble. Solía imaginar que se casaría con un hombre gallardo, con un héroe. Sólo un héroe podía ser lo bastante bueno para Prudence. —Un joven con una chistera chocó con Faith, se disculpó y siguió su camino, pero ella pareció no darse cuenta—. Luego comprendí que no quería casarse con nadie. —Sonrió, compungida—. Yo también tenía muchos sueños, pero sabía que no eran más que eso, sueños. Nunca pensé que remontaría el Nilo para encontrar su nacimiento o convertiría infieles en África ni nada por el estilo. Pensaba que quizá tuviera la fortuna de conocer a un hombre honrado, digno de mi amor y confianza, con quien me casaría y formaría una familia.

Un chico de los recados con un mensaje en la mano les preguntó unas señas, escuchó las indicaciones que le dieron y siguió su camino con aire vacilante.

—Yo contaba unos dieciséis años cuando comprendí que Prudence tenía intención de convertir sus sueños en realidad —continuó Faith como si no las hubieran interrumpido.

—Cuidar de los enfermos —apuntó Hester—. ¿O ir a algún lugar como Crimea, a un campo de batalla?

—En realidad quería ser médico —le respondió Faith—, pero, por supuesto, eso era imposible. —Sonrió al recordar a su soñadora hermana—. Se enfadaba porque era mujer. Deseaba haber sido un hombre para poder hacer lo que le gustaba, pero, claro está, eso es absurdo, y Prudence nunca perdía el tiempo con lamentos absurdos. Lo aceptó. —Se esforzó por reprimir el llanto—. Lo cierto es que… no me la imagino abandonando todos sus ideales para intentar que un hombre como sir Herbert se casara con ella. ¿Qué habría conseguido con eso, aunque él accediera? ¡Es una estupidez! ¿Qué le ocurrió, señorita…? —Se interrumpió. Su rostro reflejaba dolor y desconcierto.

—Latterly —indicó Hester—. Ignoro qué le ocurrió, pero no descansaré hasta descubrirlo. Alguien la asesinó, y si no fue sir Herbert, fue otra persona.

—Quiero saber quién fue —declaró Faith con decisión—, pero sobre todo deseo averiguar por qué. No tiene ningún sentido…

—¿Se refiere a que la Prudence que conocía no se habría comportado como al parecer actuó? —preguntó Hester.

—Exacto. A eso me refiero. ¿Lo entiende?

—No…

—Si consiguiéramos acceder a esas cartas podríamos leerlas de nuevo y ver si contienen algo que explique cuándo y por qué cambió tanto.

—Oh, no las entregué todas —se apresuró a decir Faith—; sólo las que aludían a sir Herbert y a lo que sentía hacia él. Hay muchas más.

Hester la tomó del brazo, a pesar de que hacía apenas diez minutos que se conocían.

—¿Las tiene? ¿Aquí, en Londres?

—Sí. No las llevo conmigo. Las dejé en la habitación de la pensión. ¿Quiere leerlas?

—Por supuesto, me encantaría, si me lo permite. —Hester aceptó al instante, sin preocuparse por las normas de cortesía o el decoro, cuestiones completamente triviales en ese momento—. ¿Puedo ir ahora?

—Desde luego —respondió Faith—. Tendremos que tomar un coche de caballos, pues está un poco lejos.

Hester dio media vuelta y se encaminó deprisa hacia el bordillo de la acera, abriéndose camino entre hombres y mujeres que intercambiaban noticias.

—¡Cochero! ¡Pare aquí, por favor! —ordenó a voz en grito.

La habitación de Faith Barker era pequeña y bastante antigua, pero estaba inmaculadamente limpia, y a la casera no le importó añadir otro plato para la cena.

Tras una mínima concesión a los cumplidos, Faith tomó el resto de las cartas de Prudence y Hester se acomodó en el único sofá de la estancia para leerlas.

En su mayor parte los detalles le interesaban como enfermera. Contenían información clínica sobre un buen número de casos y, al leerlas, no pudo por menos de asombrarse ante la profundidad de los conocimientos médicos de Prudence. Eran muy superiores a los suyos, que hasta el momento había considerado bastante buenos.

Las palabras le resultaban familiares, y la forma de expresarse le recordaba a Prudence con tanta viveza que casi oía su voz.

Recordó a las enfermeras tendidas en minúsculos catres a la luz de una vela, acurrucadas bajo mantas grises, charlando, compartiendo emociones que eran demasiado terribles para guardárselas. Esa época acabó con su inocencia y la convirtió en la mujer que era; Prudence había formado parte de aquella experiencia y eso había afectado a su vida para siempre.

No obstante, nada en las misivas indicaba un cambio en sus ideales o en su personalidad.

Las referencias a sir Herbert Stanhope eran objetivas, relacionadas en todo momento con sus aptitudes médicas. Lo alababa en varias ocasiones pero siempre era por su valentía para poner en práctica técnicas nuevas, por su perspicacia a la hora de emitir diagnósticos o por la claridad con la que instruía a sus pupilos. También elogiaba la generosidad que demostraba al compartir sus conocimientos con ella. Cabía la posibilidad de interpretarlo como elogios a su persona y algo más que gratitud profesional pero, para Hester, que comprendía y a quien interesaban los detalles médicos, lo que más le transmitían era el entusiasmo de Prudence por aumentar su saber, y ella habría sentido lo mismo por cualquier cirujano que la tratara como él. En este caso el hombre era secundario.

En cada párrafo quedaban de manifiesto su amor por la medicina, su alegría por sus logros, su esperanza ilimitada en sus posibilidades futuras. La gente necesitaba su ayuda; ella se ocupaba de su dolor y su temor, pero siempre era la medicina lo que la estimulaba y le levantaba el ánimo.

—Debería haber sido médico —murmuró Hester con una sonrisa—. ¡Habría realizado un estupendo trabajo!

—Por eso me extraña que estuviera tan desesperada por casarse —reconoció Faith—. Si me hubieran dicho que intentaba con denuedo que la aceptaran en la facultad de medicina, me lo habría creído. Me temo que habría hecho cualquier cosa para conseguirlo, pero, claro, era imposible. Lo sé. En ninguna facultad de medicina aceptan a mujeres.

—Me pregunto si algún día nos permitirán entrar —dijo Hester muy despacio—. ¿Y si un cirujano de renombre, como sir Herbert, la recomendara?

—¡Jamás! —Faith lo negó, aunque tal pensamiento iluminó su mirada.

—¿Está segura? —preguntó Hester al tiempo que se inclinaba—. ¿Está segura de que Prudence no creía que eso fuera posible?

—¿Insinúa que era eso lo que Prudence pretendía que sir Herbert hiciese? —Faith pareció comprender—. ¿No tenía nada que ver con el matrimonio? ¿Sólo quería que la ayudara a recibir formación médica, no como enfermera, sino como médico? Sí, sí; sería posible. Eso sí habría sido propio de Prudence. —Contrajo el rostro por la emoción—. Pero ¿cómo? Sir Herbert se habría reído de ella y le habría dicho que no tuviera ideas tan absurdas.

—No sé cómo —reconoció Hester—. Sin embargo, es algo que sí habría hecho, ¿verdad?

—Sí, eso sí.

Hester reanudó la lectura de las cartas bajo otra luz y entendió por qué las operaciones se describían con tanto detalle; todos los pasos, todas las reacciones de los pacientes aparecían anotados con suma precisión.

Leyó varias más que describían intervenciones quirúrgicas con todo lujo de detalles. Faith estaba sentada en silencio, a la espera.

De repente Hester quedó paralizada. En las misivas se hacía mención a tres operaciones a mujeres en las que se había seguido exactamente el mismo procedimiento. No se aludía al diagnóstico ni a la enfermedad, y tampoco a dolores o disfunciones de ninguna índole. Decidió releerlas detenidamente.

Entonces supo qué le había llamado la atención: eran tres abortos, no porque la vida de la madre corriera peligro, sino porque, por la razón que fuere, la mujer deseaba interrumpir el embarazo. En cada caso Prudence había utilizado las mismas palabras para describirlo, como si de un ritual se tratara.

Hester leyó con rapidez el resto de las cartas, cada vez de fechas más cercanas. Encontró otras siete operaciones explicadas del mismo modo, palabra por palabra, y en cada una de ellas aparecían las iniciales de la paciente, pero no así su nombre ni su descripción física. Aquello también suponía una diferencia con respecto a los otros casos sobre los que había escrito: había aportado algún detalle sobre el paciente y añadido su opinión personal, como «una mujer atractiva» o «un hombre autoritario».

La conclusión era evidente: Prudence sabía que esas operaciones se habían practicado aunque no había estado presente. Sólo había recibido la información necesaria para cuidar de las pacientes en las primeras horas posteriores a la operación. Había anotado los datos por alguna razón.

¡Chantaje! Era un pensamiento espantoso pero ineludible. Con aquella información podría controlar a sir Herbert. Por eso la había asesinado. Prudence había intentado utilizar su poder, tal vez de manera implacable, y él había tendido sus manos, fuertes y hermosas, para rodearle el cuello… ¡y apretar hasta asfixiarla!

Hester permaneció en silencio en la pequeña habitación, en la que se colaba la luz crepuscular del exterior. De pronto la invadió un frío glacial, como si hubiera tragado hielo. No era de extrañar que sir Herbert hubiera quedado atónito al ver que lo acusaban de haber mantenido un romance con Prudence. Qué ridiculez; nada más lejos de la realidad.

Prudence había querido que la ayudara a estudiar medicina y había utilizado sus conocimientos sobre las operaciones ilegales que él realizaba para presionarle, pero había pagado con su vida.

Levantó la vista hacia Faith, quien la miraba de hito en hito.

—Lo ha descubierto —afirmó—. ¿De qué se trata?

Hester le explicó con prudencia lo que había deducido.

Faith palideció y la observó.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó cuando Hester hubo terminado.

—Contárselo a Oliver Rathbone —le respondió Hester.

—¡Pero si defiende a sir Herbert! —exclamó Faith, aterrada—. ¿Por qué no acude al señor Lovat-Smith?

—¿Con qué? —inquirió Hester—. Esto no constituye una prueba. Nosotras lo hemos deducido porque conocíamos a Prudence. Es más, Lovat-Smith ya ha presentado los argumentos de la acusación. No tenemos ningún testigo, ni pruebas nuevas, sino una nueva interpretación de lo que el tribunal ya ha oído. No, hablaré con Oliver. Quizás él sepa qué hacer, ¡qué Dios nos ayude!

—Quedará impune —aseguró Faith presa de la desesperación—. ¿De veras… de veras cree que estamos en lo cierto?

—Me temo que sí. De todos modos visitaré a Oliver esta misma noche. Es posible que estemos equivocadas, pero… sospecho que no.

Ya se había puesto en pie y recogió el chal, adecuado para el calor del día pero demasiado ligero para el fresco aire de la tarde.

—No puede ir sola —protestó enfáticamente Faith—. ¿Dónde vive?

—Sí puedo. No es momento para convenciones. Debo encontrar un coche de caballos. No hay tiempo que perder. Muchísimas gracias por dejarme las cartas. Se las devolveré, lo prometo.

Sin más demora, se guardó las misivas en el bolso, de tamaño considerable, dio un abrazo a Faith Barker y salió a toda prisa de la habitación para desaparecer en la fresca y bulliciosa calle.

—Supongo que sí —dijo Rathbone con desconfianza—, pero ¿a una facultad de medicina? ¡Una mujer! ¿Cómo pudo pensar que sería posible?

—¿Por qué no? —inquirió a su vez Hester con enojo—. Poseía los conocimientos necesarios y una experiencia más amplia que muchos estudiantes de los primeros cursos. ¡De hecho, más que la mayoría cuando termina la carrera!

—Entonces… —Rathbone la miró a los ojos y se interrumpió. Tal vez, al ver la expresión de su rostro, decidiera que la discreción era una muestra de valentía.

—¿Sí? —preguntó ella—. Entonces ¿qué?

—¿Poseía la inteligencia y el aguante físico necesarios para llevarlo a cabo? —El abogado la miraba con recelo.

—¡Oh, lo dudo! —respondió ella con ostensible sarcasmo—. Al fin y al cabo no era más que una mujer. Se las apañó para estudiar por su cuenta en la biblioteca del Museo Británico, fue a la guerra de Crimea y sobrevivió, en el campo de batalla y en el hospital. Permaneció allí y trabajó en medio de la carnicería y las mutilaciones, las epidemias, la mugre, las alimañas, el agotamiento, el hambre, el frío glacial y el obstruccionismo de las autoridades militares. Dudo que pudiera superar un curso en la universidad.

—De acuerdo —reconoció él—. Ha sido una estupidez por mi parte. Le pido disculpas. Sin embargo usted adopta el punto de vista de Prudence, mientras que yo intento ponerme en el lugar de las autoridades a las que, por muy equivocadas que estén, competía aceptarla, y sinceramente, aunque sea injusto, creo que no tenía ni la más remota posibilidad de que le permitieran matricularse.

—Quizá sí —declaró Hester con vehemencia—, si sir Herbert hubiera intercedido por ella.

—Nunca lo sabremos. —Apretó los labios—. No obstante, esto nos obliga a plantearnos el caso desde otra perspectiva. Ahora se explica por qué sir Herbert ignoraba el motivo por el que daba la impresión de que estaba enamorada de él. —Frunció el entrecejo—. Por otro lado, es evidente que no ha sido sincero conmigo; debía de saber a qué se refería Prudence.

—¡Nada sincero! —exclamó Hester al tiempo que levantaba los brazos.

—Desde luego, tenía que haberme dicho que le había dado esperanzas, por falsas que fueran, de que la aceptarían en una facultad de medicina —razonó Rathbone—. No obstante tal vez pensara que tenía menos probabilidades de que el jurado lo creyera —añadió con desconcierto—, si bien ese móvil parecería menos verosímil. Es curioso; no lo entiendo.

—¡Por todos los santos! ¡Yo sí! —Casi se atragantó al hablar. Deseaba zarandearlo hasta que le castañetearan los dientes—. He leído esas cartas con sumo detenimiento. Sé lo que implican. Sir Herbert practicaba abortos y Prudence había tomado buena nota de ellos. Él la mató, Oliver. ¡Es culpable!

El abogado tendió la mano; estaba muy pálido.

Hester extrajo las cartas del bolso y las tendió hacia él.

—Ya sé que no constituyen una prueba —reconoció—. De lo contrario, se las habría entregado a Lovat-Smith. Sin embargo, ahora que sé lo que implican, entiendo mejor lo que debió de pasar: Faith Barker está convencida de que fue así. Prudence sólo habría utilizado lo que había descubierto si ello le hubiera brindado la posibilidad de estudiar y obtener la licenciatura.

Rathbone leyó en silencio todas las cartas. Transcurrieron casi diez minutos antes de que levantara la mirada.

—Tiene razón —convino el abogado—. No sirven como prueba.

—¡Sin embargo fue él! Sir Herbert la mató.

—Sí, estoy de acuerdo.

—¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó Hester con indignación.

—No tengo ni idea.

—¡Sabe que es culpable!

—Sí… sí, en efecto, pero soy su abogado.

—Sin embargo… —Se interrumpió al percibir la determinación de su rostro. Hester aceptó su actitud, aunque no la entendía. Asintió—. Sí, de acuerdo.

Rathbone le dedicó una sonrisa sombría.

—Gracias. Ahora debo reflexionar.

´Él llamó un coche de caballos, la acompañó hasta el vehículo y Hester se dirigió a su casa en un estado de perplejidad absoluta.

Cuando Rathbone entró en la celda, sir Herbert se levantó de la silla. Se mostraba sereno, como si hubiera dormido bien y esperara que aquel día se produjera por fin su exculpación. Miró a Rathbone, pero no advirtió su cambio de actitud.

—He releído las cartas de Prudence —explicó el abogado con voz tensa y brusca sin esperar a que su cliente hablara.

Sir Herbert reparó en la actitud de su tono y entornó los ojos.

—¿De veras? ¿Aportan alguna novedad?

—También las ha leído una persona que conoció a Prudence Barrymore y es enfermera como ella.

Sir Herbert permaneció impasible.

—Describe una serie de operaciones que usted practicó a mujeres, sobre todo jóvenes. Por lo que escribió resulta evidente que se trataba de abortos.

Sir Herbert enarcó las cejas.

—Exacto —reconoció—, pero Prudence nunca estuvo presente en ninguna. Se limitó a atender a las pacientes antes y después. Realicé la intervención ayudado por enfermeras que no poseían conocimientos suficientes para saber de qué se trataba. Les dije que les extirpaba tumores, y no sospecharon. La opinión de Prudence no demuestra nada.

—Sin embargo, ella lo sabía —replicó Rathbone con aspereza—. Por ese motivo lo presionaba, no para que se casara con ella (probablemente no le habría aceptado en matrimonio aunque se lo hubiera pedido de rodillas), sino por su reputación profesional, que podía abrirle las puertas de una facultad de medicina.

—Eso es absurdo. —Sir Herbert desechó la idea con un movimiento de la mano—. Ninguna mujer ha estudiado medicina. Era buena enfermera, pero nunca habría llegado a más. Las mujeres no sirven para eso. —Sonrió con desdén—. Se precisan la inteligencia y el aguante físico de un hombre, aparte del equilibrio emocional.

—Olvida la integridad moral —repuso Rathbone con hiriente sarcasmo—. ¿Fue entonces cuando la mató, cuando lo amenazó con denunciarlo por practicar operaciones ilegales si no la recomendaba?

—Sí —confesó sir Herbert mirando a Rathbone a los ojos—. Ella no habría dudado en hacerlo. Habría arruinado mi carrera. No podía permitirlo.

Rathbone lo miró con perplejidad.

—No puede usted hacer nada —afirmó sir Herbert con una sonrisa—. No puede contar nada ni retirarse del caso, ya que perjudicaría mi defensa y lo inhabilitarían para el ejercicio de la abogacía. Además, probablemente el juicio sería declarado nulo. No conseguiría nada.

Tenía razón, Rathbone lo sabía y, por el semblante sereno e imperturbable de sir Herbert, éste también.

—Usted es un abogado brillante —añadió tranquilamente sir Herbert. Hundió las manos en los bolsillos y añadió—: Me ha defendido de maravilla. Ahora lo único que tiene que hacer es pronunciar su discurso final, que hará a la perfección, porque no le queda más remedio. Conozco las leyes, señor Rathbone.

—Es posible —masculló Rathbone—, pero no me conoce a mí, sir Herbert. —Lo miró con un odio tan profundo que se le encogió el estómago y la mandíbula le dolió por haberla apretado tanto—. Le recuerdo que el juicio todavía no ha concluido.

Sin esperar a que sir Herbert hablara, giró sobre sus talones y se marchó.